Guillermo Díaz Caneja

"Al avanzar por la calle, me parecía penetrar en una ciudad asolada por alguna terrible peste, en una ciudad desierta, muerta por la precipitada huida de sus habitantes: ningún ruido llegaba a mis oídos. Los que quedaban, los que se cruzaban conmigo, no eran seres animados, sino sombras.
Fui al Círculo, donde permanecí poco tiempo; allí todo el mundo estaba contento, alegre…, y aquella alegría me hacía daño; parecía que se burlaban de mí. Quise buscar refugio en algún teatro; pero desistí de ello, porque allí tropezaría con el mismo inconveniente de la alegría de los demás; así, pues, opté por meterme en mi casa.
Mis libros parecían brindarse a desterrar de mi mente los negros pensamientos que la abrumaban. Al pensar en ellos, al recordar la ciencia que atesoraban y que, generosos, me habían ofrecido, sentí algún consuelo. Su ciencia: esa fue mi primera novia, mi amante, la única fiel y verdadera que había tenido; a sus brazos debía y quería volver. Juntos nos consagraríamos a nuestro primer amor: el estudio, la investigación, el descubrimiento de las causas de la tuberculosis. Si mi nombre fuera unido algún día a tan magno descubrimiento, ¿Qué pensaría Carmen de mí? ¡Siempre, siempre ella!
Pero mis libros también me fueron ingratos: su ciencia se me mostró áspera, dura, esquiva. Además, cuanto ella decía y enseñaba era falso, era mentira. ¿Cómo podía creerse que cuerpos como el de Carmen pudieran atesorar los gérmenes de aquellas repugnantes y hediondas enfermedades? ¡No! Carmen tendría que ser eternamente joven; su cuerpo tendría que estar siempre sano; no habría enfermedad ninguna que osara morder en él, que se atreviera a deformarlo, a descomponerlo, a destruirlo, a resecar su piel fina, fresca y sonrosada, a emponzoñar su juvenil fragancia, sus morbideces de divinidad, no; todo lo que decían aquellos librotes era un puro embuste, una infame farsa; era la petulancia de seres que creyeron descubrir algo, siendo así que todo lo ignoran; de hombres que creyeron dar luz al caos en que vivimos, siendo así que ellos viven en la más espantosa obscuridad. Mentira la ciencia, mentira el saber de los hombres, que, en su necio orgullo, pretenden ser iguales a Dios, olvidando que aquellos que pretendieron igualarle, escalando su reino, fueron dispersos y destruidos."

Guillermo Díaz Caneja
La pecadora



"La elegante y espaciosa sala del teatro aparecía ya rebosante. El pasillo de butacas estaba lleno de hombres, que investigaban los palcos. Se cruzaban saludos de una y otra parte, y tal cual sonrisa o seria significativa. Soberbios descotes se lucían en plateas y entresuelos. La marquesita de la Musa llamaba la atención, como siempre, por su hermosura. La de Pefíadura, compitiendo con ella, lucía valiosas alhajas. La mujer del banquero Zubuzueta, espléndida morena de ojos soñadores, ostentaba, sujeto por una fina cadena que ceñía su escultural garganta, un soberbio pendentify formado por tres magníficos brillantes, el último de los cuales descansaba sobre la tentadora hoyuela. El general Zaldavo, con su familia, ocupaba un entresuelo; la vizcondesa de Camposeco, con su madre y su hermana, una platea. Otras muchas personalidades de las artes, las ciencias, la literatura, la aristocracia y la milicia llenaban las principales localidades, daban brillo y realce, con su presencia, a la solemnidad que se preparaba.
El palco de la Peña aparecía rebosante; en el del Casino de Madrid no quedaba ni un hueco.
Los gemelos no se daban punto de reposo. En el gallinero se oía un griterío infernal.
Los músicos iban ocupando sus puestos, y, entre ellos, se entablaban diálogos y se hacían chistes.
Mientras la flauta preguntaba al contrabajo por la función religiosa de aquella mañana en San José, un clarinete modulaba rápidas y pianísimas escalas y el oboe daba notas desentonadas, que provocaban la risa de los vecinos. Los violines, en tanto, ensayaban un pasaje difícil de la partitura, mientras el trombón afinaba notas graves y sonoras, que disonaban de las del cornetín. Y en medio de este perfecto desacuerdo de sonidos, francas carcajadas acogían algún chiste picante o dicho intencionado, que daba lugar a sabrosos comentarios.
Sólo un violín primero, el concertino, dejaba de tomar parte en aquella alegría, en aquel humorismo, hijo, en la mayoría de los casos, de los pesares más profundos. El instrumento cuelga del atril; sobre éste descansa el arco; el violinista, una pierna sobre la otra, vuelto hacia el público, apoyado un codo sobre el respaldo de la silla y en el puño la cabeza, permanece indiferente a todo lo que le rodea. Su vago mirar pasea errante por el teatro; sólo cuando se eleva a los palcos segundos parece recobrar vida al fijarse en uno de ellos. En ese momento, su rostro, joven y simpático, se anima ligeramente. Sobre la barandilla de aquel palco se veía apoyados a dos jóvenes: una bellísima rubia de ojos claros y rostro virginal, y un joven que apenas contaría veinticinco años, y cuyo labio superior ostentaba un poblado bigote negro, como el pelo. La indumentaria de ambos los clasificaba entre la aristocracia de la clase media; es decir, la que vive con modestia, pero sin privaciones. Por detrás de ellos asomaban dos cabezas grises, una de mujer y otra de hombre.
Cuando el violinista dirigía al palco sus miradas, ambos jóvenes le hacían señas, hablando luego entre sí. Él, después de sonreírles, volvía a su errabundo mirar."

Guillermo Díaz-Caneja
El sobre en blanco


"Las manos del enfermo procuraban inútilmente asir con fuerza los brazos del sillón; sus ojos despedían rayos; su garganta, roncos sonidos.
Doña Micaela, previa inclinación de cabeza, como si meditara, como si consigo misma consultara el camino que en situación tan grave debiera seguir, se acercó á su yerno, y con amabilidad, con dulzura, le habló así:
— Acuéstate, Bernardo; descansa, duerme, y mañana será otro día... Anda, acuéstate...
El borracho, que parecía haber olvidado ya el asunto de la contienda, miró á su suegra con aire estúpido y soez; después, columpiando uno de sus brazos é indicando con la mano una de las alcobas, exclamó:
—Hala, tú... pa la cama..., ¡que ya te arreglaré yo mañana!
Paquita, que ocultaba sus lágrimas con el pañuelo, descubrió el encendido rostro y quedó mirando á su marido.
—¿Has... oído?...— repitió éste.— ¡A la cama!...
— ¡No quiero!— contestó la aludida con tono tan enérgico y desacostumbrado en ella, que la madre y la hermana se quedaron mirándola con asombro-.
Tú, que eres un hombre tan decente, no debes acostarte con una... Aquí, Paca, con visible repugnancia, repitió la canallesca palabra que su marido le lanzara al rostro momentos antes.
La bondadosa madre, viendo que la cuestión se agriaba más de lo necesario, intervino de nuevo:
—Acuéstate, acuéstate tú, que ella irá en seguida...
Bernardo, cuyas facultades mentales se obscurecían por momentos, y cuyos ojos pugnaban por cerrarse, se dejó llevar dócilmente hasta la alcoba, y, momentos después, se le oía roncar de una manera formidable."

Guillermo Díaz Caneja
La deseada












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