Heimito Von Doderer

"Aquel espectador se quedó sorprendido por la indiferencia con la que ella hablaba y compró la tarjeta. Lo cierto es que la Hoschek tenía la mirada perdida y su gesto rayaba en la más absoluta estupidez. Al final, la unión de arte y vida volvió a cubrirse, abandonó el escenario y desapareció detrás de un telón medio roto, aunque con un pomposo drapeado.
Como no puede ser de otra forma, su nueva vida también trae consigo nuevos compañeros y conocidos. Vuelve a frecuentar algún que otro café, locales oscuros, cochambrosos, donde semana tras semana se ven las mismas seis u ocho caras reunidas alrededor de una mesa de mármol cuarteada. Eso es todo, la Hoschek no desea nada más, tampoco tiene la sensación de estar perdiéndose algo, por ejemplo, la vida, así, tal cual, o, más en particular, la oportunidad de hacer algo con ella. Eso no se le pasa por la cabeza ni siquiera remotamente. Hasta aquí el relato de los hechos tal y como se produjeron y desarrollaron. En este punto, la Hoschek estaba muy lejos de comprender lo que había ocurrido, ni siquiera se lo planteaba.
Sin embargo, al cabo del tiempo, el perezoso curso de su existencia sufrió una interrupción.
Viajaba en el tranvía, iba sentada en el vagón con su blusa abotonada hasta el cuello —pues era allí donde se deshacía la unión de arte y vida, que empezaba justo debajo con una vistosa cadena tatuada en color rojo—, cuando su mirada dormida, que ya no captaba nada de lo que ocurría a su alrededor, se posó sobre un punto en particular. El lugar en el que aterrizó fue casualmente la cara de un joven que iba sentado frente a ella. Éste se apeó en la misma parada que Katharina, la saludó, se acercó a ella y le dirigió unas palabras. Ella se lo tomó de la misma manera que cuando Nastupek llevaba a la mesa uno de aquellos pretzel que compartían con el café. El joven la acompañó, cada vez más animado, hasta la puerta de su casa y al final consiguió citarse con ella para otro día.
Así fue como empezaron a verse. La época del año hacía que el calor se hiciera notar cada vez con más fuerza, la primavera brillaba en las calles con una fastuosa luz. Pronto Katharina se vio obligada a prescindir de la esclavina de piel que rodeaba el ajustado escote de su vestido. Paseaban al aire libre por las afueras de la ciudad, contemplándola desde las colinas, bebiendo vino y dejando pasar el tiempo sin darse cuenta de que éste se les escapaba de entre las manos, por más que hasta entonces los hubiera respetado, preservándolos intactos. El inesperado giro que se había producido en la vida de Katharina la apartó de la monotonía en la que había estado instalada hasta entonces. Sus sentimientos volvieron a agitarse. El círculo en el que había estado encerrada, dormida, cedió y terminó por romperse. En el quinto o sexto encuentro que tuvo con él, mientras lo esperaba en el lugar convenido, apenas fueron unos minutos, sintió una emoción y una inquietud tan grandes, una alegría tan dulce corriendo por sus venas, que su entendimiento empezó a bullir en aquel fermento presionando las paredes del vaso que hasta esa tarde lo contenía y que a punto estaba de saltar en pedazos. No obstante, en el fondo se agitaba un poso de oscuridad y temor, que ascendía con sucia turbulencia a la superficie cada vez que su nuevo amigo se acercaba a ella. Por fin, una noche, en la oscuridad de un parque público, cedió al torrente de ternuras con las que él la requería y convino en ir a visitarlo a su casa la tarde siguiente. En medio de las sombras, él había retirado una de sus mangas para depositar un beso en un punto de su antebrazo, donde, de haber existido luz, podría haber visto representada con trazos azules y rojos una pareja de enamorados unidos en tierno abrazo.
Pasó la noche nerviosa y angustiada en aquella habitación estrecha, sofocante, que, repleta de muebles extraños, no ofrecía precisamente una cara amable; era más bien un conjunto abigarrado y confuso, un rostro embrutecido, inculto, marcado de mil formas por el ir y venir de la vida que iba transformando sus rasgos poco a poco, sin que se produjesen grandes altibajos… El miedo y la presión que sentía cristalizaban en imágenes que turbaban su sueño."

Heimito von Doderer
Arte y vida se unen


"Ciertas calles sólo tenían una hilera de casas, mientras que el otro lado seguía vacío.
Se veían allí montones de grava y pilas de madera, así como la valla que pasaba por delante de un talud sobre el borde del canal, cruzaba el cauce y se dirigía a gran distancia, hacia las múltiples ramificaciones de la masa urbana al otro lado del agua, o bien bordeaba la ribera, allí donde la corriente doblaba, parsimoniosa y brillante, hacia la izquierda, trazando una curva entre los taludes inclinados de la orilla. Allí estaba la espuma verde gris de las copas de los árboles y allí aparecían también los prados. A lo lejos se divisaban las chimeneas de las fábricas, alineadas como flechas en un carcaj, y a su lado se alzaban los montículos anchos y romos de los gasómetros, tras cuyo resplandor, intensificado por el brillo de las rejas, se presentaban en invierno la niebla y en verano, las nubes rizadas en un horizonte vaporoso. En la última casa de esa hilera de edificaciones abierta hacia el canal vivían los padres de Conrad en la tercera plan­ta, que ocupaban entera, por lo que su vivienda era harto espaciosa. El padre, Lorenz Castiletz, no era un hombre rico, pero sí lo que suelen llamar bien acomodado. Se dedicaba al comercio de paños y, por otra parte, ostentaba desde hacía tiempo la representación de dos casas holandesas, motivo de no pocas envidias, pues la posición de dichas empre­sas en el mercado era por sí sola muy fuerte. Por este hecho y porque, además, tenían una tía pudiente, bien al estilo ru­ral, con tierras, casa y granja, Kokosch, que era además hijo único, nunca padeció situaciones de escasez importantes ni peligrosas para su salud, ni siquiera durante el período de la guerra, como tampoco las padeció en los duros años posteriores a la contienda. En cierta medida, aquellos acontecimientos pasaron como algo más bien distante por la casa de los Castiletz. El padre, que había contraído una afección cardíaca de manera un tanto extraña en sus ya lejanos años de juventud—por dedicarse con excesiva energía y apasionamiento a la esgrima de sable—, ya había superado la edad para ser llamado a filas al estallar la guerra; de todos modos, el antes mencionado motivo lo habría eximido de prestar el servicio militar en el frente. La diferencia de edad entre Lorenz Castiletz y su hijito era abismal: ni más ni menos que cuarenta y siete años."

Heimito von Doderer
Un asesinato que todos cometemos


"El escritor es un tipo repugnante que trabaja de manera muy precisa, intencionalmente planificada, a propósito, pero no apunta a la audiencia, sino a la audiencia con intenciones completamente desconocidas, en realidad apunta a los desarrollos en su mecánica mental y constantemente trata de hacerlo, y dado que es en su mayor parte - de lo que generalmente no se habla, porque se entiende a sí mismo - técnico de la narrativa, por lo que solo puede trabajar racional y regularmente, y diariamente, y con precisión, y a horas recurrentes."

Heimito von Doderer



"En comparación con lo que he sufrido de mí mismo, la humillación y el sufrimiento infligido a mí por otros se desvanece en la insignificancia."

Heimito von Doderer


"La fatiga del hombre está inversamente relacionada con sus intereses reales."

Heimito von Doderer



Mi trabajo
real consiste, con toda seriedad,
no en prosa o verso:
sino en el conocimiento
de mi estupidez.

Heimito von Doderer



"Por las ventanas inclinadas se ve a lo lejos. El tragaluz con doble acristalamiento permite que una catarata de claridad se derrame en el interior. Uno se sienta en lo alto como en el puesto de combate de un artillero que estuviera de centinela o en la torre de un faro. Se encuentra por encima de la ciudad y tiene justo enfrente el paisaje de montañas que trazan la línea del horizonte con sus ondulaciones. Bajando hacia la derecha todo es indefinido; detrás de los bloques de viviendas que van encadenándose, realzados muchas veces por la luz del sol que destaca uno u otro, se abre una depresión colorida y vaporosa: la llanura que huye hacia Hungría. A mano izquierda se termina la montaña, acaba abruptamente, lanza desde la altura una mirada que penetra ya en otra región. A mis pies se extiende la ciudad jardín del extrarradio con tejados planos o puntiagudos, que revolotean dispersos en el verde de por aquí o se reagrupan más allá en torno a la maciza figura de una iglesia románica que, con sus dos amplias torres, planta dos pilares a la entrada del vasto cielo henchido de nubes. (...) Y, sin embargo, es un hecho que no habría más que tirar de un hilo cualquiera del tejido de la vida para que éste la recorriera por completo y en su recorrido fuera abriéndola y dilatándola hasta que los demás también se hicieran visibles, desprendiéndose unos de otros; pues en un mínimo recorte de la historia de cualquier vida está contenido su conjunto, hasta se podría decir que está inserto en cada instante en particular, en la voluptuosidad, la desesperación, el aburrimiento o el triunfo que llenan igual que la pala de una excavadora el cubo de los segundos que se acercan corriendo con su tictac y luego se alejan fugitivos."

Franz Carl Heimito Ritter von Doderer
Los demonios



"Un arpía cualquiera iba de día y se encargaba de lo indispensable. En la cocina, él solía pararse detrás de ella para cerciorarse de que no le pusiera demasiada grasa al sartén. Yo mismo llegué a verlo. Cuando iba a verlo, mi criado tenía que empacarme comida, pero no sólo eso, si únicamente quería tomarme una taza de té, debía disponer que me llevaran todo: servicio, té, azúcar, incluso el alcohol para la tetera. Un día no llevé nada y él, con tranquilidad, se comió a cucharadas su sopa de pan viejo mientras yo lo miraba. Nunca me ofreció nada, ni siquiera tabaco para fumar pipa."

Heimito von Doderer
El tormento de los saquitos de cuero






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