Jacques Viau

Nada permanece tanto como el llanto

I

¿En qué preciso momento se separo la vida de nosotros,
en qué lugar,
en qué recodo del camino?
¿En cuál de nuestras travesías se detuvo el amor
para decimos adiós?
Nada ha sido tan duro como permanecer de rodillas.
Nada ha dolido tanto a nuestro corazón
como colgar de nuestros labios la palabra amargura.
¿Por qué anduvimos este trecho desprovistos de abrigo?
¿En cuál de nuestras manos se detuvo el viento
para romper nuestras venas
y saborear nuestra sangre?
Caminar... ¿Hacia dónde?
¿Con qué motivo?
Andar con el corazón atado,
llagadas las espaldas donde la noche se acumula,
¿para qué?, ¿hacia dónde?,

¿Qué ha sido de nosotros?
Hemos recorrido largos caminos.
Hemos sembrado nuestra angustia
en el lugar más profundo de nuestro corazón.
¡Nos duele la misericordia de algunos hombres!
Conquistar nuevos continentes, ¿quién lo pretende?
Amar nuevos rostros, ¿quién lo desea?
Todo ha sido arrastrado por las rigolas.
No supimos dialogar con el viento y partir,
sentarnos sobre los árboles intuyendo próxima la partida.
Nos depositamos sobre nuestra sangre
sin acordamos de que en otros corazones el mismo líquido ardía
o se derramaba combatido y combatiendo.
¿Qué silencios nos quedan por recorrer?
¿Qué senderos aguardan nuestro paso?
Cualquier camino nos inspira la misma angustia,
el mismo temor por la vida.
Nos mutilamos al recogemos en nosotros,
nos hicimos menos humanidad.

Y ahora,
solos,
combatidos,
comprendemos que el hombre que somos
es porque otros han sido.

II

Ya no es necesario atar al hombre para matarlo.
Basta con apretar un botón
y se disuelve como montaña de sal bajo la lluvia.
Ni es necesario argüir que desprecia al amo.
Basta con proclamar -ceñuda la frente-
que comprometía la existencia de veinte siglos.

Veinte siglos,
dos mil años de combatida pureza,
dos mil años de sonrisas clandestinas,
dos mil años de hartura para los príncipes.
Ya no es necesario atar al hombre para matarlo.
La noche,
los rincones,
no,
nada de eso sirve ya.
Plazoletas y anchas calles se prestan bulliciosas.
No cuenta el asesinato con los pacientes,
No cuenta el príncipe con los sumisos.
Todos han olvidado que el hombre es aún capaz de cólera.
Las llamas se extinguen sin haber consumido el odio.
El día irredento ha postergado la resurrección del hombre.
Y los otros,
Aquellos que presencian la matanza sentenciando:
"Locos, habeis tocado a la puerta de la muerte
y ella se quedó en vosotros!"

Esos
Solo saben predecir la muerte,
No han aprendido a combatirla.
No han aprendido a cobijar la tierra en el corazón
Ni a ganar la patria para el hombre.
Y el sumido, ¿qué hace?
¿Dónde deposita su silencio?
¿En qué lugar del corazón teje la venganza?
Nadie lo sabe.
Todos le han olvidado.
Se ha dictaminado que su morada sea la sombra,
que el pan deshabitado sea su alimento,
que el pico le prepare el lecho
y la pala le cubra el corazón.

¿Qué es el hombre combatido?
Nadie lo recuerda.
Lo visten los trapos.
Lo arrojaron en la parte trasera de la casa
y allí
con los residuos
un guiñapo se amontona.
Las llamas se extinguen.
Se arrinconan los hombres en una sola sombra,
en un solo silencio,
en un solo vocablo,
en un llanto solo
y cuando todo sea uno,
uno el llanto y el vocablo uno
no habrá paz sobre la tierra.
¿No habrá paz?
Y aquellos que dictaminaron el destino del hombre,
los que jamás contaron con los sumisos,
amasarán con sangre su propia podredumbre.
¡No habrá paz!
¡Llanto para quebrar el llanto,
muerte para matar la muerte!

III

Las madres sintieron el temor de los hijos:
la diestra armada esgrimió su estandarte.
Unánime, el corazón del mundo se levantaba.
Unánime, el llanto golpeaba las gargantas
y las palabras se quebraban como gaviotas perdidas.

Los hombres marchaban al encuentro con la vida.
La sangre del hermano pavimentaba el camino.
La vida quería entregarse,
repartirse por todas las urbes pobladas
y remozar aquellas que la muerte habitaba.
Había paredes para detenerla,
hachas para los brazos que osaban alcanzarla.

La diestra esgrimía su estandarte.
Los hijos del sol enterraban sus pies en la tierra:
eran troncos de una marcha que empezó con el hombre
y que aún permanece en su carne.

La sangre ha nacido para ser derramada,
la vida que se difunda.
El hijo,
para que sorprenda el crepúsculo del padre
y recoja lo que merece conservarse.

No ha sido posible contener el llanto.
Aún permanece la bestia en el trono.
Aún se quiebran las rodillas bajo el sol
y la prole no adivina que la morada es suya.

Callamos,
nos doblegamos
y un rumor de patria que se quiebra, de espaldas combatidas,
de hembra que se corrompe
nos golpea.

Todo ha sido falseado por los hombres de odio abundante.
Todo ha sido traducido en llanto.
Y las proles?
Crecen entre almendros y muros de cartón,
bajo techos que las estrellas perforan.
Crecen como las plantas y los arbustos,
desterrados de la infancia,
desterrados de la urbe
que muchos hombres y muchas mujeres han levantado.
Qué ha sido del hombre?
Qué ha sido de la vida en esta tierra?
Nada ha permanecido tanto como el llanto.
Qué ha sido del hombre?
Qué ha sido de su morada y de su prole?
La tierra se ha hecho pródiga por su carne,
el suelo ha sido fecundo por su sangre,
los árboles han crecido desde su corazón derrumbado,
le han atado con sus venas al barro.
Unánime el corazón del mundo se levantaba,
tocaba las cimas
La diestra armada esgrimía su estandarte,
esgrime,
golpeaba,
golpea,
la vida se precipitaba,
se precipita.

V

Tengo miedo.
Han golpeado a tantos,
tanto y tanto caído,
tanto y tanto derrumbado.

Hemos padecido y habremos de padecer nuevamente.
Todos lo sabemos
y sabemos también que la sonrisa no es nuestra,
que nunca ha estado en nuestros labios,
en nuestras manos.

Hay algún camino que conduzca a la alegría?
Hay alguna ruta desconocida?
No.
Todas han sido holladas por el hombre,
todas conducen a la alegría.
Aún no hemos llegado.
Hay muros, celdas y centinelas.

Que nadie piense que llega a la alegría con la alegría:
Cuesta mucho ser hombre.
Duele mucho querer la alegría.
Tengo miedo.
Tanto y tanto golpeado.
Tanto y tanto derrumbado.
Hace tiempo que dura esta marcha,
esta búsqueda incontrolable.

VI

Que los hambrientos comprendan que la vida les pertenece
Que el callado plañidor de las calles,
edifique con lo que nunca sus manos han tocado.
Que el viento socave al armazón del llanto.

Es preciso que el silencio deje de secundar nuestra voz.
Que las sombras depongan su hostil armadura ante la vida
Precisamos de hombres tristes para hablar del hombre,
de mendigos trotamundos para combatir la bota.

Que los hombres de la tierra derriben los templos,
lancen corazones derribados a los dioses que predican la muerte.
Pródiga la muerte que mata al que fecunda.
Pródigo el cañaveral que se alza devorándonos.
Pródiga la fiebre que nos consume,
a pesar de las raíces y de las hojas amargas.

Se han congregado los plañideros para abordar el día.
¿Cuál será el lugar que sus brazos ofrezcan,
Cuál el camino que a recorrer invitan?
¿Qué preciado tesoro inventar con sus mentes afiebradas
para que yo,
sencillo mediador de palabras
adivine un silencio más largo que toda la sordera del mundo?

Tengo miedo.
Tanto y tanto golpeado
Tanto y tanto caído.

Muchos creyeron en la posibilidad de la muerte.
Otros en la posibilidad del arribo.
Milenarias voces fatigadas levantaban un clamor.

Toda la genealogía de la tristeza combatía por la pureza.
Muchos antes de nosotros empujaron la barca,
otros después de nosotros continuarán empujándola.

No hemos sido los primeros,
no serenos los últimos ciertamente,
pero somos lo que del hombre no ha cesado de ser.

Los niños apretujaban su inabordable tristeza.
Sus rostros domeñaban los corceles,
mas la máquina arremetía.

¿Cómo reconquistar la vida para el hombre?
¿En qué lugar del corazón dar forma a la venganza?
¿En qué rincón deshabitado recomponer la alegría?

Toda la prole de los callejones,
toda la gente de la periferia,
toda la adolescencia de la tierra concurría al encuentro con la vida
y un olor a pureza machacada abundaba en el viento.
No ha habido tregua,
toda la prole acarició la sangre en los rostros amigos
que apetecían la vida.

Crecieron de pronto los niños de la patria.
Sus miradas se han hecho inexpresivas,
parecen continuamente azorados o ciegos.
Han comenzado a ver y a oír y a sentir,
ya saben que hay abundancia de dones,
que hay estrellas a la altura de sus cabecitas para guiar al hombre,
que hay techos de dureza, manos, hombres y mujeres
y aun: niños de dureza.

Han crecido ya los últimos testigos de estos días
y la tierra tarda en prodigarse.
Las niñas también han crecido.
El sexo las acosa con fiebres,
sus vientres acumularon ventarrones.
Ahora hay collares en sus cuellos
y en sus ojos noche,
temblores en sus senos
y en sus ovarios muerte.

Volvió el hombre a su morada
con la antigua sensación de muerte en los labios.
Nada ha permanecido tanto como el llanto.
Hemos sido testigos del esfuerzo de unos brazos,
del hombre que mordiera el pavimento gritando la palabra redentora.

VII

Aún transcurren los días
sin que el hombre pueda contra el llanto.
Se entrecruzan palabras batidas por el viento
y el amor padece el exilio del hombre.
Nada sabemos de aquellos que el odio abatiera.
Nada pudimos contra el poder del rencor.
Muchos de nuestros hijos fueron arrebatados,
mientras crepitaba en los crematorios la llama.

Todo parece inmóvil
Siempre la misma estación de llanto y muerte.
Siempre la misma duración de agobios.
¿Cómo despertar al hombre?
¿Cómo desatar el miedo que lo tiene amortajado?
Es preciso que rompamos el transcurso de estos días,
que combatamos el odio con las armas de la arcilla.

Los hijos más jóvenes se lanzaron en pos de la pureza.
Los padres temieron por el pan de cada día,
han aprendido a permanecer en la abstinencia.
Ya no comprenden que la primavera es posible.

Los hijos más jóvenes tomaron por asalto un día la alborada,
se proclamó el restablecimiento de la pureza y los ancianos
de esta tierra apenas comprendieron que la vida con sus riesgos
estaba con ellos.

Se han alzado brazos para detener la vida,
brazos modelados en los puertos a golpes de salitre,
brazos modelados en la fragua donde el acero
proclama su doblegada palabra.
Manos que de la tierra arrancaron la vida
repartiéndola entre las proles enfermas.

Ya no hay más que hombres combatidos que combaten.
Mujeres que han aprendido a proteger su sexo.
El odio multiplica sus centinelas para que el hombre
retorne a la sumisión.
Pero ya no es probable ese retorno.
Hemos aprendido que la primavera es posible.

Jacques Viau Renaud



Estoy tratando de hablaros de mi patria,
desde aquí­,
desde mi guarida salina,
desde Santo Domingo,
quizás os hable de ambas:
son dos terrones complementarios,
puntos cardinales de mi tristeza
caí­dos de la rosa de los vientos
como amantes cuyos abrazo se rompieran.           

Mi patria
es una tierra elevada
de dilatados herbazales y doradas mazorcas que cruzan los mares y se van muy lejos
mientras los hombres del montes y la llanura se dilatan hambrientos.
Allí­ he nacido,
de allí­ partí­ atado a la sangre
solo, después de los años,
descubrí­ en mi pecho la mancha roja;
entonces aprendí­ a leer en las hojas,
a hablar con la tierra
y a callar cuando ella reconstruí­a la historia
de los muchos muertos que la sustentan,
de la sangre que alimentó sus frutas,
del llanto que sostuvo la precocidad de sus montes.
Mucho tiempo ha transcurrido desde que partí­,
nada ha cambiado:
siguen los mismos montes pelados,
la misma vegetación de vegetales y girasoles,
de cafetales oscuros y pastizales estrellados.
Solo el hambre ha crecido,
ya no hay lugar en los cementerios
ni en los ojos llanto
ni en mi isla patrias.

Jacques Viau Renaud











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