Kristijonas Donelaitis

Las estaciones del año
primavera

De nuevo el solecito rodando se separa de
nosotros,
nos deja en su veloz descenso hacia el crepúsculo.
Jornada tras jornada, su fulgor nos oculta un
poco más,
y las sombras se alargan, trepando por el cielo
día a día.
Poco a poco los vientos comienzan a agitarse
y ululan arramblando los restos de calor.
Por eso el tiempo es húmedo,
advirtiendo a los viejos que agarren ya sus pieles.
Confina a la ancianita y al cansado viejito al
calor del fogón,
a todos a meterse en la choza a calentarse
apremia, y a tomar comidas tibias y un guiso
bien caliente.
Ya la tierra anegada llora en todos sus
rincones mojados,
si arañan nuestras ruedas su espalda empapada.
¡Con qué facilidad tiraban antes dos pencos de la
carga,
y ahora ni con cuatro caballos conseguimos
avanzar!
Con gran dificultad gira la rueda crujiendo sobre
el eje,
chapotea la tierra enfangada y salpica de barro.
Las hazas de los campos se empapan y se ahogan,
la lluvia a todos cala hasta los tuétanos.
Las abarcas rezuman, y los pobres zapatos
al pisar reblandecen el lodo como masa.
 ¡Ay!, ¿qué fue de vosotros, días claros,
cuando por vez primera abrimos las ventanas
notando la caricia del rayo del sol tibio en
primavera?
Como sueño que vemos al dormir
y al despertar es solo ya un recuerdo:
así se desvanece la alegría con el fin del verano.
Y ahora barrizales, revueltos por abarcas,
como las chamuscadas gachas chisporrotean en
el fuego. 

Kristijonas Donelaitis



Las estaciones del año
primavera

¡Qué prodigio!: ni uno de esa gran multitud
regresa a visitarnos con suspiros o llantos;
no han venido a llorar, sino a regocijarse, pues no
queda
huella de los trabajos del invierno.

A los campos llegó la primavera
y rezuma la vida por doquier.
Con el grito feliz de las bandadas se levanta un
rumor.

Hay pájaros que trisan con voz tenue, y otros
cantan más alto,
con alegre jolgorio a las nubes ascienden;
y alguno alaba a Dios brincando por las ramas:
no se queja ninguno de la exigua comida,
de la raída ropa del invierno.

Más de uno traía la cresta remendada
y alimento en los campos apenas encontró,
y sin embargo nadie se lamenta:
todos a una saltan con júbilo sonoro.

La cigüeña regresa, cual patrón, a su hogar.
Golpea la techumbre con su pico
y, para su contento, allí está ya su amada,
que emerge de la fría cáscara del invierno.
Se saludan, gozosos.

Kristijonas Donelaitis



Las estaciones del año
invierno

Regresan los airados furores del invierno,
y a turbarnos el viento del norte se apresura.
De nuevo por doquier sobre los lagos se forman
ventanales,
como si los hubiera encristalado el vidriero del
pueblo.
El hogar de los peces y ahí donde se holgaran las
ranas en verano,
se cubre en el invierno como con armadura
y condena a dormir en plena oscuridad a cualquier
animal.
Asustó el septentrión con su saña a los campos,
y hasta las mismas ciénagas empiezan a arrugarse.
Los lodazales cesan ya de chapotear.
El camino retruena por el hielo
con el latir de ruedas que rebotan como tenso
timbal;
el eco nos retumba en la cabeza.
Una vez más el mundo recibe al frío invierno.
 ¡Ah!, por fin es llegado el tiempo de las
fiestas navideñas.
El Adviento termina ya pasado mañana.
Como un torpe elefante, el otoño, sacudiéndose
el agua,
revolcándose en cieno, nos acabó cansando.
Al calzar las abarcas y al meterse los zuecos, cada
uno de nosotros
denostó sus trabajos y su líquido lodo.
Incluso los señores, volando en sus espléndidos
corceles
y ataviados a diario con sus finos atuendos,
empapados de fango maldecían esa sucia estación.
Por eso todo el mundo, mirando para el norte,
se quejaba esperando el seco invierno.
 Cuando ya proferíamos lamentos, el cielo se
tiñó de un arrebol,
y con eso los vientos, desatándose,
enviaron las lluvias hacia el sur, donde duerme la
cigüeña. 

Kristijonas Donelaitis


Las estaciones del año
verano

«¡Salud, hermoso mundo, que terminas de
celebrar la alegre primavera!
¡Yo te saludo, hombre, que recibes el radiante
verano,
que has gozado las flores y has bebido su olor!
¡Quiera Dios que contemples todavía un sinfín
de bullentes primaveras,
y que, llegando a ellas, las disfrutes con júbilo y
salud!
Concédele eso, Dios, a todo aquél que ama
nuestra tierra
y al que, hablando lituano, brega en la
servidumbre.
Concédeles, ¡oh Dios!, que cada año vean la
saludable primavera,
y, tras ella, también el alegre verano».
Palabras de saludo que profería Frico un poco
antes de Pentecostés,
convocando a los siervos a la dura tarea.
  Un cuerpo vigoroso, que emprende sus
trabajos
contento y ágil, es un don de Dios.
El que, tras ardua brega y agotado,
toma sus breves viandas con placer
dando gracias a Dios con júbilo sincero,
y alegre, sano y fuerte, duerme toda la noche,
es mejor que ese otro, acicalado,
pero lleno de achaques, que agarra la cuchara
resoplando.
¿Qué importa si Miguel, mostrando al mundo
su abultada barriga, hinchado cual burbuja,
cual canalla se inquieta por afanes de polvo,
pero luego se asusta, como Caín, del cielo?
Si Benito, desnudo junto al arcón repleto,
de rodillas, gimiendo, ¡alaba sus tesoros!,
mas luego como un pobre que no saca del cofre
ni una sola monedita,
sorbe su desabrido guiso insulso
y a diario se presenta con harapos, ¿qué importa?
Y es que nosotros, pobres lituanos con
abarcas,
no podemos medirnos con los grandes señores,
pero tampoco estamos obligados a padecer sus
males.
Pues ¡cuántos en sus casas solariegas sollozan
ahora que el verano nos visita!
Uno sufre de gota, gritando como estúpido,
y el otro llama al médico, llorando.
¡Ay! ¿Por qué las dolencias atormentan
a los señores tanto? La Pelona, impaciente, los
reclama.
Se burlan del trabajo campesino,
su alimento es pereza cada día.
Y nosotros, labriegos, tenidos en muy poco;
nosotros, que sorbemos solo suero de leche,
alegres y esforzados, corremos a buen paso.
Y cuando algunas veces una lasca
de tocino lituano endulza nuestra boca,
entonces el trabajo nos va de maravilla.
 Dijo Lauro, apoyado sobre el bastón torcido:
«Dios quiso regalarnos salud en primavera,
y todos vigorosos llegamos al verano.
¡Mirad el solecito, cómo frena su ascenso,
y hace rodar su rueda candente hasta lo alto,
cómo juega sentado sobre el límpido cielo1!
Mira su resplandor, alimentando llamas,
cómo agosta las flores de la tierra,
y en pasto ya convierte su espléndida belleza.
Nuestras pobres hierbitas se han marchitado tanto
que se doblan, vencidas como caduca anciana.
Y cuántas, arrancadas por la mano del hombre,
apenas disfrutadas, perdieron su belleza
y fueron arrojadas, inútiles y mustias.
 Y lo mismo sucede a nuestras aves:
los alegres gorjeos del ruiseñor y el cuco
y el travieso vaivén de las alondras,
todo llega a su fin o ha terminado ya.
Y muchas criaturitas nacidas en el nido,
vacío lo dejaron y se alimentan solas,
y pían emulando los cantos de sus padres.
Un mundo nuevo surge en breve tiempo.
 Viendo esas maravillas, igual que un
hombre viejo,
exhalando un suspiro, exclamo acongojado:
¡Qué despreciable es la edad del hombre!
Lo dijo el Rey David: ¡somos tan débiles!
Como el heno del campo florecemos.
Cada hombre al nacer es como un tierno
brote del cual emerge la pobre florecilla,
y después, marchitándose y perdiendo sus pétalos,
da su fruto y termina así sus días.
Ese es nuestro destino, humildes criaturas.
 El señor como el siervo, berreando en la cuna,
muestran tan solo un pobre capullo de la vida
venidera.
Y cuando llega el tiempo de florecer, jugamos
tontamente gastando nuestros días alegres.
El señorito danza con gesto señorial,
y el rudo campesino faenando;
pero cuando comienza a despuntar la barba,
y hay que asumir tareas exigentes,
desaparece pronto la pueril diversión.
Y cuántas veces, cuando aún saltan los niños,
se presenta la Parca para herirlos
con fiebres o viruelas agresivas.
Para mozos y mozas afila su guadaña,
sin conmoverse al ver su joven rostro,
y sesga ciegamente las trenzas y sombreros,
y toda su belleza en nada se convierte.
Mira cómo la breve vida humana,
tal como las hierbitas, apenas brota, muere»

Kristijonas Donelaitis










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