Marian Engel

"En el dorso de la hoja había una fórmula para elaborar tinta.
El oso se sentó junto al fuego. Lou alzó la cabeza, cerró los ojos y pensó en las otras hojas de papel que habían caído revoloteando de los libros. Pensó en Homer diciendo que allí siempre habían tenido un oso. Pensó en la madre de Byron, que buscó dinero en vano para mantener la abadía de Newstead y alimentar al oso. Miró al oso. Estaba ahí sentado, sólido como un sofá, doméstico, una alfombra de oso. Se arrodilló a su lado. Olía mejor que antes de que empezaran con los baños, pero su esencia seguía ahí, un aroma almizclado como la nota dulce y aguda de la flauta de un pastor.
Su pelaje era tan espeso que se le perdía media mano dentro. Le masajeó los encorvados hombros. Sentarse a su lado le daba una extraña paz. Como si el oso, al igual que los libros, conociese generaciones de secretos, pero no sintiera la menor necesidad de revelarlos.
Metódicamente, porque la pasión no es compatible con la bibliografía, acabó de catalogar el libro en que trabajaba. Marcó la ficha con una pequeña señal personal para indicar que el libro contenía un recorte sobre osos, empezó una nueva ficha y anotó en qué página y en qué libro había encontrado el papel. Y, curiosamente, también la fecha y la hora.
Pasó el resto de la noche escribiendo fichas parecidas para las otras hojas de papel, aunque no pudo determinar la fecha y la hora precisas en que las había encontrado. Mientras lo hacía se preguntó por qué lo estaba haciendo, si tal vez pretendía construirse una especie de I Ching personal. Imposible: ella desconfiaba de los procesos no racionales, ella era bibliógrafa, declaró. Simplemente quería que la documentación fuese rigurosa.
Se acostó al amanecer, pero antes dio de desayunar al oso mientras lo encadenaba en el jardín. En cuanto llegó a la hierba, el oso se agachó y soltó un zurullo inmenso que humeó en el frío matinal. Lou observó su cara mientras defecaba, casi divertida por estar buscando una señal de emoción que no encontró. Ella no tenía nada que aportar.
Durmió hasta bien entrada la tarde, y por la noche, mientras trabajaba sola arriba, sin su amigo, encontró un papel que decía:
Según la leyenda rutena, un oso cuyos excrementos son de oro salva de la ignominia a Waldo, un príncipe perdido.
Lo anotó en otra ficha.
A la mañana siguiente, adaptada de nuevo al horario normal, despertó de buen humor. Se quedó un rato acostada, disfrutando de la luz, antes de salir a catar el sol. Hacía calor, la isla estaba infestada de mosquitos y moscas negras. Se batió en retirada espantando las moscas a manotazos y se vistió.
Mientras desayunaba fuera, por lealtad hacia el oso, intentó recordar cuánto duraba la temporada de las moscas negras. Llegó a la conclusión de que nunca lo había sabido. Hasta mediados de julio, quizá. Estaba sopesando si debía considerar aquellas moscas como un buen síntoma de la vitalidad del Norte, una señal de que la naturaleza nunca se rendiría, de que por muy depredador que fuese el hombre había cosas que escapaban a su control, cuando un bicho no mayor que una mosquita le arrancó un trozo de pantorrilla de un mordisco, a través de los pantalones. La pierna le empezó a sangrar profusamente. Entró.
Volvió a salir, embadurnada de loción antimosquitos, para no decepcionar al oso (Lou había descubierto que podía pintarle la cara que quisiera, ya que su verdadera gama de expresiones era un misterio) y lo llevó a la zona menos profunda del canal, donde el agua estaba templada. Allí, mientras él nadaba tan lejos como le permitía la cadena, resoplando, siempre sorprendido, cuando llegaba al final de su libertad, Lou se quedó sentada con las piernas sumergidas en el agua y tapada con un jersey con capucha, ahuyentando a los bichos. El oso se aposentó en las brillantes piedras y comenzó a dar manotazos y zarpazos, pues los enjambres de mosquitos le invadían los ojos y el hocico."

Marian Engel
Oso


"Esa noche, tiernamente echada a su lado ante el fuego con la ropa puesta, se sintió una criatura de pecho, una niña, una inocente. Fuera, los colimbos le dedicaban sus agudos gritos. Los juncos se rozaban y le cantaban una canción. Envuelta en el pelaje del oso se sentía arropada en una cesta, acariciada por diminutas olas, protegida por el aliento de bestias amables. Sentía dolor, pero era un dolor dulce y agradable que no pertenecía al sufrimiento mental, sino a la tierra. Olía el musgo y las limpias flores del Norte. Su piel era seda, y terciopelo el aire que la rodeaba. Los guijarros resplandecían bajo las aguas nocturnas con una belleza que tenía valor propio, no el de un joyero. Siguió acostada junto al oso hasta que los pájaros de la mañana empezaron a cantar."

Marian Engel
Oso

"Había cambiado algo, la naturaleza de su amor era ahora distinta. Había ido demasiado lejos. Había en ella algo que siempre hacía que se excediese."

Marian Engel
Oso


"Lo que él le había transmitido, Lou lo desconocía. No era la simiente de los héroes, ni magia, ni ninguna virtud asombrosa, porque ella seguía siendo la misma; pero por un momento intenso y singular había notado en los poros de su piel y en el sabor de su boca que sabía para qué servía el mundo. No se sentía por fin humana, sino por fin limpia. Limpia, sencilla y orgullosa."

Marian Engel
Oso


"¡Oh, se sentía sola, inconsolablemente sola...! Llevaba años sin sentir contacto humano. Siempre se le había dado mal. Era como si los hombres supieran que su alma estaba gangrenada. [...]
Había permitido que aquel trámite continuara porque era su único contacto humano, pero le horrorizaba recordarlo. No había cariño alguno en el acto, solo costumbre y conveniencia. Se había convertido en una especie de castigo que ella se infligía."

Marian Engel
Oso


"Oso, llévame al fondo del océano. Oso, nada a mi lado. Oso, abrázame, envuélveme, nada conmigo abajo, abajo.
Oso, haz que por fin me sienta cómoda en el mundo. Dame tu piel.
Oso, solo quiero esto y nada más de ti.
Oh, gracias, oso. Siempre te protegeré de los desconocidos y de las miradas curiosas.
Oso, abandona tu humildad. Tú no eres un animal humilde. Tienes pensamientos propios. Cuéntamelos.
Oso, no puedo ordenarte que me quieras, pero creo que me quieres. Lo que yo quiero es que sigas siendo lo que eres y que lo seas para mí. Nada más. Oso."

Marian Engel
Oso






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