Genaro Estrada Félix

El insurgente

Llegose con precipitación a la puerta de la Real Audiencia y con evidente nerviosidad preguntó por el fiscal.
— ¡Pliegos urgentes de la Intendencia de Guanajuato! —gritó al ujier, quien se hizo a un lado para dar paso al que en tal forma requería la entrada.
Pero no bien hubo entregado los papeles cuando ya salía para montar el caballo que lanzó rápidamente por el Puente de San Francisco, ante la multitud que se apartaba para dejar pasar aquel extraño personaje de rostro moreno y traje de cuero, que era un centauro sobre la silla galoneada en donde fulgía un largo machete corvo.
—¡Un manifiesto sedicioso! ¡Una roja impía! —gritó el fiscal, saliendo a los corredores del palacio.
Y daba grandes voces de cólera, y agitaba en sus manos una hoja toscamente impresa, y requería a los criados de perseguir sin dilación al mensajero.
Pero ya el insurgente había dejado atrás Tacubaya y como una saeta iba por el camino de Toluca, en derechura del Monte de las Cruces.

Genaro Estrada Félix


El mendigo

Un oidor y un clérigo pasaban aquella noche por la acera del Real Palacio, empeñados en debatir los sucesos de Guanajuato. Graves noticias llegaban de la Intendencia acerca de motines, actos violentos contra los españoles.
—Y sépase vuestra merced que esas gentes no pueden nada contra el orden establecido —dijo el oidor doblando la esquina de la Moneda.
—Dios protege nuestra santa causa y nos conservará unidos a la Corona por los siglos de los siglos —agregó el clérigo mientras hacía una reverencia al palacio del arzobispo, por cuyo frente atravesaban en aquel instante.
Un mendigo les cerró el paso. Era un indio miserable, casi desnudo, de mirada vivaz, que tendía la mano implorando una limosna.
—Yo os aseguro —reanudó el clérigo— que Nuestra Señora de los Remedios…
—¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe, una limosna! —gimió el indio, mientras que los otros le lanzaban una profunda mirada de desprecio.
—¡Por la Santísima Virgen de Guadalupe! —volvió a suplicar frente al oidor, quien se estremeció sin causa y le arrojó una moneda.
Atrás, en el reloj de la catedral, daban las once.

Genaro Estrada Félix



La caja de cerillas

Yo me siento orgulloso con mi caja de cerillas, que guardo celosamente en un bolsillo de mi chaqueta.

Cuando saco mi caja de cerillas, siento que soy un minúsculo Jehová, a cuya voluntad se hace la luz en toda mi alcoba, que un minuto antes estaba en tinieblas, como el mismo mundo, hace muchísimos años.

Genaro Estrada Félix



Ruego

Si acaso algún día tiene que decírmelo
-Aire que pasas sin que decirme nada-
hazme un signo sutil con tu mirada,
con tu mirada pasajera y fría. 

Temblando al porvenir el alma mía,
Ansiada siempre esperando la palabra,
venta a ver el confín y al no ver nada
hosca retorna su melancolía. 

Experta en ansiedad, docta en suspiros,
los da del Aire en los revueltos giros
Llamando lo que nunca ha de llegar. 

Pero es inútil recatar mis ansias,
Porque otra vez, enfermas de fragancias,
de nuevo al aire volveré a lanzar.

Genaro Estrada Félix




"Señaladas, pues, con evidencia, las castas de Solumaya de Chavira, ya podemos decir con precisión que no deje lugar a duda, que Galindo procedía de la más elevada alcurnia del lugar. Su padre era de ahí y de su abuelo había felices memorias en las conversaciones de los viejos vecinos. Ambos habían explotado una mina de plata productora de un capital que permitía a la familia Galindo una vida muelle y abundante, incluso una volanta en la que se hacían excursiones a las huertas y aldeas de los alrededores. El nombre de Pedro —como en la iglesia católica— era la piedra angular de la casa: Pedro se llamó el abuelo, Pedro era el padre y Pedro se llamaba Galindo, descendientes todos de un español de la partida con que don Nuño de Guzmán asoló a los estados de occidente, en el segundo tercio del siglo XVI. Aunque con cierta oscuridad, el dato puede ser encontrado en los inapreciables infolios que el señor Ortega y Pérez Gallardo, genealogista y rey de armas si los hay, dio a luz en tres gruesos volúmenes que son como el faro y oráculo de cuantas personas se interesan en averiguar la no nada remota ascendencia de la nobleza mexicana.
Y no bien el menor de los Pedros salía de la niñez y podía ya leer de corrido el Presente amistoso —que era la lectura favorita de la casa, por haber obtenido un nihil obstat del párroco solumayano— y haber recibido religiosa preparación con el catecismo sabatino, sus padres empezaron a iniciarlo en las reconditeces genealógicas de la familia, clavándole en el espíritu, con inquebrantable tenacidad, la idea de la división y subdivisión de clases en la sociedad de aquel tranquilo lugar de la frontera. Y preparado de este modo, se lo envió a la capital de la república, a la casa de la familia Vera, cuyo recato, costumbres y antecedentes eran garantía de la educación del joven y del celo que habría de ponerse para mantener sin deslustre el ya tradicional nombre de los Galindos.
Ya en México, se encontró Pedro con una familia muy semejante a la suya en usos e ideas, con la diferencia —que inmediatamente produjo en su espíritu sensación inefable— de que, más en contacto con una cultura superior, en vez del ajuar curvo austriaco, del espejo con dragón de madera, de los cojines de raso por el suelo, de la alfombra con león y paisaje africanos, de las amplificaciones fotográficas al carbón, de la mesa «de tortuga» con rodapié al crochet y quinqué alemán, de los búcaros con flores de papel de China y del biombo de otate, imitación del bambú japonés, había en ésta multitud de objetos que él presentía exquisitos y que ahora podía tener a la mano y gustarlos a su guisa, todos los días.
De todo aquello no tenían ni remota idea ninguna de las tres más encumbradas familias de Solumaya. Aquello sí que daba a las gentes un ambiente de refinado arcaísmo, de elegante antigüedad, de vida superior. Pedro Galindo oía de la familia de la casa intrincadas explicaciones, elaboradas historias sobre cada pieza de mobiliario y de adorno, que primero entendió con dificultad y que poco a poco, en complaciente esfuerzo, llegó a comprender con claridad. Pasadas las primeras gaffes, Galindo pensaba que nunca había salido de allí y que su conocimiento de las artes suntuarias era en él como una segunda naturaleza. Lo que hirió más vivamente su imaginación eran las cosas coloniales, porque tocaban más de cerca su manía tradicional en que habíase criado.
Del salón al comedor y las alcobas, se pasaba las horas muertas señalando épocas, atribuyendo estilos, calificando maestrías. Conoció allí los bordados españoles del XV y el XVI, pesados de oro y plata, de ornamentación renacentista, con símbolos cristianos; leves manteles de altar, deshilados con primor en la vieja Malinas o en la tranquila Aguascalientes; las capas pluviales y los manípulos, con galón de plata en brocados lioneses o en terciopelos venecianos de un magnificente rojo avinado; los biombos de Coromandel, de lacas preciosamente ornamentadas con animales y flores; las esculturas guatemaltecas, de maderas pintadas con iridiscentes colores metálicos; platas segovianas, de grave ornamentación; sortijas de Oaxaca, trabajadas en hilo de oro, sutil y enmarañado; marcos de talla, con decoración de ramaje y manzanas, delicadamente estofados; llavines y cerrojos, labrados con rasgos, símbolos, monogramas y escudos por hábiles artesanos vizcaínos; gran copia de mancerinas de plata y de porcelana, con las marcas de sus antiguos dueños; armas, damascos, cuadros, relicarios, vasos, escabeles, sortijas, braseros, candiles, relojes, piedras duras, marfiles y todos los demás restos de las artes mayores y menores que la dominación española trajo a México y los que en aquellos lejanos tiempos produjo el ingenio de los nativos.
Pedro Galindo vivió su juventud en aquel ambiente. A la muerte de sus padres heredó modestas rentas y se instaló en su propia casa, que fue llenando de colecciones, primero con el plan de la casa de los Veras, después alterándolo según su propia inspiración. Frecuentaba las colecciones de Gargollo, de Miranda, de Martínez del Río, de Nájera, de Schultzer, de García Pimentel, de Dunkenley; se sabía de memoria la colección de sortijas españolas de don Artemio de Valle Arizpe; coleccionó cuanto en artes plásticas mexicanas escribieron Manuel Revilla, Rafael Lucio, Edwin Atlee Barber, Francisco Pérez Salazar, Antonio Peñafiel, Sylvester Baxter, Federico Mariscal, Manuel Toussaint, el marqués de San Francisco, el Doctor Atl, Agustín Villa, Bernardo Couto, Alfonso Toro, Francisco Díez Barroso y Alfred Bossom; los domingos por la mañana hacía visita reglamentaria a las galerías de San Carlos, al Volador y al Museo Nacional, deteniéndose con más espacio en la colección colonial de don Ramón Alcázar; con su inseparable Terry’s Guide recorría todas las viejas iglesias de la ciudad y sus alrededores; se pasaba las horas muertas en las tiendas de antigüedades de Gendrop, de Roubiseck, de los dos Bustillos; husmeaba en los bazares de españoles, en donde se suele encontrar cosas raras o simplemente viejas; se entraba por cualquier establecimiento de los que pueden semejarse al género de objets d’art et de curiosité y recibía las frecuentes visitas de Pérez, de Riveroll, de Salas y de toda la especie menor de vendedores de antiguallas y chucherías."

Genaro Estrada
Pero Galín 


"Un pueblo que depende del gobierno no es libre, se encuentra sojuzgdo amordazado e inmovil..."

Genaro Estrada Félix





















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