Hans Fallada

"Como muchos empresarios amenazados por la catástrofe antes de 1933, Zaches se había afiliado al partido, deslumbrado por las frases manidas que proclamaban que había que romper las cadenas de los intereses del dinero y por el bienestar generalizado que prometían. Como es lógico, la política no le interesaba lo más mínimo, pero sí unos buenos ingresos, algo que realmente consiguió después de 1933. De un modo imperceptible primero, y después con cada vez mayor descaro, fue segando la hierba bajo los pies de sus competidores, que no habían sido tan listos como para ingresar a tiempo en el partido. Obligaba a los taberneros a comprarle solo a él, y a quienes le complacían también les hacía algún favor. Remediaba pequeños problemas políticos, facilitaba ventajas mediante recomendaciones al alcalde y, en conjunto, aprovechaba sin miramientos su posición en su propio beneficio en cualquier comisión, comité o junta. Pero ay de aquel que se le enfrentaba, porque entonces iba reuniendo material en secreto, ordenaba espiar sus palabras y acciones y luego lo amenazaba o lo hacía caer, según lo que considerase más ventajoso.
De ese modo, su negocio prosperó. Además de los caballos para un carro, ahora disponía de un vehículo de caballos especial que se encargaba de repartir únicamente cajas de botellas y barriles. Y Zaches, el muerto de hambre, el tipo servil y siempre cortés, se convirtió en el señor Zaches, miembro del Partido Nacionalsocialista, presidente aquí y allá, un hombre que podía hablar con dureza, que sabía que tenía mucho dinero detrás, pero también un partido que era dueño y señor de la dicha y de la desdicha, de la vida y de la muerte de sus conciudadanos. Debido a todo eso, Zaches se había convertido en un hombre importante y gordo, y solo el tono de su piel, macilento e insano, y la mirada penetrante de sus ojos oscuros que rehuían la mirada ajena recordaban la pasada época de hambre. Luego estalló la guerra, y las mercancías de su empresa se tornaron muy escasas y codiciadas, pero eso no alteró sus grandes ganancias, al contrario: con las mercancías escasas y de mala calidad ganaba aún más que con las buenas. Además, la marcha de tantos hombres a la guerra le proporcionó una serie de nuevos cargos y, al igual que los demás nacionalsocialistas, no se veía obligado por las disposiciones sobre el racionamiento de alimentos. Traía del campo cuanto necesitaba –tocino, huevos, aves, mantequilla y harina– y lo que no se comía él lo vendía a precios abusivos, con la completa seguridad de que a un viejo miembro del partido no le pasaría nada.
Y esto también fue así... hasta que el Ejército Rojo entró en el país. Zaches fue uno de los primeros en ser encarcelado. En su caso, la declaración jurada de que había ingresado en el partido por motivos económicos seguro que no era mentira, pero durante tantos años había sido un parásito tan egoísta y tan enemigo del pueblo que los móviles económicos no sirvieron como atenuante. No obstante, volvió a tener más suerte de la que merecía. Pronto hubo que concederle cierta libertad, porque lo necesitaban en la central lechera de la ciudad. En su juventud, Zaches había aprendido el oficio de lechero, y en los malos tiempos echó una mano allí, lo que le permitió entrar en la empresa. Lo colocaron a la fuerza. A nadie le agradaba, y a Doll a quien menos, pero la alimentación de los niños y las madres de la ciudad exigía imperiosamente postergar por el momento los intereses políticos."

Hans Fallada
Pesadilla


"Ella sabía desde hace mucho tiempo que en la vida había que pagar por todo… y generalmente más de lo que valía."

Hans Fallada



"Empezaron a gritar, pero yo me mantuve en mis trece. Soy capaz de trabajar con mucha rapidez, puedo darme prisa como casi ninguno, pero no puedo hacer milagros. Y no tengo el don de escribir historias para películas cortas. Sólo puedo crear cuando puedo describir, cuando dejan que me explaye. Tenía que escribir para ellos una novela desarrollada del todo, que su gente especializada debería retrabajar. Un procedimiento algo prolijo, pero necesario a causa de mis capacidades.
Así que ya tenía el encargo, y tampoco podía dedicarme a él con total despreocupación, porque nunca había visto la película Cabalgata. Naturalmente que debía darme prisa, naturalmente que de nuevo se trataba de demasiado trabajo, naturalmente que la buena de mi mujer asistió a mis comienzos con algo de miedo y temió que me colapsara totalmente, pero yo lo conseguí, y puntual hasta el último minuto, sí, incluso dos días antes lo entregué. Mientras tanto se había producido un contratiempo realmente de película: R. me llamó y me informó de que ya habían cesado al dir. Fr. Eso tendría sin duda consecuencias para mi película, sólo tenía que esperar. Gracias a Dios que no caí en la tentación y realmente dos o tres días después me llamó el dir. Fr. en persona y me preguntó preocupado por el desarrollo de mi trabajo. A mi sorprendida pregunta de que a él ya lo habían despedido, me respondió riendo: ¡sí, así era, pero había vuelto! No supe más de esa revolución palaciega en la casa Tobis y tampoco sentía deseos de saber más. ¡Mucho más que en la literatura y el teatro en el cine todo puede cambiar de la noche a la mañana! Quien ahora mismo está en lo alto, ya ha caído; los proyectos sacados adelante a toda costa ya están pasados: todo centellea, por lo tanto también el cine."

Hans Fallada seudónimo de Rudolf Ditzen
En mi país desconocido




"Para los Quangel la mañana no fue tan fructífera, al menos las explicaciones tan ansiadas por Anna no llegaron.
–Nooo –dijo Quangel contestando a sus ruegos–. Nooo, mamá, hoy no. El día ha empezado mal, en un día así no puedo hacer lo que de verdad me apetece. Y si no puedo hacerlo, tampoco deseo hablar de ello. Quizá otro domingo. ¿Lo oyes? Ya vuelve a deslizarse por la escalera uno de los Persicke. Bueno, que lo haga. ¡Con tal de que nos dejen en paz!
Ese domingo, sin embargo, Otto Quangel mostraba una ternura inusual. Anna pudo hablar de su hijo caído todo lo que quiso, no le prohibió hacerlo. Incluso repasó con ella las escasas fotos que tenía del hijo, y cuando volvió a echarse a llorar, le pasó la mano por los hombros y la consoló.
–Déjalo, mamá, déjalo. Quién sabe si no ha sido para bien, con todo lo que se va a ahorrar.
Así que ese domingo, incluso sin charla, fue bueno. Hacía tiempo que Anna no veía a su marido tan tierno, era como si el sol brillase otra vez, la última, sobre la tierra antes de la llegada del invierno, que ocultaba la vida bajo una capa de hielo y nieve. En los meses siguientes la frialdad y el laconismo de Quangel aumentaron y ella recordó con frecuencia ese domingo, que constituía al mismo tiempo su consuelo y su estímulo."

Hans Fallada
Solo en Berlín


"Pero después, cuando el cheque que ella le envió al chico se contabilizó en el banco, se evidenció que ella no había dejado de pensar en él, que le había escrito con regularidad, que había vuelto a estudiar en secreto una y otra vez aquellos informes despreciados solo en apariencia con tanto desdén. En definitiva, nada había cambiado. Tal como había predicho Thomas, ese golfo era un don nadie. Y como él esperaba, volvió a aceptar el dinero de aquellos a quienes nunca había podido gritar a la cara lo bastante alto su «nunca más»… Pero la madre no había extraído de ello ninguna conclusión. Siguió siendo su hijo querido, en quien hallaba su dicha. ¡A juzgar por el estado en que ella se había encontrado ese día, él, fracasado y miserable, era cien veces más querido!
Una incongruencia incomprensible. Pero había que contar con ella, podía tornarse peligrosa. Está sentado y cavila. Le da la impresión de que aún queda algún truco al que agarrarse para asegurar aún más su propia posición. ¿Y si enviase a su madre a Estados Unidos? Bastaría una palabra para apartarla de en medio durante un trimestre o dos.
Pero eso no sería más que un simple aplazamiento; medio año no es nada. En realidad, lo mejor sería que su madre se quedase allí, bajo su cuidado. De ese modo, él siempre podría intervenir de inmediato si algo sucedía. No conoce ninguna situación a la que no pueda hacer frente.
Así que está ahí sentado, meditando. Esperando. A veces le pasa. Cuando ahora salen todas esas nuevas leyes benévolas para los trabajadores, que son una carga innecesaria y ridícula para la empresa, él las lee con detenimiento, las coloca ante sus ojos, esperando, meditando. Parecen claras y evidentes; él tiene que implantar, hacer, permitir esto y aquello.
Pero cuando ha permanecido un rato sentado, limitándose a esperar, de repente aparece el truco al que agarrarse. Todo puede interpretarse, sortearse, reinterpretarse. Él siempre obedece a la ley a la que, en el fondo, nunca obedece. Porque solo hay una ley que lo obliga a una obediencia eterna: su exclusivo beneficio personal.
Cavila y espera.
De pronto llaman a la puerta. Contesta «adelante» y entra su secretaria, una joven todavía hermosa pero de aspecto triste y malhumorado."

Hans Fallada
Este corazón que te pertenece








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