José Fernández Bremón

Doscientos volúmenes tienen los autos de una causa que se juzga en Italia: los procesados son cuatrocientos bandidos, los testigos mil novecientos, y cien los abogados defensores.

—¿Cuánto tardará en verse la causa?
—Creo que jueces, guardias, encausados, testigos, defensores y alguaciles están condenados a vista perpetua.

José Fernández Bremón



El cocido madrileño

Con medio kilo de vaca
y diez céntimos de hueso,
un cuarterón de tocino,
un buen chorizo extremeño,

y garbanzos arrugados
que ensanchan en el puchero,
sale en mi casa un cocido
que nos chupamos los dedos.

Cuando llega la matanza
se compra hocico de puerco,
y echo un cuarto de gallina
si hay en casa algún enfermo.

Solemos tomar de sopa,
arroz, sémola o fideos;
si es pan, con hierbabuena;
los macarrones, con queso.

Nunca en su tiempo perdono
los nabos foncarraleros,
las judías de La Granja
y los cardillos más tiernos.

Mi ensalada es de escarola,
de lechuga o de pimientos;
el gazpacho es muy sencillo,
con poco pan y muy fresco.

Mis postres no son de lujo:
torrijas, miel, higos secos,
albillo dulce de otoño
y uvas de cuelga en invierno.

Con cebolletas y rábanos
mi mesa a veces refuerzo,
y aceitunas de Pastrana
que yo mismo me aderezo.

En fin, me gustan -y acabo-
el pan blanco recién hecho,
mantel limpio los domingos,
y Valdepeñas del bueno.

Así comieron en casa
mis padres y mis abuelos;
como es sana la comida
todos morimos de viejos.

Cuando quiera usted probarla
a las doce lo ponemos,
que a la española se come
el cocido madrileño.

Téngame usted por su amigo,
Joaquín García Cornejo,
f ábrica de mariposas
en la calle de Toledo

José Fernández Bremón



Exposición de cabezas

Era un viejecillo ochentón D. Caralampio; su cuerpo estaba en continua vibración; y no podíamos figurárnosle en estado de reposo, habiéndole visto siempre parpadeando con rapidez y como tiritando; su voz era temblona; su barba, sus quijadas y sus manos temblaban sin cesar. Estábamos en el café, cerca de la vidriera cuando le vimos llegar con paso trémulo.

- ¡Mozo! - dijimos. - La cafetera y el servicio, que ya está aquí D. Caralampio.

Y este aviso sirvió para que el viejo no tuviera que esperar; tomó la taza con ansia en sus manos temblorosas, no sin que chocase un rato en el platillo, se la llevó a los labios, y soltó una carcajada.

- ¿Podemos saber la causa de ese regocijo? - preguntó mi amigo Pérez.

- Es un efecto del café - respondió alegremente.

- Nosotros le hemos tomado, y no estamos tan contentos.

- Ustedes tomarán café con leche; una golosina.

- Ninguno de los dos.

- O con azúcar.

- No, sino amargo.

- Pues entonces, le prueban nada más; para sentir la lucidez de este elixir maravilloso, hay que entregarse a él sin condiciones; tomar cincuenta tazas diarias, por lo menos, como yo.

- ¿Y no ha muerto usted de una irritación?

- Sin el café no existiría hace ya tiempo .. Este agradable temblorcillo que me mantiene en constante agitación, es el espíritu retozón y expansivo del café, con que sustituí el mío propio, cuando mi alma se alejó de mi cuerpo, hará diez años. Soy un cadáver que vibra a fuerza de café. Guárdenme ustedes el secreto o me enterrarán mis herederos.

Pérez y yo nos miramos sorprendidos, porque la palidez y demacración de don Caralampio hacían aquella broma verosímil.

- El café - prosiguió diciendo - no es sólo un bálsamo que me conserva incorrupto, sino el fluido vital que me anima in fundiéndome la claridad mental que se llama doble vista. Por eso me reía hace un momento. Vosotros veis a los hombres tales como son en apariencia; yo como son en realidad, bajo el influjo dé los hábitos contraídos en su última encarnación. Todos los que en ella fueron plantas o animales, los veo adornados de la última cabeza que tuvieron.

- Entonces las gentes que ahora pasan por la calle se le representarán en formas muy extravagantes...

Pueden ustedes juzgar preguntando lo que gusten.

- Aquella señora tan elegante que se aproxima - le dije - parece una persona regular.

- Pues tiene cabeza de hormiga y lleva un aderezo entre sus garfios, que acaba de adquirir; estoy seguro de que nunca vuelve sin carga a su granero. Esas cabezas de hormiga abundan mucho, porque necesitan ir en procesión: el hombre que sigue, a la señora lleva un recibo en sus tenazas; el otro un fajo de billetes, otro una col y otro un paraguas; ninguno ha perdido su viaje.

- ¿Y aquel caballero tan majestuoso que anda con tanta gravedad?

- Es un elefante con sombrero de copa.

- Supongo que a esa linda señorita que va con su papá no le pondrá usted reparos,- dijo Pérez.

- Sólo veo en sus hombros una mata de perejil, que hace las veces de cabeza.

- ¿Y ese poeta romántico que ahora me saluda?

- Ése fué ciprés y debe sentir la nostalgia de las tumbas. Pero... Mucho cuidado con ese pobre lloroso que se acerca a pedirnos limosna: si se la dan échensela en el sombrero, no les arranque un brazo con la boca.

- ¿Pues quién ha sido ?

- Un cocodrilo.

- Sí, se acerca arrastrando ...

- Como que estaba acostumbrado a andar a rastras. Oigo vocerío. ¡Mozo! ¿Qué sucede?

- Un ladrón que acaban de prender - respondió el mozo. - Aquí le traen.

Don Caralampio no pudo contener la risa al examinar al delincuente conducido entre cuatro.

- ¿Y esto le hace a usted reir? - le pregunté severamente.

- Hombre, ¿no me ha de hacer reir el grupo? Son cuatro zorros que llevan presa a una gallina.

- ¿Qué mira usted ahora? - pregunté al viejo.

- Una hermosa cabeza de burro que se acerca. Siento no la vean ustedes: no pueden ustedes figurarse lo bien que encaja sobre un tronco humano el busto severo de un jumento. ¡Ah! ¿Le conocen ustedes? Perdonen si he sido indiscreto: pero son tan visibles las orejas...

- Debe estar usted equivocado: ese hombre es un sabio, que en todas partes figura, brilla y aconseJa...

- Ni me retracto, ni deben ustedes extrañarlo. Conozco otro sabio que lleva un melón bajo las alas del sombrero: pasa por un cerebro privilegiado, y en vez de sesos tiene pipas.

- ¿Puede usted decirnos qué cabeza tiene ese caballero?

- No distingo bien si es de atún o de bonito. Era un ex-ministro de Marina.

- ¿Y aquel otro ?

- De tortuga.

Era el jefe del movimiento en un ferrocarril. No había duda: D. Caralampio tenía doble vista.

- Crean ustedes que ya nada me choca - decía: - pero he tenido muchos desengaños y sorpresas. Donde ustedes ven una dama delicada, yo distingo una cabeza de serpiente que quiere fascinarme con sus ojillos claros y su lengua de lanceta. Fuí a visitar a un senador, título y hombre que juzgué de sentimientes elevados y me hallé con un cerdo grosero que gruñía por una ración de tronchos y patatas. ¿Y cuando entro en una grave Academia y encuentro muchos sillones ocupados por monos, ardillas y otros animales trepadores? He hecho otras observaciones curiosas, por ejemplo: la inclinación de los que han sido cucarachas a vestir el traje negro y de los que fueron galápagos a tirarse por un balcón o por el viaducto. Tenía un amigo perezoso y pegajoso y resultó que era un pobre caracol. En fin, no pueden ustedes figurarse lo pintoresco que es entrar en un salón de baile y ver los trajes vaporosos, fraques y uniformes, y sobre ellos, entre algunos rostros humanos, cabezas de loro, de jirafas, truchas, setas, abejorros, gansos, hipopótamos y micos.

- ¿Y nosotros, D. Caralampio?

- Ustedes... ustedes son inofensivos: viven de noche y aman la sombra: sin duda en otra encarnación durmieron en racimos colgados de una viga.

- Es decir ...

- Que habrán sido murciélagos. La concurrencia en las calles de Madrid cambia de noche y siempre llevo a esas horas mi revólver, porque entre los mochuelos, lechuzas y raposas que a esas horas cruzan por mi lado, pasan también lobos y hienas de ojos fosforescentes, que me miran con gula, enseñando los colmillos.

En aquel momento se oyeron gritos lejanos como de motín; las gentes corrieron espantadas y empezaron a cerrarse las tiendas y las puertas del café.

- ¿Ven ustedes ese tropel que huye en primera línea dando el ejemplo de la fuga? Es una bandada de liebres, que corren siempre las primeras . ¿Ve usted detrás el grupo de los que alborotan? Todos ellos son perros de agua, mastines, falderos, alanos, godos y podencos. Detrás irá el montón de siempre: ya distingo sus cabezas lanudas y sus cuernos retorcidos: son los borregos que siguen siempre a los que gritan, sin saber adónde van. Pero ustedes me dispensarán si me retiro ...

- Es aun temprano, D. Caralampio. Espere un poco.

- Imposible. Acaba de entrar una señora en el café y le tengo miedo; ha reparado en mí; no puedo detenerme.

- ¿Cuál es ?

- Aquella que me mira.

- En efecto: parece que le conoce a usted.

- Pues bien; es una araña y yo soy una mosca; permítanme que vuele.

Y el viejo, trémulo y azorado, salió del café con toda la rapidez que le permitían sus temblores: la señora salió detrás, dándole caza.

Pocos días después, los periódicos anunciaron una boda: D. Caralampio se había casado a los ochenta afies de edad:

La mosca había caído en las redes de la araña.

José Fernández Bremón




La varonil doña Blasa
Grita, deshace, golpea,
Y dice cuando vocea
Que está arreglando su casa.
Cuando su furia da fin,
Digo, oprimiéndola el talle:
—¿Qué haría usted en la calle
Si dirigiese un motín?

José Fernández Bremón



Una patrona avara de la calle de Goya,
Echó en los vasos agua del Lozoya.
—¿Es chocolate eso?
—No doy el chocolate tan espeso.

José Fernández Bremón



"Y el árbol, en razonado discurso, demostró al clavel que siendo sus hojas en forma de púas, él debía ser el que pinchara, y no viéndose de cerca las espinas de la ortiga, tenía que ser insignificante la molestia que debían producir. En vano replicó el clavel que la misma sutileza y pequeñez de esos aguijones, los hacía más penetrantes. Todas las plantas cercanas convinieron en que el clavel no tenía razón, por no estar demostrado lo principal: que tuviera pinchos la ortiga.
[...]
El cielo, cubierto de nubarrones y rasgado de relámpagos, amenazaba concluir con todo lo creado. Buscaban asilo los hombres, las fieras, los insectos y las aves, en chozas, cavernas, agujeros y techados; temblaban las hojas, y las flores y las ramas se apaleaban como locas.
[...]
El trueno enmudeció y el viento se detuvo humildemente. Los hombres que rezaban aterrados tuvieron valor de levantarse: sacudieron las aves sus mojadas plumas: resbalaron las últimas gotas de agua por las hojas: volvieron a su lecho los arroyos y las aves se atrevieron a cantar, y decían:
—Nadie es libre en este mundo: estamos encadenados hombres y fieras, insectos y plantas, las aguas y los vientos. Solo se escapan de la jaula los que mueren. ¿A dónde volarán?"

José Fernández Bremón
La jaula del mundo




No hay comentarios: