José Francés y Sánchez-Heredero

"A las ventanillas se asomaron montañas ingentes, llanuras verdes, trigales recién segados, riachuelos entre rocas y puentecillos rústicos. Subían y bajaban los alambres del telégrafo.
La viajera había sacado un libro del bolsillo. No acerté a ver más que el nombre del editor. Un editor católico que traduce novelas de sacerdotes irlandeses y publica obras de obispos españoles.
Me conmoví y me azoré más todavía. Insensiblemente se adueñaba de mí aquel aire de bondad y rectitud que extendía en torno suyo mi compañera de viaje. Para una mujer como ella fueron inventadas esas palabras de hogar que oímos a nuestras madres y a nuestras hermanas. Bien segura podía viajar que nadie la molestara. Era de las damas imponentes y de ojos serenos, ante las cuales retrocede el más sinvergüenza.
Poco a poco, gracias a pequeños incidentes, trabamos conversación, pero siempre dentro de una gran corrección por parte mía y de una absoluta distinción por parte de ella.
Comimos en Tortosa, y después ella volvió a recostar la cabeza en el respaldo y cerró los párpados.
Mediaba el día y, bajo el sol de junio, las huertas regadas por el Ebro tenían polícroma exuberancia.
Al salir de Masalfasar-Albuixech, ya vencida la tarde, consulté la guía. Faltaban dos estaciones nada más para Valencia, y se lo dije apenado.
-Dentro de unos minutos llegamos a Valencia.
-¿Sí?
-Sí. Faltan nada más que el apeadero del Machistre y el Cabañal.
-¡Ah!
Me pareció que también se entristecía. Si se hubiera tratado de otra mujer, se lo hubiera dicho.
-Le estoy muy agradecida, caballero. Ya le diré a mi marido lo amable y lo correcto que ha estado usted conmigo.
Me incliné gravemente, y ya no volvimos a cruzar palabra hasta entrar en agujas de Valencia.
-¿Ya?
-Ya.
Callamos. Entró el tren sonoramente, haciendo retemblar los cristales de la techumbre. Antes de que se detuviera abrieron la portezuela y entró un caballero. Ella se abrazó a él y se besaron.
-¡Oh! ¡Carlos!
-Su hermano, sin duda -pensé.
Luego se volvió hacia mí, sonriendo.
-Mira, Carlos: da las gracias a este caballero. Se ha portado conmigo admirablemente durante el viaje, según le recomendó mamá en Barcelona.
Y, señalándome al caballero, añadió:
-Mi marido...
Debí poner una cara francamente imbécil.
-¡Ah! Tantas gracias, señor, tantas gracias... ¿Usted sigue?
-Sí... Voy hasta Madrid.
-¡Ah! También yo iré a Madrid... En Octubre, cuando se reanuden las sesiones de Cortes.
Creí que me caía de espaldas. Pero me incliné correctamente, con la mayor corrección posible, procurando contener la risa."

José Francés
La viajera



"Boni seguía evocando la trágica escena, y aquella horrible punzada que sintiera en el corazón al ver a la muchacha caída sobre la cama, desnuda y blanca, con un agujero en la sien, por donde iba resbalando roja y silenciosa la sangre. Instintivamente pensó en su hija; la antigua fe católica de sus años de ramera volvió a ella con nueva fuerza, prediciéndola un castigo del cielo, el desquite de tantas mujeres que acaso maldijeran su casa después de haber gozado en ella.
No poco trabajo le costó a Monegal convencerla de que no había motivo para dejar un negocio que tan buena renta les producía.
Por fin, cuando ya cesaron los trámites judiciales y otro nuevo escándalo se apoderó de los periódicos, y pudo recobrar a su hija tan ignorante de todo como siempre, se tranquilizó, riéndose de sus antiguos temores.
Además, desde entonces, y por una extraña aberración sexual, el cuarto del crimen fue el más solicitado, el que rara vez estaba vacío, como un simbólico triunfo de la Vida sobre la Muerte.
Oyendo hablar a Boni, Prieto sufrió la obsesión vergonzosa y triste de momentos antes, cuando a toda luz de sol Fresnedo y Montiel hablaban del cuadro de este último. Era nuevamente la rectificación de lo inevitable, de la Muerte que avanza tronchando naranjos en flor y sorprende a la carne en pleno espasmo. La voz enérgica, llena, de Montiel, volvía a sonar en sus oídos: «el sucio amor de las mancebías» de las casas de citas...»
Y sin embargo, aquel cuadro como aquel cuarto, donde el placer se convulsionaba trágicamente, le excitaba, le impulsaban a gozar de la vida en un instintivo desprecio de la muerte. Su deseo guardaba una fuerte exuberancia rabiosa, como los cuerpos que, al pudrirse, fecundan la tierra; como esa espantosa lujuria de algunos enfermos incurables.
Sonó el timbre de la cancela, y Boni corrió a la taquilla.
Una voz de hombre, trémula y medrosa, hizo la pregunta reglamentaria:
—¿Hay habitación?
—¿De qué precio?
—Lo mismo da... Que sea buena.
Boni descolgó una llave de entre varias que había colgadas detrás de la puerta. Todas ellas tenían sujeto con bramante un cartón con el número del cuarto.
—Ahí tienen ustedes. Llevan ustedes el principal núm. 5.
Luego, entreabriendo un poco la puerta, gritó:
—¡¡Pepa!! ¡A ver esos señores que van al 5!... Prieto se había inclinado para mirar por el ventanillo; pero sólo pudo ver los pies de ella, breves y bien calzados, en el revuelo de la falda bajera roja y la falda de encima azul obscuro; él debía ir delante, enseñando el camino.
Boni, después de consultar la hora, cogió un pedazo de tiza y escribió en el encerado:
5-4 V.
Después, volvió a sentarse en el sillón tranquilamente, libertada por el vulgar episodio de aquella trágica obsesión de los suicidas."

José Francés y Sánchez-Heredero conocido por el pseudónimo Silvio Lago
La guarida










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