Manuel Fernández y González

"Aún estaban calientes los restos de Abul-Walid, aun llevaba por él luto la corte, cuando dos sombras cuidadosamente encubiertas salían del alcázar, atravesaban pegados á los adarves la parte alta de la Alhambra, llegaban á la torre de la Cautiva, y una de ellas abría su puerta, entraban las dos sombras y la puerta tornaba á cerrarse.
Entonces á la luz de una lámpara que iluminaba el patio de la torre se veía que estas dos personas, que se habían despojado ya, seguras de no ser vistas, la una de su velo, la otra del capuz de su almaizar, eran la sultana Ketirah y el wazir Masud-Almoharaví.
Los dos infames cómplices.
Ella bajo su ancho haike iba deslumbrantemente engalanada.
Él mostraba brocados bajo su ancho almaizar.
El wazir bajaba con la sultana por las escaleras á la habitación inferior de la torre.
Luego subía otra vez las escaleras, llegaba á la puerta de la habitación superior, la abría y entraba.
La sultana cuando se quedaba sola, abría una ventana que daba sobre el pendiente barranco que rodea la espalda de la Alhambra.
Y allí, ya fuese la noche serena, oscura, solo alumbrada de una manera vaga é infinita por el débil resplandor de los luceros, ya la pálida luna inundase la torre, la ventana, y la frente, tan maldita como hermosa de Ketirah; ya la tormenta bramase en los aires, y el relámpago rasgase las tinieblas, y la lluvia azotase su frente, y el huracán desordenase sus cabellos, la sultana permanecía inmóvil, anhelante, con el corazón estremecido, con la mirada candente y fija en lo profundo del oscuro barranco.
Y pasaban algunas veces horas perezosas, largas, apenadoras, sin que la sultana oyese más que el zumbar del viento, ó el suspirar de las auras entre las frondas del cercano Generalife, ó el retumbar del trueno ó el dulce canto de los ruiseñores enamorados.
Y Ketirah no tenía oídos ni ojos más que para el infante Ebn-Ismail, y le parecía estar escuchando su voz enamorada, y estar viendo siempre su hermoso semblante, pálido de amor, y sus negros ojos fijos en los suyos.
Sólo había un ruido que la sultana percibía desde muy lejos aunque silbase el viento y gotease la lluvia y rebramase el trueno; y este ruido era el de los pasos de un hombre que, invariablemente, tardando mas ó menos, subía por el barranco, adelantaba, se detenía al pie de la torre y lanzaba un tenue silbido.
Y entonces la sultana trémula de impaciencia, y estremecida de amor, enloquecida, trasportada, arrojaba una larga escala fuera de la torre, afianzaba cuidadosamente sus garfios en el alféizar de la ventana, y avanzaba el cuerpo hacia afuera solícita y cuidadosa.
Poco después la escala se atirantaba, balanceaba, y un hombre subía, llegaba al alféizar y saltaba dentro de la habitación entre los brazos de la sultana.
La lámpara que ardía lánguidamente en la cámara, alumbraba la frente del que había entrado.
Aquel hombre era el infante Ebn-Ismail."

Manuel Fernández y González
La torre de la cautiva



"Ayer me trajeron un nido de ruiseñores.
Estaban triponcillos y desnudos; tenían hambre, y abrían, piando en coro, unas desmesuradas bocas amarillas: hoy están enteramente cubiertos de su plumaje pardo, saltan en la jaula, y ensayan sus primeros trinos.
Ayer mi cuadrante marcaba el mediodía natural a las doce y tres minutos y hoy le marca a las doce y treinta y tres.
Ha pasado un mes en que no he vivido.
Un mes, en que el no ser me ha envejecido veinte años.
Ayer aún era joven: hoy soy ya anciano.
¡Ah! ya me acuerdo... ya comprendo.
Vivo yo en un pequeño aposento; en este aposento hay algunos muebles muy sencillos.
En este aposento hay una reja que da sobre un jardín... sobre un pobrecillo jardín descuidado, en que las malvas locas se extienden libremente, y que es mi pequeño mundo.
Hay además una puerta muy fuerte, que tiene una rejilla muy espesa.
Esta puerta da a un pasadizo oscuro, por donde entran, como por una cerbatana, gritos estridentes, alaridos, bramidos, imprecaciones, carcajadas, cantares, ruidos; son de cadenas que se arrastran, chasquidos de puertas que se cierran, una tempestad continua de sonidos discordantes, secos, desentonados, agudos, horribles; algunas veces, de noche, muy tarde, suele avanzar, jadeante y cansado, por decirlo así, un canto triste, dulce, suspirante, siempre el mismo, cuyas palabras, no se entienden, pero cuyo sentimiento se adivina; canto con el que vuela por la estrecha crujía, apagándose, perdiéndose, gastándose al rozar las paredes, el alma de un ser que llora cantando: suave oleada que se escapa de un océano de sentimiento, y que acaricia mi alma y la consuela."

Manuel Fernández y González
Amaparo (Memorias de un loco)



“Dios ha dado a cada aspiración del hombre una realización.”

Manuel Fernández y González



“El amor y la amistad se venden, lo que hay que procurarse es el dinero.”

Manuel Fernández y González




"El hombre era de unos treinta años, de menos que mediana estatura, y más desaliñadamente vestido que lo que convenía a un caballero del hábito de Santiago, cuya cruz roja mostraba sobre el ferreruelo. Tenía la actitud valiente del hombre que nada teme y se atreve a todo; mostraba los cabellos un tanto más largos que como se llevaban en aquel tiempo; la frente alta, ancha, prominente, atrevida; la ceja negra y poblada, y al través del vidrio verdoso de unas anchas antiparras montadas en asta negra, dejaba ver sus grandes ojos de mirada fija, chispeante, burlona y grave a un tiempo (…); aquellos ojos estaban divididos por una nariz aguileña de no escaso volumen, y bajo aquella nariz y un poblado bigote, y sobre una no menos poblada pera, sonreía una boca en la que parecía estereotipada una sonrisa burlona, pero con la burla de un sarcasmo doloroso. Este hombre era don Francisco de Quevedo y Villegas."

Manuel Fernández y González
El cocinero de su Majestad





“La experiencia, en general, tiene una manera muy dura de dar a conocer las verdades.”

Manuel Fernández y González



"Las mujeres siempre lo quieren a uno por el interés."

Manuel Fernández y González



“Nadie cree las verdades hasta que se las hace conocer la experiencia.”

Manuel Fernández y González


"Me se debe saludar con el cráneo en la mano."

Manuel Fernández y González
Tomada del libro Las frases célebres de Felipe Picatoste



"No sé historia; pero la presiento."

Manuel Fernández y González
Tomada del libro Las frases célebres de Felipe Picatoste


“Nuestro amigo y nuestra amante son dos fantasmas soñados por nuestro deseo.”

Manuel Fernández y González




"¡Oh poder de la civilizacion! ¡Poner los rios de pié!"

Manuel Fernández y González
Tomada del libro Las frases célebres de Felipe Picatoste




“Se me debe saludar con el cráneo en la mano.”

Manuel Fernández y González



- Soy el Barón del Destierro -se presentó el individuo, con voz de caverna-. No temas, no te haré daño.

- ¿El Barón del Destierro? -preguntó incrédulo Manuel.

- Sé lo que debes de estar pensando. Sí… soy el diablo expulsado del paraíso.

- ¿Qué quiere usted de mí?

- De ti, nada. Vengo yo a ofrecerte lo que podría convertirte en un hombre muy rico. ¿Eres escritor, no?

- Lo soy.

Lo poco que desvelaba el extraño hombre ya le empezaba a sonar bien. En aquella época, Fernández y González, aunque ya había cosechado cierto éxito, cobraba poco por sus entregas diarias del folletín de turno al periódico La Discusión .

- ¿Y qué debo hacer para conseguirlo? -preguntó intrigado y no sin cierta ansiedad.

Entonces echaron a andar ronda abajo mientras el desconocido le explicaba que debía escribir una novela en la que él fuera el protagonista y que de esa manera conseguiría hacerse rico. Y comenzó a contarle su historia antes de que su figura se desvaneciera sin que el autor pudiera evitarlo; le quedaban tantas preguntas en el aire…

Manuel Fernández y González
Luisa o el ángel de redención



“Un hombre no puede llegar a tener experiencia, sin encontrarse completamente descoyuntado.”

Manuel Fernández y González



"… y allí pareció de nuevo el sacerdote, y asistían los sepultureros, y se cantó el último responso, y quitada la difunta del medio ataúd, lo que decía harto claro la gran pobreza de la mujer superviviente, que hasta el borde de la hoya había llegado, en ella fue puesta por los cofrades; y acreciendo entonces los ayes dolorosos de la mujer, dio a los hermanos un pañizuelo para que sobre el rostro de la finada le pusiesen, y habiéndola dado la pala con algo de tierra un sepulturero, la arrojó sobre el cadáver temblorosa, y en el mismo punto de las desfallecidas manos fuésele la pala, y dando una gran voz de dolor desmayose, y por tierra cayera…"

Manuel Fernández y González
El manco de Lepanto



“Yo creo que el mundo no es otra cosa que un gran hospital de locos que se comprenden y que se despedazan, comprendiéndose, y que sólo se encierran en hospitales más pequeños a los locos a quienes no comprende nadie... o acaso, acaso, llame el mundo locos a los que tienen razón.”

Manuel Fernández y González









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