Julio Garmendia

El difunto y yo

Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo habían separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir “inseparable”-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin limites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:

-He perdido el sombrero.

-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:

“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído “otro” que no sea “yo”. Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”

Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

-Te vi por allá arriba…

O bien:

-Te vi por allá abajo…

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

-¡Qué pálido estás!

-Me siento enfermo -le dije.

-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle más de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones… Este inicuo individuo…

Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

-¡El purgante! -exclamé-. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia… y estabas conmigo.. y…

– … ¡Y!…

Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

-Efecto del purgante -dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, había notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

-¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

-¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:

“Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído “otro” que no sea “yo”. Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre.”

Julio Garmendia


El pequeño nazareno

El miércoles santo, el pequeño Nazareno de túnica morada y grueso cordón blanco, a nudos, bien ceñido alrededor de la cintura, sube —o debería subir— entre papá y mamá, por la calle que conduce a la iglesia del Nazareno. Pero no está dando pruebas, en absoluto, de aquella nazarena paciencia y resignación correspondientes al personaje y a la indumentaria que le han sido asignados. Todo lo contrario, demuestra un verdadero humor de perros —un humor como pocas veces se habrá visto en un Nazareno en miércoles santo—; rezonga y lloriquea, y en vez de seguir a papá y mamá dócilmente, se hace halar, y otras veces empujar, por uno de ellos dos. Intentan ambos convencerlo, le ruegan, lo halagan, le prometen recompensas para luego, para un poco más tarde, cuando ya la visita al templo haya sido hecha, la devoción cumplida, y la promesa, pagada, de acuerdo con los términos del devoto convenio celebrado entre ellos y el Nazareno de los milagros.

El pequeño Nazareno, no cabe duda, es duro y terco; ningún ofrecimiento hace mella en su actitud —que es de franco sabotaje—; nada ni nadie lo obliga a ir más ligero ni a dejar una cara menos agria. Cuando un helado de guanábana le es gentilmente ofrecido (esto último en patente contradicción con todas las tradiciones respecto al trato a acordarse a nazarenos, las cuales no incluyen en absoluto helados de guanábana, sino hiel en hisopos en perspectiva únicamente), cuando el helado, pues, le fue ofrecido, el pequeño Nazareno lo arrojó al suelo, sin ceremonia ni compasión. Peor aún, sin apetito. Es entonces, en ese instante crucial, cuando papá le da la bofetada en la mejilla —volviendo, ahora, de repente, a la observancia de las viejas prácticas que repiten la manera de proceder con nazarenos y redentores. En atención a lo sucedido, a la corrección, hubiera podido creerse que el pequeño Nazareno se hubiera finalmente resignado a representar bien su papel y a convertirse en viva imagen del gran Nazareno a cuya iglesia era llevado por papá y mamá. ¡Pero nada de eso! Se puso furioso —aún más que antes—; se desencadenó, materialmente, chillando y pataleando, y haciéndose llevar a rastras de ahí en adelante.

Perdiendo el último resto de su santa calma, y alzándose la túnica en plena calle concurrida, mamá le da unos cuantos cordonazos, «a posteriori», si puede decirse así, con el mismísimo cordón de color blanco y de gruesos nudos que le estrecha la cintura, la delgada cintura, al pequeño diablo indócil.

El pequeño Nazareno, pues, para este instante —para esa «estación», diremos mística, de su ruta—, ha sido ya debidamente halado, empujado, golpeado, abofeteado y azotado. Está, además, bañado en lágrimas, y su larga túnica violeta de vistosos pliegues aparecía toda ella, también maculada por salpicaduras, no de sangre, pero sí de guanábana —provenientes del helado que fue lanzado por él mismo contra el cemento de la acera, contribuyendo así a su propio castigo y sufrimiento. Sin nadie proponérselo, se daba entero cumplimiento a todo, o a casi todo, el ritual correspondiente a nazarenos, grandes o pequeños, forzosos o espontáneos, antiguos o modernos. El pequeño Nazareno seguía gritando. Una nutrida concurrencia presenciaba el espectáculo. Si no fuera por la decadencia de la fe en los días que corren —de la fe en Dios y de la fe en el Diablo—, es casi seguro que lo hubieran acusado, allí mismo, de endemoniado agudo. Lo hubieran exorcizado, o hasta lo hubiesen quemado, ¡quién sabe! Todos los otros nazarenos que había por la calle lo contemplaban con ojos de asombro.

Julio Garmendia



La tienda de muñecos

No sé cuándo, dónde ni por quién fue escrito el relato titulado “La tienda de muñecos”. Tampoco sé si es simple fantasía o si será el relato de cosas y sucesos reales, como afirma el autor anónimo; pero, en suma, poco importa que sea incierta o verídica la pequeña historieta que se desarrolla en un tenducho. La casualidad pone estas páginas al alcance de mis manos, y yo me apresuro a apoderarme de ellas. Helas aquí:

No tengosuficiente filosofía para remontarme a las especulaciones elevadas delpensamiento. Esto explica mis asuntos banales, y por qué trato ahora deencerrar en breves líneas la historia -si así puede llamarse- de la viejaTienda de Muñecos de mi abuelo que después pasó a manos de mi padrino, y de lasde éste a las mías. A mis ojos posee esta tienda el encanto de los recuerdos defamilia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí mebasta, para acordarme de los míos, pasear la mirada por los estantes dondeestán alineados los viejos muñecos, con los cuales nunca jugué. Desde pequeñose me acostumbró a mirarlos con seriedad. Mi abuelo, y después mi padrino,solían decir, refiriéndose a ellos:

-¡Lesdebemos la vida!

No eraposible que yo, que les amé entrañablemente a ambos, considerara con ligereza aaquellos a quienes adeudaba el precioso don de la existencia.

Muerto miabuelo, mi padrino tampoco me permitió jugar con los muñecos, que permanecieronen los estantes de la tienda, clasificados en orden riguroso, sometidos a unaestricta jerarquía, y sin que jamás pudieran codearse un instante losejemplares de diferentes condiciones; ni los plebeyos andarines que teníancuerda suficiente para caminar durante el espacio de un metro y medio ensuperficie plana, con los lujosos y aristocráticos muñecos de chistera ylevita, que apenas si sabían levantar con mucha gracia la punta del pieelegantemente calzado. A unos y otros, mi padrino no les dispensaba más tratoque el imprescindible para mantener la limpieza en los estantes donde estabanahilerados. No se tomaba ninguna familiaridad ni se permitía la menor chanzacon ellos. Había instaurado en la pequeña tienda un régimen que habría deentrar en decadencia cuando yo entrara en posesión del establecimiento, porquemi alma no tendría ya el mismo temple de la suya y se resentiría visiblementede las ideas y tendencias libertarias que prosperaban en el ambiente de losnuevos días.

Por sobretodas las cosas él imponía a los muñecos el principio de autoridad y el respetosupersticioso al orden y las costumbres establecidas desde antaño en la tienda.Juzgaba que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin deevitar la confusión, el desorden, la anarquía, portadores de ruina así en loshumildes tenduchos como en los grandes imperios. Hallábase imbuido de aquelloserróneos principios en que se había educado y que procuró inculcarme por todoslos medios; y viendo en mi persona el heredero que le sucedería en el gobiernode la tienda, me enseñaba los austeros procederes de un hombre de mando. Encuanto a Heriberto, el mozo que desde hace un tiempo atrás servía en elnegocio, mi padrino le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le tratabaal igual que a los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en bogaentonces. A su modo de ver, Heriberto no tenía más sesos que los muñecos encuyo constante comercio había concluido por adquirir costumbres frívolas yafeminadas, y a tal punto subían en este particular sus escrúpulos, quedesconfiaba de aquellos muñecos que habían salido de la tienda alguna vez,llevados por Heriberto, sin ser vendidos en definitiva. A estos desdichadosacababa por separarlos de los demás, sospechando tal vez que habían adquiridohábitos perniciosos en las manos de Heriberto.

Asítranscurrieron largos años, hasta que yo vine a ser un hombre maduro y mipadrino un anciano idéntico al abuelo que conocí en mi niñez. Habitábamos aúnla trastienda, donde apenas si con mucha dificultad podíamos movernos entre losmuñecos. Allí había nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestospadres, podía considerarme fruto de amores de trastienda, como suelen ser loshéroes de cuentos picarescos.

Un día mipadrino se sintió mal.

-Se menublan los ojos -me dijo- y confundo los abogados con las pelotas de goma, queen realidad están muy por encima.

-Meflaquean las piernas -continuó, tomándome afectuosamente la mano- y no puedo yarecorrer sin fatiga la corta distancia que te separa de los bandidos. Por estossíntomas conozco que voy a morir, no me prometo muchas horas de vida y desdeahora heredas la Tienda de Muñecos.

Mi padrinopasó a hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio. Hizo luego unapausa durante la cual le vi pasear por la tienda y la trastienda su mirada yapróxima a extinguirse. Abarcaba así, sin duda, el vasto panorama del presente ydel pasado, dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que hacíansus gestos acostumbrados y se mostraban en sus habituales posturas. De pronto,fijándose en los soldados que ocupaban un compartimiento entero en losestantes, reflexionó:

-A estosguerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades.Vender ejércitos es un negocio pingüe.

Yo insistíacerca de él a fin de que consintiera en llamar médicos que lo vieran. Pero selimitó a mostrarme una gran caja que había en un rincón.

-Encierraprecisamente cantidad de sabios, profesores, doctores y otras eminencias decartón y profundidades de serrín que ahí se han quedado sin venta y permanecenen la oscuridad que les conviene. No cifres, pues, mayores esperanzas en lautilidad de tal renglón. En cambio, son deseables las muñecas de porcelana, quese colocan siempre con provecho; también las de pasta y celuloide suelen sersolicitadas, y hasta las de trapo encuentran salida. Y entre los animales -nolo olvides-, en especial te recomiendo a los asnos y los osos, que en todotiempo fueron sostenes de nuestra casa.

Después deestas palabras mi padrino se sintió peor todavía y me hizo traer a toda prisaun sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en el estantevecino al lecho.

-Hace yatiempo -dijo, palpándolos con suavidad-, hace ya tiempo que conservo aquí estosmuñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos con el diez por cientode descuento, lo equivaldrá a los diezmos en lo tocante a los curas. En cuantoa las religiosas, hazte el cargo que es una que les das.

En estemomento mi padrino fue interrumpido por el llanto de Heriberto, que se hallabaen un rincón de la trastienda, la cabeza cogida entre las manos, y no podíaescuchar sin pena los últimos acentos del dueño de la Tienda de Muñecos.

-Heriberto-dijo, dirigiéndose a éste-: no tengo más que repetirte lo que tantas vecesantes ya te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los muñecos.

Nadacontestó Heriberto, pero sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más altos ymás destemplados.

Sin duda,esta contrariedad apresuró el fin de mi padrino, que expiró poco después depronunciar aquellas palabras. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silenciouna lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que Heriberto diera mayores muestrasde dolor que yo. Sollozaba ahogado en llanto, se mesaba los cabellos, corríadesolado de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó en susbrazos:

-¡Estamossolos! ¡Estamos solos! -gritó.

Me desasíde él sin violencia, y señalándole con el dedo el sacerdote, el feo doctor, lasblancas enfermeras, muñecos en desorden junto a lecho, le hice señas de que lospusiera otra vez en sus puestos…

Julio Garmendia


“Uno escribe porque necesita responder a un impulso de escribir, porque cree que está obligado a expresar determinada realidad, a indagar en la memoria… La actividad continua de un escritor es la escritura, y por eso encuentro injustificable la actitud del escritor que abandona su trabajo. Por eso hay quienes encuentran pesado el trabajo de escribir, el escritor es un ser aburrido, no hace una actividad que se vea inmediatamente. El escritor es un ser insociable, que busca el silencio y la soledad para hacer su trabajo.”

Julio Garmendia








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