Daniel Guebel

"Como parte de los preparativos para el viaje, el área de comercio exterior de la empresa había proporcionado a la delegación unos impresos que contenían una serie de guías tituladas “Entender la mentalidad nipona”, en las que básicamente se subrayaba las diferencias entre Oriente y Occidente. En su momento, cada uno de los sometidos a ese entrenamiento había concordado con sus compañeros en que esas clases no servían ni para papel higiénico, pero ya en la primera ronda de negociaciones, y tras una visita que duró un día entero a una gigantesca procesadora de productos primarios, aquellos papeles volvieron a aparecer.
Mientras fingían prestar o en verdad prestaban atención a los monólogos de sus pares amarillos, los integrantes de la delegación hojeaban aquel material tratando de encontrar la clave que encarrilara el asunto. Desde luego, todos se manejaban perfectamente en inglés, pero más allá de las sonrisas mutuas y las inclinaciones de cabeza, ninguno de los integrantes de la delegación tenía la menor idea acerca de las relaciones que se podían establecer entre el idioma que ellos habían aprendido y la lengua que hablaban los tipos que tenían enfrente. Era distinta la velocidad en la pronunciación, distinto el modo en que articulaban las sílabas, ponían los acentos, armaban las frases y terminaban las oraciones. En esas bocazas las vocales se estiraban y las consonantes se encimaban como balas de ametralladora; encima, escupían a cada palabra pronunciada. La saliva caía en grumos blancos sobre la enorme mesa de vidrio de la sala de reuniones de la Mikado Tokunaga Corp., excepto la de uno de ellos, el más frenético, que se escarbaba la boca con un mondadientes de oro hasta hacerse sangrar las encías, de modo que cuando le tocaba el turno de hablar —y ningún argentino podía adivinar cuándo, cómo y por qué empezaba uno y cuándo, cómo y por qué terminaba cediéndole el turno al otro—, esparcía por la superficie transparente una rápida lluvia de rocío rosado.
Sin embargo, pese a las dificultades, las reuniones continuaban: los japoneses exhibían borradores de contratos que cambiaban continuamente, los mostraban negando con la cabeza, riendo, con sus dedos mochos marcaban algún punto del impreso, golpeteaban las hojas como si estuvieran señalando problemas contractuales y después las rompían alegremente y hacían gestos que parecían indicar que en cualquier momento aquellas formulaciones precarias asumirían el carácter milagroso y definitivo de la perfección legal.
Eran alegaciones maníacas, optimismo de chiflados. Entre los visitantes crecía la certeza de que los anfitriones desplegaban esas pantomimas con el propósito de agotar sus fuerzas y llevarlos a firmar cualquier cosa. De todas maneras, en esos encuentros preliminares, los borradores de contrato sólo contenían declaraciones de intenciones, artículos de buena fe, ni siquiera hacía falta leerlos."

Daniel Guebel
Ella



"En un almuerzo familiar, le menciono a mi tío Alberto la escena del abuelo Ernesto y le digo que aún hoy no puedo perdonar que sus hijos no estuvieran en el momento de su muerte. Alberto me mira como si yo fuera un extraño, un loco: “¿Qué decís? Yo estaba. La enfermera me sacó de la habitación. Yo estuve ahí cuando mi padre moría”.
Después de su última operación en las piernas (oclusión vascular aguda, con colocación de stents que se taparon a los tres meses de la cirugía), quedó con una secuela de nombre complejo y cuya última palabra es “claudicante”. Se lo llama “síndrome del contemplador de vidrieras”, porque cada media cuadra los afectados no pueden dar un paso más y deben detenerse a descansar. Por las dudas, previendo el avance del mal, que incluiría, en caso grave, la amputación de una o de ambas piernas, hace un par de meses le conseguí una silla de ruedas que hasta ayer se negó a probar por mucho que le dijera que podríamos usarla para pasear por el barrio. Pero ayer fue 31 de diciembre y le dije a su cuidadora que antes de irse a festejar fin de año con su familia plegara la silla de ruedas y la pusiera en el taxi a la hora de traerlo a mi casa. “Eso no”, me decía él, apuntando a la silla con el índice. Pasó toda la tarde durmiendo y después encendí la televisión y le puse el canal de documentales de la naturaleza. Los que se ocupan del reino animal tienen una mecánica idéntica: una bestezuela tierna, un herbívoro que ramonea el pasto o se inclina grácilmente a beber el agua del arroyo, y de golpe vemos el ataque del predador. Después de un par de horas de esa reiteración me dijo que iba a dormir. Lo llevé al cuarto, lo ayudé a quitarse la ropa y descorrí la sábana y la manta con la que hay que abrigarlo (tiene frío aun cuando la temperatura pase de los treinta grados) y lo tapé. “Gracias, gracias”, me dijo. “Cualquier cosa que necesites me llamas”, le dije. Me pidió que le acercara un pañuelo de papel para sonarse la nariz y se durmió. Un rato más tarde comenzaron a sonar los cohetes, a estallar bengalas en el cielo. Salí a la calle a verlas y un vecino me invitó a brindar, pero le conté que tenía a mi padre durmiendo en casa y que si despertaba y no me veía, al estar desorientado en tiempo y en espacio, sufriría un acceso de confusión. Volví a casa y subí a la terraza, pero las bengalas y sus crepitaciones de felicidad se habían ido apagando y solo se veían el resplandor de las luces de la ciudad y el amarillo de la luna. Me quedé poco tiempo arriba, pensando que tal vez se despertaba y no me veía, y si no me veía me echaría en falta, porque sabe quién soy aunque a veces no recuerde cómo me llamo. Pero durmió a lo largo de doce horas. Cada tanto yo entraba al cuarto para ver si respiraba y cada tanto él se despertaba apurado para ir al baño, arrastrando los pies como un viejo que acaba de cumplir ochenta y nueve años. Después de orinar volvía al cuarto, más perdido aún, y yo iba al baño y echaba una mezcla de agua y lavandina alrededor del inodoro, porque, en su caso, apuntar ya no es lo mismo que acertar."

Daniel Guebel
El hijo judío


"En un jeroglífico, un babuino puede significar luna o escritura o cólera. La cabeza de un burro puede usarse para representar al animal o para referirse a un hombre que nunca ha viajado y no sabe nada del mundo. Inclinados sobre la piedra de Rosetta, Andrei Deliuskin y Jean-François Champollion (maestro y discípulo) ejercitan las lógicas del sentido como una red infinita. En principio, las escrituras griega y egipcia de la piedra son paráfrasis la una de la otra; no traducciones literales —¿cuál de cuál?—, sino transmisiones del propósito general del texto. ¿Tiene la lengua egipcia antigua una gramática complicada, declinaciones, el subjuntivo? La piedra brilla en la oscuridad. A veces, cuando el curso del Nilo se vuelve tranquilo, la suben a cubierta para estudiarla mejor. Andrei traza hipótesis, propone un principio de escritura acrofónica: cada imagen es una letra. Una puerta es la letra “p”, un ibis la letra “i”. Quizá, sugiere Jean-François, todo sea un galimatías, un polisílabo monstruoso, una palabra interminable y única que en su enunciación reproduce el caos. No, dice Andrei, los jeroglíficos puros no representan los sonidos de una lengua sino las ideas. El problema es que la parte egipcia de la piedra utiliza tanto jeroglíficos como demótico. Al fin, aparece el primer nombre: Ptolemaios, la forma griega de Tolomeo. Se abre un universo de conocimientos… Y Champollion será su difusor. En El Minya, un recrudecimiento de sus fiebres lo obliga a descender en busca de atención. Una vez curado, volverá a Francia, donde revelará lo que aprendió junto a mi bisabuelo. Pequeño detalle egoísta: para su mayor gloria mantendrá en silencio el nombre de Andrei Deliuskin. Por su parte, Andrei debe continuar su viaje, Napoleón lo espera en el Valle de los Reyes (Biban El-Moluk).
Cielo, agua.
El balandro encalla en una angostadura del río. Mi bisabuelo decide continuar a pie, seguido por un par de porteadores que cargan con la piedra de Rosetta. Días y noches. Finalmente, llegan al estrecho desfiladero que da entrada al valle. Andrei ve una panorámica de corte, un tajo hecho con un cuchillo mellado sobre la carne del mundo. Sobre las paredes a pico de la roca cortada, sobreviven, a punto de despeñarse, informes restos de esculturas roídas por el tiempo y que hubieran podido tomarse por asperezas de la piedra, por deposiciones de hidróglifos gigantes. A cada lado, en pendientes pronunciadas, se alzan enormes masas rocosas ascendiendo en picada vertical, proyectándose en perspectiva fantástica sobre un fondo de cielo índigo. Es el atardecer. Los rayos del sol calientan hasta la transparencia uno de los lados del valle, mientras el otro flota en ese tinto crudo y azul propio de los territorios secos."

Daniel Guebel
El absoluto


"La escritura de El absoluto demoró 7 años. Cuando salí de escribir El absoluto ya no sabía qué era la literatura contemporánea, había perdido todo registro."

Daniel Guebel



"La literatura como instrumento o antídoto carece de poder contra los absolutismos, al menos en lo inmediato, salvo cuando un escritor, no su obra, se convierte en tótem, figura o víctima. No se le puede pedir eficacia porque su circuito es ínfimo y su efecto no es medible. Pero la literatura, al menos la que respeto y me interesa, no piensa el absolutismo como un mal a priori sino como un signo de la tensión por los absolutos vitales y lingüísticos, y como una apuesta, en tanto ilimitada, destinada al fracaso."

Daniel Guebel


"Me interesa el modo en que el poder absoluto se piensa a sí mismo y se despliega como tal, cómo encuentra límites y los destruye o se destruye."

Daniel Guebel



"Yo estoy trabajando una literatura que tiende a lo informe, a la escritura de textos como esculturas abstractas."

Daniel Guebel



"Yo no soy la clase de escritor que cree que puede prever los comportamientos de los demás y las relaciones de lectura. Y que tiene la posición vanidosa de pensar que puede manejar esas emociones, manipularlas. Yo creo que hay escritores que sí lo hacen y lo hacen extraordinariamente bien, y son escritores espectaculares."

Daniel Guebel











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