David Garnett

" ... Donde un instante antes se encontrara su mujer había un zorro pequeñito, de un rojo muy vivo, que lo miraba con ojos implorantes mientras avanzaba uno o dos pasos hacia él; rápidamente advirtió que era su esposa quien lo miraba desde los ojos del animal. Pueden imaginarse su conmoción, y quizás la de la dama al encontrarse en ese estado; así pues, durante casi una hora y media, no hicieron otra cosa que mirarse, él atónito, y ella preguntándole con la mirada, como si le estuviese hablando: «¿En qué me he convertido? Ten piedad de mí, esposo mío, ten piedad de mí, pues soy tu mujer».

Pues bien, después de mirarla y reconocerla, aun bajo aquella forma, y pese a preguntarse en todo momento «¿Será posible que sea ella? ¿No estaré soñando?», y de las súplicas y los mimos de ella, como para decirle que era de verdad su esposa, por fin se acercaron y él la tomó en brazos. Ella se acurrucó cerca de él, bajo su abrigo, y empezó a lamerle la cara, sin apartar por eso sus ojos de los de él. 

Entretanto, el marido no dejaba de darle vueltas a la cabeza mientras la miraba, pero no acababa de comprender lo que había ocurrido; se limitaba a encontrar consuelo en la esperanza de que no fuera más que una transformación temporal, y de que pronto volviera a convertirse en la esposa que era carne de su carne. 

Como sus sentimientos correspondían más a los de un enamorado que a los de un esposo, lo asaltó la idea de que era culpa suya, pues si algo terrible ocurría no podría jamás culparla a ella, sino a sí mismo.

Y así pasaron un buen rato, hasta que por fin las lágrimas desbordaron los ojos del pobre zorro y empezó a llorar (aunque en silencio), y también a temblar, como si tuviera fiebre. Ante lo cual, él no pudo retener sus propias lágrimas: se sentó en el suelo para sollozar un buen rato, pero entre sollozo y sollozo la besaba como si fuera una mujer, sin importarle, tal era su desolación, estar besando a un zorro en el hocico. 

Así quedaron hasta el crepúsculo; entonces él se recompuso y decidió que lo primero  que debía hacer era esconderla y, a continuación, llevarla a casa. Esperó a que estuviera lo bastante oscuro como para poder hacerlo sin ser visto, y la metió dentro de su abrigo, llegando incluso, en un gesto de pasión desgarrada, a abrirse el chaleco y la camisa para que reposara más cerca de su corazón."

David Garnett
La Dama que se transformó en zorro



"Está bien, aprenderé a leer, pero cuando haya aprendido, nunca, nunca leeré."

David Garnett
A su madre, a la edad de 4 años



"Pienso casarme con ella. Cuando ella tenga 20 años, yo tendré 46. ¿Será escandaloso?"

David Garnett


"Rose escribió a su tío, un abogado de Chinon, y unas semanas más tarde recibió una carta diciendo que podía recomendarles una pequeña finca que estaba en venta, pero que el precio era bastante elevado. Tenía, a pesar de todo, varios atractivos. Se encontraba sobre una colina que se asomaba sobre el lugar de nacimiento de Rabelais, La Deviniere. La pequeña granja, los graneros y las bodegas eran restos de antiguos edificios monásticos, que habían formado parte de la Abadía de Seuilly. Más relevante aún era el hecho de que la finca poseía un viñedo de unas cinco hectáreas, plantado con cepas antiguas que producían un vino tinto excelente, de un porcentaje alcohólico del once o doce por ciento, para el cual ya existía un mercado sólido. «En realidad, es el primer vino que Rabelais probó en su vida, un hecho que puede interesarle a tu marido, que me parece tiene aficiones literarias.»
Inmediatamente después de recibida la carta condujeron hacia Chinon, guardaron el Rolls en un garaje, se vistieron con sus ropas más gastadas y terminaron el viaje en un coche alquilado: había que evitar toda apariencia de riqueza.
La propia ciudad de Chinon y la gran extensión de llanuras del condado del Loira habían deprimido a Sir George, pero apenas el coche abandonó la carretera principal y comenzó a ascender el camino que llevaba hasta Seuilly, se sintió más animado. Cuando llegaron a lo alto de la colina y pudo contemplar el paisaje, ya estaba decidido. Al norte se divisaba, al otro lado del río Vienne, la meseta de Bourgeuil; al este se extendía a sus pies todo el campo de batalla de la guerra contra Picrochole, descrita por Rabelais. Mientras lo contemplaba, Sir George reconoció en el paisaje una cualidad que sólo podía definir como bondad. Era a principios de mayo: de las viejas cepas de las viñas asomaban ya los brotes jóvenes; la tierra estaba cubierta de flores primaverales; las primeras rosas acababan de florecer sobre las vetustas paredes de piedra del siglo XIV. Nada malo podría acontecer en un lugar como aquél. Todo le daba la bienvenida con una feliz promesa de paz y sencillez. Terminaría sus días cerca del lugar en el que Rabelais había nacido.
Una vez decidido, se dedicó a organizar los detalles prácticos, mientras Rose descansaba en la fresca cocina de azulejos. Luego, una vez recorrido el viñedo y los prados contiguos, inspeccionada la prensa del vino y la oscura y alargada bodega, más de cuya mitad estaba construida bajo tierra, regresó y firmó el acuerdo que el tío de Rose había redactado. El trato se selló con sendas copas del vino más viejo de la bodega. Entonces regresaron a la bodega con la viuda que vendía la propiedad, para probar el vino del año anterior."

David Garnett
Formas del amor


"Toda la noche la pasó de este humor, es decir, en una agonía como si se hubiese roto un diente y mordido el nervio. Pero, como todo tiene un final, el señor Tebrick, agotado por el paroxismo de celos, acabó por conciliar un sueño inquieto y atormentado.
Después de una o dos horas, el desfile de imágenes confusas que en un principio le asaltaron se desvaneció, convirtiéndose en un sueño claro y poderoso. Su esposa estaba con él en forma humana, paseando como el día fatal de su transformación. Sin embargo, estaba cambiada, porque en su pálido rostro había trazas visibles de infelicidad, los ojos estaban hinchados de llanto, el cabello caía en desorden, los húmedos dedos retorcían un pañuelito, los sollozos agitaban su cuerpo: un aire de abandono se había apoderado de su persona. Entre gemidos le estaba confesando cierto crimen que había cometido, pero él no captó las palabras entrecortadas ni deseó oírlas, porque estaba ofuscado por su propio dolor. Así continuaron andando juntos en la mayor desolación, como si fuera para siempre, él con los brazos en el talle de ella, ella volviendo los ojos hacia él o clavándolos apenada en el suelo.
Al fin se sentaron y él dijo: «Sé que no son mis hijos, pero no por ello los trataré bárbaramente. Tú eres aún mi esposa. Te juro que no serán abandonados. Costearé su educación.»
Después empezó a dar vueltas a nombres de colegios. Eton no parecía apropiado, ni Harrow, ni Winchester, ni Rugby... Pero no podía expresar la razón por la que estos colegios no servían para los hijos de ella. Sólo sabía que ninguno de los colegios en que pensaba era adecuado, pero alguno acabaría por hallar. Pensando en nombres de colegios, permaneció sentado un buen rato con la mano de su esposa entre las suyas, hasta que finalmente ella se levantó y se fue sin dejar de llorar. Poco a poco despertó.
Pero incluso después de abrir los ojos y mirar a su alrededor, seguía pensando en colegios. Se decía que tendría que enviarlos a alguna academia particular o, en el peor de los casos, contratar un preceptor. «Sí, sí», se dijo, sacando un pie de la cama, «eso será lo mejor: un preceptor, aunque incluso así resultará un poco difícil al principio.»
Al decir estas palabras se preguntó dónde residía la dificultad y recordó que no eran niños normales. No, eran zorros, meros zorros. Cuando el pobre señor Tebrick se hubo acordado de este detalle, quedó ofuscado o aturdido por el hecho y durante largo rato no consiguió entender nada, hasta que al fin rompió en un torrente de lágrimas, compadeciéndolos y compadeciéndose a sí mismo. Lo terrible del hecho en sí —que su querida esposa tuviera zorros en vez de niños— le llenó de piedad y luego, al recordar la causa de que fueran zorros, es decir, que su esposa era un zorro también, sus lágrimas volvieron a correr y no lo pudo soportar por más tiempo: se puso a gritar, lleno de angustia, y se golpeó una o dos veces la cabeza contra la pared. Se echó sobre la cama y allí lloró y lloró, rasgando a veces las sábanas con los dientes."

David Garnett
La dama que se transformó en zorro














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