Francisco González Ledesma

“El hombre que tiene que morir ya està dentro.”

Francisco González Ledesma


"El despacho era pequeño, tan pequeño que apenas podía contener las tres cosas más importantes que había en él: la caja de puros donde estaba el dinero, la botella de whisky "bourbon" firmada por Rocky Marciano y los pechos de la secretaria que ya llevaba dos meses en el cargo, es decir: la secretaria de toda la vida. Una brisa fresca penetraba por la ventana abierta de par en par, y aquella brisa hacía entrar también las hojas del enorme plátano de sombra que ya llevaba cien años en las Rondas. Porque el despacho estaba en las Rondas, en uno de los corazones de la ciudad, cerca del viejo "Price", que ya no existía, cerca del baile "La Paloma", que sí que existía, y cerca, en fin, de un hotel para parejas que hacía bien en tener dos puertas, porque así por una podía entrar el marido y por la otra salir su mujer. En aquel hotelito, que por méritos propios debería figurar en el Archivo Histórico de la Ciudad, se cometió cierta vez un crimen extraño y horrible a la vez, cuando a una chica que se masturbaba con la pistola de su amante se le disparó un tiro en la vagina. Cuando llegó la reconstrucción de los hechos, los sabios funcionarios del bien común se dieron cuenta de que con ellos no había venido ninguna mujer, excepto la juez, y por lo tanto no se podía reconstruir con propiedad la escena. Hasta que la juez tomó la pistola —descargada, claro—, se tendió en la cama e introdujo el cañón en su "sancta sanctórum", de lo cual los celosos funcionarios judiciales, comprobados visualmente todos los extremos, tomaron buena nota. Sin duda fue una juez llena de conciencia profesional y dada a todos los avatares de su oficio, quien merecía algo mejor que una cama alquilada y un hotel con lujuria de siglos. Todo aquel barrio estaba lleno de historias parecidas, y Gabriel Miranda lo amaba particularmente. Por ejemplo, "La Paloma" era lugar santo, catedralicio, de amores en fase terminal. Era fama que allí acudían los jubilados, las abuelitas que aún presumían de buenas piernas —tetamen ya no, porque el tetamen, señor mío, es muy frágil—, los caballeros de fortuna y las novias desengañadas a las que un millonario dejó —decían— para alistarse en la Legión en 1936, En su aire de color azul, color formado con los suspiros y el humo de los cigarrillos, flotaban frases de amor eterno, o sea amor hasta las diez de la noche, rostros de mujeres que ya no existían y manos que habían buscado la entrepierna en un palco cierta tarde mágica, cierta vez, mientras sonaban los acordes de un bolero viejo. Y estaba, señor mío, la calle del León, calle respetable donde las haya, y la calle del Tigre, que con tanto hotelito y tanto bar era cosa fina. Y casi enfrente había estado el Price, ¿sabe usted?, el Price, o mejor dicho el Gran Price, que no hay que quitar importancia a las cosas que un día fueron santas. Lugar de baile los jueves, de boxeo los viernes, de lucha libre los sábados y de baile otra vez el domingo, con el personal más animado y más cachondo que nunca. Sin olvidar los sermones de Semana Santa, cuando un predicador diplomado subía al ring y propagaba la fe entre un público que ya no estaba formado por bebedores de coñac, sino por señoras con mantilla. El Gran Price —eso lo recordaba muy bien Gaby Miranda, por haberlo oído entre los relatos de su calle— fue el sitio donde Pedro Carrasco empezó a ser algo, por ejemplo. Y fue el reino de Luis Romero. Y el de Fred Galiana. Y el de todos los hombres que habían marcado una época en la ciudad, cuando la ciudad era más auténtica. Al menos el despacho estaba ahí, cerca de la zona santa, y desde la ventana abierta se podía captar el aliento de las Rondas. Gaby Miranda suspiró con una especie de alivio interior, como si hubiese vuelto otra vez a la tierra prometida."

Francisco González Ledesma
Cine Soledad


"Le explicó que Oscar Bassegoda leía con las dos viejos libros que hablaban de ambientes victorianos, de mujeres con corsé, de niñas doceañeras empaladas por formidables y caballerescos miembros. Luego hacía que las dos se pegasen, que se arrancaran los vestidos, y cuando estaban en lo más violento saltaba sobre ambas y las iba penetrando por turno, hasta que alguna tenía la suerte de hacerle terminar. También ponía a una de las dos a cuatro patas en el suelo, la montaba a caballo y la obligaba a dar vueltas a la habitación, con feroces golpes en las nalgas. Cuando Encarnita, por ejemplo, no podía más, la cambiaba por Susi. Tiraba de sus cabelleras hacia atrás y las forzaba a mirar de frente en los espejos sus caras de sufrimiento, de cansancio, en las que ellas aún trataban de dibujar el perfil de una sonrisa. Era un hombre del viejo tiempo, del Gran Dinero y del Gran Falo. Las mujeres no existían para él: eran piezas sueltas ensambladas por el milagro del semen, eran anos, bocas, muslos, monturas que nunca resultaron frágiles. Por la pequeña habitación, mientras la Susi hablaba, pasaba un aire en el que flotaban luces opacas, figuras castigadas a taconazos, voces de ordeno y mando y susurros de obediencia. Allí estaba la historia que no se escribe, que es siempre la historia que de verdad se ha vívido."

Francisco González Ledesma
Crónica sentimental en rojo



"Los años no me han echado de las calles, que siempre fueron mi pequeño reino y la escuela donde descubría poco a poco las verdades de la vida. Me sentía bien en ellas y notaba que me protegían. Nada tiene de extraño, porque sobre esto hay un viejo aforismo: "Las revoluciones las hacen siempre los que están mejor en la calle que en casa contra los que están mejor en casa que en la calle".”

Francisco González Ledesma



"Loscertales salió protegido del portal, mientras Miralles abría la puerta del coche y se cruzaba en el camino de cualquier bala que viniera desde el otro lado de la calle. Pero no podía protegerle contra una bala que llegara desde la misma esquina o de arriba. El leve taponazo del fusil con silenciador apenas se oyó, ahogado por los mil ruidos de la calle. Todo estaba parado por los atascos, pero la muerte viajó en millonésimas de segundo.
¡PLAC!
Fue un puro instinto animal el que advirtió a Miralles del peligro. Instinto de tigre, o mejor de serpiente amenazada. El golpe que propinó a Loscertales sólo llegó a ser un roce, pero le desvió la cara.
El proyectil le acarició y rozó también la mano izquierda de Miralles. Ésta sufrió un espasmo que la convirtió durante segundos en una garra.
Y el silencio. De pronto, deja de existir hasta el ronquido de los coches que avanzan desde el semáforo. La gente deja de andar, las motos se detienen, como suspendidas en el aire. El mundo entero se mete de pronto en una burbuja donde no queda más que silencio.
Un segundo. Dos. La burbuja se rompe.
No ha pasado nada, nadie se ha dado cuenta de nada. El mundo empieza a girar de nuevo, y con el mundo gira otra vez el cerebro de Miralles, que piensa en un instante tres posibilidades. Primera, el tirador no debe de ser demasiado bueno, de lo contrario no habría fallado por milésimas. Segunda, sería inútil perseguirle, y además no es ésa su misión. Tercera, la protección también ha fallado.
Hubo una descolocación, el punto por el que vino la bala tenía que haber estado cubierto por Eva Expósito. Eva estaba medio paso más atrás de lo que le correspondía, y dejaba la cabeza del protegido en blanco.
Miralles empuja aquella cabeza hacia el interior del coche."

Francisco González Ledesma
Una novela de barrio



“Son como palabras elementales que me obsesionan por las noches, y con ellas construyo frases. Pero la verdad está en las palabras elementales: la ciudad, la libertad, los amigos, el aire. Todo eso la vida nos lo da y no tiene valor... ¿Cómo te lo diría? Es igual que unas monedas en nuestras manos. Y un día te das cuenta de que has perdido esas monedas y ya no las vas a recuperar. Nadie te las dará de limosnas.”

Francisco González Ledesma
Crónica sentimental en rojo
















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