Hugo Giovanetti Viola

"Con respecto a esos falsos profetas vacuamente contestatarios o pontificadores -mitos de cartón piedra que nos sigue imponiendo un establishment cultural que se trabaja una pose “progre” y fomenta una estética inocua que ha llegado a ser galardonada con el Premio Reina Sofía, el Cervantes (excluyendo el caso de Onetti, por supuesto, que se lo tenía recontramerecido), los Grammy o hasta el tan prostituido Oscar- te diría que van a ser puntualmente envainados por el olvido, como siempre pasó. Y les deseo de todo corazón que la nada (que fue en lo único que realmente creyeron, porque jamás se la jugaron pariendo un arte religado con el faro del fondo del mundo) los ayude. Pero habría que aclarar, en cambio, que durante la década más negra de la dictadura -entre el 75 y el 85- me sentí más acompañado que nunca, porque la resistencia cultural masiva surgió de la mismísima raíz artiguista y la experiencia de publicar semiclandestinamente en las gloriosas Ediciones de la Balanza que fundó Rolando Faget fue algo digno de Purificación. Y lo mismo me pasó cuando empecé a escribir letras de canciones para Washington Carrasco y Cristina Fernández. Porque se trabajaba con una fe sobrevoladora de las miserables rivalidades político partidarias generadas por las egolatrías utopizantes o logieras. Vale decir: la mordaza total nos hizo volver a constelar un heroísmo nacido en el Ayuí, que alcanzó su punto más alto el 27 de noviembre de 1983, cuando medio millón de orientales nos plantamos a puro amor y güevos/ovarios a exigir la renuncia de un puñado de monstruos que mataban en la calle y ese día no se animaron a zumbarnos un mísero helicóptero. (Lo terrible es que cuatro décadas después, y restaurada la “democracia” supuestamente justiciera, la mayoría de esos dinosaurios charygarcianos duerman la siesta con la tranquilidad de saber que van a reventar completamente impunes, pactos masónicos mediante.) Puajjjj!!!!"

Hugo Giovanetti Viola




"La casa estaba repintada con un fresco rosado colonial: dos ventanas con rejas daban hacia la plaza. Una de las ventanas de vidrios cuadrados estaba toda abierta, y el muchacho miró su propia sombra transitando la luz polvorienta que atravesaba en barras un cuarto embaldosado para lamer los fondos del patio español. Pablo no vio el aljibe pero lo imaginó debajo de una pérgola, cuando la brisa lo refrescó al pasar con un sesgo impoluto: era el viejo perfume del jazmín del país, estancado en el tiempo. Dobló la esquina y golpeó un par de veces con la aldaba de bronce. Lo atendió una mujer que no prestó atención a sus explicaciones, aunque lo hizo pasar con un fijo recelo. Era gorda y madura, y tenía una expresión de aburrimiento en bruto que no me cayó bien: daba la sensación de que la pobre vieja podía comunicarse mejor con algún gato que con aquella dama de compañía. Magdalena Tomillo entró al zaguán levantando los brazos, casi doblada en dos por sus noventa años. Vi que no me veía. Me adelanté a besar el pergamino de su rostro ascendiendo en contraluz, bajo el fulgor lunar de la escasa melena. Después me hizo pasar al patio donde el aljibe estaba justamente debajo de una pérgola. También estaba el gato —un enorme barcino— simulando dormir sobre la mecedora. Lo que empezó a desconcertar al muchacho fue una televisión funcionando en completo silencio bajo la galería radiante de azulejos. Magdalena Tomillo recogió al gato y se sentó con él y se puso los lentes para observar mejor a Pablo. Yo me senté en un banco azulejado que había empotrado a la pared lindera y apoyé la guitarra contra los arabescos de una de las columnas de la pérgola. Devolví una sonrisa y aspiré hasta el embrujo aquel denso perfume que me rozó en la calle: el jazmín del país se enredaba en la pérgola como constelaciones de fragantes estrellas sobrevolando el hierro. Ahora la luz del patio era tenue y dorada. “Bueno, uno no termina jamás de conocer a todos sus parientes. Tú no eres feo” me dijo Magdalena con una risita. Le costaba fijar los ojos en un punto. “¿Qué vas a tomar: vino? Yo tomo vino blanco cuando estoy contenta” dijo con un acento que parecía español. Le contesté que sí moviendo la cabeza. No me di cuenta de su sordera hasta que la mujer le preguntó a los gritos si nos cortaba queso. “Córtale un salamín, también” le ordenó Magdalena sin dejar de mirarme: “Yo soy vegetariana desde hace muchos años pero a ti ha de gustarte”. Entonces me di cuenta que la respiración se le hacía pedregosa con cada frase larga. “Pero fumo” agregó; “Muy poco, pero fumo”. La sirvienta hizo un gesto de protesta y se fue a la cocina. “Bueno, dice Natacha que eres una promesa: ya hace tiempo que quiero escucharte tocar. Sé que te vas muy pronto para Montevideo”. “El domingo” le dije, y ella se apantalló una oreja contra el hombro. “El domingo” grité: “Voy a vivir a la casa de un tío”. Magdalena me ofreció un cigarrillo mentolado pero yo saqué un negro de los míos, y ella se adelantó a prenderlo con un pulso tan firme que me desconcertó definitivamente."

Hugo Giovanetti Viola
Morir con Aparicio


"La entrada definitiva en la valoración paradigmática de la canción, que para mí es la forma literaria suprema que existe en el mundo. Y aunque los muchachos de Liverpool no se destacaban especialmente por sus textos, su polisemia plurilingüística sigue siendo capaz de peinarle la desesperación a la humanidad entera. Cada día con más eficacia. Hace 54 años que me gano la vida dando clases de guitarra (gracias a la insondable generosidad y maestría de Olga Pierri, que fue, sin lugar a dudas, la Torres García de la guitarra uruguaya y generó discípulos como su “sobrijo” Álvaro Pierri e Ignacio Giovanetti, mi hijo, que pertenecen a la élite más exquisita de la música americana contraconquistadora que nos representa en Viena) y puedo asegurar que los Fab Four son los principales elegidos por los alumnos de todas las edades."

Hugo Giovanetti Viola



“La poesía debe irrumpir donde ningún sol brilla."

Hugo Giovanetti Viola



"Yo no tengo la menor duda de que lo que podría llamarse mi “nacimiento poético” se produjo en el pequeño y sombrío altillo del Paso Molino donde pintaba mi padre, que había ingresado al Taller Torres García en 1950. Él escribía y jugaba al ajedrez (a nivel de élite) desde la adolescencia, poseía una exquisita capacidad de valoración y se fue formando solo. Yo nací en el 48, y cuando tenía tres o cuatro años subía al altillo todas las santas noches (cuando él volvía de laburar en un registro de casimires donde su tío político y después su primo segundo lo explotaron infamemente durante toda la vida) y me sentaba a verlo trabajar (ya fuese en la pintura al óleo, la cerámica o la taracea) con música clásica o tanguera de fondo. Era un ambiente muy mágico, y algunos fines de semana lo visitaban Collell, Gurvich o Guillermo Fernández. Nada menos. Y entre los tres y los cinco años también empecé a pintar bajo su pacientísima guía unos sorprendentes cuadros al óleo (habilidad / facilidad de “impregnación amniótica” que perdí enseguida, al entrar a la escuela) y a escuchar los poemas de Julio Herrera y Reissig, Federico García Lorca y Nicolás Guillén que a mi Gran Padre se le ocurrió leerme con sistematicidad. En aquel tiempo no existían los Jardines de Infantes y yo todavía no sabía leer ni escribir, pero podía recitar de memoria largos fragmentos del Romance de la Guardia Civil Española, Oblación abracadabra o el Velorio de Papá Montero, por ejemplo. Allí surgió la cosa. Mi primer poema lo escribí recién a los diez años, pero la infalibilidad del tempo giusto de aquellos tres tigres no se me borró jamás. Y guardo como una especie de diploma académico algo que sentenció Cortázar en París en 1974 (cuando me animé a tocarle el timbre de pesado y logré que me leyera un fajo de ochenta poemas, porque me sentía al borde del colapso psíquico): “Usted no falla nunca en la construcción rítmica, Giovanetti. Yo no tengo ese don”."

Hugo Giovanetti Viola







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