José Antonio Giménez-Arnau

"Cándida.- ¡Baja esa mano! ¡Ya que sacaste las aficiones de tu padre podrías también haber heredado sus creencias!
Diego.- ¿Y en qué me parezco a mi padre?
Cándida.- En esa locura por la pólvora.
Diego.- ¿Sabe tirar?
Cándida.- ¿Quién, él? (Ríe.) ¡Más bien debías preguntar si sabes tirar tú!
Diego.- (Molesto.) Yo, sí; estate tranquila.
Cándida.- (Yendo al bargueño.) Pues él... Ahora que estamos solos vas a ver de lo que es capaz. (Abre uno de los cajones y saca cartones agujereados por balas.) Mira, para que veas que un cristiano puede también probar que es buen tirador.
Diego.- Un corazón. Y dentro dos iniciales; E. y D.
Cándida.- Eugenia, tu madre, y Diego, tu padre. Es de la época en la qué él la cortejaba. (Guarda el cartón.)
Diego.- (Pensativo.) ¿No sabrías a qué distancia está hecho?
Cándida.- Sí. Aproximadamente, diez metros más lejos de los que necesitarías tú.
Diego.- (Riendo, a pesar suyo.) Entonces, ¡es un magnífico tirador!
Mónica.- (Saliendo, va hasta Diego y le besa.) ¿Ya en pie? Son apenas las ocho de la mañana.
Cándida.- De raza le viene al galgo...
Diego.- También él..., mi padre, quiero decir...
Mónica.- Sí. Es tremendo; ya llevará una hora trabajando.
Cándida.- Exactamente, media. Por cierto que dejó dicho que a las nueve te esperaba..., si para entonces ya estabas despierto...
Diego.- ¿A las nueve despierto? Sí. Hasta ahora me hicieron siempre madrugar.
Mónica.- ¿Desayunaste?
Diego.- Sí. Tomé un vaso de leche.
Cándida.- ¡Vaya alimento!
Mónica.- ¿Quieres un cigarrillo?
Diego.- Gracias, sí.
Cándida.- En lo de la nicotina todos están de acuerdo.
Mónica.- Calla, Cándida, y déjanos, Diego y yo tenemos que trabajar juntos. (Cándida sale y Mónica va hacia el bargueño, de dónde sacará un gran álbum de fotos.)
Diego.- ¿Trabajar tú y yo?
Mónica.- Estudiar, quiero decir.
Diego.- ¿Y qué podría yo estudiar contigo? Te advierto que algo me enseñaron ya.
Mónica.- No. De esta materia no te enseñaron nada. Lo que yo te propongo es estudiar historia. Historia de los Acuñas. (Le enseña el álbum.)
Diego.- ¡Ah! No me parece mala idea.
Mónica.- (Sentándose en el diván.) Pues ven aquí y empecemos. Estamos en la Historia antigua. Mira este señor: es nuestro bisabuelo. Diego de Acuña, general de Infantería. La de al lado es su mujer. Ella era marquesa de Campoalto.
Diego.- (Irónico.) ¡Ah!, ¿pero tengo sangre azul y hasta título?
Mónica.- (Sin tomar en cuenta su tono.) Título, no; fue a manos de un tío abuelo, que era primogénito. Pero sangre, sí... Aunque tranquilízate; parece que también la suya es de color rojo.
Diego.- (Cambiando de tema.) ¿Y estos dos?
Mónica.- La historia se repite. Ese es el general Diego de Acuña y su esposa. Qué guapa era la abuela, ¿verdad?
Diego.- Sí. Era guapa.
Mónica.- Son los padres de papá.
Diego.- Entonces, estamos en, la edad media.
Mónica.- Exactamente, y entramos ahora en la moderna. Mira: papá de estudiante de Medicina, cuando creyó poder escapar a la esclavitud de la tradición. Naturalmente que acabó siendo médico militar, para llegar también a general."

José Antonio Giménez-Arnau
Murió hace quince años



"Pedro Gonzalvo, por primera vez en su vida, se rió a carcajadas —carcajadas estridentes, pero insinceras— cuando un señor, al coger el tranvía, resbaló y fue dando traspiés hasta acabar en el suelo.
Pedro Gonzalvo nunca se había reído en situaciones parecidas, pero en aquel momento tenía ganas de ser malo. Era un poco la necesidad de revancha la que le obligaba a aquella actitud, después de cuarenta y cinco largos años en que su orgullo se había basado en esa frase que periódicamente oía decir respecto a su persona al pasar por un pasillo de la Compañía o acercarse a un grupo de gente: «Ése sí que es un hombre honrado». A fuerza de honradez —él comprendía que no estaba dotado intelectualmente con exceso— había subido en aquella Cooperativa del ramo alimenticio, que contaba ya en Buenos Aires con veinte sucursales. Su participación en los beneficios —0,75 por 100— todavía no era muy excesiva, pero el porvenir era claro. Él, antes de llegar a la vejez, podría haber dejado a sus dos hijas un buen puñado de pesos con los que vivir sin preocupaciones.
¡Vivir! Se le llevaban los demonios pensando en todo aquel esfuerzo desde la solitaria emigración, hasta que reunió los pesos necesarios para traer a la mujer y a las dos niñas; los primeros años de una austeridad rayana en lo inconcebible, aquel sumar de horas y más horas de trabajo. Todo aquello se había arruinado con sólo dos frases de Álvaro Grijalba. Por primera vez odió a este hombre, cuya amistad constituía para él el más privilegiado de los honores. Él era hijo del jardinero de la casa de campo de Grijalba, en las cercanías de Ávila, y había asistido al progresivo crecimiento de aquel ser, débil, enclenque, que parecía reservar todas sus energías para el espíritu y el pensamiento. Muchas veces habían jugado juntos, y sólo gracias a él, seis o siete años más joven que Grijalba, había éste podido trepar a los árboles o aventurarse en las excursiones misteriosas que una cueva próxima les deparaba algunas veces. Fue Grijalba quien le sugirió la idea de acompañarle en aquel viaje. Pero él no quería ser más criado, y si aceptó la idea de ir a América no quiso depender del dueño y amigo de hasta entonces. A pesar de que había, generosamente doblado la treintena, empezó en su humilde oficio en la tienda de comestibles, en la que ya era un dependiente de categoría con una pequeña participación de beneficios​"."

José Antonio Giménez-Arnau
El fin del mundo


"Su viaje aquí —¿qué edad tendría aquel Abad enjuto y seco, con cara de asceta y voz comprensiva, que le acababa de escuchar en confesión?— tiene dos objetivos totalmente distintos: primero, reproducir esta confesión que viene haciendo hace dos años, y segundo, solicitarme ingresar en la Cartuja. Son dos cosas totalmente diferentes que separaremos adecuadamente. De lo segundo hablaremos luego, después de la comida, en el claustro. Ahora no puedo hacer sino repetirle lo que ya, según me contaba, le dijo el señor Obispo en su primera confesión. Sus pecados han sido perdonados y su desesperanza es una nueva falta, hija quizá de aquellas que primero cometió. Yo podría contarle casos, para no repetirle ese de San Pedro que tantas veces le habrán recordado y habrá usted recordado, de gentes que después de horribles delitos obtuvieron el perdón, la gracia y la predilección divinos. Pero comprendo que las palabras le sirvan de poco. Usted obró mal, se hundió en el mal y frente a los hechos las palabras valen poco. Tendrán que ser hechos nuevos, violentos, decisivos, los que le prueben que otra vez Dios está con usted, que ha sido perdonado y que está limpio totalmente, como antes de que su mano se negase a ser la mano de un mártir absolviendo a aquel pobre moribundo, o aceptando ser la de un apóstata firmando blasfemias del nombre de Dios. Ahora, después que le absuelva, rece el Vía Crucis y piense que en la soledad de su dolor no es nada comparado con Quien fue abandonado de todos, mientras se torturaba su espíritu y su cuerpo, precio infinito con que Él compraba la salvación de quienes le martirizaban. Rece, y luego salga al campo y haga lo que le plazca hasta la hora en que coma con nosotros. Más tarde seguiremos hablando.
Hundió su cabeza y oyó las palabras de la absolución. Cuando abrió los ojos, ya el Abad se perdía, menudo y ágil, en el fondo de la iglesia gótica, desnuda y acogedora a un tiempo, solitaria pero no hostil. Rezó lentamente, minuciosamente, la penitencia impuesta y luego salió a un campo que tenía de jardín, de huerta y de cementerio. Algunos cartujos trabajaban y no prestaron la menor atención a su presencia. El día era un día pleno de primavera, que allí se percibía mejor que en las calles sórdidas de su barrio. Notó otra vez la misma impresión fisiológica que cuando por la mañana se alejaba en el tren. ¡Si aquello fuera posible, si Dios le admitiese en aquel camino! Poco importaba cualquier penitencia física, con tal de que él pudiese unirse a aquellos hombres que silenciosamente trabajaban la tierra mientras castigaban su cuerpo elevando el espíritu a Dios. Se alejó del convento hasta que tuvo la perspectiva suficiente para contemplar la Cartuja. Las vidrieras de la iglesia le hacían guiños en los más distintos colores, como animando la esperanza que él alimentaba de poder terminar su azarosa vida de pecador en aquel limpio refugio."

José Antonio Giménez-Arnau y Gran
El canto del gallo












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