Laurent Gaudé

"Culpable de no haber llevado tu vida hasta el punto más alto que podía alcanzar. Olvídate del destino. Olvídate de la suerte. Y esfuérzate, Elia. Esfuérzate. Hasta el final. Porque hasta ahora no has hecho nada."

Laurent Gaudé
El sol de los Scorta 


"El comandante calló para evaluar su propia determinación y sintió que en el fondo estaba totalmente decidido. Desde la trifulca en el puerto había renunciado a sí mismo. Y se dio cuenta de que en cierto modo había esperado con impaciencia ese comunicado.
—¿Puede ser grave? —inquirió Angelo, inquieto.
—Si quisiera quedarme en mi barco y seguir haciendo lo mismo que durante estos veinte años, sí, sería muy grave —respondió Piracci con una amarga sonrisa—, pero ahora ya no pueden conseguir nada de mí. No pienso presentarme. Así de sencillo.
Angelo escuchaba a su amigo con atención y se daba cuenta, por su tono de voz, de que el comandante había cambiado.
—Salvatore... —murmuró con suavidad, como para hacerlo entrar en razón.
—No pienso acudir. Y tampoco volver a mi fragata. Ya está. Se acabó.
—¿Pero qué dices?
—He tomado una decisión. No hay más que hablar. —Y al ver que su amigo permanecía en silencio, añadió—: No paro de pensar en la mirada que me lanzó aquel hombre antes de bajar de la fragata. Aquel al que dije que no. No quiero volver a encontrarme en esa situación, Angelo. Si se repitiera, mañana o dentro de cinco años, no lo dudaría: lo escondería. E incluso intentaría retener en mi camarote a todos los que pudiera. Pero no a todos. No podría quedarme con todos. ¿Cómo los escogería? ¿Por qué unos sí y otros no? Me volvería loco. No quiero ejercer ese poder sobre la vida de los demás. No. Nadie se dedica a este trabajo para intentar salvar a los que detiene. No pienso volver. No puedo soportar esas miradas de súplica infinita y luego de decepción. Esas miradas de miedo y devastación. No quiero.
Había hablado de un tirón y con una profunda fuerza en la voz. Angelo se dio cuenta de que discutir no serviría de nada. ¿Por qué iba a hacerlo, de todos modos? Además, estaba convencido de que su amigo tenía razón. Volvió a llenar las dos copas y le tendió una para brindar.
—Por el último de ellos, entonces, por el último que habrá cruzado su mirada con la tuya.
El comandante alzó la copa, rememorando el rostro del intérprete.
—Por que tenga la fuerza suficiente para volver a intentarlo y lograrlo —dijo.
A continuación, pensó en la mujer del Vittoria. El círculo se había cerrado. Estaba enterrando al comandante que había sido. Se deshacía de la desgracia que encarnaba desde hacía tanto tiempo. Había sido obediente. Había luchado contra el mar, salvado a hombres y defendido la ciudadela. Ahora todo aquello quedaba atrás. Ya sólo restaban esas miradas. Todas esas miradas cruzadas que habían depositado en él un poco de su terror. ¿Cuánto tardarían en borrarse? ¿Lo atormentarían toda la vida?
—Angelo, tengo que decirte una cosa...
El viejo quiosquero se estaba levantando para ir a la trastienda a buscar unas servilletas, pero volvió a sentarse.
—Dime, Salvatore.
—Me marcho.
—¿Te marchas?
—Sí. Llevo varios días preparándolo.
—Bien —murmuró el anciano.
En efecto, desde hacía una semana Salvatore Piracci no pensaba en nada más. Ya no podía quedarse en Sicilia. Eso suponía presentarse a la convocatoria que había recibido o esconderse. Y ambas opciones lo horrorizaban."

Laurent Gaudé
Eldorado


"Giuliana vagaba cada vez más a menudo por el barrio de Montesanto. Daba vueltas alrededor de la iglesia. Cada vez que pasaba por delante, depositaba una de sus notitas. Con el transcurso de los días, no tardó en haber decenas en la pared del templo. Quería cubrir la fachada de papelitos, que el cura supiera que ella estaba allí y que esperaba mucho de él.
Una noche, por fin, se sintió preparada. Fue a la iglesia. Eran casi las dos de la madrugada. El cielo estaba claro y las estrellas titilaban en la pureza nocturna. Se arrodilló ante la pesada puerta cerrada y murmuró su tercera imprecación.
—Estoy de rodillas ante usted, padre, pero no crea que soy débil. Soy fuerte. Confío en usted. Va a obrar para mí un milagro; ya siento correr la alegría por mis venas. Sé que los hombres como usted son capaces de cosas así. Quizá les cueste, pero están aquí abajo para eso, para aliviarnos de nuestras desgracias. Sé lo que se avecina. Los ciegos verán. Los paralíticos echarán a andar. Lo sé muy bien. Estoy preparada. Es la hora de la resurrección de los muertos. Todos, uno a uno, saldrán de debajo de la tierra y se pondrán a caminar. Espero con impaciencia. No será un milagro. Simplemente, la reconciliación del Señor con los hombres. Porque nos ofendió. También usted lo sabe. Mediante la muerte de Pippo, me arrojó al suelo y me pegó. Era un acto de crueldad, y lo maldije. Pero hoy ha llegado la hora del Perdón. El Señor va a arrodillarse ante nosotros y a pedirnos que lo perdonemos. Lo miraré largamente, lo besaré en la frente y lo perdonaré. Será entonces cuando los muertos se alcen, pues todo habrá acabado. Muy bien. Rezo para que llegue ese día. Ahora soy fuerte. Esperaré hasta mañana. Ya noto cómo ruge la tierra. Los cadáveres se revuelven. Se preparan y agitan con impaciencia. Sólo faltan unas horas para que el Señor se presente ante nosotros. Estoy ansiosa, padre, por verlo arrodillarse ante mí y llorar con humildad."

Laurent Gaudé
La puerta de los infiernos



"Me gusta venir aquí. Vengo a menudo. Es un viejo erial donde sólo crecen malas hierbas, barridas por el viento. Todavía se ven algunas luces del pueblo. Apenas. Y la punta del campanario de la iglesia, allá lejos. Aquí no hay nada. Sólo ese viejo mueble de madera medio hundido en la tierra. Aquí es donde quería traerlo, don Salvatore. Y ahí es donde quería que nos sentáramos. ¿Sabe qué es ese mueble? Es el antiguo confesionario de la iglesia, el que se utilizaba en tiempos de don Giorgio. Lo cambió el cura que lo precedió a usted. Los hombres que llevaron el nuevo sacaron éste de la iglesia y lo dejaron aquí. Nadie ha vuelto a tocarlo. Se ha estropeado. Se le ha ido la pintura. La madera se ha podrido. Se ha hundido en la tierra. Me siento en él a menudo. Es de mi época.
No piense que me estoy confesando, don Salvatore. Si lo he traído aquí, si le pido que se siente conmigo en ese viejo banco de madera, no es para que me dé la absolución. Los Scorta no se confiesan. Mi padre fue el último en hacerlo. No frunza el entrecejo; no lo estoy insultando. Sencillamente soy la hija de Rocco, y el hecho de que durante mucho tiempo lo haya odiado no cambia nada. Su sangre corre por mis venas.
Lo recuerdo en el lecho de muerte. Tenía el cuerpo brillante de sudor. Estaba pálido. La muerte ya se le había metido bajo la piel. Se tomó su tiempo para mirar alrededor. El pueblo entero se apretujaba en la pequeña habitación. Paseó la mirada por su mujer, por sus hijos y por la muchedumbre a la que había aterrorizado, y con una sonrisa de moribundo, dijo: «Alegraos. Me muero.» Sus palabras me quemaron en la cara como una bofetada. «Alegraos. Me muero.» Los montepuccianos seguramente se alegraban; pero nosotros tres lo miramos con grandes ojos vacíos al lado de la cama. ¿Qué alegría íbamos a sentir? ¿Por qué íbamos a alegrarnos de su muerte? Esa frase iba dirigida a todos por igual. Rocco siempre estuvo solo frente al resto del mundo. Yo debería haberlo odiado, no haber sentido por él más que el aborrecimiento de los hijos insultados. Pero no pude, don Salvatore. Me acordé de un gesto que tuvo conmigo. Justo antes de acostarse para morir, me pasó la mano por el pelo. Sin decir nada. Era la primera vez que lo hacía. Deslizó su mano de hombre por mi cabeza, suavemente, y nunca he sabido si ese gesto fue una maldición suplementaria o una muestra de afecto. Nunca he podido resolver esa duda. Acabé concluyendo que se trató de ambas cosas a la vez. Me acarició como un padre acaricia a su hija, y depositó la desgracia en mi pelo como habría hecho un enemigo. Si soy hija de mi padre, se debe a ese gesto. Con mis hermanos no lo tuvo. Fui la única que quedó marcada. Todo el peso recayó sobre mí. Sólo yo soy hija de mi padre. Domenico y Giuseppe fueron renaciendo lentamente, con el paso de los años. Como si no los hubiera engendrado ningún padre. Conmigo, él tuvo ese gesto. Me eligió. Estoy orgullosa de ello, y que lo hiciera para maldecirme no cambia nada. ¿Puede usted comprenderlo?"

Laurent Gaudé
El sol de los Scorta 


"No soy historiador, ni etnólogo, ni tengo una formación erudita, pero sé lo que me apasiona, lo que me toca, lo que me conmueve. Para escribir El legado del rey Tsongor he actuado como un ladrón entre los grandes mitos y epopeyas, y he cogido y mezclado material de distintas civilizaciones."

Laurent Gaudé

























No hay comentarios: