John Hawkes

"En apariencia él no le prestaba atención, limitándose a contemplar el agua. Yo podría haberlo encarcelado y luego dicho cualquier cosa para justificarlo.
Pero, por otro lado, no estaba haciendo nada malo. Sé cuándo debo contenerme, limitarme a observar la forma de caminar de un hombre o si vacila cuando le preguntas qué está haciendo. Intenté ver lo que hacía con sus manos pero las tenía ocultas. No es que despertara mis sospechas, aunque me habría gustado ver si eran pequeñas y finas o bien si estaban enrojecidas y tenían los dedos romos.
Él tampoco sospechaba de mí; no sabía hasta qué medida puedo escrutar a alguien. Viendo que no le importaría, encendí mi pipa. Me he topado con gente de todo tipo, algunos a los que tenía que guiar personalmente fuera de la ciudad, y una vez allí asegurarme de que seguían caminando hasta perderse de vista; a otros ni siquiera les daba la oportunidad de entrar en la ciudad. Y si detenía a una pareja, podía dejarlos ir, o no. Cuando van de dos en dos tienes que vigilarlos con especial atención.
Sin embargo nunca había visto a alguien que se limitara a permanecer sentado en mitad del desierto. No estaba enfermo; de hecho parecía bastante más sano que la mayoría de la gente de por aquí. Muchos hombres se detienen en el río a beber, a refrescarse los pies, algunos cruzan al otro lado, y eso es todo. Aquél, pensé, tenía una fijación personal con el río. Y predije que eso le traería problemas.
No había ningún árbol que le diera sombra. Podrías imaginarte a aquel hombre en una isla desierta –de hecho, empezaba a ver la orilla opuesta del río de ese modo-, alguien que hubiera sido abandonado allí o arrojado a la costa por las olas."

John Hawkes
La pata del escarabajo


"Madame Snow —conocida como Stella Snow en los días de botines, parasoles y fastuosos bailes— había sido aficionada a los caballos de doma blancos, los hombres de espalda cuadrada y tocados con cascos picudos, y también a las salchichas rollizas como muslos de cerdo que colgaban en la cocina de su casa, grande como un palacio. Cuando era apenas una niña, tenía el busto muy desarrollado para su edad y en numerosas ocasiones se sentaba en un palco dorado en la ópera, sintiendo cómo se le entumecían las piernas, rígida como si posara para una fotografía. La comida en casa de su padre se servía cubierta de láminas de manteca y ella comía peras gigantes, de una variedad híbrida, que tomaba de una cesta que había junto a su cama. Salía con jóvenes vestidos de negro, capaces de hacer galopar un caballo hasta reventarlo en un día de invierno y luego abandonarlo para que se congelara, momento en que el ángel del infierno acudía para posar su mano sobre la bestia; o alternaba con estudiantes con bigote que usaban sombreros adornados con cintas de colores. Tenía antojos de dulces importados de Francia y Holanda, los amantes cantaban con voces estridentes bajo su ventana y, cuando eran expulsados a puntapiés, le hacían pensar en cisnes que se alejaran volando. Poseía una boca envidiada por los invertidos, y, cuando el sordo ruido de los cañones comenzó a inquietar el país, esa boca se cerró con firmeza y ella empezó a leer. La imagen de cera de una santa reacia a practicar milagros, ese fue el aspecto que ofreció cuando su madre se desplomó ante ella en plena calle, mientras regresaban de hacer compras, con un trozo de metal asomándole del pecho, después de que se estrellara el avión.
Un policía hizo sonar su silbato y, ante los asombrados ojos de Stella, la gente corrió como cucarachas hacia los escondites más cercanos. En aquel momento le acudieron a la mente imágenes de las barandillas de mármol y de candelabros con varias generaciones de antigüedad, y vio a hombres misteriosos embarcar en naves cubiertas de hielo. Las ametralladoras tabletearon quedamente en los bosques devastados. Su hermana, joven y huraña, arrancaba páginas de los libros y brincaba por la nieve. Stella se entregó a los naipes, a cantar, y luego de nuevo a los naipes, y mientras tanto esquivó luchas barbáricas y se abrió paso por una época acorazada, convirtiéndose en una respetada anciana.
Las puertas estaban cerradas y las velas encendidas. Jutta acariciaba a la delgada y andrógina niña, mientras su hijo huía sobre la fría tierra, desmadejado como un muñeco. Eran muchos los niños que habían acabado aplastados bajo las suelas de los monstruos."

John Hawkes
El caníbal











No hay comentarios: