Kent Haruf

11 de junio de 2014

“Estoy cerca de las últimas escenas del primer borrador de este nuevo libro. Y entonces toca empezar a reescribir. Esta escritura desordenada no se parece en nada a lo que había hecho hasta ahora; aquí, como en todo lo demás, tú me has ayudado y animado.
Nadie me ha animado tanto como tú, y te estoy verdaderamente agradecido por eso.
Mi querida esposa.”

Kent Haruf
Extracto de una de las cartas privadas enviadas de Kent Haruf a su esposa



"Quería ser poeta. Creo que solo lo sabía Diane. Estudié literatura en la universidad al tiempo que me sacaba el título de maestro. Pero me volvía loco la poesía. Todos los poetas que leíamos entonces. T. S. Eliot. Dylan Thomas. E.E. Cummings. Robert Frost. Walt Whitman. Emily Dickinson. Poemas sueltos de Housman y Matthew Arnold y John Donne. Los sonetos de Shakespeare. Browning. Tennyson. Me aprendí algunos de memoria.
¿Todavía los recuerdas?
Recitó los primeros versos de «La canción de amor de J. Alfred Prufrock». Unos cuantos versos de «La colina de los helechos» y otros de «Y la muerte no tendrá señorío».
¿Qué pasó?
¿Te refieres a por qué no seguí?
Se diría que todavía te interesa.
Me interesa. Pero no como antes. Empecé a dar clases y nació Holly y estaba demasiado ocupado. En verano trabajaba pintando casas. Necesitábamos dinero. O al menos lo pensaba.
Me acuerdo de cuando pintabas casas. Con otro par de profesores.
Diane no quería trabajar y yo estaba de acuerdo en que Holly debía tener a alguien con ella en casa. De modo que escribía un poco por las noches o los fines de semana. Me aceptaron un par de poemas en revistas y semanarios, pero me rechazaban la mayoría, me los devolvían sin ni siquiera una nota. Si alguna vez recibía algo de algún editor, unas palabras o una frase, me lo tomaba como un estímulo que me daba para vivir durante meses. Ahora no me sorprende. Eran unos poemas horribles. Imitaciones. De una complejidad innecesaria. Recuerdo un verso de uno que hablaba del azul iris, que no está mal, pero dividí la palabra «iris»."

Kent Haruf
Nosotros en la noche



"Salió de la casa. Ellos la siguieron hasta la valla y se quedaron mirándola mientras arrancaba y daba marcha atrás y se alejaba por el sendero lleno de baches. Maggie se despidió con la mano al pasar a su lado. Ellos le devolvieron el saludo.
Cuando el coche desapareció rumbo al camino de grava los dos hermanos McPheron volvieron a la cocina y se acabaron el café sin decir nada y se pusieron las gorras y los guantes y se volvieron a calzar las botas de goma y volvieron al trabajo. Era como si la proposición de Maggie les hubiera sumido en un súbito estado de mutismo.
No volvieron a hablar hasta mucho tiempo después, cuando el sol ya estaba a punto de ponerse y el azul del cielo ya había palidecido y las finas sombras azules de los olmos se alargaban sobre la nieve. Estaban en el corral de los caballos, trabajando junto al abrevadero, que estaba cubierto por una gruesa capa de hielo. A su lado los caballos, que ya habían mudado el pelo para el invierno, los observaban pacientemente. El viento azotaba las colas de los caballos y se llevaba las volutas de su aliento, convirtiéndolas en jirones antes de hacerlas desaparecer.
Harold golpeaba la capa de hielo con un hacha. La golpeó una y otra vez hasta que por fin consiguió traspasarla y la cabeza de la herramienta se hundió y el mango, de repente muy pesado, se perdió de vista en el agua. Sacó el hacha y repitió la operación. Raymond empezó a sacar trozos de hielo con una pala, arrojándolos por encima de su hombro. Cuando por fin consiguieron deshacerse de todo el hielo levantaron la tapa de la caja impermeabilizada que flotaba en el agua. Dentro estaba el calentador. La llama del piloto se había apagado. Harold se quitó los guantes y sacó una larga cerilla del bolsillo interior de su mono y la encendió con la uña del dedo pulgar y protegió la pequeña llama ahuecando las manos mientras la acercaba al calentador. El piloto prendió y Harold ajustó la llama. Raymond cerró la tapa de la caja del calentador con un alambre y se aseguró de que todavía quedaba gas en el cilindro que había junto al abrevadero. El cilindro todavía estaba medio lleno.
Esperaron un rato, resguardándose del frío junto al molino. Sedientos, los caballos se aproximaron al abrevadero y observaron a los dos hombres y olisquearon el agua y bebieron con avidez. Después de beber retrocedieron un par de pasos y miraron a los dos hombres con ojos grandes y luminosos y redondos como pomos de caoba.
Casi había oscurecido. Sólo se distinguía una fina franja de luz violeta sobre el horizonte."

Kent Haruf
Plainsong











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