Théodore Hannon

El cáliz febrífugo

París, ciudad donde florece la incipiente carne,
cúmulo de provocativas gargantas,
árbol cuyo glorioso fruto conforma
los magníficos y ostentosos senos de las bacantes.

El curvilíneo corsé enseñorea la grieta de la carne
e incita a aprehender sus gemelas bifurcaciones.
Dos ardientes montículos que ascenderías sin vergüenza,
cuerpo loado en gran estima.

A mi alrededor se cierne el calinoso oleaje
de un océano que me aterra y embriaga,
un flujo enteramente níveo que se precipita sobre mí.

La joven de tez pálida y delgada, cáliz febrífugo,
me guía por la senda de mis uñas y mis labios
a través del viático de un delgado y virginal cuerpo.

Théodore Hannon



El jarrón chino

Dispongo en mi mesa de un jarrón
chino y con el infinito gusto
y el éxtasis de un fetiche
lo contemplaría siempre.

El sol acaricia su tersa faz
porque una láctea luminiscencia
la comprime constantemente
como la perla de un ópalo.

Sus márgenes corteses y azules
semejan una flor
de inusual belleza
que desprende extrañas y caprichosas tonalidades.

La mirada inquieta atisba entre las flores
turquesas reminiscencias
que vislumbran monstruosos sueños:
demacrados dragones e inquisitivas esfinges.

Irracionales quimeras, toscas aves
y funambulescas figuras orientales
asisten hieráticamente a estas orgías
de cinabrio y añil.

La promesa de la rosada tierra nipona
seduce con las sonoras voces cristalinas
de las torrecillas de caolín
que engalana un mágico río.

Acunado suavemente por los aromas del té,
víctima del olvido que llueve sobre los grandes alisos
me siento preso en este novedoso Leteo
entre los juncos de amarillos mandarines.

Sí, una maravillosa estancia
me complace en el sordo destino
de una vida a los pies del olivar chino,
extasiado por el opio y el amor.

Théodore Hannon






















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