William Henry Hudson

"El puma es, con la excepción de algunos monos, de los animales más juguetones que existe."

William Henry Hudson



En los valles me pierdo
en las carreteras duermo. 

William Henry Hudson



“La naturaleza está viva y es inteligente y siente como nosotros sentimos.”

William Henry Hudson



“Los pájaros no son de la tierra, de ninguna tierra. Son del cielo.”

William Henry Hudson


“Mi verdadera vida terminó cuando dejé las pampas.”   

William Henry Hudson




“No fue, la fascinación de las viejas leyendas, ni el deseo del desierto lo que me atrajo; (…) sino la pasión por la ornitología.”

William Henry Hudson



“No me aflige comprobar que mi vida no es más que un suspiro, un aliento, que pronto yo también debo marchitarme y mezclarme como esas hojas amarillas caídas a tierra.”

William Henry Hudson



"No puedes volar como un águila con las alas de un gorrión."

William Henry Hudson


"¡Oh, místico pájaro campanero, de la raza celeste de la golondrina y la paloma, el quetzal y el ruiseñor! ¡Cuando el bestial salvaje y el bestial hombre blanco que te persiguen, uno para comerte, el otro pa­ra sus museos, hayan desaparecido, sigue tú viviendo, vive para que oiga tu mensaje la limpia raza espiritualizada que vendrá después de nosotros a habitar la Tierra, no por un millar de años, sino para siem­pre! Cuánto no dirá tu voz a nuestros esclarecidos sucesores, cuando hasta a mi alma opaca y manchada puedes hablarle de cosas tan altas y traerle la sensación de un Ser Universal que todo lo abarca, que está en mí y en él, carne de su carne y alma de su alma.
El canto cesó, pero yo seguía presa de mi arrebato lírico y como una persona hipnotizada, mirando sin ver hacia el bosquecillo de ár­boles enanos que se extendía a la otra orilla del raudal, cuando vi de repente a la distancia una grotesca figura humana que venía cami­nando hacia esta parte. Tuve un violento sobresalto, atónito y algo alarmado, pero luego reconocí a la vieja Cla-clá, que volvía a casa tra­yendo a la espalda un atado de leña, que casi la doblaba en dos y no la dejaba reparar en mi presencia. Muy a paso a paso llegó al borde del estero y comenzó a pasarlo con cuidado, pisando en la hilera de piedras que servía de puente; y solamente cuando estuvo a unos diez metros aquel vejestorio se dio cuenta de que alguien estaba sentado en silencio e inmóvil a su paso. Dando un agudo grito de sorpresa y te­rror, Cla-clá dejó caer el bulto a tierra y se dio vuelta para huir de mí. Estas fueron por lo menos sus intenciones, pues su cuerpo se inclina­ba adelante y sus brazos y su cabeza se movían como cuando una per­sona va a todo correr; pero sus piernas parecían paralizadas y sus pies seguían en el mismo sitio. Solté una carcajada, y al oírla ella dio vuelta la cabeza hasta mostrar su cara arrugada y prieta, cuyos ojillos se clavaban en mí. Esto me hizo reír de nuevo, con lo cual ella acabó de enderezarse y se volvió por entero a examinarme con cuidado."

William Henry Hudson
Mansiones verdes



"Procedí en seguida a instalarme en la cocina. Nadie de la casa pareció haber hecho nunca ni siquiera una visita casual a ninguna otra de las habitaciones. Esta cocina era vasta como un granero, de no menos de trece o catorce metros de largo y proporcionalmente ancha; el techo era de totora, y el hogar, ubicado en el centro del piso, era una plataforma de arcilla cercada con tibias de vaca, enterradas a medias verticalmente. Algunos trébedes y calderos de hierro estaban dispersos alrededor y de la viga central, que sostenía el techo, se había suspendido una cadena con un gancho del cual colgaba una enorme olla de hierro. Había otro objeto, una vara de hierro de unos dos metros de largo para asar la carne, que completaba la lista de utensilios de cocina. No había sillas, mesas, cuchillos ni tenedores; cada uno llevaba su propio cuchillo, y a la hora de la comida la carne hervida era echada en una gran fuente de lata, mientras que cada uno comía el asado del propio asador tomando la carne con sus dedos y cortando su tajada. Los asientos eran troncos de árboles y cráneos de caballos. Las gentes de la casa eran una mujer, una vieja negra, horriblemente fea, de cabellos grises, de unos setenta años, y dieciocho o diecinueve hombres de todos los tamaños y edades, y de todos los colores, desde el pergamino blanco hasta el cuero curtido y muy viejo. Había un capataz, o mayoral, y siete u ocho peones a sueldo, siendo todos los otros "agregados", es decir, supernumerarios sin sueldo o, para decirlo claramente, vagabundos que se incorporan como perros errantes a establecimientos de esta clase, atraídos por la abundancia de carne, y que ocasionalmente ayudan en su trabajo a los peones regulares, y que también juegan y roban un poco, tanto como para tener algún dinero suelto. Al romper las luces del día todo el mundo estaba despierto y sentado alrededor del hogar, tomando mate amargo y fumando cigarrillos; antes de que el sol saliera todos estaban a caballo juntando el ganado; al mediodía estaban de vuelta para el almuerzo. El consumo y el derroche de carne eran algo aterrador. Frecuentemente, después del almuerzo, hasta diez o quince kilos de carne hervida o asada eran echados en una carretilla y llevados al basurero, donde servían para alimentar veintenas de buitres, halcones y gaviotas, además de los perros."

William Henry Hudson o W. H. Hudson conocido en Argentina como Guillermo Enrique Hudson
La tierra purpúrea
















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