Ha Jin

"Bin era un hombre de baja estatura. Había sido robusto y gozado de buena salud, pero en los últimos años había perdido tanto peso que la gente le llamaba «Saco de huesos» a sus espaldas. A pesar de su físico, tenía talento y era arrogante. Leía más que cualquier otro trabajador de la fábrica, y conocía muchos relatos antiguos e incluso las aventuras de Sherlock Holmes. Además tenía una bonita caligrafía, y por ese motivo algunas trabajadoras comentaban: «Si ese hombre tuviese tan buen aspecto como sus preciosos ideogramas…» Cinco años atrás, cuando se comprometió con Meilan, la gente, sorprendida, dijo: «Desde luego, una belleza se enamora de un hombre instruido». Aunque Meilan no era hermosa ni Bin un auténtico erudito, en comparación ella le superaba, pues tenía varios pretendientes.
Desde que contrajeron matrimonio, ocupaban una sola habitación en una residencia, propiedad de la unidad de trabajo de Meilan, los Almacenes del Pueblo, que estaba en la Vía de los Ancestros. Ahora tenía una vivaracha chiquitina de dos años, a la que apenas le bastaba el espacio de la habitación, un cubo de poco más de tres metros y medio de lado. Además, Bin era pintor y calígrafo aficionado, aunque oficialmente ejercía de mecánico ajustador. Como artista, necesitaba espacio, y lo ideal hubiera sido que dispusiera de una habitación propia, donde pudiera cultivar y practicar su arte, pero eso se había revelado imposible. Cada noche permanecía levantado hasta altas horas, con el pincel en la mano y la lámpara encendida, perturbando así el sueño de la mujer y la niña. Y, además, la habitación estaba siempre saturada de olor a tinta. A menudo, en pleno invierno, Meilan se veía obligada a abrir las ventanas, pero Bin no tenía otra manera de realizar sus obras caligráficas y pictóricas. ¡Cuánto anhelaban los Shao una vivienda digna!
Bin llevaba varios días tratando de averiguar en vano si su nombre figuraba o no en la lista que estaba en poder del Comité de la Vivienda. La mayoría de sus compañeros de trabajo se mostraban cada vez más reticentes y misteriosos, como si de repente cada uno de ellos hubiera encontrado una mina de oro. Eran mezquinos con respecto a los demás.
«Ahora me toca a mí conseguir un piso», se repitió Bin el jueves por la mañana, mientras reparaba un gato hidráulico para el equipo de transporte. La noche anterior, las palabras de Meilan, acerca de que había trabajadores que sobornaban a los dirigentes, le habían causado cierto temor. Pero Bin se recordaba una y otra vez que no debía desanimarse.
Por la tarde, antes de lo que Bin esperaba, fijaron la lista definitiva en el tablón de anuncios que había en el vestíbulo de la fábrica. Bin se acercó a ver, pero no vio su nombre entre los agraciados y, como muchos otros, se enfureció. En todos los talleres se escucharon gritos airados, mientras que aquellos a los que les habían asignado una vivienda guardaban silencio. Algunos dijeron que pensaban colocar enseguida carteles con grandes ideogramas que denunciarían la corrupción de los dirigentes. Unos pocos declararon que iban a demoler los cuatro pisos de mayor tamaño construidos para los mandos, que los volarían de noche con paquetes de TNT, pero eso no pasaba de ser una fanfarronada; habían dicho lo mismo en muchas otras ocasiones, y allí nunca había ocurrido nada.
En cuanto la sirena anunció el final del turno, Bin abandonó la fábrica. Pedaleó hacia su casa distraído, la cabeza cubierta por una gorra militar torcida, y la camisa blanca desabrochada y con los faldones aleteando ligeramente detrás. No paraba de darle vueltas en la cabeza. ¿Debía darle la mala noticia a Meilan? Iba a llevarse una gran decepción. ¿Cómo podría consolarla?
En cuanto llegó al cruce de vías férreas cerca del extremo norte de la fábrica, vio al secretario del Partido, Liu Shu, que caminaba con las manos enlazadas a la espalda. Bin se le acercó y desmontó de la bicicleta."

Ha Jin es el seudónimo de Jīn Xuěfēi o Jin Xuefei
En el estanque


"Después de comer, mientras mis compañeros de habitación, Mantao y Huran, se echaban una siesta, me encaminé al cobertizo de las bicicletas, que se encontraba entre dos casas alargadas destinadas a residencia de estudiantes. Al contrario de las chicas, que recientemente se habían trasladado al nuevo edificio residencial situado dentro del recinto universitario, la mayoría de los estudiantes varones continuaba viviendo en las casas de una sola planta próximas a la entrada principal del campus. Saqué mi bicicleta Fénix y partí hacia el Hospital Central.
El hospital se encontraba en el centro de Shanning y tardé más de veinte minutos en llegar hasta allí. Pese a que todavía no estábamos en verano, el aire era sofocante y en la atmósfera flotaba un olor a grasa quemada y a rábanos cocidos. En los balcones de los bloques de pisos que se extendían a lo largo de la calle, la ropa tendida oscilaba lánguidamente: sábanas, blusas, pijamas, toallas, camisetas, sudaderas. Al pasar ante un edificio en construcción, un altavoz colgado de un poste telefónico propagaba la voz cansina de un comentarista retransmitiendo un partido de fútbol, sumido en el sopor pese al griterío intermitente de los hinchas. Los obreros dormitaban en el interior del edificio rodeado de andamios de bambú. Las grúas, semejantes a esqueletos, y las mezcladoras de cemento en forma de tambor, permanecían inmóviles. Tres palas descansaban sobre un enorme montón de arena; tras éste, un gran tablero amarillo con caracteres gigantescos de color rojo rezaba: apunta alto, empléate a fondo. Noté en la espalda la camisa empapada de sudor.
La señora Yang había viajado al Tíbet como miembro de una expedición de veterinarios y tenía previsto quedarse un año en aquel país. Nuestro departamento le había escrito informándole del ataque sufrido por su esposo, pero ella no podía regresar de inmediato. El Tíbet estaba muy lejos, tendría que cambiar continuamente de autobuses y de trenes, y tardaría más de una semana en volver. Escribí a mi prometida, Meimei, que se encontraba en Pequín empollando para presentarse a los exámenes que le permitirían continuar con sus estudios de medicina. Le conté la situación de su padre y le aseguré que cuidaría bien de él, al tiempo que le aconsejaba que no se preocupara demasiado. Añadí que no se apresurase en regresar porque no existía ningún remedio mágico contra la apoplejía.
Si he de ser sincero, me sentía obligado a cuidar de mi profesor. Aunque no hubiera estado prometido con su hija, lo habría hecho de buena gana, tan sólo por la gratitud y el respeto que sentía hacia él. Durante cerca de dos años había sido mi profesor particular y en ese periodo no sólo me dedicó la tarde de casi todos los sábados para charlar de poesía clásica y arte poético, sino que además seleccionó los libros que yo debía leer, dirigió mi tesina y corrigió los ensayos que yo había escrito para que pudieran publicarse. Era el mejor profesor que jamás había tenido, profundo conocedor del arte poético y absolutamente entregado a sus alumnos. A algunos de mis compañeros les resultaba incómodo tenerlo como tutor, y opinaban que era demasiado exigente. Pero a mí me encantaba trabajar con él, y ni siquiera me importaba que me llamaran «señor Yang, hijo». En cierto modo era su discípulo.
Cuando entré en la habitación del señor Yang, éste estaba durmiendo. Le habían quitado el gotero que le pusieron en la sala de cuidados intensivos. La habitación era provisional, demasiado grande para una sola cama, pero penumbrosa y bastante húmeda. La ventana, cuadrada y encarada al sur, daba a un cúmulo de antracita situado en el patio trasero del hospital. Más allá del montículo de carbón, un par de chimeneas de hormigón arrojaban un humo blancuzco, y las copas de unos pocos álamos temblones se balanceaban con indolencia. El patio trasero recordaba una fábrica, más concretamente, una central eléctrica; incluso la atmósfera parecía grisácea. En cambio, el patio delantero semejaba un jardín o un parque, con sus acebos, sus sauces llorones, sus sicomoros y una variedad de flores que abarcaba rosas, azaleas, geranios e iris orlados. Incluso había un estanque oval, de ladrillo y piedra, con numerosos peces de colores cuya cola tenía forma de abanico. Médicos y enfermeras con bata blanca paseaban entre las flores y entre los árboles como si no tuvieran nada urgente que hacer."

Ha Jin
Sombras del pasado


"En julio de 1984, Bensheng acompañó a su hermana Shuyu al hospital militar, pero sólo se quedó allí un día, pues debía regresar a casa y ocuparse de sus asuntos. El año anterior habían disuelto la comuna y él había abierto una pequeña tienda en un pueblo vecino, donde vendía principalmente caramelos, licor, tabaco, salsa de soja, vinagre y semillas de calabaza con especias. Durante su ausencia, Hua se encargó de la tienda, pero él no podía estar tranquilo y era reacio a permanecer mucho tiempo ausente. El verano anterior Hua no había aprobado los exámenes de ingreso en la universidad, y afortunadamente podía trabajar para su tío en vez de hacerlo en los campos.
Shuyu caminaba por el hospital con un paso tambaleante, a causa de los pies contrahechos y vendados, causando el asombro de enfermeras, médicos, oficiales y sus esposas: una cosa así ya sólo se veía en mujeres de más de setenta años. Siempre andaba sola, pues Lin no quería estar con ella en presencia de los demás. Cada vez que cruzaba la plaza delante del edificio médico, las enfermeras jóvenes se agolpaban en las ventanas para mirarla. Habían oído decir que una mujer con los pies vendados solía tener gruesos muslos y el trasero muy grande, pero las piernas de Shuyu eran tan delgadas que no parecía tener caderas.
Pocos días después de su llegada, empezó a notar un dolor en la parte inferior de la espalda. Le molestaba mucho, y no podía permanecer sentada en una silla más de media hora. También le dolía cada vez que tosía o estornudaba.
Lin habló con el doctor Ning acerca del síntoma de Shuyu, y entonces pidió a su esposa que fuese a ver al médico. Ella lo hizo a la mañana siguiente; el diagnóstico fue ciática, en fase inicial. Necesitaba electroterapia.
Así pues, Shuyu empezó a recibir tratamiento. Las enfermeras mostraban una amabilidad excepcional hacia aquella mujer, pues sabían que Lin iba a divorciarse pronto de ella. Una vez instalada la luz diatérmica, charlaban con ella. Tendida boca abajo en un diván de cuero, Shuyu respondía a sus preguntas sin mirarlas. Le gustaba el olor a lisol que flotaba en la atmósfera y que le recordaba un poco al de las almendras tiernas. Nunca había estado en una habitación tan limpia, de paredes color crema y grandes ventanas a través de las que entraba el sol que incidía sobre las superficies de vidrio de las mesas y las tablas rojizas del suelo. No se veía una mota de polvo por ninguna parte. En el exterior, las cigarras chirriaban suavemente en las copas de los árboles; incluso los gorriones no piaban allí con el furor que mostraban en su pueblo. Pensaba en lo curioso que era que tanto las personas como los animales parecieran mucho más dóciles en el ejército."

Ha Jin
La espera


"Las mujeres son todo avaricia» pensó tras el encuentro con su amante, quien le había puesto mala cara. «¡Tres melones!, ¡qué vergüenza!». De nada servía explicárselo ya que ella no iba a hacer nada por entenderlo. «Compré ocho en un principio, pero no me creyó». «Eres tan agarrado. No he conocido a un hombre como tú». «Entonces, ¿a cuántos hombres había conocido? ¿A cien?
¿Para conseguir comida y ropa que ponerse? ¿y por dinero? Ni me fui de putas ni pensaba pagarle a ella. Menos mal que hoy no tenía dinero en la cartera o habría tenido que darle uno de los grandes para calmarla. Nunca la vi tan loca, tan codiciosa. Las mujeres son todas iguales. Espera que le lleve algo. Al menos ya me ha mostrado cómo es en realidad. ¿Se habrá cansado de mí? ¿Querrá librarse de mí? ¡Qué viejo estoy! ¡Es tan difícil contentar a una mujer! Acuérdate de llevarle algo bueno la próxima semana para compensarla por los tres melones. ¿Qué debería comprarle? ¿Un bote de crema de día? No, le compré uno el mes pasado. ¿Un par de medias de nailon? ¿Qué color le gustará? Ni idea. Y, ¿Qué tal unas galletas de avellana? No sé, estoy cansado. ¡Es tan ridículo! ¡Es como jugar a las casitas con una niña! ¡No se puede razonar con una mujer! ¡Tiene cuarenta bien cumplidos y se ha casado cuatro veces!».
La cortina del cuarto se abrió.
—Sal a comer —le dijo su esposa.
Jia vació la pipa y se dirigió a la mesa de comer. Lei ya estaba en la cama de ladrillo, intentando alcanzar unos bollos blancos recién hechos que estaban en la mesa baja que tenía delante. Ning se acercó para darle de comer arroz y lenguado estofado. Le dio un tapón de corcho con el que jugaba mientras comía."

Ha Jin
Una llegada inesperada
















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