Jean-Claude Michéa

"¡A la acusación de fascismo todavía le queda por delante un futuro promisorio! ¿Qué otro blanco podría preferir una izquierda que se ha mimetizado completamente con todos los valores de aquello que el liberal Karl Popper llamaba la “sociedad abierta”? Lo cierto es que, y en este punto tenés toda la razón, el término “populismo” es el que continuamente movilizan los periodistas en su propaganda mediática cotidiana para significar la forma contemporánea del mal absoluto. La desviación del sentido original de las palabras no es más que un aspecto entre otros de la labor permanente de los propagandistas mediáticos que pretenden reconstruir nuestro vocabulario según la ocasión. Y de modo tal que siempre les sea útil para la disimulación de los hechos concretos en la mejor tradición de la neolengua de 1984 de Orwell. Seguramente habrán notado que en los grandes medios ya prácticamente no se hace referencia a que los votantes del Frente Nacional provienen en su mayoría de las clases populares. Cualquier periodista que se precie de serlo debería, de ahora en más, decir que este partido moviliza en primer lugar a la gente “sin estudios”. Tampoco escuchamos a ninguno de esos editorialistas, tan bien predispuestos a defender al capitalismo cotidianamente, reconocer públicamente que la única preocupación de Anne Hidalgo y su equipo ha sido siempre impedir que los pobres vengan a alborotar el gueto de la burguesía parisina ¡lo que sí dirán en cambio es que ella sólo pretende prohibir la entrada a París de los vehículos que contaminan el ambiente! En cuanto al sentido original del término “populismo”, la cuestión no debería presentar mayores problemas a nadie que todavía cuente con un mínimo de cultura histórica. En principio designó a la corriente mayoritaria del movimiento socialista bajo la Rusia zarista (corriente a la que Marx y Engels tanto estimaban) que contra la doxa socialdemócrata tradicional, afirmaba que los campesinos, los artesanos y los pequeños empresarios podrían tener un lugar propio en una economía socialista desarrollada; esto condujo a los naródniki10 a enfrentarse tanto a la idea de una colectivización integral de la agricultura, como así también al posterior culto leninista de la gran industria, del sistema de producción taylorista y del crecimiento ilimitado de la economía. La falsificación de este sentido inicial del término “populismo” es relativamente reciente (¡a casi nadie se le habría ocurrido, en el Mayo francés, ver en este término un sinónimo de fascismo!). Digamos que esta falsificación se remonta esencialmente a los primeros años de la década de los ochenta. Es decir: al momento preciso en que el lenguaje del neoliberalismo triunfaba en todos los medios oficiales (recordemos aquí el rol decisivo que en el año 1984 jugó el programa televisivo “¡Vive la crise!”11 impulsado por Laurent Joffrin, ya en aquel entonces haciendo de las suyas). Dicho esto, pareciera ser que hoy esta manipulación lexical estaría perdiendo parte de su eficacia (el partido Podemos, influenciado por el teórico argentino Ernesto Laclau, ha contribuido bastante a rehabilitar el sentido verdadero del término “populismo”). Pero incluso si el término perdiese su eficacia, confiemos en los evangelistas del sistema, en todos los Jean-Michel Aphatie del mundo, ya que inmediatamente ellos inventarán el nuevo concepto que les permitirá demonizar con renovada eficacia cualquier cuestionamiento al sistema liberal."

Jean-Claude Michéa



"Cuando la izquierda abraza el liberalismo tiene como efecto dejar a la derecha anti-liberal el monopolio de la defensa de las identidades populares, con todas las derivas xenófobas que implica."

Jean-Claude Michéa



"Digamos más bien que nunca hemos dejado de llegar. El transhumanismo de un Laurent Alexandre o de un Raphaël Logier (y, en general, el de todos los doctores locos de Silicon Valley) no constituye otra cosa que una forma radicalizada de esta voluntad de remodelación permanente del ser humano -para rendir homenaje aquí a la obra clásica de Vance Packard [5]- que define cada vez más la lógica liberal, como reconocía el propio Francis Fukuyama en las últimas páginas de su ensayo El fin de la historia y el último hombre. Tal afirmación puede sorprender a todos los que recuerdan la preocupación constante de los primeros pensadores liberales -desde Adam Smith hasta David Hume- por "tomar a los hombres tal como son" y no "como deberían ser" (el liberalismo original pretendía ser ante todo una filosofía del sentido común y, por tanto, se oponía firmemente, desde este punto de vista, a todo fanatismo religioso y a toda utopía totalitaria). El problema (pero este es el problema, por definición, de todas las construcciones que son esencialmente ideológicas) es que la aplicación concreta de sus principios oficialmente "emancipadores" (la idea, en definitiva, que bastaría con confiar el "gobierno" de una sociedad a los mecanismos anónimos e impersonales del Mercado y de la Ley, y por tanto a los correspondientes "expertos", para que ésta se volviera libre y próspera muy rápidamente) acaba siempre, antes o después, en una desigualdad estructural (¡sólo hay que observar una partida de Monopoly! ), ecológicamente destructiva y humanamente alienante, en la que estos pacíficos pensadores (que eran todos -¿hace falta recordarlo? - fervientes partidarios de la filosofía de la Ilustración) habrían tenido sin duda las mayores dificultades para reconocer una consecuencia lógica de sus "robinsonnades" (para usar el término de Marx) iniciales. Lo que caracteriza sobre todo al "liberalismo realmente existente" -ya sea el de una Margaret Thatcher, un Justin Trudeau o un Emmanuel Macron- es que, lejos de la idea de un "mercado libre es que, lejos de que la economía esté continuamente al servicio del hombre y de sus necesidades reales -como ingenuamente esperaba el valiente Adam Smith-, depende siempre de este último hacer todo lo posible para "mantenerse en la carrera" y adaptarse en cada momento de su vida (el liberalismo realmente aplicado es, en efecto, un darwinismo social) al movimiento supuestamente "autónomo" y "natural" de la economía y del "Progreso" (de ahí, de paso, la sensación de estar en el medio de la carretera, de estar en el medio del camino), De ahí el creciente sentimiento entre la gente común -Houellebecq es el gran testigo literario de ello- de una continua extensión del "dominio de la lucha" y de la "guerra de todos contra todos"). Esto explica, entre otras cosas, por qué la acumulación de capital no sólo es un proceso interminable (de ahí el estado de locura en el que la propia idea de "decrecimiento" sumerge a cualquier ideólogo liberal por definición). También se define como un proceso sin sujeto (o un "sujeto autómata", según la expresión utilizada por Marx en El Capital). Ahora bien, una vez admitido que una sociedad liberal "realmente existente" sólo puede existir "revolucionando incesantemente los instrumentos de producción, lo que significa las relaciones de producción, es decir, el conjunto de las relaciones sociales" (Marx), se deduce con la misma lógica -por utilizar la fórmula del historiador anarquista Miguel Amorós- que no puede seguir "produciendo lo insoportable" sin producir, en el mismo movimiento, "hombres capaces de soportarlo". 

Que esa necesidad imperiosa de toda sociedad liberal (necesidad que sólo parece contradictoria si la juzgamos únicamente por las intenciones conscientes y explícitas de sus padres fundadores) de crear una "raza de hombres que no aspiren a la libertad" (es decir, formados desde su más tierna infancia -¡sabemos que ahora hay hasta canales de televisión para bebés en EEUU! - El hecho de que el "mejor de los mundos", el transhumanismo, y la eugenesia liberal que es su complemento lógico (piénsese, por ejemplo, en todos los debates -o más bien en la falta de debate- en torno a la GPA y su precondición inmediata, la "PMA para todos"), estén tomando cada vez más la forma cientificista del transhumanismo y la eugenesia liberal que es su complemento lógico, no debería sorprender a nadie, como señalé hace un momento. Siempre que no olvidemos, por supuesto, que esta fabricación estructuralmente indispensable -desde un punto de vista liberal- de un ser humano indefinidamente flexible (o "aumentado") que se actualiza constantemente según las exigencias siempre renovadas de la acumulación de capital, sigue basándose, en su mayor parte, en técnicas de formación de la mente humana, mucho más tradicionales y, hasta ahora al menos, visiblemente igual de eficaces. En primer lugar -esto es, por supuesto, lo más fácil de detectar- en una constante propaganda mediática que incluso adquiere, hoy en día, un aspecto francamente "norcoreano" (pensemos, entre otros, en el caso ejemplar de los spin doctors y fact checkers de France Info). En segundo lugar, sobre la omnipresente industria del marketing y la publicidad, cuya verdadera función, desde el principio, ha sido siempre producir y vender "tiempo disponible del cerebro humano" al mejor postor (sobre este tema, léase los luminosos análisis de Dany-Robert Dufour sobre el papel central desempeñado en Estados Unidos por Edward Bernstein en los años veinte), El luminoso análisis de Dany-Robert Dufour sobre el papel central desempeñado en los Estados Unidos en los años 20 por Edward Bernays, sobrino de Freud, inventor del marketing moderno y primer ideólogo liberal que teorizó de forma tan cínica y escalofriante la necesidad económica y política -para cualquier sociedad de mercado- de un lavado de cerebro diario del cerebro humano a través de la propaganda publicitaria). Y por último, pero no por ello menos importante, esta enseñanza oficial de la ignorancia que se ha convertido claramente -desde las grandes reformas educativas neoliberales aplicadas a partir de los años 80 (y la mayoría de las veces, por desgracia, por gobiernos de izquierdas y con la ayuda de padres de izquierdas)- en la principal razón de ser de lo que todavía se llama nostálgicamente la Escuela y la Universidad "republicanas". La enseñanza de la ignorancia se centra deliberadamente, como señalaba Guy Debord en 1988 en sus Comentarios a la Sociedad del Espectáculo, en la "disolución de la lógica" y la "desaparición del conocimiento histórico en general", y que ya subrayaba que había permitido, por primera vez en la historia del capitalismo moderno, educar a una generación totalmente "plegada a sus leyes" y que, por tanto, había aprendido teóricamente a dejar de pensar por sí misma. Y cuando conocemos el estado de muerte cerebral absoluta que caracteriza a la nueva extrema izquierda de Netflix en la actualidad (la de, por ejemplo, Alice Coffin, Grégory Doucet, Caroline de Haas o Geoffroy de Lagasnerie), no podemos sino sentirnos profundamente perturbados por la profética conclusión que Guy Debord no dudó en sacar en su momento, hace más de treinta años: "El individuo al que este pensamiento espectacular empobrecido ha marcado en profundidad", escribió, "se pone así desde el principio al servicio del orden establecido, mientras que su intención subjetiva puede haber sido completamente contraria a este resultado. Seguirá esencialmente el lenguaje del espectáculo, porque es el único con el que está familiarizado: el que le han enseñado a hablar. Sin duda querrá ser enemigo de su retórica; pero utilizará su sintaxis. Este es uno de los puntos más importantes del éxito logrado por el dominio espectacular. Cuando sabemos que hoy en día a los nuevos "estudiantes" de la UNEF les parece muy normal, siguiendo el modelo de sus clones neocalvinistas de Canadá y Estados Unidos, movilizarse en masa para exigir, entre otras cosas, la prohibición de una obra de la antigüedad griega (en este caso, Los suplicantes de Esquilo), Se podría pensar que el propio Debord probablemente había subestimado en gran medida el alcance de la catástrofe intelectual que anunciaba, así como las nuevas formas que adoptaría la "miseria estudiantil" (me refiero, por supuesto, al famoso folleto redactado en 1966, y por otra parte ya dirigido contra los aprendices de burócrata de la FENU en aquella época, por Mustapha Khayati y la Internacional Situacionista)."

Jean-Claude Michéa



"El concepto de “derechización de la sociedad” constituye el mismísimo ejemplo de esas construcciones periodísticas que enamoran a la intelligentsia de izquierda ¿Apunta a describir las transformaciones políticas y culturales que afectan a la sociedad francesa en general? ¿O por el contrario describe solamente la evolución política de las clases dirigentes? ¿O incluso también describe la evolución política de las clases populares y de la “Francia periférica”? He aquí un punto crucial que nuestros brillantes sociólogos dejan habitualmente en las sombras. El concepto de derechización no puede por sí mismo ser utilizado de forma interesante si no tenemos primero el cuidado de precisar a qué derecha nos estamos refiriendo, puesto que, como ya sabemos, este término tiene múltiples acepciones. Por ejemplo, puede emplearse para legitimar tanto el culto del Estado absoluto -como en el caso del fascismo clásico-, como así también el proyecto de uberización integral de la vida -como en el caso de los libertarios de Silicon Valley-. Y entre ambas posibilidades, por supuesto, toda la gama de colores del arcoíris liberal. No obstante, en la medida en que este concepto ha devenido uno de los principales puentes entre los burros de la sociología oficial y sus corresponsales mediáticos (lo que ya de por sí nos hace sospechar) está claro que debemos encarar una hipótesis completamente diferente. Me temo, en efecto, que no se trata más que de la enésima tentativa de la intelligentsia liberal de izquierda –cuyo miedo actual ante la pérdida de todos sus privilegios es perfectamente comprensible- por demonizar la ruptura cada vez más manifiesta de las clases populares con la neutralidad axiológica constitutiva de la sociedad de mercado, puesto que inevitablemente está disolviendo, cada día un poco más, las identidades y las formas de vida específicas del pueblo. Desde esta perspectiva, el “affaire Fillon” claramente confirmó, como si hiciera falta, que las clases populares saben trazar perfectamente la diferencia entre la lógica puramente procedimental del derecho burgués (por ejemplo, las prácticas de optimización fiscal de las grandes empresas transnacionales son completamente legales) y los principios muchísimo más exigentes de la decencia común. Desde luego, este deseo de la gente común -cada vez más consolidado frente a la aplanadora de la dinámica capitalista- de ver que finalmente los criterios éticos recuperan su lugar en la vida económica, política y cultural de un mundo que se deshace delante de sus ojos, no está exento de ambigüedades. Ante la ausencia de cualquier movimiento de masas capaz de reinscribir a la gente común en una lógica claramente anticapitalista, en cualquier momento ésta puede terminar siendo reciclada y puesta al servicio de ideologías totalitarias –desde el fascismo clásico hasta el islamismo radicalizado- o, incluso, al servicio de ideologías desprovistas de toda coherencia política –como el neo-boulangismo del Front National-. ¡Pero este es justamente el eterno problema! Si las clases populares -a las que sólo un sistema basado en la cooperación y en la promoción de la autonomía individual y colectiva podría permitirles hacerse cargo de las aspiraciones humanas más esenciales- terminan depositando sus esperanzas en ideologías totalitarias o incoherentes, es principalmente porque la izquierda y los carneros de la intelligentsia (aquellos sobre los cuales Guy Debord señalaba, ya en 1993, “que no conocen más que tres crímenes inadmisibles, con exclusión de todo lo demás: racismo, anti-modernismo, homofobia”) ya las han sacrificado deliberadamente en el altar de la economía de mercado y de la cultura que ésta engendra. Ya va siendo hora de aprender la lección. Y, si es posible, antes de que sea demasiado tarde."

Jean-Claude Michéa



"¡El problema es que me parece muy difícil hablar de “neutralidad frente a los valores” sin reintroducir todos los supuestos del liberalismo político, económico y cultural! Detrás de todas estas construcciones de la filosofía liberal se esconde la idea (nacida durante la traumática experiencia de las terribles guerras de religión del siglo XVII) de que, dado que los seres humanos son naturalmente incapaces de ponerse de acuerdo en una definición de la "buena vida" o la "salvación del alma ”(el relativismo moral y cultural es lógicamente inherente al liberalismo), sólo es posible una privatización completa de todos los valores morales, filosóficos y religiosos que supuestamente nos dividen, y al mismo tiempo implica la creación de un nuevo tipo de Estado, que es mínimo y “neutral frente a los valores”: solo así se puede garantizar a cada individuo, en un marco político pacifico, el derecho a elegir la forma de vida que más le convenga.

Sobre el papel, tal programa parece muy atractivo (particularmente cuando uno cree, con Marx, que “el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”). El problema es que el imperativo de la "neutralidad frente a los valores" (o, si se prefiere, la ideología del "fin de las ideologías") siempre obliga al liberalismo político y cultural a apoyarse tarde o temprano en la "mano invisible" del mercado para asegurar un mínimo lenguaje común y algunos lazos sociales, sin los cuales la sociedad no podría reproducirse de manera duradera. 

Voltaire entendió esto perfectamente cuando, en 1760, escribió — como buen liberal que era, opuesto tanto a los principios desigualitarios del Antiguo Régimen como al republicanismo populista de Rousseau — que "en lo que respecta al dinero, todo el mundo es de la misma religión". De hecho, si la única manera de neutralizar la dinámica de las guerras religiosas y pacificar la vida comunitaria es empujar todo más allá de la esfera pública, de una vez por todas, cualquier valor que pueda dividirnos religiosa, moral o filosóficamente, entonces no está claro cómo una sociedad podría encontrar el equilibrio en otros lugares que no sean la “religión económica” y la mística del “interés propio ilustrado” que, desde su origen, definió el imaginario del modo de producción capitalista. 

Esto nos ayuda a comprender mejor la razón por la cual los primeros socialistas siempre otorgaron especial importancia a la crítica de esta "ideología de la libertad pura que lo iguala todo" (como dijo Guy Debord), que, comprendieron rápidamente, solo podría resultar en el ahogamiento en la sociedad liberal de todos los valores humanos en las “aguas heladas del cálculo egoísta” (Marx y Engels) y la “disolución de la humanidad en mónadas, cada una de las cuales tiene un principio y un propósito separados” (Engels). 

Y, de hecho, no veo cómo uno podría seguir afirmando ser "socialista" (o "comunista") en un contexto en el que conceptos como "común", "vida común" y "comunidad" carecen de un mínimo de significado y legitimidad filosófica. La única cuestión política importante debería ser llegar a un acuerdo democrático sobre lo que, en una sociedad socialista decente, pertenece necesariamente a la vida comunitaria (es decir, la base del derecho de la colectividad a intervenir como tal en una serie de cuestiones fundamentales) y qué, por el contrario , pertenecen enteramente a la vida privada de los individuos.

Es, además, sobre esta cuestión crucial (que sólo tiene sentido si se rechaza inmediatamente el postulado nominalista y thatcherista de que "sólo existen los individuos" y, en consecuencia, la sociedad no) que, desde el siglo XIX, ha enfrentado a las dos grandes corrientes socialistas los unos con los otros. Por un lado, un socialismo autoritario y puritano (como el de Lenin, cuando declara en El Estado y la revolución, por ejemplo, que "toda la sociedad se habrá convertido en un solo despacho y una sola fábrica, con igualdad de trabajo y salario" ), y por otro un socialismo democrático y anarquista (del tipo que defendió Pierre Leroux cuando, en 1834, advirtió al proletariado francés de las tendencia sde algunos miembros del movimiento socialista a "favorecer, conscientemente o no, el advenimiento de un nuevo papado”, en el que los individuos, “convertidos en burócratas y sólo en burócratas, estarían regimentados, con una doctrina oficial en la que creer y la Inquisición en la puerta”). 

Teniendo, por mi parte, una simpatía infinitamente mayor por el socialismo de tendencia anarquista de Proudhon, Kropotkin y Murray Bookchin que por el de Cabet, Stalin y Mao, no hace falta decir que comparto completamente su deseo de una sociedad que sea "tolerante” y lo más abierta posible a la diferencia (¿no fue Rosa Luxemburgo quien, en la Revolución Rusa —en oposición a Lenin y Trotsky— dijo que “la libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa diferente”?). Dicho esto, no veo qué se gana en el nivel filosófico al traducir a las viejas categorías de la ideología liberal todo lo que, desde principios del siglo XIX, ha contribuido a la maravillosa originalidad del socialismo populista, democrático y anarquista. Porque si bien es indiscutible —como señaló una vez el militante revolucionario Charles Rappaport— que "el socialismo sin libertad no es socialismo", es igualmente incontestable —como rápidamente agregó— que "la libertad sin socialismo no es libertad". ¡Creo que Orwell le habría dado un aplauso!"

Jean-Claude Michéa




"En su carta del 18 de mayo de 1944 a Noel Wilmett, Orwell escribió: "Sé lo suficiente del imperialismo británico como para que no me guste, pero lo apoyaría contra el nazismo o el imperialismo japonés, como el mal menor". Honestamente, no tengo mucho que agregar a este análisis. Cada vez que un movimiento totalitario parece estar realmente a punto de tomar el poder en una sociedad liberal y destruir todo lo que queda de instituciones libres (dejo de lado la cuestión crucial de la serie de "errores" que tuvieron que cometerse para que la situación degenerará hasta tal punto), evidentemente no hay otra solución posible, para un amigo del pueblo, que optar por el “mal menor”, ​​aunque esto signifique aliarse con los “neoliberales autoproclamados”. 

Dicho esto, hay algo que me molesta acerca de su pregunta, cuando se formula de esa manera. Implica que existe un vínculo filosófico indisoluble entre el liberalismo político y la democracia estrictamente definida, es decir, "el poder del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Sin embargo, esta tesis es discutible por al menos dos razones. Primero, los liberales, debido a su individualismo visceral (es decir, individuos que son "naturalmente independientes" y "completamente propios"), a menudo desconfían instintivamente de la idea republicana de la "soberanía popular" (o la "voluntad general"), que a menudo sospechan que albergan la semilla de la "tiranía de la mayoría" o el "colectivismo". Esta es, dicho sea de paso, la principal razón de ser histórica del llamado sistema político "representativo" que los revolucionarios de 1789 tuvieron cuidado de distinguir de la democracia radical de los "antiguos". El primero se basa en la convicción —teorizada por Montesquieu— de que el pueblo es lo suficientemente sabio para elegir a quienes lo representarán, pero no lo suficientemente sabio para gobernarse directamente. El liberalismo político parecería, pues, inseparable de la profesionalización de la vida política (y del correspondiente reinado de los “expertos”), que casi todo el mundo reconoce ahora ha jugado un papel clave en el creciente “déficit democrático” que caracteriza a la sociedad liberal.

La segunda razón es que son precisamente estas las nuevas restricciones que pesan sobre el proceso de acumulación de capital globalizado: el papel inflado, entre otros factores, del crédito, la deuda y los productos especulativos (todo, en una palabra, a lo que Marx se refirió como “capital ficticio”), que llevan cada vez más a los Estados liberales a ver las instituciones democráticas tradicionales y, en particular, el principio del sufragio universal como una auténtica amenaza para el correcto funcionamiento de la economía de mercado (en este punto, simplemente hay que leer el increíble testimonio del exministro de Finanzas griego Yannis Varoufakis sobre las declaraciones realizadas en privado por los actuales líderes de la Unión Europea). Como señala el crítico alemán Wolfgang Streeck, cuando el "Estado fiscal" fordista y keynesiano (que, en última instancia, se basa en los impuestos) da un paso gradualmente al "Estado deudor" neoliberal (que debe endeudarse constantemente en los mercados financieros), inmediatamente queda claro que cualquier gobierno recién elegido, ya sea de derecha o de izquierda, es mucho más responsable ante los acreedores internacionales (los mismos que los Estados liberales salvaron de la bancarrota en 2008) que ante sus propios electores. 

Esta es, además, una de las principales razones de la preocupante tendencia que, durante décadas, ha empujado a la mayoría de los gobiernos liberales a limitar constantemente el alcance del sufragio universal, en particular colocando este último cada vez más bajo el control "constitucional" de expertos y jueces (e incluso — en el caso de los acuerdos de libre comercio — tribunales privados) designados directamente por las élites gobernantes y, por lo tanto, carecen típicamente, por esta razón, de una legitimidad popular genuina. En Francia, algunos juristas de izquierda y de extrema izquierda, que son ideológicamente muy cercanos a Macron, llegan a afirmar que el "Estado de derecho" existe cuando los jueces "imparciales", que supuestamente encarnan los "valores fundamentales de la democracia" más que el propio pueblo, continuamente pueden cancelar o suspender decisiones “populistas” que surgen de las urnas. 

Pero al fin y al cabo, ¿no fue el propio Friedrich Hayek quien, el 12 de abril de 1981, justificó, en nombre de la protección de la democracia y la libertad individual, el derrocamiento del populista Salvador Allende —a pesar de que fue elegido legalmente— por su celoso discípulo Milton Friedman, al torturador Augusto Pinochet?"

Jean-Claude Michéa



"En la derecha moderna -ya no la derecha monárquica y clerical del siglo XIX- efectivamente opera una contradicción permanente y estructural. Convertida por completo al liberalismo económico desde su abandono definitivo del degaullismo (la elección de Valéry Giscard d’Estaing en 1974 materializó esta conversión) la derecha se ubica siempre en los puestos de avanzada de todas las batallas por la desregulación integral de la economía. Pero al mismo tiempo y dada la estructura particular de su base electoral histórica, se ve obligada a mantener su retórica “conservadora”, que es con lo único que todavía puede convencer a su electorado popular de que ella sigue siendo la última guardiana de sus valores tradicionales y de su seguridad física. Si admitimos, siguiendo a Marx, que la economía capitalista está movida desde su origen por una dinámica modernizante y revolucionaria que aplasta hasta el más mínimo obstáculo moral o natural, entenderemos fácilmente por qué esta derecha neo-giscardiana se ve obligada cada vez más a quedar bien con Dios y con el diablo. Por ejemplo, debe remarcar sin cesar su apego a nuestras raíces cristianas, que incluyen por definición al carácter sagrado del día domingo, pero al mismo tiempo hace campaña, como si fuera un Éric Brunet cualquiera, por la apertura dominical de todas las empresas y comercios. Teniendo esto en cuenta, vemos que en la actualidad es verdaderamente mucho más difícil ser un liberal de derecha (a menos que seamos esquizofrénicos o carezcamos de toda estructura intelectual) que un liberal de izquierda. Por ejemplo, una Najat Vallaud-Belkacem -integrante del selecto círculo de los “Jóvenes Líderes” liberales de la French American Foundation, al igual que Éric Fassin o Alain Minc- por supuesto que no tendría ningún problema en hacer carrera en Silicon Valley ¡lo que obviamente no sucedería con una Christine Boutin! Esto explica, entre otras cosas, las dificultades crecientes que hoy encuentra la derecha francesa para mantener de forma coherente este juego ambivalente; en este preciso instante nadie puede saber qué dirán las urnas en mayo, pero estas dificultades podrían conducir a la derecha a perder unas elecciones presidenciales que, sin embargo, podría haber ganado holgadamente si hubiera llevado como candidato de consenso a Alain Juppé. Los sectores más modernizantes de las grandes patronales y del mundo financiero entendieron rápidamente que un François Fillon (al igual que un Donald Trump en los Estados Unidos) les planteaba muchos más problemas que los que podría realmente resolver: un país listo para prenderse fuego si se abolieran brutalmente las últimas conquistas de las clases populares (ésta es, sin dudas, la verdadera explicación del “affaire Fillon13”). De allí este apoyo precipitado de una parte creciente las élites económicas y mediáticas a la candidatura de Emmanuel Macron (cuya activación política estaba reservada para más adelante) y, por lo tanto, a esta idea de que las reformas necesarias que demanda la continuidad de aventura liberal hoy sólo pueden ser puestas en marcha de un modo eficaz e inteligente a la vez por un gobierno capaz de trascender los viejos clivajes. En este sentido, cuando el capitalismo deviene “para sí” aquello que desde siempre había sido “en sí”, o en palabras más simples, cuando la unidad entre liberalismo económico y liberalismo cultural comienza a ser integralmente asumida por los círculos más lúcidos de la elite en el poder, hay que estar preparados para entrar progresivamente en la era de las grandes coaliciones ciudadanas y del liberalismo integrado. Dicho de otro modo y retomando la fórmula de Wolfgang Streeck: estar listos para ingresar en la era del “capitalismo post-democrático”. Todo esto siempre y cuando el sistema capitalista tal como lo conocemos esté en condiciones de prolongar por algunas décadas más su carrera hacia el abismo. ¡Y lo cierto es que tenemos razones para dudarlo!"

Jean-Claude Michéa



"Es sin duda sobre la cuestión del racismo y la defensa de las minorías (sexuales o de otro tipo) que la intelectualidad de izquierda, en las últimas décadas, ha derramado más tinta. De hecho, nunca he pedido la "deslegitimación" de ninguna de estas luchas "cívicas" (aunque sólo sea por fidelidad a Marx, quien, en El Capital, sostenía que "el trabajador con piel blanca no puede emanciparse a sí mismo si se excluye al trabajador de  piel negra”). 

Lo que debería preocuparnos, sin embargo, es la manera increíble en que la nueva intelectualidad de izquierda se ha apresurado a instrumentalizar estas luchas (recordemos, por ejemplo, el papel de Bernard-Henri Levy y los "nouveaux philosophes") como parte de su evidente objetivo declarado de bloquear de una vez por todas cualquier crítica socialista del nuevo orden liberal. ¡El hecho de que la actual generación de intelectuales de izquierda se haya criado con la idea de que Marx ha sido "superado" (¿cuántos han leído realmente El capital?) no ayuda!  

Francia, a este respecto, es un buen ejemplo. Todo el mundo sabe ahora que fue el propio François Mitterrand (con la complicidad del economista liberal Jacques Attali y Jean-Louis Bianco, su principal asesor en ese momento) quien en 1984 organizó deliberadamente desde el Palacio del Elíseo la fundación y financiación de SOS-Racisme, un movimiento “cívico” oficialmente “espontáneo”, inmediatamente presentado y elogiado como tal por los medios y el mundo del entretenimiento. Su misión principal era, en realidad, reorientar las facciones de estudiantes universitarios y de secundaria que podrían ser desestabilizados por el giro liberal hacia una lucha sustituta que fuera suficientemente plausible y honorable. Esta lucha sustituta era el “antirracismo”, el “antifascismo” y lo “cívico”, y que tuvo la ventaja nada despreciable, a los ojos de Mitterrand y su séquito, de aclimatar suavemente a esta juventud al nuevo imaginario del capitalismo neoliberal “sin fronteras”. Fue en referencia a este tipo de movimiento “cívico” que Guy Debord, en una de sus últimas cartas, reflexionó irónicamente sobre “los actuales señuelos de la intelectualidad que sólo conocen tres delitos inadmisibles, con exclusión de todos los demás: racismo, antimodernismo y homofobia".

Esta cínica instrumentalización de varios conflictos “sociales” ha resultado, en la práctica, catastrófica para la izquierda por dos razones. En términos intelectuales, por un lado, es evidente que la lucha "por la igualdad de derechos y contra la discriminación" siempre será cooptada por el sistema siempre que se haga todo lo posible por separarlos por completo de un análisis crítico de la situación dinámica del capitalismo moderno (y en particular el análisis de Marx, más esclarecedor que nunca, de los efectos políticos y culturales del reino de las mercancías, ese “gran igualador cínico”). ¡Esto es como afirmar que se puede explicar la crisis ecológica global sin tener en cuenta, ni siquiera por un instante, el culto al crecimiento exponencial en el que se basa todo el modo de producción capitalista! 

En términos prácticos, por otra parte, las clases trabajadoras no tardaron en comprenderlo, ya que fue claramente la nueva burguesía de izquierda (sobre todo académicos, periodistas y artistas) la que, desde el principio, tomó el control de estas nuevas luchas "sociales": que el progreso real al que estas últimas eventualmente contribuirían (entendiendo que la emancipación efectiva de las "minorías" no debe confundirse con la integración de algunos de sus miembros más ambiciosos en la clase dominante) siempre se lleva a cabo de espaldas y a sus expensas. 

Nada ilustra mejor esta dialéctica ambigua que la elección, en junio de 2017, de la nueva Asamblea Nacional francesa. En ese momento, los medios de comunicación saludaron unánimemente y con entusiasmo el hecho de que nunca en la historia de la República Francesa un parlamento incluyó tantas mujeres (casi el 40 por ciento) o "minorías visibles". Que esto representa, en términos humanos, un gran paso adelante, no lo negaría ni por un instante. El problema es que también hay que remontarse a 1871 (es decir, el año en que la asamblea de Versaillais ordenó la masacre de la Comuna de París) para encontrar una asamblea legislativa con tal grado de homogeneidad social. Las clases trabajadoras, consideradas como una amplia mayoría del país, están "representadas" por menos del 3 por ciento de los miembros del parlamento; y, por primera vez desde 1848, no hay un trabajador auténtico.

No es tanto porque sean "naturalmente" sexistas, racistas y homofóbicos que los "de abajo" suelen mirar con sospecha los llamados conflictos "sociales". Un estudio sociológico reciente, Les classes sociales en Europe, publicado en 2017 por Éditions Agone, muestra que “a diferencia de las clases altas, que están tan ansiosas por enfatizar la movilidad transnacional y la tolerancia hacia los demás, las clases trabajadoras son, en la práctica, mucho más mixtas y diverso que cualquier otro grupo social". Es porque viven a diario la triste realidad de la “unidad dialéctica” del liberalismo cultural y económico, que la izquierda académica aún debate como cuestión de eruditos. 

Ésta es una de las razones por las que, durante los últimos años, he otorgado tanta importancia pedagógica a Pride, una película, admirable en todos los aspectos, del director británico Matthew Warchus. Esta pequeña obra maestra del cine activista muestra el apoyo decidido de los jóvenes activistas socialistas pertenecientes al grupo con sede en Londres “Lesbians and Gays Support the Miners” realizaron a los mineros galeses en el pequeño pueblo de Onllwyn en el verano de 1984, que alteró profundamente la visión de la homosexualidad que tenían los mineros principalmente porque, a diferencia de los activistas LGBT tradicionales (que, en cualquier caso, casi siempre pertenecen a las nuevas clases medias), nunca se les pasó por la cabeza ver a estos sindicalistas como una tribu de "nativos" que tenían que ser “civilizados” moralizándolos con sermones. Al contrario, los veían como compañeros de armas, comprometidos, como ellos, en la misma lucha decisiva contra el siniestro gobierno neoliberal de "Maggie la Bruja".

Desde esta perspectiva, la lección de Pride va mucho más allá de la lucha contra la homofobia. Resumiría su principio de la siguiente manera. ¿De verdad quieres rechazar el racismo, la homofobia, el sexismo, la xenofobia y la intolerancia? Luego, consideremos cuestionar todos sus prejuicios de clase contra los entornos de la clase trabajadora, comenzando por aquellos que podrían llevarlo, por ejemplo, a verlos como una "canasta de deplorables" (o "tipos que fuman cigarrillos y conducen automóviles diesel", si lo prefieren en la versión "suave" de Benjamin Griveaux, portavoz de Macron y ex mano derecha del "socialista" Dominique Strauss-Kahn). Es posible que se sorprendan al descubrir hasta qué punto los "inferiores" pueden rápidamente demostrar ser al menos tan capaces de humanidad, tolerancia e inteligencia crítica, cuando uno acepta tratarlos al fin como iguales y no como niños problemáticos que deben volver a alinearse constantemente con aquellos que siempre se ven a sí mismos como los mejores y los más brillantes. Por supuesto, queda por ver si la burguesía de izquierda de hoy todavía tiene los recursos morales e intelectuales para emprender ese autoexamen. Nada es menos seguro. 

Behrent: Usted crítica, o al menos muestras los límites, de la idea de la “neutralidad frente a los valores” y el lugar que ocupa en el pensamiento político contemporáneo. Pero, ¿no es necesaria alguna versión de esta idea para una buena sociedad y, en particular, para una sociedad tolerante, abierta a las diferencias? 

Michéa: ¡El problema es que me parece muy difícil hablar de “neutralidad frente a los valores” sin reintroducir todos los supuestos del liberalismo político, económico y cultural! Detrás de todas estas construcciones de la filosofía liberal se esconde la idea (nacida durante la traumática experiencia de las terribles guerras de religión del siglo XVII) de que, dado que los seres humanos son naturalmente incapaces de ponerse de acuerdo en una definición de la "buena vida" o la "salvación del alma ”(el relativismo moral y cultural es lógicamente inherente al liberalismo), sólo es posible una privatización completa de todos los valores morales, filosóficos y religiosos que supuestamente nos dividen, y al mismo tiempo implica la creación de un nuevo tipo de Estado, que es mínimo y “neutral frente a los valores”: solo así se puede garantizar a cada individuo, en un marco político pacifico, el derecho a elegir la forma de vida que más le convenga.

Sobre el papel, tal programa parece muy atractivo (particularmente cuando uno cree, con Marx, que “el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre desarrollo de todos”). El problema es que el imperativo de la "neutralidad frente a los valores" (o, si se prefiere, la ideología del "fin de las ideologías") siempre obliga al liberalismo político y cultural a apoyarse tarde o temprano en la "mano invisible" del mercado para asegurar un mínimo lenguaje común y algunos lazos sociales, sin los cuales la sociedad no podría reproducirse de manera duradera. 

Voltaire entendió esto perfectamente cuando, en 1760, escribió — como buen liberal que era, opuesto tanto a los principios desigualitarios del Antiguo Régimen como al republicanismo populista de Rousseau — que "en lo que respecta al dinero, todo el mundo es de la misma religión". De hecho, si la única manera de neutralizar la dinámica de las guerras religiosas y pacificar la vida comunitaria es empujar todo más allá de la esfera pública, de una vez por todas, cualquier valor que pueda dividirnos religiosa, moral o filosóficamente, entonces no está claro cómo una sociedad podría encontrar el equilibrio en otros lugares que no sean la “religión económica” y la mística del “interés propio ilustrado” que, desde su origen, definió el imaginario del modo de producción capitalista. 

Esto nos ayuda a comprender mejor la razón por la cual los primeros socialistas siempre otorgaron especial importancia a la crítica de esta "ideología de la libertad pura que lo iguala todo" (como dijo Guy Debord), que, comprendieron rápidamente, solo podría resultar en el ahogamiento en la sociedad liberal de todos los valores humanos en las “aguas heladas del cálculo egoísta” (Marx y Engels) y la “disolución de la humanidad en mónadas, cada una de las cuales tiene un principio y un propósito separados” (Engels). 

Y, de hecho, no veo cómo uno podría seguir afirmando ser "socialista" (o "comunista") en un contexto en el que conceptos como "común", "vida común" y "comunidad" carecen de un mínimo de significado y legitimidad filosófica. La única cuestión política importante debería ser llegar a un acuerdo democrático sobre lo que, en una sociedad socialista decente, pertenece necesariamente a la vida comunitaria (es decir, la base del derecho de la colectividad a intervenir como tal en una serie de cuestiones fundamentales) y qué, por el contrario , pertenecen enteramente a la vida privada de los individuos.

Es, además, sobre esta cuestión crucial (que sólo tiene sentido si se rechaza inmediatamente el postulado nominalista y thatcherista de que "sólo existen los individuos" y, en consecuencia, la sociedad no) que, desde el siglo XIX, ha enfrentado a las dos grandes corrientes socialistas los unos con los otros. Por un lado, un socialismo autoritario y puritano (como el de Lenin, cuando declara en El Estado y la revolución, por ejemplo, que "toda la sociedad se habrá convertido en un solo despacho y una sola fábrica, con igualdad de trabajo y salario" ), y por otro un socialismo democrático y anarquista (del tipo que defendió Pierre Leroux cuando, en 1834, advirtió al proletariado francés de las tendencia sde algunos miembros del movimiento socialista a "favorecer, conscientemente o no, el advenimiento de un nuevo papado”, en el que los individuos, “convertidos en burócratas y sólo en burócratas, estarían regimentados, con una doctrina oficial en la que creer y la Inquisición en la puerta”). 

Teniendo, por mi parte, una simpatía infinitamente mayor por el socialismo de tendencia anarquista de Proudhon, Kropotkin y Murray Bookchin que por el de Cabet, Stalin y Mao, no hace falta decir que comparto completamente su deseo de una sociedad que sea "tolerante” y lo más abierta posible a la diferencia (¿no fue Rosa Luxemburgo quien, en la Revolución Rusa —en oposición a Lenin y Trotsky— dijo que “la libertad es siempre y exclusivamente libertad para quien piensa diferente”?). Dicho esto, no veo qué se gana en el nivel filosófico al traducir a las viejas categorías de la ideología liberal todo lo que, desde principios del siglo XIX, ha contribuido a la maravillosa originalidad del socialismo populista, democrático y anarquista. Porque si bien es indiscutible —como señaló una vez el militante revolucionario Charles Rappaport— que "el socialismo sin libertad no es socialismo", es igualmente incontestable —como rápidamente agregó— que "la libertad sin socialismo no es libertad". ¡Creo que Orwell le habría dado un aplauso!"

Jean-Claude Michéa





“La civilización moderna se actúa y se mide según la abundancia de sus productos, la potencia aparentemente ilimitada de su tecnología y el incremento sin precedentes de sus ‘fuerzas productivas’ dándole definitivamente la espalda al triste pasado de la humanidad precedente”. En efecto, desde la restauración provisoria de la monarquía en Francia en 1815 la izquierda no ha cesado de “legitimar, en la sustancia, el simple rechazo filosófico y sicológico de cada tentación ‘conservadora’ o ‘reaccionaria’, como así también la exhortación continua a remover en cada individuo el embarazoso pasado (o sino recordarlo pero solo bajo la modalidad religiosa del arrepentimiento)”

Jean-Claude Michéa


"La hegemonía cultural del neoliberalismo obliga a una urgente definición de un lenguaje común de los problemas que afligen a los ciudadanos."

Jean-Claude Michéa



"La “sociedad del espectáculo”, incluso si ella encuentra en la dinámica del capital las condiciones más propicias para su desarrollo integral, no constituye por supuesto un fenómeno completamente novedoso, puesto que todas las sociedades basadas en la dominación de clase conocieron algún equivalente particular del panem et circenses romano. Sin embargo, conviene precisar aquí dos cuestiones. En primer lugar, no debemos confundir cultura popular –que casi siempre viene “de abajo”, o eventualmente expresa la reapropiación de una forma de cultura “superior” por parte de los de abajo- con “cultura de masas”, aquella que permanentemente difunde la industria del entretenimiento y de la moda, y que constituye, de hecho, un engranaje decisivo del poder blando liberal. Una cosa es la cultura de la tauromaquia española o del góspel afro-americano ¡y otra cosa es Cyril Hanouna! Claro que estas dos formas de cultura interactúan de manera constante y pueden dar lugar a múltiples hibridaciones. Esto podemos observarlo muy bien en el caso del fútbol, cuya esencia popular se ve cada día un poco más comprometida gracias a su creciente inscripción en la lógica del mercado y de la cultura de la farándula. En segundo lugar, la noción de entretenimiento no debe ser reducida exclusivamente a sus funciones alienantes. El momento del placer, del juego, de la diversión y de la fiesta pertenece de pleno derecho a toda existencia humana que se digne de ese nombre, a menos que busquemos naufragar en esa visión elitista y puritana del mundo cuyas bases filosóficas ya fueron establecidas por Tertuliano en su famoso tratado De Spectaculis7. George Orwell, por ejemplo, escribió: “si un hombre no puede gozar del retorno de la primavera ¿entonces por qué debería ser feliz en una utopía que alivianara el trabajo humano?”. Así, es evidente que una política socialista también debe fijarse como meta proteger las dimensiones no políticas de la vida humana, que incluyen aquello que Simon Leys denominó como el reino “de lo eterno y de lo frívolo”. Dicho esto -e incluso si el mundo de Cyril Hanouna nos hace echar de menos al mundo de Guy Lux y de Mireille Mathieu- entiendo que el nervio principal de la dominación ideológica de “los de abajo” por parte de “los de arriba” sigue siendo esta industria omnipresente de la “información” cuyos rasgos casi norcoreanos aumentan cada día más (pensemos por ejemplo en el caso extremo de France Info). En efecto, esta propaganda encubierta, que se propaga las veinticuatro horas con ese aire de indiferencia propio del fact checking8 y de la expertise neutra e imparcial, es la que contribuye del modo más perverso a que la inteligencia humana sea colonizada permanentemente por una lógica de “ciudadanismo comercial”. Y no utilizo la metáfora de la “colonización” azarosamente: luego de que las colonias francesas lograran su independencia ¿saben en qué se convirtieron los innumerables funcionarios de las colonias que tenían la misión de “reeducar” a las poblaciones nativas del Imperio inculcándoles los principios del “racionalismo” moderno y de la superioridad de la civilización occidental? Pues seguramente les interesará saber que en cuanto volvieron a pisar el suelo de la metrópoli ¡el Estado les encargó a estos mismos funcionarios la misión de poner las “competencias” pedagógicas que habían adquirido en su contacto con los nativos al servicio del nuevo proyecto de “modernización” de Francia liderado por Georges Pompidou en los años sesenta! En otras palabras, lo que esto nos muestra es que, justo en el momento preciso en que el concepto de “pueblo” empieza a desaparecer del discurso de los políticos y de los “expertos”, la clase política se comienza a relacionar con las clases populares de nuestro país como si éstas conformasen un rejunte de tribus subdesarrolladas, que viven replegadas sobre sí mismas, y cuyas mentalidades supuestamente arcaicas deberán adaptarse lo más rápido posible, a partir de ese momento, a las exigencias económicas, urbanísticas y culturales de la modernidad capitalista. Que esta representación indiscutiblemente neocolonial de las clases populares de la propia metrópoli haya sido reciclada tan rápida y eficazmente por las élites universitarias posmodernas al servicio de su propia lucha contra todas las discriminaciones existentes (pensemos en el personaje del “cuñado”: alcohólico, racista y homofóbico9) ¡es un hecho definitivamente elocuente respecto de lo que hoy constituye el verdadero imaginario de la intelligentsia de izquierda!"

Jean-Claude Michéa



"No voy a comentar el aspecto "científico" de la cuestión. La verdad es que todavía sabemos muy poco, en este momento [3], sobre la naturaleza exacta de este misterioso Covid-19, la forma en que circula y se transmite, el peligro real que representa para la humanidad, e incluso -y esto es probablemente lo más preocupante- las condiciones reales en que apareció (la hipótesis de un virus que se escapó de un laboratorio chino, aunque bastante improbable, no puede descartarse absolutamente en la actualidad). Sobre todo porque, si esta "crisis de los coronavirus" tuvo al menos un mérito -sobre todo después de los vibrantes llamamientos saint-simonianos de la joven Greta Thunberg para "unir a la humanidad detrás de sus científicos y expertos"-, es sin duda el de haber hecho mucho más difícil el ocultamiento -sobre todo a través de la polémica suscitada por las posiciones adoptadas por el Pr. las posiciones de Raoult - los vínculos que existen desde hace mucho tiempo entre una serie de personalidades del mundo médico y de la "comunidad científica" y los grandes laboratorios privados de la industria farmacéutica, cuyo verdadero objetivo es claramente rentabilizar a toda costa las vacunas y los medicamentos (la autocrítica de la revista Lancet, tras su intento frustrado de desacreditar las tesis del profesor Raoult basándose en estadísticas falsificadas, es particularmente elocuente desde este punto de vista) "

Jean-Claude Michéa



"Por supuesto (e incluso si la influencia decisiva ejercida por la Fundación Bill y Melinda Gates en la política de la OMS es realmente preocupante), esta inquietante coincidencia entre los imperativos del orden sanitario y los del orden liberal no debe interpretarse como el signo de un "complot" organizado a sangre fría por los amos del mundo (lo que equivaldría a atribuir a estos últimos una cultura y una inteligencia estratégica que probablemente nunca tuvieron). Desde Tucídides, sabemos que toda pandemia induce espontáneamente fenómenos de "distanciamiento" físico, de descomposición del vínculo social y de sospecha generalizada, bastante comparables a los de una guerra civil (Tucídides comparó, por ejemplo, los efectos de la Gran Guerra con los de una guerra civil, (Tucídides, por ejemplo, comparó los efectos de la gran plaga de Atenas con los de las abominables masacres de Corcyra, en las que, señaló con disgusto, "el padre mató al hijo" mientras "el significado de las palabras cambiaba arbitrariamente"). Y, desde luego, no es casualidad que fuera precisamente bajo la influencia principal de las terribles guerras civiles religiosas de los siglos XVI y XVII (cuyo fanatismo y atrocidad habían acabado por convencer a la mayoría de los intelectuales de la época, como Pascal o Hobbes, que el hombre era de hecho "un lobo para el hombre", y no -como se había aceptado desde Aristóteles- un ser social por naturaleza) que los primeros teóricos del liberalismo habían llegado progresivamente a proponer una visión radicalmente individualista y egoísta del ser humano y de la sociedad. 

Sin embargo, habría que ser extremadamente ingenuo para creer por un momento que las distintas oligarquías liberales existentes -cuando se conoce, por ejemplo, el cinismo absoluto de Emmanuel Macron o Angela Merkel (¡el pueblo griego tiene alguna razón para recordarlo! ) - no percibieron inmediatamente el inmenso beneficio político que iban a poder sacar de una crisis sanitaria de la que, es cierto, no eran directamente responsables (salvo, por supuesto, a través de su política de demolición metódica del servicio público hospitalario) pero que, en cambio, les proporcionaba un pretexto de oro para radicalizar y acelerar la aplicación de todas esas reformas políticas, (aprender, por ejemplo -se regodeó Emmanuel Macron- a "saludarse sin besarse ni darse la mano") que, desde un punto de vista liberal, el carácter cada vez más despiadado de la guerra económica mundial y las crecientes dificultades para explotar el capital ya acumulado hacen absolutamente imprescindible. Ya sea, por ejemplo, el creciente control policial de las poblaciones civiles por parte del Estado y de los gigantes de la Red (recordemos los objetivos abiertamente liberticidas de la siniestra ley Avia), los incesantes llamamientos al desarrollo de la enseñanza a distancia, el teletrabajo y, en general, todo lo que permita la "desmaterialización" -y por tanto la mayor deshumanización- de las relaciones humanas más esenciales, o programar la eutanasia de todos aquellos establecimientos independientes y pequeñas empresas que siguen haciendo sombra a la gran distribución, a las cadenas de comida rápida o al "comercio electrónico", y cuya supervivencia económica es, por tanto, juzgada por la mayoría de los ideólogos del sistema como una supervivencia arcaica y un freno inaceptable al proceso de concentración permanente del capital. Está en juego la posibilidad que se ofrece a las clases dominantes y propietarias, aunque sea blandiendo a intervalos regulares esta arma de "reconciliación" que, como guinda del pastel liberal, permite a GAFAM, entre otros, enriquecerse aún más, culpar de los múltiples daños sociales y humanos (desde los "planes sociales" en serie que se avecinan hasta los inevitables aumentos de impuestos y tarifas públicas, pasando por el embrutecimiento cada vez más previsible de las relaciones humanas cotidianas) que estas reformas neoliberales provocarían inevitablemente de todos modos, a una catástrofe puramente natural. Esto es cierto tanto si hay o no una crisis sanitaria, como si los efectos de la crisis son reales o están artificialmente sobrevalorados. Hasta tal punto que ni siquiera se puede excluir, si esta gran contrarrevolución cultural liberal llegara a su conclusión lógica, que varios de los "gestos de barrera" impuestos por razones, en principio, estrictamente médicas (e incluso, si fuera necesario, el propio uso intermitente de la máscara) acabaran arraigando definitivamente en el "otro mundo", en lugar de todas aquellas costumbres y formas de hacer populares que todavía permitían, hasta ahora, conservar un mínimo de cohesión social y vida comunitaria digna de ese nombre. Una aplicación particularmente cínica y artera, en definitiva, de esta "estrategia de choque" que Naomi Klein ya había puesto de manifiesto en 2007 en su ensayo seminal sobre el "capitalismo del desastre"."

Jean-Claude Michéa









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