Doris Lessing Instrucciones para un descenso al infierno

Veo un brillo intenso. Luz. Diferentes clases de luz. Está la luz conocida, la claridad normal, digamos, de un día nublado. Luego, la del sol, una danza amarilla añadida a la primera. Luego, el cabrilleo de las olas de calor, ondas calóricas que generan luz cuando la luz las genera a ellas. Luego, la luz interior, un resplandor que semeja nieve suspendida en el aire. Que resplandece incluso por la noche, cuando no hay luna, ni sol, ni luz.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 8
 
 
DOCTOR Y. Toque esto, vamos. Es mi mano. ¿Le parece acaso una ilusión? Es una mano tangible, sólida.
PACIENTE. Las cosas no son lo que parecen. Han surgido muchas manos de la oscuridad para después desaparecer. ¿Por qué no habría de desaparecer la suya?
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 13
 
 
Y significa que ustedes no han aprendido aún que toda esperanza reside en aguardarlos a Ellos.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 18
 
 
Y allí estaba. O, mejor dicho, allí estaban. Si me preguntan cómo lo supimos, es que carecen ustedes de sensibilidad para apreciar las ilusiones que nos habíamos forjado respecto a este momento. Y significa que ustedes no han aprendido aún que toda esperanza reside en aguardarlos a Ellos. No, no es verdad que los hubiéramos imaginado así. Nunca habíamos dicho ni pensado: tendrán apariencia de pájaros o serán seres de luz que andarán sobre las olas. Pero si usted ha concebido alguna vez en su vida expectativas elevadas que al fin se han cumplido, sabrá que las esperanzas de conseguir una cosa han de corresponderse con dicha cosa, o, al menos, ésa es la forma en que usted debe verla. Si se ha representado en su imaginación un monstruo de ocho patas con ojos enormes y redondos, y resulta que existe una criatura así en ese mar, no avistará nada menos ni nada más: eso es lo que está destinado a ver. Aunque surgiesen de las olas ejércitos de ángeles, si usted espera encontrarse con un gigante de un solo ojo, podría navegar entre ellos sin notar más que una ligera brisa. Por eso, como no habíamos fijado una imagen en nuestra mente, no nos habíamos preparado para afrontar un ser maligno o temible. Lo que esperábamos encontrar era ayuda, una explicación, una experiencia que enalteciese nuestro espíritu y nuestros pensamientos.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 18
 
 
Rebosábamos optimismo como un barómetro que pronostica buen tiempo. Éramos conscientes de que toparíamos con un ente superior, más lúcido que nosotros, y por eso supimos de inmediato que esto era lo que habíamos salido a buscar, dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas a lo largo de tantos ciclos que incluso cabría decir que la espera de nuestro encuentro con Ellos se había convertido en un circuito tanto en el océano como en nuestro cerebro.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 18
 
 
Doce hombres nos embarcamos en esta travesía, yo en el puesto de capitán. En el viaje anterior yo oficiaba de marino de cubierta, y George de capitán. Llevábamos cuatro días en alta mar. La corriente nos impelía con suavidad y el viento del norte nos soplaba en la mejilla derecha cuando Charles, el vigía en esta ocasión, nos llamó a voces. Y allí estaba. O, mejor dicho, allí estaban. Si me preguntan cómo lo supimos, es que carecen ustedes de sensibilidad para apreciar las ilusiones que nos habíamos forjado respecto a este momento. Y significa que ustedes no han aprendido aún que toda esperanza reside en aguardarlos a Ellos. No, no es verdad que los hubiéramos imaginado así. Nunca habíamos dicho ni pensado: tendrán apariencia de pájaros o serán seres de luz que andarán sobre las olas. Pero si usted ha concebido alguna vez en su vida expectativas elevadas que al fin se han cumplido, sabrá que las esperanzas de conseguir una cosa han de corresponderse con dicha cosa, o, al menos, ésa es la forma en que usted debe verla. Si se ha representado en su imaginación un monstruo de ocho patas con ojos enormes y redondos, y resulta que existe una criatura así en ese mar, no avistará nada menos ni nada más: eso es lo que está destinado a ver. Aunque surgiesen de las olas ejércitos de ángeles, si usted espera encontrarse con un gigante de un solo ojo, podría navegar entre ellos sin notar más que una ligera brisa. Por eso, como no habíamos fijado una imagen en nuestra mente, no nos habíamos preparado para afrontar un ser maligno o temible. Lo que esperábamos encontrar era ayuda, una explicación, una experiencia que enalteciese nuestro espíritu y nuestros pensamientos.
Rebosábamos optimismo como un barómetro que pronostica buen tiempo. Éramos conscientes de que toparíamos con un ente superior, más lúcido que nosotros, y por eso supimos de inmediato que esto era lo que habíamos salido a buscar, dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas a lo largo de tantos ciclos que incluso cabría decir que la espera de nuestro encuentro con Ellos se había convertido en un circuito tanto en el océano como en nuestro cerebro.
De entrada, percibimos su presencia por la sensación que se respiraba en el ambiente, un silencio cristalino acompañado de una tensión en nosotros mismos, porque no estábamos afinados en el mismo tono que aquello que habíamos estado esperando.
Era un mar revuelto y picado, del que salían despedidas partículas de espuma. En el aire, por encima de estas olas impetuosas, a unos doscientos metros de nosotros, flotaba un disco brillante. Parecía transparente, porque lo primero que captaron nuestros ojos fue un brillo propio del vidrio o el cristal, aunque luego nuestra mirada, como ante un vaso lleno de agua, se desvió hacia el interior, hacia lo que estaba detrás del brillo, como si se tratara de un vaso lleno de agua. Mas el brillo no era reflejado: las paredes del Disco en sí mismas estaban formadas por una especie de luz. Las nubes correteaban, y el cielo, medio entoldado, medio despejado. Nos rodeaba un escenario cambiante de olas salvajes y espuma, rocío y luz movediza. Pensábamos que saldrían unos seres del Disco y descenderían, tal vez, como acostumbran los humanos, en una chalupa o un bote, de manera que nosotros, de pie en la cubierta, cerca de la borda, bien agarrados a cuerdas y mástiles, pudiéramos observarlos intentando adaptar nuestros pensamientos y nuestra actitud a la impresión que nos causaran. Sin embargo, nadie apareció. El Disco se acercó, pero de un modo prácticamente imperceptible, pues formaba parte del movimiento incesante de blancos y azules, por lo que no fue sino hasta que se cernía sobre el agua, quieto, a pocos pies de distancia, cuando comprendimos estremecidos que no cabía esperar que ocurriese algo reconfortante como que se abriese una puerta, dejasen caer una escala o botasen una barca con los brazos doblados, listos para empujar los remos. No obstante, todavía no imaginábamos nada concreto cuando ya estaba sobre nosotros. ¿Qué? De repente un extraño estremecimiento nos recorrió todo el cuerpo. Bajo los efectos de la fiebre, la tensión que precede al agotamiento o el amor, todos los recursos del cuerpo se despiertan, se despliegan y se agudizan mucho más que en circunstancias normales. Así pues, vibrábamos en un tono más agudo a la vez que sonaba en el aire una nota alta y estridente, de aquellas que rompen cristales (y toda clase de cosas, cuando se prolongan). El Disco, que a nuestros ojos parecía situado a pocas yardas de distancia, un objeto entre otros, aunque más imponente, más devastador, se aproximó aparentemente e invadió nuestro campo visual. Estoy describiendo lo que sentí, puesto que no sabría decir con exactitud cómo se produjeron los hechos. Es cierto que el Disco se elevó un poco sobre las olas, hasta ponerse a la altura de nuestra cubierta, y entonces pasó por encima o a través de nosotros. Sin embargo, cuando estuvo muy cerca, ya no se presentaba ante nuestros sentidos como un Disco, con una forma concreta, sino como un frenético batir del aire, una reverberación que era a la vez un sonido. Mientras duró fue insoportable, como si dos sustancias diferentes entraran en colisión, sin que cupiera duda sobre el resultado; pero no duró más que un momento, y una vez que se disipó la sensación de que mis ojos estaban inundados de una luz, o un sonido, que palpitaba rápidamente, y de que todo mi cuerpo había sido dilatado, estirado o invadido, como si la luz (o el sonido) tuviera la capacidad de traspasar los tejidos humanos con una forma tan sólida como la propia, miré hacia George, que estaba a mi lado, para ver si todavía vivía. Pero había desaparecido, y cuando, aterrorizado, me volví en todas direcciones, buscándolos a él y a los demás con la mirada, descubrí que no estaban allí. Se habían esfumado. Todos. La luz, que se había transformado de nuevo en un disco de cristal, suspendido sobre el oleaje al otro lado del barco, comenzó a ascender hacia el cielo. Había arrastrado consigo, devorado o absorbido a mis compañeros, dejándome a mí solo. El velero estaba desierto. En las cubiertas no había nadie. Yo estaba empavorecido y, lo que es peor: yo me había pasado siglos enteros navegando, dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas sin otro propósito que el de encontrarme un día con Ellos, y ahora al fin había ocupado por unos instantes el mismo espacio de aire, pero me habían dejado atrás. Corrí a la otra barandilla y, bien agarrado, abrí la boca para gritar. Es posible que algún grito, alguna exclamación débil saliese de ella; pero ¿a qué o a quién iba dirigido? ¿Aún disco argénteo y brillante que, en su ascenso, parecía transparente pero no lo era? No estaba dotado de ojos para verme ni de laringe para responder a mi grito con un sonido propio. Nada. Y dentro iban once hombres, mis amigos, a quienes conocía mejor que a mí mismo, ya que conocemos mejor a los amigos que a nosotros mismos. Allí, con la mirada perdida en la inmensidad de color plata, azul y blanco que se agitaba y salpicaba, que bailaba y deslumbraba, mar y aire al mismo tiempo, advertí que no estaba contemplando nada. El Disco se había alejado hasta quedar reducido al tamaño de una célula en mi retina.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 17
 
 
Era como si aquel Disco o Cristal, en su rápido paso por encima o a través del barco, por encima o a través de mí, hubiera cambiado la atmósfera que me rodeaba, me hubiera cambiado a mí. Me había dejado temblando, sacudido por escalofríos y paralizado por un frío terror.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 21
 
 
¿Cabe definir la justicia como una entidad benévola? Pues no: arrasa, derriba, aterroriza.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 28
 
 
¿Quién no se ha tumbado a reposar sobre una roca caliente, aplicado su oído al sonido vago y perezoso del agua, para sumergirse en él corno quien oye el bramido de las mareas en una caracola, o la sangre en las grutas interiores de la carne, asiéndose a pesar de todo como un hombre hundido a la vista del sol, aferrándose a un sol distante o a esas voces que llaman?
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 31
 
 
No todo el mundo ha conocido estas profundidades, las simas negras e imprevistas del mar, donde todo resplandor solar muere mucho antes, y el agua corrompida, espesa, lenta y pestilente...
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 34
 
 
Usted me despierta y usted misma me duerme. Me despierta y luego me sume de nuevo en el sueño. Quiero despertar ahora. Quiero despertar.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 4
 
 
PACIENTE. Debo ascender del fondo del mar. Debo salir a la superficie, con tormenta o sin ella, porque Ellos nunca me encontrarían allá abajo. Ya cuesta bastante creer que Ellos quieran venir a respirar este aire denso, viciado y repleto de humo; pero esperar que desciendan al lecho del mar, donde reposa tanto pecio, no, no es razonable. No, debo subir y darles la oportunidad de verme allí, aovillado en el hueco de una roca caliente.
ENFERMERA. Sí, desde luego, muy bien. Pero no se atormente así..., por el amor de Dios.
PACIENTE. El amor de Dios es otra cosa. Debo despertar. Es esencial. Debo permanecer alerta, o nunca saldré, nunca escaparé.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 35
 
 
Nos equivocamos si analizamos la maquinaria de la mente y el tiempo como fenómenos separados: son lo mismo.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 49
 
 
La Luna me mantenía cautivo, jugaba conmigo; era como si ella y yo respirásemos al unísono, pues mi sueño y mi despertar, o mejor dicho, mis estados de vigilancia y de ensoñación, estaban determinados por la presión directa de la luna sobre mis ojos. Y luego, a medida que menguaba, yo notaba su presencia como una esfera oscura con una faja cada vez más estrecha de luz solar reflejada, y entonces llegaban los dos días en que la Luna finalmente permanecía oculta, interpuesta entre el Sol y la Tierra, con la espalda vuelta hacia nosotros y la cara iluminada hacia el astro rey; de forma que el gran Sol y la diminuta Luna se miraban, frente a frente.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 56
 
 
 
La conciencia de la Luna o del Sol escapa a nuestra vista. No hay nada en la Tierra, o cerca de ella, que carezca de conciencia, ya sea Piedra, Árbol, Perro u Hombre. Al fijamos en un espejo, o en el costado cristalino de una ola a punto de romper, vemos formas camales, carne en el tiempo. No obstante, la conciencia que atisba ese rostro, ese cuerpo, esas manos, esos pies, se desenvuelve en una escala temporal distinta. Un ser que observa su imagen, un mono o un leopardo que se agachan para beber en una charca, ven su cara y su cuerpo, ven un baile de materia en el tiempo. Pero lo que ve este baile está dotado de memoria y esperanza, y la memoria no se halla en el mismo plano temporal; por eso cada uno de nosotros, ya sea caminando, sentado o durmiendo, participa de dos escalas temporales como la yema y el huevo, que comparten una misma envoltura, y cuando una criatura que empieza a cobrar conciencia de su alma, o un adulto que nunca ha concebido más que pensamientos animales, o un adolescente enamorado, o un viejo moribundo, o incluso un filósofo o un astrólogo, cuando uno de éstos, o tú o yo nos preguntamos, con todo el peso de nuestra vida: ¿quién soy? ¿Qué es el tiempo? ¿Qué pruebas hay de la existencia de un tiempo que no es mortal como una hoja en el otoño? Y la respuesta es: aquello que formula estas preguntas reside fuera del tiempo mundano...
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 58
 
 
Luna deforme, tirana, que describes círculos, reflejando el calor, reflejando el frío, ¿por qué no te alejas en busca de otro planeta como Venus o incluso Marte? Desequilibrada Tierra, esforzada y tambaleante, que giras salvajemente, ¿cuál es el látigo y cuál el pomo? No nos queda más remedio que hacemos compañía, dando vueltas y vueltas y vueltas y vueltas y vueltas...
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 58
 
 
Mas esa migaja fría que danza un vals alocadamente alrededor de nosotros es una gran bebedora de mentes humanas.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 59
 
 
Las reflexiones sobre la Luna son frías y hambrientas, lo sé ahora. Pero entonces, obsesionado y enamorado, suspiraba por ella. Me tumbaba y me dejaba embriagar. Mas esa migaja fría que danza un vals alocadamente alrededor de nosotros es una gran bebedora de mentes humanas.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 59
 
 
Estaba mejor, creo. Ahora estoy peor. Es la luna, ¿sabe? Es la verdad pura y dura.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 61
 
 
 
Me puse a explorar ahora la espesura con los tentáculos de mis nuevos sentidos y encontré un paraíso de plantas, hojas y ramas con una estructura lumínica.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 92
 
 
En esta nueva dimensión las mentes están lado a lado, como peces en un cardumen, como las celdillas de una colmena, como las lenguas de fuego en una misma hoguera; juntas componen un todo en el que resulta imposible precisar dónde empieza Charles y dónde terminan John, Miles, Felicity, Constance o el resto de nosotros. No obstante, mientras se producía en mi cerebro esta toma de conciencia, este acto de comprensión posibilitado únicamente por mi fusión con amigos, compañeros, amantes y socios en una totalidad, porque yo era como un pedacito de cristal pegado a un gran mosaico, nos rodeaba por todas partes una frialdad opresiva. Caí en la cuenta de que aquella especie de gelidez punzante me había envuelto desde el principio, aunque no me había fijado en ella hasta entonces, como tampoco en la náusea que se había apoderado de mí por completo, un malestar indisociable de mi estado general. Así de terrorífico me resultaba este frío. Fue entonces cuando cobré conciencia de él, o eso creo, ya que, al realizar las primeras exploraciones de mis sentimientos, tardé bastante en ser capaz de seguir el hilo de un pensamiento hasta dar con su raíz. De lo que no me cabe duda es de que para entonces esa certeza nueva había quedado grabada a fuego en alguna parte de mi interior: un peso helado, una fuerza poderosa, una amenaza que sólo la humanidad conseguía mantener a raya, pero que permanecía ahí, acechando, como fauces de cocodrilo bajo el agua. Era un dolor, un miedo mucho más antiguo que yo mismo, un sentimiento implantado en la esencia misma de la raza. Lo saludé y seguí adelante; pues al igual que la náusea que me invadía, formaba parte de mí, era un injerto en mis fibras, una necesidad como la de respirar, con la que estaba relacionada: este frío, este peso, este vaivén y este apremio constituían una piedra imán demasiado antigua y poderosa como para que un individuo solo se enfrentase a ella con éxito. Simplemente estaba allí.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 93
 
 
Juntos, en cambio, latían al mismo compás en ese gran baile, emitían la misma nota en la canción. Por todas partes y en todos los niveles, los minúsculos individuos se incorporaban al todo con sus pequeñas notas o tonos de color. En todos los niveles: incluso mis compañeros y yo, seres insignificantes, al igual que mis mujeres, hijos y todas las personas que he conocido —hasta esos con los que alguna vez intercambié una sonrisa al toparme con ellos en una esquina—, todos tocábamos una nota, formábamos parte de un Conjunto. Y ésta era la verdad que confería sentido a estas partículas nimias: en ese gran baile orquestado todo estaba interrelacionado y se movía al unísono. Mi mente era el reflejo de otra mente, la celdilla de un panal. Si dejaba discurrir mi pensamiento a su aire, en la oscuridad, era capaz de percibir, o intuir, el ritmo de una individualidad que en otro tiempo había conocido como los pobres Charlie, Felicity, James o Thomas. Se trataba de otros ritmos y pulsaciones que sonaban junto a los míos, y juntos componíamos una unidad conectada con esa miríada de unidades diferentes que cada una de estas personas había formado a lo largo de su existencia, que estaba formando continuamente con cada respiración. De este entramado, a través de estas telas, surgía un latido más imperceptible, más profundo, de la misma manera que en aquella ciudad de piedra corría el agua por los canales, abiertos por hombres capaces de regular el grado de elevación del terreno.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 98
 
 
Me fijé en la pequeña Inglaterra, fugazmente mientras pasaba, y vi que conservaba su propio ritmo, color y calidad de sonido, pues cada país, cada costra de moho o parte de la humanidad, se regía por leyes inalterables. Eran manipulados desde arriba (o desde abajo) por fuerzas físicas cuya existencia ni siquiera sospechaban, al menos en ese momento concreto, ya que la condición de este pequeño organismo lo llevaba a descubrir y olvidar, descubrir de nuevo y volver a olvidar; ahora se hallaban en un período de olvido y se disponían a redescubrir. Sin embargo, me asaltó otra vez el pensamiento sobre la terrible esclavitud en que vivían, sobre las cadenas de la necesidad que los ataban, un pensamiento que traía consigo un soplo de aire frío, de dolor.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 101
 
 
Y al pensar que me gustaría que la Tierra acelerase su curso, aunque no tanto como antes, cuando una vuelta, o un año, duraba lo mismo que el giro de una moneda, la Tierra efectivamente empezó a moverse más deprisa. Ahora se presentaban ante mí nuevas formas de luz y color que se avivaban y se apagaban, desplazándose, fundiéndose entre sí, y mientras reflexionaba sobre estas formas, que al parecer no eran sino una amalgama de las corrientes y los ritmos individuales que yo había discernido anteriormente y que mezclados formaban esa especie de bruma reluciente que rodeaba el globo, se me ocurrió que esta capa, al igual que todos los ritmos de la Tierra, de nuestra Tierra, estaba determinada o sujeta por otra cosa. Mi mente, además, llevó a cabo otro salto hacia el exterior, otro descubrimiento en el camino hacia la comprensión. Entonces advertí que esas líneas y corrientes de fuerzas tanto confluentes como antagónicas danzaban en la red, el sistema de planetas que orbitaban alrededor del Sol y constituían una parte tan indisociable de él que la sustancia luminosa que lo envolvía en el espacio mantenía los planetas tan unidos a él como si fueran meras cristalizaciones o durezas de esa materia vaporosa, momentos de densidad en el viento solar. Y este entramado representaba una necesidad aterradora y férrea que imponía sus designios.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 101
 
 
Sí, pero más lejos, en el tercer planeta, que daba vueltas desiguales, cuesta más conservar ese conocimiento, la cordura y la simplicidad del gran Sol. En efecto, la pobre Tierra estaba apartada de su gracia. Ese ritmo de rotación me permitió ver con claridad la concatenación de acontecimientos de la Tierra y los demás planetas. Descubrí que las guerras, las hambrunas, los terremotos, los desastres, las riadas, las epidemias y las plagas de insectos, ratas y bichos voladores se desencadenaban y desaparecían según la combinación de presiones de los planetas, el sol y la luna. Porque una plaga de langostas, una epidemia de virus e incluso la existencia humana se gobiernan desde otra parte. La vida del hombre, esa pequeña costra de materia que ni siquiera resultaba visible hasta que uno pasaba por encima de ella en vuelo rasante para efectuar una inspección rápida, como el ave que otea el banco de peces que salpican el ancho flanco de una ola, poseía un ritmo con una intensidad, un tamaño y una salud regulados por Mercurio y Venus, Marte y Júpiter, Saturno, Neptuno, Urano y Plutón, así como por sus movimientos y ese gran foco de luz que los alimentaba a todos. El hombre, esa llama vacilante que menguaba y se avivaba al azar, a veces pacífico, a veces criminal, estaba encadenado. Porque cuando una guerra estallaba y afectaba a la mitad de los habitantes del globo, cuando la población de la Tierra se doblaba en un puñado de años por vez primera en la historia o cuando por todas partes se desataban griteríos, riñas, luchas, altercados, matanzas y la gente clamaba contra el destino, era porque el equilibrio de los planetas había cambiado, o porque un cometa se acercaba demasiado —o porque la luna hablaba, proclamando a los cuatro vientos el frío y la violencia—; por eso, al inclinarme para acercarme lo más posible, atisbé las revoluciones de la Tierra y la Lima. En aquélla, la tierra y el agua crecían rítmicamente y vibraban, del mismo modo que la materia se hinchaba, se movía y temblaba en la Luna, en la fría Luna, en la mortalmente fría Luna, la hermana helada de la cálida Tierra, la hijastra, la Luna terrible que chupaba como una sanguijuela y se aferraba a la caliente Tierra, que todavía vivía; porque la Luna quería vivir, la Luna ansiaba vivir, la Luna era como ese pobre y triste bebé recién nacido, un bebé que deseaba vivir, que luchaba por vivir, como esos huevos que absorben cal de los huesos de las gallinas o los fetos, que arrancan un poco de vida a sus madres. La luna chupaba como una sanguijuela; semejaba un imán de carencia, el primer metrónomo de la Tierra en el baile de los planetas; porque era el cuerpo más cercano, la gemela despojada y medio muerta de hambre, el álter ego de la Tierra, la Necesidad.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 103
 
 
En algún punto de la larga andadura de la raza humana se ha producido una especie de divorcio entre el Yo y el Nosotros, una especie de desprendimiento espantoso, y yo (que no soy yo, sino parte de un todo compuesto de seres humanos, como ellos de mí) floto aquí en el aire, como sobre el lomo de un ave blanca, con la sensación que estoy regresando (aunque quizá me apartaba más aún, ¿quién sabe?), sí, regresando al vórtice del terror, como un parto a la inversa, hacia la catástrofe; sí, porque los microbios, ese pequeño caldo que conformaba la humanidad, habían recibido un golpe que los había dejado sin sentido, sin su verdadero entendimiento, de forma que la mayoría ha dicho siempre Yo, Yo, Yo, Yo, Yo, Yo, y no puede, salvo en contadas ocasiones, decir Nosotros.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 105
 
 
Las estrellas, como tú muy bien sabes... —Luchan del lado de la Justicia. —A la larga, sí. Pero qué largo les debe de parecer a ellos, pobrecillos.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 117
 
 
—Es la clase de observación que yo suelo hacer, si me permites decirlo
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 118
 
 
—Debería haberlo pensado mejor —dice Minerva—. Sólo los idiotas se meten a discutir con el Señor de las Palabras. Bueno, no te deseo una visita placentera cuando las cosas están peor que nunca.
—Pero uno espera que posean el mismo potencial para el bien que para el mal; es así como se contrapesan las cosas.
—Es la clase de observación que yo suelo hacer, si me permites decirlo (ya que sé que esto te irrita, querido Mensajero). Pero tienes razón: esta combinación de planetas será realmente poderosa, el equivalente de varios siglos de evolución, y en una sola década. No creo, pues, extralimitarme si afirmo que, en efecto, se respira cierta ansiedad. Después de todo, ninguno de ellos se ha distinguido precisamente por su tenacidad o incluso por su sentido común.
—Estoy seguro de que la ansiedad está justificada. Pero confío en que habrá, como siempre, unos pocos que escuchen. Con eso bastará.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 117
 
 
—Quizá no siempre es fácil cargar con la responsabilidad, ¿eh, querida? A menudo nuestros actos son nuestros hijos... Dime, ¿os resulta sencillo a tu padre o a ti responsabilizaros de actos que se llevan a cabo bajo vuestra influencia, que en cierto modo son vuestros? La Justicia no deja de ser Justicia cuando se condena a la cárcel a un ladrón que ha robado libros por carecer de dinero para comprarlos. En un drama así, tú y yo estamos representados, aunque no hay duda de quién aparece bajo una luz más favorable. ¿Estás segura de que mi papel divino no te atrae más que el tuyo? Por eso te preocupas de esa manera, cosa que yo aprecio, ¡faltaría más!
—Debería haberlo pensado mejor —dice Minerva—. Sólo los idiotas se meten a discutir con el Señor de las Palabras. Bueno, no te deseo una visita placentera cuando las cosas están peor que nunca.
—Pero uno espera que posean el mismo potencial para el bien que para el mal; es así como se contrapesan las cosas.
—Es la clase de observación que yo suelo hacer, si me permites decirlo (ya que sé que esto te irrita, querido Mensajero). Pero tienes razón: esta combinación de planetas será realmente poderosa, el equivalente de varios siglos de evolución, y en una sola década. No creo, pues, extralimitarme si afirmo que, en efecto, se respira cierta ansiedad. Después de todo, ninguno de ellos se ha distinguido precisamente por su tenacidad o incluso por su sentido común.
—Estoy seguro de que la ansiedad está justificada. Pero confío en que habrá, como siempre, unos pocos que escuchen. Con eso bastará.
—Esperémoslo, por el bien de todos.
—Y si sucede lo peor, podemos prescindir de ellos. El Jardinero Celeste no tendrá más que desgajar esa rama e injertar otra.
—¡Deliciosamente expresado! ¡Casi alentador, dicho de esa forma! Pero se ha invertido tanto esfuerzo en ese planeta que... Se han enviado mensajeros allí una y otra vez. El parecer de Nuestro Padre (a través de su Regente, mi propio Padre) sin duda se refleja en nuestra inquietud. Además, estaba aquella Alianza, y el hecho de que ellos la quebranten una y otra vez no es motivo suficiente para abandonarlos. Al fin y al cabo...
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 117
 
 
A juzgar por su actividad creciente, la crisis había engendrado una nueva raza. Se había producido una mutación. El nuevo ser, aunque no muy diferente del anterior, estaba dotado de una percepción superior y de una estructura mental diferente. Este vestigio de una raza antigua, o principio de una nueva, no sólo poseía la experiencia acumulada de la humanidad, sino un cerebro capacitado para aprovecharla debidamente.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 122
 
 
Una vez que los planetas ya no se encontraran en posición de peligro, se produciría una serie de cambios en el Sistema que, incluso ahora, y en este momento, intentaban predecir los ordenadores de un millón de laboratorios. El penúltimo estadio pronosticado era más violento que el último. En él, la Tierra se estremecía, se hinchaba y siseaba, castigada por una lluvia de rocas, llamas, líquidos hirviendo y terremotos. Los hombres resistían y pugnaban por sobrevivir. Había movimientos de masas de animales pequeños como insectos, langostas, ratones y ratas. Se declaraban epidemias que diezmaban naciones enteras cuando el aire y el agua contaminados alcanzaban grandes áreas del planeta. Y tantas vidas humanas y animales perecían, que el silencio y la tranquilidad se apoderaban del globo. La nota distintiva del estadio final era un vacío horrible, como si todas las formas de vida hubiesen desaparecido. Pero mientras esa caldera de veneno seguía en ebullición, se vislumbraban ya los principios de una nueva civilización: humanos, sobre todo, que se afanaban por adaptarse a las nuevas circunstancias. Incluso antes de que remitiesen las convulsiones terrestres, en cuanto se suspendió el estado de emergencia, ya estaban reconstruyendo, recreando. A juzgar por su actividad creciente, la crisis había engendrado una nueva raza. Se había producido una mutación. El nuevo ser, aunque no muy diferente del anterior, estaba dotado de una percepción superior y de una estructura mental diferente. Este vestigio de una raza antigua, o principio de una nueva, no sólo poseía la experiencia acumulada de la humanidad, sino un cerebro capacitado para aprovecharla debidamente.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 121
 
 
Merck Ury se unió a Minna Erve en el estrado. —Merk —dijo ella—, seré breve; pero debo recordarte que el tiempo vuela. —Gracias, Minna —respondió Merck—. En realidad, había decidido ir al grano, ya que tú te has ocupado tan eficientemente de los preparativos. »Lo primero que debéis tener en cuenta es que no hay que subestimar las dificultades. Todos los presentes habéis viajado a lo largo y ancho del Sistema (algunos incluso habéis salido de él), por lo que no necesito deciros que una cosa es la descripción de una experiencia y otra la experiencia misma, razón por la que seré breve. »Probablemente todos sabéis que se dudaba de que quedara vida en la Tierra, después de esa profunda crisis que alteró su atmósfera; pero la naturaleza tiene mil recursos y saca provecho de sus deficiencias. Creíamos que nada sobreviviría en ese planeta tan tempestuoso, inestable y castigado; mas lo cierto es que las formas de vida se adaptaron a él, aunque en su mayoría sólo puedan habitar en regiones secas con una temperatura más o menos estable. La mayor parte del planeta es demasiado fría, demasiado caliente, húmeda, gélida, montañosa o árida. No obstante, todos estáis familiarizados con la nueva especie que ha surgido, cuyo rasgo más característico es el sistema para bombear aire y líquidos. En otras palabras, que se distingue por haber desarrollado órganos adaptables a esa atmósfera turbulenta y venenosa; a pesar de todo, su adaptación todavía resulta insuficiente, sobre todo en lo que se refiere a sus procesos mentales. »Al Personal Permanente de la Tierra se le ha encomendado una tarea importante: la de evitar por todos los medios que se pierda el conocimiento de que la humanidad constituye, junto con todas las demás criaturas, animales y plantas, una unidad; de que desempeña una función en el sistema, como un órgano, como un organismo. La misión de nuestro Personal Permanente es extremadamente difícil, ya que la carencia más importante de estos seres humanos, hoy por hoy, es su incapacidad para sentir, para entenderse unos a otros, excepto a través de sus impulsos y actividades. Todavía no comprenden que como individuos forman parte de un todo, la humanidad, su propia especie, por no hablar de su pertenencia a una Naturaleza de la que no hay que excluir plantas, animales, pájaros, insectos y reptiles; pues juntas, las voces de todos resuenan en un pequeño acorde de la armonía cósmica.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 122
 
 
—Cada individuo de esta especie está encerrado en su propio cerebro, en su experiencia personal (o así lo cree él mismo), y pese a que la mayor parte de sus valores éticos, religiosos y de otras clases, establecen la Unidad de la Vida, la religión más reciente, llamada Ciencia (que, por ser más reciente, es la más poderosa), ofrece una visión muy inadecuada e incierta de esa realidad incontestable. De hecho, el rasgo más distintivo de esta nueva religión, motivo principal de su ineficacia, es su empeño en dividir, compartimentar, encasillar; y uno de sus más lamentables efectos es el recelo de las palabras y el uso torpe de las mismas. —Dicho esto, sonrió triunfalmente.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 124
 
 
»En resumen —prosiguió—: nuestra tarea, y la del Personal Permanente, consiste en inculcar y sostener una verdad que aquellas criaturas sólo proclaman de dientes afuera, así como intentar corregir su defecto más peligroso, su ineptitud para percibir que las cosas componen un todo armonioso. La verdad es que Nosotros (hablando desde luego como delegados y diputados) —en este momento la luz cegadora aumentó en intensidad por unos instantes, como para agradecer esta manifestación de vasallaje— debemos tolerarlos sólo si obedecen órdenes, si ajustan su vida comunitaria a las necesidades del Sistema. Pero parecen incapaces de retener esta sencilla verdad durante mucho tiempo, aunque les ha sido revelada una y otra vez, y esto obedece a una característica muy importante de su manera de razonar: tergiversan todo lo que se les dice a su conveniencia, de acuerdo con sus prejuicios personales o colectivos, añadiendo así una piedra más a esa pila o colección de medias verdades en las que fundan sus valores. Por eso suponemos, o podríamos haber supuesto en el pasado, antes de este gran (perdonadme esta nueva digresión literaria) salto adelante que damos hoy influidos por el Viento Solar del Cambio —la Luz se destelló, como sonriendo—, que todo lo que vamos a decirles será asimilado por muy poca gente y por muy poco tiempo; porque tal es la naturaleza de las cosas, o, más bien, la naturaleza de esas criaturas. Pronto, esta sencilla verdad, la del deber humano como parte de la Armonía, será desvirtuada, caerá en manos de grupos armados, cada uno de los cuales propugnará su propia versión. Mas confiemos en que, con el tiempo, verán las cosas como son y en todas sus facetas. La Verdad formará parte del futuro acervo de la humanidad, gracias desde luego, no a Nosotros, sino a...
La Luz emitió un acorde grave y sostenido. Todo el mundo comprendió que él o ella coincidía con Merk Ury en que aquél era el punto clave, el quid de la cuestión. Todas sus atmósferas, campos de fuerza o auras individuales refulgieron con más fuerza.
—Como todos sabéis (pues os lo han repetido hasta la saciedad desde el instante en que os habéis ofrecido voluntarios), no se trata de descender a ese infierno tóxico y salir indemne. Vuestra vida está en vuestras propias manos. Estas criaturas son mayoritariamente de natural malévolo y hasta sanguinario, sólo toleran a aquellos que más se les asemejan; en cambio, con frecuencia se matan entre sí por diferencias insignificantes de color o apariencia. Tampoco soportan a los que no piensan como ellos, y aunque saben perfectamente que, en teoría, la superficie habitada del globo está dividida en miles de regiones, cada una con su sistema político y religioso, este conocimiento teórico no les impide odiar a los extranjeros que residen en su pequeña zona y, si no los agreden, los aíslan de todas las maneras posibles. Esto significa que, aunque nos amoldemos a su forma de funcionar, nos atacarán; no hay que forjarse ilusiones de lo contrario. Es más, estamos seguros de que las colonias que fundaron en la Tierra los participantes en Descensos anteriores (o al menos muchas de ellas) habrán adoptado la misma actitud agresiva y poco amistosa hacia las demás. O bien, si ese miasma venenoso que llaman aire les ha permitido recordar que no deben dejar que el entorno les afecte, centrarán todas sus energías en la elaboración de sistemas que en otro tiempo les ayudaron a mantenerse cuerdos, pero que ahora se han convertido en su propia justificación.
»Como todos sabéis, éste no será mi primer Descenso.
Muchos se miraron sorprendidos, buscando apoyo y consuelo en los demás. Todos los presentes conocían las dramáticas historias de otros que habían descendido anteriormente, o al menos aquellas que estaban documentadas (pocas lo estaban, pues no interesaba que llegaran a oídos de los habitantes de la Tierra). No obstante, en todo el Sistema Solar circulaban relatos de estos Descensos que la mayoría de la gente tomaba por fábulas. Ahora bien, a quienes sabían que eran verídicas les dolía escucharlas; porque la primera Ley, dictada a todos los hijos del Sistema por su Padre, era que se amaran los unos a los otros, es decir, que respetaran las leyes de la Armonía. Y aun así, muy cerca de ellos, estaba la Tierra, carne de su carne, sangre de su sangre, energía de su energía, y sus habitantes no sólo no respetaban la Ley, sino que tendían a perseguir y asesinar, o como mínimo ignorar, a los que venían a recordársela. Esta reincidencia en la apostasía por parte de unos vecinos tan próximos minaba su sensación de seguridad y su salud mental; al fin y al cabo, todos sabían perfectamente que los accidentes a veces no podían evitarse, que la administración y el control planetarios estaban necesariamente sujetos a la estructura de una Ley muy superior a la del Sistema Solar. En suma, ellos también eran víctimas en potencia, pues existían sólo por la gracia de la Luz.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 124
 
 
—Cuando llegue la hora —continuó Merk—, será nuestra obligación recordarles a los olvidadizos el propósito de su Descenso y reclutar habitantes terrestres aptos (me refiero a los que todavía tienen capacidad para evolucionar hacia la racionalidad), además de fortalecer y defender nuestras colonias que en la Tierra se dedican a esto. Bueno, ésta siempre ha sido nuestra obligación. Esta vez, sin embargo, también hemos de proteger a los habitantes de la Tierra con un plan de Asistencia Planetaria, ya que toda forma de vida corre peligro.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 126
 
 
Muy extraño todo esto. Sí, desde luego, es preferible la interpretación moderna, a saber: la Tierra va a recibir una serie de impulsos del planeta más próximo al Sol, el planeta más cercano situado en el brazo de la espiral que parte del Sol. Como resultado, el Personal Permanente terrestre quedará reforzado y La Conferencia se celebró en Venus y a ella asistieron delegados de lugares tan lejanos como Plutón y Neptuno, que normalmente se conformaban con que les enviasen las actas. No obstante, en esta ocasión todo el Sistema Solar se vería afectado. El mismo Sol estaba representado; pero su presencia era general y dominante; llegado cierto punto de la reunión, la luz brilló con más fuerza y se impuso un silencio momentáneo. Eso fue todo. Sin embargo, todo el mundo se percató de que algo insólito sucedía, y la sensación de urgencia se intensificó.
Minna Erve presidía la mesa. Aquella mujer animosa y valiente, de mirada deslumbrante, había sido la elección obvia, por su condición de hija mayor del Regente.
La conferencia estaba a punto de acabar; ya sólo faltaba que se impartiesen instrucciones. Todos los que no participarían en el Descenso estaban ya poniéndose de pie y recogiendo sus cosas.
—En suma —recapituló Minna Erve—, esto es lo peor. Los ordenadores lo han comprobado una y otra vez. Esto fue por recomendación de las Altas Instancias —en ese momento la luz parpadeó en señal de asentimiento—, pero no hay lugar a dudas. El equilibrio de fuerzas planetarias ejerce ya demasiadas presiones adversas que alcanzarán su apogeo dentro de diez o quince años. Antes de marchar quiero que veáis este segundo filme sobre la predicción.
Los delegados se miraron entre sí, extrañados, pero se sentaron de nuevo. Aunque Minna a veces se pasaba de escrupulosa, no dejaba de ser cierto que la mayoría de ellos no había cobrado conciencia de la gravedad del problema antes de la conferencia.
Ya habían visto esa película en la que se mostraba a la Tierra como un punto más en el Sistema Solar. Mientras ésta y los demás planetas se movían en las órbitas calculadas, se notaba que se hallaba bajo una gran presión, lo que se traducía en un notable incremento de la actividad en su superficie. En un principio era prácticamente despreciable, pero poco a poco empezaron a multiplicarse los seísmos, los maremotos y toda clase de cataclismos. Las condiciones atmosféricas, siempre inhóspitas para la vida en el planeta, empeoraron. Los casquetes polares se derritieron provocando grandes inundaciones a lo largo de las costas. El Cometa, por su parte, causó una serie de desequilibrios y perturbaciones entre la Tierra y sus vecinos. Durante la Conferencia, los representantes de Marte y Venus pusieron una cara especialmente larga. Cualquier cosa que sucedía dentro del Sistema (y también fuera, por supuesto) afectaba a todos; naturalmente que los más vecinos sufrían los efectos antes que nadie: la última vez que la Tierra padeció una crisis, la sufrieron por igual Marte y Venus, y el recuerdo de aquello estaba aún muy presente. Todos los delegados, incluso los de Plutón y Neptuno, para quienes los asuntos de la Tierra eran ajenos, presenciaron el filme sobrecogidos.
En él, la Tierra salía en primer plano, sin la Luna. El anterior, donde aparecían las dos, por así decirlo, como un átomo de la molécula, les había enseñado los cambios en las estaciones, el tiempo, la actividad en la corteza, la vegetación. Esta película mostraba un incremento drástico de la población paralelo a una disminución de la vida vegetal y animal y una desertización progresiva. Porque en la misma proporción en que pájaros y animales se extinguían, se multiplicaban los seres humanos, de modo que se conservaba el equilibrio. La vida orgánica, necesaria para la estabilidad cósmica, debía mantenerse en la Tierra; y pese a que los seres humanos destruían la vida orgánica de la que formaban parte, su proliferación servía para guardar el equilibrio. El problema estribaba en que su agresividad e irracionalidad también crecían constantemente. Era un proceso global, en el que un factor era indisociable del otro. En realidad, la agresividad y la irresponsabilidad humanas no aumentaban debido a la explosión de su población, sino al movimiento planetario; se trataba, pues, de distintas facetas de un mismo proceso.
Los delegados observaron espantados que las guerras, en un principio locales, se generalizaban. Al final la destrucción carecía de la menor pretensión de coherencia. En una década se aliaron naciones tradicionalmente enemigas y dejaron de invertir en recursos técnicos para destruirse. Sin embargo, la tecnología se había descontrolado ya.
Se llegó a una situación clasificada en todo el Sistema como estado de MÁXIMA EMERGENCIA: la atmósfera cada vez más envenenada de la Tierra y las emanaciones masivas de Muerte y Miedo perjudicaban en primer lugar a Marte y Venus, cuyo desequilibrio, a su vez, se propagaba hacia los demás planetas, como hizo notar la Presencia Solar al Sol mismo.
Una vez que los planetas ya no se encontraran en posición de peligro, se produciría una serie de cambios en el Sistema que, incluso ahora, y en este momento, intentaban predecir los ordenadores de un millón de laboratorios.
El penúltimo estadio pronosticado era más violento que el último. En él, la Tierra se estremecía, se hinchaba y siseaba, castigada por una lluvia de rocas, llamas, líquidos hirviendo y terremotos. Los hombres resistían y pugnaban por sobrevivir. Había movimientos de masas de animales pequeños como insectos, langostas, ratones y ratas. Se declaraban epidemias que diezmaban naciones enteras cuando el aire y el agua contaminados alcanzaban grandes áreas del planeta. Y tantas vidas humanas y animales perecían, que el silencio y la tranquilidad se apoderaban del globo. La nota distintiva del estadio final era un vacío horrible, como si todas las formas de vida hubiesen desaparecido. Pero mientras esa caldera de veneno seguía en ebullición, se vislumbraban ya los principios de una nueva civilización: humanos, sobre todo, que se afanaban por adaptarse a las nuevas circunstancias. Incluso antes de que remitiesen las convulsiones terrestres, en cuanto se suspendió el estado de emergencia, ya estaban reconstruyendo, recreando. A juzgar por su actividad creciente, la crisis había engendrado una nueva raza. Se había producido una mutación. El nuevo ser, aunque no muy diferente del anterior, estaba dotado de una percepción superior y de una estructura mental diferente. Este vestigio de una raza antigua, o principio de una nueva, no sólo poseía la experiencia acumulada de la humanidad, sino un cerebro capacitado para aprovecharla debidamente.
Una vez finalizada la proyección, los delegados salieron. Cuando no quedaba nadie, excepto el Equipo de Descenso y Minna Erve, todos ellos, unos cien aproximadamente, aguardaron cortésmente a que el Sol se marchara, si ése era su deseo, pero el fulgor penetrante y dorado permaneció inmutable. A muchos les pareció que incluso lucía con más fuerza y se animaron, pensando que se trataba de un mensaje de esperanza y confianza en la capacidad de todos ellos para llevar a cabo la misión que se habían impuesto.
Merck Ury se unió a Minna Erve en el estrado.
—Merk —dijo ella—, seré breve; pero debo recordarte que el tiempo vuela.
—Gracias, Minna —respondió Merck—. En realidad, había decidido ir al grano, ya que tú te has ocupado tan eficientemente de los preparativos.
» Lo primero que debéis tener en cuenta es que no hay que subestimar las dificultades. Todos los presentes habéis viajado a lo largo y ancho del Sistema (algunos incluso habéis salido de él), por lo que no necesito deciros que una cosa es la descripción de una experiencia y otra la experiencia misma, razón por la que seré breve.
» Probablemente todos sabéis que se dudaba de que quedara vida en la Tierra, después de esa profunda crisis que alteró su atmósfera; pero la naturaleza tiene mil recursos y saca provecho de sus deficiencias. Creíamos que nada sobreviviría en ese planeta tan tempestuoso, inestable y castigado; mas lo cierto es que las formas de vida se adaptaron a él, aunque en su mayoría sólo puedan habitar en regiones secas con una temperatura más o menos estable. La mayor parte del planeta es demasiado fría, demasiado caliente, húmeda, gélida, montañosa o árida. No obstante, todos estáis familiarizados con la nueva especie que ha surgido, cuyo rasgo más característico es el sistema para bombear aire y líquidos. En otras palabras, que se distingue por haber desarrollado órganos adaptables a esa atmósfera turbulenta y venenosa; a pesar de todo, su adaptación todavía resulta insuficiente, sobre todo en lo que se refiere a sus procesos mentales.
» Al Personal Permanente de la Tierra se le ha encomendado una tarea importante: la de evitar por todos los medios que se pierda el conocimiento de que la humanidad constituye, junto con todas las demás criaturas, animales y plantas, una unidad; de que desempeña una función en el sistema, como un órgano, como un organismo. La misión de nuestro Personal Permanente es extremadamente difícil, ya que la carencia más importante de estos seres humanos, hoy por hoy, es su incapacidad para sentir, para entenderse unos a otros, excepto a través de sus impulsos y actividades. Todavía no comprenden que como individuos forman parte de un todo, la humanidad, su propia especie, por no hablar de su pertenencia a una Naturaleza de la que no hay que excluir plantas, animales, pájaros, insectos y reptiles; pues juntas, las voces de todos resuenan en un pequeño acorde de la armonía cósmica.
Estas palabras suscitaron un aplauso de aprobación discreto, aunque no uniforme. Merk, que abrigaba aspiraciones literarias, sonrió al oírlo. Sabía muy bien que muchos opinaban que, por su calidad de técnico, no debía perder el tiempo con las artes inexactas. Algunos de ellos, por afectación, empleaban jerga especializada al hablar, desdeñaban la literatura y se armaban de ironía altanera cuando abordaban un asunto serio.
—Cada individuo de esta especie está encerrado en su propio cerebro, en su experiencia personal (o así lo cree él mismo), y pese a que la mayor parte de sus valores éticos, religiosos y de otras clases, establecen la Unidad de la Vida, la religión más reciente, llamada Ciencia (que, por ser más reciente, es la más poderosa), ofrece una visión muy inadecuada e incierta de esa realidad incontestable. De hecho, el rasgo más distintivo de esta nueva religión, motivo principal de su ineficacia, es su empeño en dividir, compartimentar, encasillar; y uno de sus más lamentables efectos es el recelo de las palabras y el uso torpe de las mismas. —Dicho esto, sonrió triunfalmente. Algunos soltaron una carcajada.
» En resumen —prosiguió—: nuestra tarea, y la del Personal Permanente, consiste en inculcar y sostener una verdad que aquellas criaturas sólo proclaman de dientes afuera, así como intentar corregir su defecto más peligroso, su ineptitud para percibir que las cosas componen un todo armonioso. La verdad es que Nosotros (hablando desde luego como delegados y diputados) —en este momento la luz cegadora aumentó en intensidad por unos instantes, como para agradecer esta manifestación de vasallaje— debemos tolerarlos sólo si obedecen órdenes, si ajustan su vida comunitaria a las necesidades del Sistema. Pero parecen incapaces de retener esta sencilla verdad durante mucho tiempo, aunque les ha sido revelada una y otra vez, y esto obedece a una característica muy importante de su manera de razonar: tergiversan todo lo que se les dice a su conveniencia, de acuerdo con sus prejuicios personales o colectivos, añadiendo así una piedra más a esa pila o colección de medias verdades en las que fundan sus valores. Por eso suponemos, o podríamos haber supuesto en el pasado, antes de este gran (perdonadme esta nueva digresión literaria) salto adelante que damos hoy influidos por el Viento Solar del Cambio —la Luz se destelló, como sonriendo—, que todo lo que vamos a decirles será asimilado por muy poca gente y por muy poco tiempo; porque tal es la naturaleza de las cosas, o, más bien, la naturaleza de esas criaturas. Pronto, esta sencilla verdad, la del deber humano como parte de la Armonía, será desvirtuada, caerá en manos de grupos armados, cada uno de los cuales propugnará su propia versión. Mas confiemos en que, con el tiempo, verán las cosas como son y en todas sus facetas. La Verdad formará parte del futuro acervo de la humanidad, gracias desde luego, no a Nosotros, sino a...
La Luz emitió un acorde grave y sostenido. Todo el mundo comprendió que él o ella coincidía con Merk Ury en que aquél era el punto clave, el quid de la cuestión. Todas sus atmósferas, campos de fuerza o auras individuales refulgieron con más fuerza.
—Como todos sabéis (pues os lo han repetido hasta la saciedad desde el instante en que os habéis ofrecido voluntarios), no se trata de descender a ese infierno tóxico y salir indemne. Vuestra vida está en vuestras propias manos. Estas criaturas son mayoritariamente de natural malévolo y hasta sanguinario, sólo toleran a aquellos que más se les asemejan; en cambio, con frecuencia se matan entre sí por diferencias insignificantes de color o apariencia. Tampoco soportan a los que no piensan como ellos, y aunque saben perfectamente que, en teoría, la superficie habitada del globo está dividida en miles de regiones, cada una con su sistema político y religioso, este conocimiento teórico no les impide odiar a los extranjeros que residen en su pequeña zona y, si no los agreden, los aíslan de todas las maneras posibles. Esto significa que, aunque nos amoldemos a su forma de funcionar, nos atacarán; no hay que forjarse ilusiones de lo contrario. Es más, estamos seguros de que las colonias que fundaron en la Tierra los participantes en Descensos anteriores (o al menos muchas de ellas) habrán adoptado la misma actitud agresiva y poco amistosa hacia las demás. O bien, si ese miasma venenoso que llaman aire les ha permitido recordar que no deben dejar que el entorno les afecte, centrarán todas sus energías en la elaboración de sistemas que en otro tiempo les ayudaron a mantenerse cuerdos, pero que ahora se han convertido en su propia justificación.
» Como todos sabéis, éste no será mi primer Descenso.
Muchos se miraron sorprendidos, buscando apoyo y consuelo en los demás. Todos los presentes conocían las dramáticas historias de otros que habían descendido anteriormente, o al menos aquellas que estaban documentadas (pocas lo estaban, pues no interesaba que llegaran a oídos de los habitantes de la Tierra). No obstante, en todo el Sistema Solar circulaban relatos de estos Descensos que la mayoría de la gente tomaba por fábulas. Ahora bien, a quienes sabían que eran verídicas les dolía escucharlas; porque la primera Ley, dictada a todos los hijos del Sistema por su Padre, era que se amaran los unos a los otros, es decir, que respetaran las leyes de la Armonía. Y aun así, muy cerca de ellos, estaba la Tierra, carne de su carne, sangre de su sangre, energía de su energía, y sus habitantes no sólo no respetaban la Ley, sino que tendían a perseguir y asesinar, o como mínimo ignorar, a los que venían a recordársela. Esta reincidencia en la apostasía por parte de unos vecinos tan próximos minaba su sensación de seguridad y su salud mental; al fin y al cabo, todos sabían perfectamente que los accidentes a veces no podían evitarse, que la administración y el control planetarios estaban necesariamente sujetos a la estructura de una Ley muy superior a la del Sistema Solar. En suma, ellos también eran víctimas en potencia, pues existían sólo por la gracia de la Luz.
—Cuando llegue la hora —continuó Merk—, será nuestra obligación recordarles a los olvidadizos el propósito de su Descenso y reclutar habitantes terrestres aptos (me refiero a los que todavía tienen capacidad para evolucionar hacia la racionalidad), además de fortalecer y defender nuestras colonias que en la Tierra se dedican a esto. Bueno, ésta siempre ha sido nuestra obligación. Esta vez, sin embargo, también hemos de proteger a los habitantes de la Tierra con un plan de Asistencia Planetaria, ya que toda forma de vida corre peligro. Pero ya hemos hablado de eso en la Conferencia.
» Aun a riesgo de hacerme pesado, debo repetir (repetir, subrayar, y recalcar) que el problema no radica en vuestra llegada al planeta Tierra, sino en que todos perderéis la memoria de vuestra existencia anterior. Volveréis en sí, quizá solos, quizás en compañía, pero con apenas una vaga sensación de reconocimiento. Probablemente os sentiréis desorientados, indispuestos, desilusionados, y no daréis crédito cuando se os comunique vuestra misión. Despertaréis, por así decirlo, pero pasaréis por un período de duermevela parecido al que experimenta un convaleciente o alguien que respira aire fresco después de estar inmerso en una atmósfera envenenada. Algunos de vosotros preferiréis permanecer inconscientes porque el despertar os resultará tan doloroso, el conocimiento de vuestra nueva condición (idéntica a la terrestre), tan insoportable, que, como drogadictos, tal vez optéis por continuar ajenos a lo que os rodea. Y para cuando os percatéis de que estáis en proceso de despertar, de que tenéis una labor que realizar, habréis absorbido características de los terrícolas que os harán suspicaces, desconfiados, ariscos, insolentes. Actuaréis como el ahogado que ahoga a su vez al que trata de rescatarlo. Así de violenta será vuestra reacción al horror.
» Y cuando empecéis a recobrar el conocimiento de verdad y os repongáis de la vergüenza de comprobar lo bajo que habéis caído, acometeréis la tarea de concienciar a otros, con lo que os pondréis en el lugar de la persona que rescata ahogados, del médico de esa ciudad asolada por una epidemia de locura. El ahogado ansia que lo salven, aunque no puede evitar forcejear contra quien lo ayuda. El loco vive períodos de lucidez; pero entre uno y otro se comporta como si el médico fuera su enemigo.
» Amigos míos, eso ha sido todo. Os he transmitido mi mensaje. Va a ser duro, todo lo duro que imagináis.
» Esto me lleva al punto final, que es precisamente el de que no hay punto final, ni resumen. ¿Por qué habría de haberlo? Olvidaréis todo lo que estáis oyendo ahora. No, llevaréis Órdenes Selladas.
Y al ver que algunos paseaban la vista en torno a sí maquinalmente, como para buscar dichas Ordenes, añadió en tono de broma: Vamos, ¿qué esperabais? ¿Un rollo de microfilm? ¿Un manuscrito que tendréis que memorizar y tragar en un momento de peligro? No, desde luego que no, deberíais confiar un poco más en mí: llevaréis marcas cerebrales, por supuesto.
Al oír esto, muchos de los presentes suspiraron aliviados; después de todo, las marcas cerebrales no eran más que marcas cerebrales.
—De hecho estáis marcados, gracias a...
De repente, la Luz empezó a refulgir cada vez con más fuerza.
—Sí, tenemos la absoluta certeza de que nuestro Sistema es sumamente fiable. Lo encontraréis todo ahí, cuando lo necesitéis... —El brillo seguía intensificándose, acompañado de un zumbido constante y melodioso que resultaba de lo más alentador. Algunos coligieron, acertadamente, que se trataba de la fase final del marcado. Entonces supieron que había llegado la hora. Minna Erve, con los ojos llorosos, y aunque tentada de permanecer con ellos, desapareció sin despedirse al tiempo que Merk Ury bajaba de la plataforma y se sentaba entre los demás. Todos se quedaron callados mientras ajustaban sus aparatos respiratorios. Reinaba en la sala un profundo silencio, la otra cara de la poderosa vibración. Todos repetían una y otra vez para sus adentros: «No lo olvides, guarda este recuerdo, fíjalo en tu mente...» Sin embargo, la vorágine dorada del momento barrió todo el espacio que ocupaban introduciéndolos en el núcleo de un resplandor potente en el que giraban como átomos. La presión se incrementó. El zumbido se tornó más agudo, como el de una flauta. La Luz era ahora una explosión de naranja que enrojecía por momentos. Parpadeaba rítmicamente, y el sonido que emitía se había transformado en una especie de quejido lastimoso y perturbador que se incorporó al palpitar del brillo rojo oscuro. Cada uno estaba al fin solo, y todo su conocimiento de sí mismo penetraba en sus oídos, con el martilleo constante de aquel latido.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 119
 
 
La oscuridad me vence, y yo me convierto en un ser reposado, regulado, con horario controlado; un incordio domado que duerme cuando se le manda.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 132
 
 
Deme píldoras, deme más píldoras. DEBO DORMIR.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 133
 
 
Me sujetan, me acunan, me acallan y luego me canturrean: DUERMA, que pronto estará bien. Pugno por levantarme, forcejeando como si estuviera hundido a más de un kilómetro de profundidad en tierra negra sobre la que pesan planchas de piedra, lucho desesperadamente y grito NO, no, no no, no quiero, no quiero, dejadme, debo despertar, pero Chsss, tranquilo, DUERMA, y la aguja se introduce más a fondo y yo desciendo a las frías profundidades donde el lecho del mar se compone de millones de esqueletos, detritos de continentes erosionados, escamas de peces y plantas muertas, tierra virgen para el crecimiento de una flora nueva. Pero yo no, yo no crezco, yo no retoño, yazgo como un cadáver o un gatito ahogado, y la cabeza me da vueltas mientras floto sobre olas negras, negras y pesadas.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 134
 
 
Enfermera, cómo voy a despertar cuando usted misma me acalla, me acalla, chsss, chsss, estoy abajo, entre los muertos, y el dulce sueño me ofrece visiones desconocidas para la luz del día, más vale dormir para que se nos presenten estas visiones, estos sueños deliciosos y prometedores, que maravillan a los visitantes procedentes de allá que saben y nos indican que la puerta está detrás (o delante), abajo (o arriba); la puerta que nos conducirá a la grata luz del día.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 135
 
 
Pero ¿quién es usted? ¿Por qué? ¿Es que no me ve? Le veo muy bien. ¿Entonces? ¿Se acuerda por casualidad de su nombre? ¡Mi nombre! He tenido tantos nombres...
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 136
 
 
Hay algo que debería estar haciendo, lo sé. Sí, de eso estoy seguro. ¿Qué? No es esto, no es aquí. Allí. ¿Allí? ¿Dónde? ¿Puede recordar eso? Sí, se trata de recordar. ¿Qué? No, a quién. Fue allí, lo sé. Tenemos que conseguirlo. Tenemos que recordar. ¿Nosotros? Es ley de Dios. Ah, ya veo. Bien, descanse un poco. No lo ha hecho mal para ser la primera vez que está despierto. Pero he estado mucho más despierto otras veces que ahora. Esto no es estar despierto en absoluto.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 136
 
 
Así que usted también es Dios, ¿no? Al igual que usted. No tiro tan alto, se lo aseguro. Imbécil. No tiene alternativa.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 139
 
 
¿El doctor X?
 
Le visitó ayer. Usted dice que lo vio.
 
No se le puede ver. Se lo he dicho. No está aquí.
 
Usted me ve, ¿no?
 
Sí, muy claramente.
 
¿Pero al doctor X no?
 
No, él es completamente sólido. Es todo animal. No hay luz en él, ni Dios, ni sol.
 
Bueno, yo no diría tanto.
 
¿Lo conoce? ¿Puede verlo? Quiero decir desde allí, desde la luz. Desde allí el doctor X ni siquiera existiría. Sólo los que despiden luz resultan visibles desde el país de la luz. A usted se le vería, sí; porque su luz arde, es una luz pequeña pero estable.
 
¿De qué luz habla?
 
De la luz de las estrellas.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 140
 
 
Despertar es dormir.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 142
 
 
Sea como fuere, profesor, debe aceptar que usted es quien es. Le estoy diciendo la verdad. Acéptelo e intente seguir adelante a partir de ahí. Pero seguir adelante implica que ya he empezado, y eso no significa nada para mí. No sería yo. Sería un sueño. Mi querido profesor, se trata de su vida... Una vida en sueños. Una vida que es un sueño. Un sueño... No, lo siento, no le dejaré dormirse de nuevo, por el momento. Debo dormir, quiero dormir. Pero no aquí, sino allí. Lo que dije antes no lo habría dicho de haber sabido lo que sé. Soy capaz de dormir para el resto de mi vida; de hecho, todos nos pasamos la vida dormidos. Sí. Usted también.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 142
 
 
La charla que pronunció aquella noche inició un proceso notable en mí muy similar al que se desencadenó en mi amigo más íntimo y, según hemos visto, en unos cuantos de nuestros conocidos. Pero cuesta definirlo. En mi caso, todo se originó definitivamente al escucharle a usted. ¿Será posible que usted no lo recuerde? ¿Es consciente la levadura de que es levadura? Supongo que no. O tal vez no se trata de eso, sino de la posibilidad de que un hombre, al realizar una disertación desde una tribuna en un estado de clara inspiración, conecte con un oyente que ha asistido al acto sin grandes expectativas, y establezca con él un vínculo sobre cuya naturaleza sabemos todavía muy poco. Pero escribirle, el hecho de sentarme a hilvanar palabras con la esperanza de que sean tan expresivas como las que empleó usted aquella noche, es como esparcir levadura o una sustancia química que ha empezado a obrar efecto en un sitio y se ha propagado por otros lugares tornándose cada vez más fuerte y estimulante.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 148
 
 
Nos preguntamos qué sucedió con los otros miembros del público. ¿Salieron con la sensación de que los habían dotado de una inteligencia nueva? ¿O fui yo la única?
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 149
 
 
Querido profesor Watkins:
Hemos acordado que sea yo quien le escriba. Usted no me conoce, o mejor dicho, no se acordará de mi nombre. Mantuvimos una breve conversación después de su conferencia. Espero refrescarle la memoria: todo empezó por algo que usted dijo. Actuó como un catalizador, hizo saltar una chispa, o algo por el estilo. Bueno, no fue un algo corriente ni obvio, y esto constituye la principal dificultad con que me encuentro al escribirle. Todo son imponderables. La charla que pronunció aquella noche inició un proceso notable en mí muy similar al que se desencadenó en mi amigo más íntimo y, según hemos visto, en unos cuantos de nuestros conocidos. Pero cuesta definirlo. En mi caso, todo se originó definitivamente al escucharle a usted. ¿Será posible que usted no lo recuerde? ¿Es consciente la levadura de que es levadura? Supongo que no. O tal vez no se trata de eso, sino de la posibilidad de que un hombre, al realizar una disertación desde una tribuna en un estado de clara inspiración, conecte con un oyente que ha asistido al acto sin grandes expectativas, y establezca con él un vínculo sobre cuya naturaleza sabemos todavía muy poco. Pero escribirle, el hecho de sentarme a hilvanar palabras con la esperanza de que sean tan expresivas como las que empleó usted aquella noche, es como esparcir levadura o una sustancia química que ha empezado a obrar efecto en un sitio y se ha propagado por otros lugares tornándose cada vez más fuerte y estimulante. Esta carta es como la pescadilla que se muerde la cola. A estas alturas ya debe de haber caído en la cuenta de que es indiferente que me conozca o no, porque no cuento individualmente. Y usted tampoco, por supuesto. Le escribo porque, por mi condición de jubilada, dispongo de más tiempo que mis amigos. Soy maestra y viuda, y mis hijos están ya muy crecidos. Por otra parte, nadie más podía escribirle, pues fui yo quien estuvo allí y despertó de sus sueños tan bruscamente como si me hubieran propinado una bofetada. Nos preguntamos qué sucedió con los otros miembros del público. ¿Salieron con la sensación de que los habían dotado de una inteligencia nueva? ¿O fui yo la única? Probablemente usted lo ignora, pero me resisto a creerlo. He escuchado muchas conferencias en mi vida, e incluso he impartido algunas. Para mí no representa una novedad el que la calidad de la conferencia o el conferenciante guarde apenas relación con las palabras que usa. Esto no significa que admire al demagogo o al predicador exaltado, en absoluto. Me refiero a otra cosa, a una cualidad distinta que desplegó usted esa noche. Habría dado lo mismo si lo que usted dijo aquella noche se hubiera oído mal. El contenido de su discurso me pareció interesante, desde luego; pero eso fue lo de menos. La esencia de lo ocurrido aquella noche y de lo que he ido aprendiendo desde entonces radica en el hecho de que una frase dicha como de pasada, una melodía familiar escuchada con especial atención, un pasaje de un libro que uno calificaría de corriente —incluso el martilleo de la lluvia en las ramas, o un trueno que retumba en medio de la noche, sonidos y visiones de lo más cotidianas—, en ocasiones poseen la cualidad que yo considero más valiosa ahora, para mí y para otros.
Y si no sabe a qué me refiero, entonces debemos aceptar como verdadera esa idea increíble de que no sólo el pájaro, el trueno, el relámpago, la música, la lluvia y las palabras de una canción de cuna como ésta:
 
¿Cuántas millas hasta Babilonia?
Ochenta más diez.
¿Podremos llegar al anochecer?
Sí, y volver de nuevo.
 
sino también un hombre hablando en una sala de conferencias horrorosa puede irradiar esta cualidad por él desconocida, del mismo modo que un pájaro se pasa todo el verano cantando sin percatarse de que sus trinos permanecerán para siempre en los oídos de un niño como la cristalización de una futura promesa.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 148
 
 
Recuerdo exactamente lo que usted dijo, porque estaba siguiendo su discurso muy atentamente a pesar de mi intranquilidad.
 
«Todo el mundo en esta sala cree, sin saberlo, o sin habérselo planteado —al menos se comporta como si lo creyera—, que los niños de hasta siete u ocho años pertenecen a una especie diferente de la nuestra. Vemos a los niños como criaturas a punto de ser corrompidas por lo mismo que nos corrompió a nosotros. Les hablamos y los tratamos como si estuviese en nuestras manos conseguir que sucedan cosas casi inimaginables. Hablamos de ellos como seres que llevan en sí la semilla de una raza superior a la nuestra. Y todos compartimos este sentimiento. Por eso en el terreno de la educación abundan los desencuentros y las disputas enconadas, y por eso no hay una sola persona en ningún país que esté satisfecho con lo que se ofrece a los niños (excepto, claro está, en las dictaduras, donde se les educa según las necesidades del Estado). Nos hemos acostumbrado a este hecho y no nos percatamos de lo extraordinario que es. En el caso de otras especies basta con enseñarles a las crías a sobrevivir, a adquirir la destreza de sus mayores y los conocimientos prácticos suficientes. Mas sucede que cada generación profiere un gemido de angustia en algún punto determinado, como si la hubieran traicionado, vendido, estafado. Todas las generaciones sueñan con algo mejor para sus hijos, y todas se toman la llegada a la edad adulta de sus jóvenes con una desilusión profunda y secreta, aunque se trate de jóvenes que la misma sociedad ensalza como modelos. Todo esto se debe a la creencia arraigada, pero inconsciente, de que es posible algo mejor que uno mismo. Es como si los jóvenes evolucionasen hacia la adultez en una especie de carrera de obstáculos en que arrostran toda clase de peligros, mientras sus mayores se esfuerzan valerosa pero inútilmente por brindarles un futuro mejor. Una vez que alcanzan la madurez, hacen causa común con sus padres, vuelven la vista atrás hacia su infancia y siguen el crecimiento de sus hijos con la misma angustia estéril. ¿Lograremos impedir que estos niños se echen a perder como nosotros? ¿Cómo evitarlo? ¿Quién no ha leído al menos una vez en los ojos de un niño la crítica, la hostilidad, la sombría conciencia del prisionero? Esta actitud sólo se aprecia en ellos cuando son todavía muy jóvenes; es decir, mucho antes de que se alineen con los padres, antes incluso de que su individualidad se vea eclipsada por lo que los padres dicen que es, por su “esto está bien y esto mal”.» El encuentro de aquella noche de padres preocupados por ofrecer a sus hijos algo mejor, una «educación» mejor, no fue ni más ni menos que un reflejo del fenómeno que se repite en cada generación. Todos los que le escuchaban, sentados en aquellas sillas duras, estaban atormentados por la sensación de que no habían desarrollado todo su potencial. Algo había ido mal. Un doloroso y equivocado proceso se había completado, y ellos, después de haber cursado unos estudios caros —la mayoría de los presentes pertenecía a la clase media—, habían quedado convertidos en seres deficientes, incompletos y en muchos casos claramente desviados. Así pues, no hacíamos sino seguir los pasos de las generaciones anteriores; y ahora mirábamos a nuestros niños como si poseyesen las cualidades necesarias para llegar a ser —siempre y cuando les proporcionáramos la educación apropiada— seres completamente diferentes de nosotros, mejores, más valientes, y alegres. Eso y mucho más: nos parecían cachorros de otra especie, libres, sin miedo, con todo un mar de posibilidades ante ellos, rebosantes de esa cualidad que todo el mundo reconoce, aunque nadie ha sabido definir, cualidad que todos los adultos pierden y saben que pierden.
Todo esto dijo usted, entre muchas otras cosas.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 152
 
 
«La función de la educación consiste en alimentar esa curiosidad viva y audaz de los niños y evitar que se extinga. En eso consiste la educación.»
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 154
 
 
Yo, en cambio, continuaba despierta, como si hubiera recibido una inyección de adrenalina. No dormí. Me senté junto a la ventana aquella noche, pensando: «No lo olvides, no dejes escapar la oportunidad.» Algo extraordinario sucedió. Tal vez esa noche, sentada contemplando un jardín de un barrio residencial, me retrotraje a la época en que contaba tres, cuatro, cinco años, cuando era una criatura muy diferente de aquella en la que estaba destinada a convertirse. Reconstruí mi infancia. Me vinieron a la mente detalles que había olvidado, cosas que habían sucedido antes de que «las sombras opresivas» vinieran a atraparme. Y cuando volví a casa, a mi piso de Londres, esto permaneció en mi mente. ¿Qué precisamente? No lo que usted dijo, sino la impresión que dejó en mí la esencia de su discurso. Y era como el recuerdo de algo que había interiorizado. Me asaltó el temor a olvidar otra vez, a dejar escapar mis vivencias de niña. Era una sensación similar a la que se experimenta al despertar de un sueño intenso y que uno sabe trascendente para sí o para un amigo íntimo. Abres los ojos luchando por retener el sueño, su esencia y contextura; a pesar de todo, a los pocos minutos ese país onírico se desvanece, y su sabor y realidad se diluyen en la vida ordinaria. Todo lo que queda es una certeza intelectual encerrada en una frase. Quieres recordar. Tratas de recordar. Cuentas con unas cuantas frases que ofrecer a un amigo o repetirte a ti mismo. Pero la realidad se ha ido, se ha evaporado. Y, no obstante, yo recordaba. Era como si, en cualquier instante del día en que me apeteciera revivirlo, se tendiese un puente entre lo que usted sostenía respecto a los niños, a nosotros, y el pulso de los tiempos en que vivíamos. Empecé a buscar conscientemente esa cualidad en otros momentos cotidianos, como probando a alear un metal con otro, a mezclar una sustancia con otra en apariencia distinta. Esa noche había supuesto para mí una inyección de adrenalina, y ahora me encontraba inquieta, explorando con ansia febril, temerosa de que esta inquietud se difuminase como la inspiración que sigue a ese gran sueño, devolviéndome a mi aturdimiento habitual.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 155
 
 
Estuve, como he dicho, indagando, vigilando, buscando semiconscientemente esa «cualidad» que yo llamo «longitud de onda» porque producía el mismo efecto que tocar de pronto un cable de alta tensión, que vibrar con una corriente de frecuencia distinta en la que lo familiar se volvía transparente. Y cuando al fin surgió, no la reconocí al instante.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 156
 
A menudo, cuando uno lee un libro, cae en la cuenta de que las palabras están muertas y lucha por acabarlo o lo deja, ya que el interés ha decaído. Otras veces, el mismo libro se nos antoja lleno de sentido, y extraemos mensajes e ideas de cada frase e incluso de cada palabra, y leer provoca en nosotros una buena descarga de adrenalina.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 157
 
 
Cerca de la entrada de la universidad, por la que paso a menudo desde que vivo aquí, me detuve a mirar los grandes pórticos, los pilares, la pomposidad del lugar, y se me ocurrió que es esta formalidad tan impersonal la que mejor identifica a un centro de enseñanza, y que esta atmósfera condicionará el pensamiento de los jóvenes que se eduquen aquí. Avisté a un hombre que bajaba por la escalera; pero era la hora de salir, y un río de personas descendía hacia las puertas. Los contemplé distraídamente, pensando en lo insignificantes que se vuelven estas personas fuera de estos fríos edificios que en teoría están a su servicio, aunque ni un solo estudiante creería jamás que los seres humanos son más importantes que las instituciones. Las palabras, los profesores, los textos afirman una cosa; los edificios proclaman lo contrario.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 157
 
 
Hace ya veinticinco años que mi hermana Marjorie me habló de él. Se encontraba en Grecia con su marido, un arqueólogo. Este contrajo allí una enfermedad de la sangre que lo postró en cama durante mucho tiempo hasta que murió. Fue entonces cuando ella conoció a Frederick Larson, amigo de su marido y arqueólogo como él, que había pedido un largo permiso para velar a su colega en su agonía. Mi hermana estaba tan sola y desesperada que me escribía dos o tres cartas muy extensas por semana. En ellas se deshacía en elogios de este amigo maravilloso de su marido moribundo, de su amabilidad, su paciencia y demás virtudes. Me contó todo sobre él: su vida, aquello por lo que había luchado, su educación, todo. En suma, yo lo sabía absolutamente todo respecto a él, y él todo respecto a mí; quizá porque no había razón alguna para que nos conociéramos en persona. Éramos el uno para el otro como personajes de una larga novela por entregas; aunque la historia se escribe mientras uno lee. Estábamos enterados de los detalles más íntimos del otro. Y no es la primera vez —ni la última— que he establecido esta clase de relación con gente que nunca he visto. Ahora me pregunto si dos personas que alcanzan este grado extraordinario de intimidad por medio de terceros están predestinadas a encontrarse.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 158
 
 
—Pero sería un edificio para gigantes —observé. —«Había gigantes en aquel tiempo» —citó él, riendo.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 160
 
 
La característica más destacada de una civilización extraordinaria: se concede la misma importancia a todos los sucesos, desde la guerra hasta un juego, así como el tiempo, la agricultura, las modas o una investigación policial.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 161
 
 
Mi teoría sostiene que, en esta utilización de la música, si consiguiésemos entenderla, radicaría la clave de su civilización.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 162
 
 
A veces hay que correr el riesgo de poner a la gente en una situación embarazosa, exigiéndoles más de lo que están dispuestos o en condiciones de dar.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 199
 
 
Nuestro amor brotó en el seno del grupo, como una flor, a pesar de que algunos camaradas no lo aprobaban, ya que según ellos en una guerra como ésta no había lugar para idilios. Las críticas se expresaban con franqueza, sin odios ni ánimo de herir. No nos callábamos nada. No había objeciones que no nos atreviéramos a plantear, por duras que fuesen, y siempre redundaban en beneficio de todos, lo que constituía nuestra contribución más grande a esta guerra, que no se libraba sólo contra las lacras que asolaban nuestra nación (mientras estuve con ellos me sentí yugoslavo), es decir, contra los colaboracionistas, los chetniks o los ricos egoístas, sino contra todas las injusticias del mundo. En esas altas montañas se luchaba contra el Mal y estábamos seguros de salir vencedores, pues las estrellas estaban de nuestra parte. La victoria llegaría finalmente cuando el pobre, el manso y el humilde hubiesen heredado la Tierra, y sólo entonces el león habitaría junto al cordero y una maravillosa armonía reinaría al fin en toda la Tierra. Sabíamos todo esto porque era como si nos acordáramos de ello. Además, ¿acaso no lo habíamos hecho ya realidad? Con fusiles en las manos, granadas en los bolsillos y nitroglicerina en las mochilas, nos deslizábamos con sigilo como bandidos bajo árboles que semejaban torres, conscientes en todo instante de que portábamos la semilla de un mundo mejor, si bien nosotros mismos, como individuos, carecíamos de toda relevancia, y nuestra vida no valía prácticamente nada... La mayoría de los hombres y las mujeres con quienes conviví y luché esos meses murió. Ya contaban con ello; mas no importaba, puesto que la sangre derramada no se perdía. La fraternidad había finalmente arraigado en los hombres, el comunismo y su estrella roj a representaban la gran esperanza que iluminaba con su luz a todos los pobres, a todos los que sufrían en cualquier parte del mundo. El amor entre la muchacha partisana y yo se desenvolvía en el marco de ese gran amor general. Apenas hablábamos de ello, apenas pasábamos ratos a solas; éramos soldados y pensábamos como soldados. Cuando nos encontrábamos los dos solos, no era porque lo hubiésemos planeado, sino porque la casualidad, las necesidades colectivas, nos empujaban a juntarnos para ir en busca de suministros o alimentos a algún pueblo abandonado; a pesar de todo, no olvidábamos que estábamos de servicio y actuábamos de forma responsable. No recuerdo cuándo la besé por primera vez, pero sí recuerdo que bromeábamos sobre el hecho de que habíamos tardado tanto en damos el primer beso. Nos acostamos juntos una vez, atormentados por la tristeza, al enteramos de que faltaba una semana para que mi misión en Yugoslavia —al lado de Konstantina— llegase a su fin.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 214
 
 
Si los recuerdos de guerra nos parecen terriblemente preciosos, se debe principalmente a que es entonces cuando uno cobra conciencia de lo que en tiempos de paz no habría que olvidar: que «hasta un cocinero debe aprender a gobernar un Estado». En tiempos turbulentos todo el mundo, incluidos el empleado más humilde y el ama de casa más recluida, descubre de qué es capaz.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 217
 
 
Todo ser humano despliega cientos de talentos y habilidades simplemente si se le brinda la oportunidad de ponerlos en práctica.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 217
 
 
No fueron los únicos lugareños que se acercaron a hurtadillas para incorporarse a nuestra partida. Con este sistema de reclutamiento, nuestro grupo alcanzó los treinta integrantes, cada vez más jóvenes. Los «viejos» solían bromear a costa de los «novatos». Milos era «un viejo». Tenía veinticuatro años.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 218
 
 
Si la gente estuviera dotada de una vista lo bastante aguda, habría notado que a Violet la consumían llamas de odio, un fuego siniestro. La envolvía un aura de odio que sólo ella conocía.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 231
 
 
Todo se rige por los mismos principios. Y eso es todo lo que tengo que decir, doctor. ¿Por qué no lo entiende?
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 247
 
 
—Mi sensación de apremio —prosiguió el profesor— obedece a que he conseguido recordar que lo que tengo que rescatar de mi memoria es algo relacionado con el tiempo que se acaba. En eso consiste la ansiedad para muchas personas. Saben que tienen que hacer algo, que deberían hacer algo además de vivir al día, ponerse pintura en la cara, pintar las paredes de la cueva y jugarles bromas pesadas a los amigos. No, tienen que hacer algo antes de morir; a eso se debe que estén llenas las clínicas mentales y que la industria farmacéutica florezca.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 250
 
 
—Pero a lo mejor descubres que no eres más que ese tal profesor Watkins.
—Sé que corro un riesgo. Lo sé bien. Tal vez el choque me haga olvidar lo que ahora sé; que debo cambiar de vida.
—Sí, pero ¿cómo? Todos pensamos eso, lo pensamos todo el tiempo. Sé que ésa es la clave de todo, pero ¿cómo?
—Hay algo que debo alcanzar. Tengo que difundirlo. Aunque la gente no sea consciente de ello, es como si respirase a diario aire envenenado. No están despiertos. Se golpearon la cabeza hace tiempo y no saben que por eso viven atontados y matándose unos a otros.
—Como Eliza Frensham después del electrochoque.
—O como yo mismo después de las nueve, mañana. Sí, lo sé.
—Pero ¿no hay manera de seguir siendo diferentes? ¿No hay forma de escapar? Si lo averiguas, ¿me sacarás de aquí?
—Todo depende del tiempo, de la sincronía, ¿sabes? Hay veces que resulta más fácil escapar que otras...
—¡Señorita Stoke! —llamó la enfermera desde la puerta.
—Voy—respondió la muchacha—. Le he dicho que ya venía, y ya voy.
Se levantó y se quedó de pie junto a la cabecera del hombre de la radio.
—Siempre hay gente en el mundo que lo sabe —aseveró el profesor—. Pero callan. Actúan discretamente, salvando a la gente que saben que ha caído en la trampa. Para éstos es como volver en sí después de haber inhalado cloroformo. Se percatan de que han pasado toda la vida dormidos, soñando, y que ahora les toca aprender las reglas del tiempo. Son ellos quienes empiezan a vivir sin atraer la atención de la gente, como lo haría un puñado de hombres si el resto de los habitantes del planeta fueran monos, pero monos con la posibilidad de pensar como seres humanos. En el cerebro dañado de esos pobres monos hay un conocimiento semienterrado. A veces piensan que, si supieran cómo, que si lograran recordar, podrían salir de la trampa y dejar de ser zombis. Algo así es lo que me ocurre, Violet, y yo tengo que arriesgarme.
 
Doris Lessing
Instrucciones para un descenso al infierno, página 250
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

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