David Malouf

"De repente mi cabeza se llena de toda clase de flores. Brotan de la tierra, en campos profundos, y se mecen hasta perderse de vista. Sólo he de nombrar las flores, sin saber siquiera qué aspecto tienen, el color, la forma, el número de pétalos, y aparece el capullo, se abren y expande su fragancia en mi mente, se despliegan a partir de las sílabas secretas mientras deposito las semillas en mi lengua y les doy mi aliento. Haré así jardines enteros. Soy Flora. Soy Perséfone. Ahora conozco la manera de hacerlo. Todo lo que se requiere es creer."

David Malouf
Una vida imaginaria


"En algún lugar en las profundidades del sueño, su espíritu había cruzado para no volver, o quizá lo hubieran raptado y transformado. Al inclinarse y elegir una piedra para su honda, la primera adquirió un nuevo peso en su mano; la segunda, una tensión distinta. Era hijo de su padre, era mortal. Había entrado en el arduo mundo de los hombres, donde los actos del hombre lo siguen allá donde va en forma de historia. Un mundo de dolor, pérdida, dependencia, estallidos de violencia y euforia; de fatalidad y contradicciones fatales, de anhelantes saltos hacia lo desconocido y, por último, de muerte: la muerte de un héroe a plena luz del sol bajo la atenta mirada de dioses y hombres para la que el yo despiadado, el cuerpo endurecido, debía ejercitarse y prepararse a diario.
La brisa le roza la frente. Allá lejos, donde el golfo se ahonda, se forman pequeñas olas, se arremolinan y finalmente mueren, mientras otras nuevas las reemplazan. Todo se repite y seguirá repitiéndose hasta la eternidad, esté él allí o no para observarlo: eso es lo que ve.
En la visión a largo plazo que otorga el paso del tiempo, quizá incluso él haya desaparecido. Es el tiempo, no el espacio, lo que observa fijamente.
Durante nueve años, inviernos y veranos, han permanecido encerradas aquí en la playa esas vastas hordas de griegos de todos los clanes y reinos: de Argos, Esparta y Boecia, Eubea, Creta, Ítaca, Cos y otras islas o, como él y sus hombres, sus mirmidones, de Ftía. Días, años, una estación tras otra. Un infinito entretanto en el que debes mantener tus armas en condiciones óptimas y a tu yo más astuto tenso como la cuerda de un arco durante largos períodos de pereza, de una espera paciente e inquieta, de vergonzosas reyertas, de fanfarronadas y habladurías impropias de hombres.
Semejante vida es mortal para el espíritu de un guerrero, alguien que, para soportar lo más difícil, necesita acción:
el batir de las armas que resuelve una pelea con rapidez y envía de nuevo a un hombre, ya con el espíritu renovado, a convertirse una vez más en un buen agricultor.
Una guerra debe librarse con rapidez y determinación. Como máximo en treinta días, en las semanas que van de los primeros brotes primaverales a la recolección, cuando el maíz está reseco y maduro para el hierro enemigo, para volver de nuevo al ritmo aborregado de la vida de agricultor. A los días del calendario y todo lo que con ellos llega; a la siembra y el arado y la cosecha del cereal. A vagabundear calzando tus viejas sandalias por los campos golpeados por el sol, cubiertos de hierba seca, y el olor a menta silvestre bajo los pies."

David Malouf
Rescate



"Era un río ancho, de este lado hacía sol y la otra orilla se hundía en sombras. Digger tenía el sedal en la mano y tiraba del hilo de vez en cuando, pero no estaba pescando. Cuando Digger se ponía con algo, se abstraía por completo. Bajo el viejo sombrero de fieltro, su cuerpo entero se concentraba de tal forma que uno podía notarlo desde lejos; casi daba miedo. Ahora mismo, estaba absorto en la conversación con ese otro tío. El sedal era una coartada para escuchar más tranquilo.
Jenny hizo una mueca. Bizqueó y plegó la lengua por encima del labio. Se pasó la mano por la parte de atrás de la cabeza, donde llevaba el pelo corto como un hombre.
—Venga Digg —dijo en voz alta—. Vale ya.
Los dos hombres estaban sentados separados, pero tenían las cabezas juntas:
Digger, con su viejo jersey suelto en los codos y con un buen par de agujeros que Jenny un día iba a remendar, y el otro tío, Vic, con su abrigo elegante. Eran de la misma edad pero Vic parecía más joven porque cuidaba su aspecto. Iba siempre de punta en blanco. Los zapatos nuevos, bien lustrados, apoyados en el suelo con delicadeza. Jenny se había fijado en los zapatos porque traía siempre unos distintos, debía de tener docenas.
Entrecerró los párpados, tratando de pescar la esencia de la conversación. Ya era la tercera vez que aquel tío venía de visita esa semana. Jenny no alcanzaba a oírlos, no desde tan lejos, pero si hacía un esfuerzo a veces captaba algo. Tampoco siempre. Después de un par de minutos sin pillar nada, soltó un bufido, se levantó, fue a la cocina detrás de los anaqueles de la tienda y echó una mirada al horno.
Eso sí que pintaba bien. Los bollos. Eran su especialidad. Y le estaban quedando muy bien.
Volvió fuera y se acodó en el mostrador de linóleo, pero justo empezaba a ponerse cómoda cuando dos urracas bajaron aleteando y se posaron en la cuerda de la ropa, mirando a un lado y al otro, al acecho. Hasta ahí había llegado el alivio.
Estaba en guerra con las urracas. Libraba un montón de guerras, pero esa era la más feroz y continua.
Detestaba a esos bicharracos negros y blancos, con sus ojillos y sus picos puntiagudos, y se preguntaba qué hacían en este mundo aparte de atormentar a criaturas más pequeñas. Se paseaban por el jardín como si fueran las dueñas y propietarias. Como si tuvieran autoridad para espiar, patrullar, picotear y castigar a otros. Como las malditas monjas. Blancas y negras."

David Malouf
El gran mundo


"Qué otra cosa debería ser nuestra vida sino una serie continua de comienzos..."

David Malouf









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