José López Rubio

"Ana (después de pensar): Pues, no... (Los tres la miran, sorprendidos.) ¿Qué vida me esperaría después de esto?... Convaleciente de una herida de bala, causada por mi marido, en el lugar de una cita culpable. Protagonista de una campanada... Primera plana de la prensa sensacionalista... ¿Quién iba a saludarme después de esto? Una vive en su mundo. Y ese mundo, aunque sólo fuera porque no creyesen que tenía algo que ocultar, me volvería la espalda.
Martín. (buscando una solución): Hay viajes..., libros.
Ana. Después de éste, ya, ¿qué viaje? Y, ¿qué libro podría encontrar, después, más apasionante? Y, los recuerdos... ¿Cómo librarme de ellos? ¿Cómo soportar lo torpe de mi vida anterior y lo falso del crimen? Porque mi marido, al disparar, pensaba en él, y en sus amigos, más que en sí mismo, al encontrarme en los brazos de un hombre que, un minuto antes, juraba que me seguiría amando hasta más allá de la muerte... (A Leonardo, con una sonrisa.) ¿No era eso?
Leonardo. (confuso): Te dije que como entonces...
Ana. Y, entonces, ya, no me querías... ¿Con todas las mujeres, al estrecharlas entre los brazos, has medido tan bien las condiciones, como si se tratara de un contrato? ¡Qué triste amor el tuyo si nunca te han sonado a verdad tus propias mentiras! ... ¡Si no se te ha escapado el corazón ni un solo minuto!... ¿O era sólo conmigo con quien, antes de avanzar un paso, te estabas cubriendo, ya, la retirada? (Espera un instante la respuesta de Leonardo. Este, calla. Ana se vuelve a Martín.) ¿Comprende usted, ahora, por qué no quiero ser, de los cuatro, la que vuelva a la vida? He ido a caer, por despecho, del hombre que se desentendía de mí, en los brazos de otro para quien nunca había significado nada... Mi pecado, es el peor de todos... Es el pecado inútil."

José López Rubio
La otra orilla


"El caso fue que, al cabo de los siete sermones, gracias a la facilidad con que Roque decía y el barniz de verdad que le daba a todo, el auditorio salía convencido de que se debe robar, de que se debe matar, de que se debe prestar con usura, de que se debe holgar; de todo un poco... Pero no convencidos por el lado malo, sino por el bueno, dando una vuelta inexplicable a la moral. Es como si Roque, implícitamente, hubiera demostrado que el asa de una taza no está a la derecha ni a la izquierda de la taza, y que de todas partes se puede coger la taza de la verdad. En el último sermón, en el que tocaba a la pereza, Roque dijo que él nunca estaba ocioso, y que en un viaje, donde nadie se ocupaba más que de ver pasar los árboles, había descubierto la razón del movimiento de nuestro planeta.
Aquel descubrimiento causó un efecto magnífico. Era la primera vez que de aquel pueblo salía, no ya un descubri­miento, sino ni un hecho curioso ni un político insigne, nada que diera que hablar a los periódicos. Ese deseo dormido de los pueblos por tener una estatua en su plaza principal, comenzó a despabilarse.
Naturalmente, la teoría era la del sabio compañero de via­je de Roque, allá en Francia, que desapareció, dejándose en el vagón la maleta y la teoría.
Aquel crepúsculo había sido tan definitivo, tan perfecto, que se marchó en él el sol tan de rondón, como si no fuera a amanecer nunca más. Roque sintió en aquel crepúsculo una angustia infinita, y se acordó de Josué. Ahora sí que era nece­sario detener el sol que caía como si le hubieran cazado de un tiro, en el aire. La gente no se daba cuenta de que se iba a que­dar sin sol para siempre. No había más que verlo colarse por el horizonte, no había más que ver cómo los montes le cla­vaban la dentellada de sus picadas y lo triste, lo desolado que se quedaba el mundo, después de aquel atardecer indu­dable.
Pronto no quedó más que un gajo de sol, asomando un amarillo triste, apagado, frío. Luego, ni eso. Subió de la tie­rra la oscuridad, trepó por los árboles, envolvió las pisadas, tapó los tejados. £1 mundo se llenaba de negrura de carbón, en la noche negra, sin luna. Sólo alguna ventana daba su luz triste, cuadrada, al paisaje. Era una luz que no iba a ningún sitio, que era como una voz sin respuesta o sin eco, porque la oscuridad se tragaba la luz de la ventana antes de que llegara a la tierra, a extender en el suelo su alfombrilla de pies de la cama.
Roque lloró, por ser el único que se daba cuenta de aquel crepúsculo triste. A él le tocaba ser el Jeremías de aquella amar­gura.
Se sentó en un mojón de la carretera, se cubrió la cara ardiente con las manos heladas por aquel frío negro, y lloró largo rato.
Al volver a casa, sólo le resignó la idea de un buen negocio que se le acababa de ocurrir. Había que aprovechar el apagón del mundo. Mañana, cuando los hombres esperasen, inútil­mente, la salida del sol. "

José López Rubio
Roque Six



"El señor Ramos.—Sí. (Un silencio.) ¿Han encontrado ustedes sus últimas disposiciones?
(Paula y Germán se miran.)
Germán.—No.
El señor Ramos.—Es raro. Tiene que haber .. ¿Ni una copia de su testamento?
Paula. (Sorprendida.)—¿Su testamento?
El señor Ramos.—Una de las últimas veces que fue a verme, me dijo que había dejado su testamento en el notario... Hará poco más de un mes. -
Germán.—Bueno, en realidad, nosotros casi no hemos visto nada. (Señala lo que hay sobre la mesa.)—Ahí está lo que había en su mesa y en su armario.
El señor Ramos. (Indicando los papeles de la papelera.)— ¿Y aquellos papeles arrugados?
Paula. (Señalando.)—Estaba en ese cesto. Como ya le he dicho, se pasó varias horas escribiendo en su habitación... Pensamos que, quizá...
Germán.—Apenas empezar encontramos esta nota... (Toma de la mesa la hoja de papel.) con el nombre de usted y su dirección, para que se le avisase en cualquier caso... Le llamé inmediatamente, y lo hemos dejado todo así, sin tocar nada, hasta que usted llegase. (Ofrece el papel al señor Ramos. Este lo toma, saca sus lentes y lo lee. Al terminar de leer, se quita los lentes mientras suspira, afectado. Devuelve el papel a Getimán. Este, sin tomar el papel.) No. Guárdela usted, por si puede hacer falta. Está bien clara. Usted es la persona de toda su confianza.
(El señor Ramos mira otra vez la nota, la dobla cuidadosamente y la guarda en un bolsillo interior de su americana. Vuelve a suspirar.)
El señor Ramos.— Nos conocíamos desde hace muchos años. Quiso que yo me ocupase de la administración de sus bienes. Yo lo hacía por tratarse de él y, como amigo, desinteresadamente. Cuando se retiró, me dijo que no quería quebraderos de cabeza, que deseaba vivir tranquilo, sin preocupaciones, los años que Dios dispusiese... Nunca le gustaron mucho los números."

José López Rubio
Las manos son inocentes



ENRIQUE: Celos en el buen sentido de la palabra. Hasta luego.

(Sale por la izquierda. ISABEL y BERNARDO le ven salir y se miran después. Dan tiempo a que ENRIQUE no les pueda oír. BERNARDO está inquieto.)

BERNARDO: (En voz baja, receloso.) ¿Estás segura de que no sospecha nada?

ISABEL: ¿No lo ves?

BERNARDO: Porque lo veo, me parece imposible que...

(ISABEL se acerca a BERNARDO amorosamente y le pone un dedo en los labios.)

ISABEL: No temas. Tiene demasiada imaginación para fijarse en lo que está delante. Nunca lee un libro como debe leerse. Mira las páginas nada más, y las comprende, sin detenerse en las palabras. Cuando hablo con él, me contesta a lo que aún no le he dicho.

BERNARDO: Porque sabe lo que le vas a decir...

ISABEL: Porque prefiere inventar. No escucha nunca, porque se está escuchando a sí mismo. En los conciertos se tapa los oídos con una música que le suena a él dentro. En el teatro ve otra comedia distinta a la que se está representando...

BERNARDO: ¿Pero no tiene ojos?

ISABEL: Tiene siempre delante de los ojos un espejo, donde se está mirando a todas horas, en todas las cosas...

BERNARDO: ¿Y cuando está contigo?

ISABEL: Menos aún. ¿No comprendes? Para él yo no soy sino su propia pasión. Conmigo, él se sigue amando en mí... Por eso no hemos tenido hijos...

BERNARDO: Pero si te tiene a su lado...
ISABEL: Su lado está siempre lejano.

(...)

ISABEL: Enrique no resultó ser el que yo creí que era cuando me casé. Para conquistar a una mujer, el hombre representa un papel que se cansa de seguir interpretando ya conseguido su objeto. Hasta después de nuestra boda yo no conocí bien a mi marido. Y cuando se conoce bien a una persona, es que se descubre que es otra distinta. A esa otra persona, a ese hombre distinto, yo no le debía amor ni fidelidad. Yo no les prometí nada a los defectos a las manías, a los egoísmos... Yo no me había casado con lo que ignoraba...

BERNARDO: Y entonces te fijaste en mí...

ISABEL: Perdona. Me fijé en que te fijabas en mí. Hasta entonces me había respetado a mí misma. Me había resignado a soportar la farsa, a tomar cartas en ese juego que es la vida para él... Y, más tarde, a la humillación de oír, en sus comedias, las frases de amor que yo le había inspirado. En el mismo momento de decirlas, la profesión podía más que su amor. Las grababa en la memoria para poder comerciar con ellas, para ponerlas en otros labios, para otras mujeres... No me quería a mí sola. Les regalaba a sus mujeres inventadas las palabras que yo creí que eran solo mías... Es lo que deben sentir las mujeres cuando ven que otra mujer lleva sus alhajas, las que él le regaló... Cada escena de amor de sus comedias es una profanación de nuestras horas de amor. Me explico la vergüenza de las modelos, no de desnudarse delante del pintor, sino de verse en el cuadro, desnudas para siempre, aunque sea con otra cara.

José López Rubio
Celos del aire



"Enrique.—¡Naturalmente! Yo soy un hombre de la ciu­dad y no claudico nunca de mis prerrogativas ni en el cam­po ni en una isla desierta. Llevo conmigo el horario de las gentes civilizadas. No comprendo por qué ha de olvidarse uno de sus principios sólo porque haya unos cuantos árbo­les más... o que se tenga uno que despertar porque se le ocurre cantar a un gallo al amanecer.
Bernardo.— ¡Ah! ¿Lo has oído? Te despertará todas las mañanas, a la misma hora, como a mí.
Enrique.—No. No me volverá a despertar. Ni a ti tam­poco. Le he tirado desde la ventana una botella de agua mineral.
Bernardo.—¿Le has dado?
Enrique.—Creo que sí. Por lo menos, le he dado a una cosa con plumas...
Bernardo.—A lo mejor era una gallina.
Enrique.—Puede.
Bernardo.—¿Tú no distingues un gallo de una gallina?
Enrique.—No. Yo soy un caballero. Y tú, en vez de pres­tar a la Naturaleza una curiosidad morbosa, debías atender a tus ocupaciones.
Bernardo.—Que son...
Enrique.—Hacerle al amor a Isabel. (A Isabel.) ¿Ver­dad?
Isabela.—(Indiferente.) Sí.
Enrique.—(Desesperado.) ¡Así, no es posible! Debíais tener alguna consideración para la pobre Cristina. ¿Cómo va a sospechar de vosotros sin motivo?
Bernardo.—Siempre sospecha sin motivo.
Enrique. — De ti, sí. Pero de ésta... ¿No te da ver­güenza?
Isabel.— ¡ Enrique!
Enrique.— ¡Si es verdad!... No parece sino que el flir­tear contigo un par de días sea una cosa desagradable. (A Bernardo.) Te advierto que de ella se ha enamorado mu­cha gente. Y que suele recibir ramos de rosas amarillas, no sabemos de quién. Y cuando nos casamos, estuvo a punto de suicidarse un ingeniero... (A Isabel.) ¿Cómo se llamaba?
Isabel.—No me acuerdo.
Enrique.—(A Bernardo.) Sí, hombre... Uno alto, con lentes, que iba mucho al «Golf»...
Bernardo.—¿Palacios?
Enrique.—No, Ese no es ingeniero... Se llama... Bue­no, lo mismo da. No cambiéis de conversación.
Bernardo.— ¡Si estamos esperando tus órdenes! Dijiste que lo dispondrías todo.
Enrique.—Ya comprenderás que lo hago por ti, y ésta, lo mismo. Porque somos unos buenos amigos y tenemos que pagar de algún modo el pan que comemos en esta casa, que, por cierto, no es muy allá... El esfuerzo de ima­ginación que estoy haciendo podía emplearlo en una co­media, que luego le gustaría mucho a ese señor con barba, que es el único que paga en mis estrenos.
Bernardo.—¿Qué señor con barba?
Enrique.—¿Cuál va a ser? ¡El último que queda! Yo pienso en él siempre que escribo, porque es lo que se llama el público sano. Bueno, y basta. Ahora voy a arre­glaros una cita misteriosa en algún sitio.
Bernardo.—¿Dónde?
Enrique.—Para empezar, no muy lejos. Donde haya el romanticismo indispensable. Por ejemplo, una barca, en el lago."

José López Rubio
Celos del aire

























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