Kalévala

He aquí que en mi alma se despierta un deseo, que en mi
cerebro surge un pensamiento: quiero cantar, quiero modular
mis palabras entonando un canto nacional, un canto familiar.
Las frases se derriten en mi boca, los discursos se atropellan;
desbordan mi lengua, se expanden alrededor de mis dientes.
Antaño, mi padre me ha cantado esas mismas palabras tallando
el mango de su hacha; mi madre me las enseñó haciendo girar
el huso. Yo entonces no era más que un niño, una pobre
criatura inútil que se arrastraba por el suelo a los pies de la nodriza, con la barbilla goteante de leche. Pero hay otras palabras
además: palabras que yo he recogido en las fuentes de la
ciencia, encontrado a lo largo de los caminos, arrancado entre
las malezas, desgajado de los árboles en las altas ramas y
amontonado al borde de los senderos, cuando en mi infancia iba
a guardar los rebaños entre los pastizales con arroyos de miel y
las colinas de oro.
También el frío me ha cantado versos y la lluvia me trajo sus
runas; los vientos del ciclo y las olas del mar me han hecho oír
su poema; los pájaros me enseñaron su trino, y los árboles
desmelenados me han invitado a sus conciertos.
¡Sí! Yo cantaré un canto magnífico, un canto espléndido, cuando
haya comido el pan de centeno y haya bebido la áspera cerveza. Y si la cerveza me falta, mi lengua seca invocará al rocío;
y cantaré para alegrar la noche, para celebrar el esplendor del
día. ¡Cantaré hasta la aurora para brizar la salida del sol!

El Kalévala



IV. Wäinämöinen en Pohjola

El viejo, el impasible Wäinämöinen, flotó como una rama de abeto durante seis días, durante siete noches de estío, a través del vasto abismo. Delante de él se extiende el húmedo mar; sobre su cabeza fulge el cielo. Y todavía flota dos noches más, dos de los más largos días. Al fin, al octavo día, tras la noche novena, se sintió fatigado y débil, porque ya no tenía uñas en los pies ni piel sobre los dedos. Entonces el viejo Wäinämöinen dijo: “¡Ay, pobre y desdichado de mí; ay, miserable! Heme aquí, lejos de mi país, despojado de mi antigua mansión, para pasar el resto de mis días bajo la bóveda celeste, arrastrado por el espacio sin límites, sobre este mar sin orillas. Frías están para mí las crestas de las olas; doloroso es verse suspendido eternamente a lomos del oleaje”. De pronto, de las colinas de Laponia, de las regiones del nordeste, un águila tendió el vuelo. Con un ala roza el mar, con la otra barre el cielo; su cola se desliza sobre las ondas, su pico rasa las islas. Y vio a Wäinämöinen errante sobre la superficie azul del mar. “¿Qué haces en el agua, oh héroe, qué haces en medio de las olas?”. El viejo, el impasible Wäinämöinen, respondió: “Me encuentro así en el agua, errante sobre las olas, por haber ido en pos de la doncella de Pohjola. Rápidamente bordeaba el mar de fundidos hielos, cuando de pronto mi caballo fue alcanzado por una flecha lanzada contra mí. Entonces rodé al mar, caí en medio del agua, para ser aquí mecido, empujado por el viento”. El águila, el ave del aire, dijo: “Cesa de gemir, oh Wäinämöinen; monta a mis lomos, entre mis alas; yo te sacaré del agua y te conduciré a donde te plazca. No olvido yo aquellos hermosos días, cuando tú talabas los bosques de Kálevala. Sólo al abedul dejaste en pie para reposo de las aves, para que yo misma encontrase en él mi refugio”. Y el águila condujo a Wäinämöinen por el aire, por los caminos del viento, por las anchas rutas de la tempestad, hacia las lejanas fronteras de Pohjola. Allí lo dejó caer, y nuevamente remontó su vuelo hacia las nubes. El viejo Wäinämöinen rompió a llorar, a sollozar ruidosamente sobre la nueva ribera, sobre aquel promontorio desconocido. Cien heridas se abrían en su costado, mil veces la tempestad le había golpeado. Su barba estaba erizada, sus cabellos en desorden. (…)

El Kalévala
poema nacional de Finlandia





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