María Rosa Lojo

Afuera

Ella camina en la casa de la memoria. Va ordenando las habitaciones, cambiando los objetos de lugar, cerrando las cortinas de un salón donde todos los soles eran hirientes. Cuando nada se mueve del lugar que las manos le asignan, ella cierra las puertas con dulzura, sale al espacio exterior de la noche baldía y aúlla mirando a la luna, en el jardín que borran las malezas, temblando.

María Rosa Lojo


"Al principio no se sabía que su mal fuese hechizo. Todo empezó con un enfriamiento, después de una romería. Doña Maruxa, que aún no era abuela, sino sólo madre, cayó en cama. La frente y el cuerpo le hervían como una piedra donde se acabasen de asar castañas, los brazos se le agarrotaban como aspas de molino y sólo la leche recién ordeñada y unas sopas de vino con especias le pasaban por la garganta. Las vecinas le aplicaron cataplasmas y sinapismos, hasta que empezó a toser y se le limpió el pecho. Poco a poco le bajaron las fiebres y el cuerpo entero se le puso blanco, suave y pulido, como si fuese todo él de leche tibia.
Nunca había estado más lozana.
En la cara pálida le asomaron colores que parecían claveles de maquillaje y los ojos azules alumbraban la oscuridad, como cristales secretamente encendidos por una brasa. Nadie supo qué pasaba en el cuarto aquellas noches, cuando se apagaban todos los ruidos de la casa y solamente los ojos y la trenza rubia y la camisa de dormir con un ribete de encaje relucían y encantaban en la quieta penumbra. ¿Es que Benito, el bisabuelo, abrazaría despacio aquellas formas claras, con tanta dulzura como si temiera quemarse?
Por las mañanas –notaron los hijos— el padre se despertaba de buen humor, con el aliento perfumado de los que han bebido licor de menta o han comido pasta de almendras. Tarareaba unos aires de Rianxo mientras se lavaba las manos y la cara, y aunque el trabajo era tan duro como todos los días, parecía ir liviano, como si no llevase zuecos sino zapatos de fiesta.
Sólo un detalle por demás alarmante persistía. Cuando doña Maruxa se incorporaba e intentaba caminar, las piernas, que sin embargo podían moverse discretamente bajo las sábanas, perdían todo tino y control, se desbarataban y caían, inertes, y el bisabuelo, o uno de sus hijos, si estaba a mano, levantaba esos huesos frágiles, súbitamente de plomo, y arropaba a la enferma, recostándole la cabeza sobre las almohadas.
Con la madre en cama, se multiplicaban las tareas. Lavar, planchar y cocinar, barrer y fregar, asear los establos, preparar el pienso para los animales, ordeñar las vacas, buscar el toxo que prospera mejor sobre la curva del cerro, más las acostumbradas labores del campo. Todo caía ahora en las manos no siempre bien dispuestas del padre y de las hijas y de los hijos menores. La madre en cama era un adorno inadecuado, tan respetable como incómodo, que solamente producía otros adornos: visillos, cortinitas, mantelitos de crochet, elegantes fundas de almohadas que pronto empezaron a sobrar en los austeros rincones de la casa rural."

María Rosa Lojo
Árbol de familia



Borrar las huellas

Ella avanza en la casa de la mañana borrando huellas: el roce de los labios sobre los vasos, la marca de las suelas sobre pisos brillantes, el peso y la respiración de los cuerpos en las sábanas que se retiran. Luego se mira en el espejo del cuarto y se limpia la cara con las manos. En la luna serena sólo esas manos quedan, inmortales, ensayando los gestos que hacen al mundo volver a su principio.

María Rosa Lojo



Ciertas herencias

Ella acaricia sus herencias inofensivas, sedosas como una piel: una almohada de terciopelo donde la oración de las abuelas se arrodillaba, una trenza roja que vivió en una cabeza de quince años, insolente como una carcajada en el lugar de los muertos, un mantón de Manila que las antepasadas se ponían para cantar. Y la almohada se corre bruscamente para mostrar un pozo desconocido bajo la rótula, y la trenza le rodea el cuello, mordiéndola como una boca de amante, y el mantón la envuelve y se la lleva, enseñándole alas para salir al mundo.

María Rosa Lojo


 "Creo que hay mujeres, no “LA” mujer. Que podemos compartir una biología y/o un género, pero eso no anula las individualidades, aunque sí podemos sentirnos unidas en una experiencia común de subordinación histórica, pero precisamente para salir de ella. Existen muchas maneras de ser mujeres: me rehúso a pensarme como mujer a partir de estereotipos normativos. Me parece muy irritante cuando esto se aplica a la literatura; hay una gran diversidad entre las escritoras, tal como la hay entre escritores varones. No considero que ninguna “esencia inmutable” determine esos estereotipos y los justifique."

María Rosa Lojo




"Después de aquella noche muchas noches pasaron, pero yo no supe de ellas. Mi primer recuerdo de la vuelta a la vida es un olor. Tenía los ojos cerrados y me negaba a abrirlos. Sin embargo el olor del cuero crudo, fuerte como una luz, me quemaba por dentro de los párpados, despertaba las entrañas que había creído muertas, llamaba y unía en un solo conjuro las partes rotas de mi cuerpo, como deben unirse los huesos de los muertos en el día de su resurrección. El cuero y un aroma espeso de hierbas se trababan entre sí como una red, y esa red me levantaba desde el fondo de una profundidad en la que estuve sumergida durante días sin huellas.
Abrí los ojos. El mundo era un techo de cuero, una bolsa, una cavidad, una extraña cuna de maderas cruzadas donde yo latía, mecida entre mantas, a salvo de la intemperie. En ese mundo, en el arca que me había rescatado de la catástrofe, había también un repertorio de seres y de cosas: ramilletes o haces de plumas, grises o azuladas, ropas de lana, y sobre todo sacos pequeños de donde salía el olor vegetal que impregnaba los cueros. Colgaban de las vigas del techo y de las estacas de esa especie de cama, se adosaban a las paredes, siguiendo, seguramente, un orden que yo no era capaz de comprender.
Cuando intenté moverme me persiguió el recuerdo lejano de un dolor. Me palpé el vientre y bajo la camisa de lana que reemplazaba mis ropas antiguas, de la otra vida (¿la vida verdadera?), encontré una cicatriz. Los bordes de carne, gruesos como labios, me hablaban de un tiempo irremediablemente sajado y dividido. En el toldo que me rodeaba también había fisuras, hendijas por donde se filtraba el día, por donde corría el viento del llano con un rumor oscuro. Tenía que levantarme, pensé. Salir como fuese, en busca de los que me habían acompañado hasta el lugar más extranjero. Llegué, vacilante, hasta la abertura central de aquella casa hecha de pieles, casi viva, pero la claridad exterior (o mi propia debilidad) me cegó y me derribó. Jadeaba como si hubiera corrido, boca abajo, la cara contra el piso de tierra, hasta que dos manos me levantaron, me acostaron de nuevo entre las mantas, y una voz comenzó a hablar."

María Rosa Lojo
Finisterre


"El coche de Victoria Ocampo, pero sin Victoria, abandonaba lentamente el puerto, cortando capas de vapor que subían del asfalto, turbias y espesas, como una prolongación del río. Carmen Brey se recostó contra el respaldo del asiento trasero. A su lado, Angélica Ocampo, silenciosa, miraba las dársenas, el cruce de los que se iban y los que volvían de despedir a los que se ya se habían ido, con tristeza o con disimulado alivio, pero siempre, acaso, con la secreta nostalgia de ser uno el que parte y se libera —como si iniciara otra vida— de las repeticiones cotidianas y la identidad inmutable frente al mismo espejo.
Hacía casi tanto calor —pensó Carmen— como cuando despidieron a Tagore, cuatro años atrás. Recordaba haber vuelto al coche mareada y agobiada por la resolana, o tal vez porque era otro, y no ella, quien retornaba a casa. Ahora, por momentos, casi se inclinaba a compadecer a Victoria, que no había dejado de llorar durante todo el trayecto hacia el puerto, y durante los adioses en cubierta. ¿Quizá porque no pudo dedicarle a Julián, que no estaba entre los parientes, uno de aquellos adioses? Fani, que se marchaba con ella, la consolaba con reprimendas. “Pues no sé qué necesidad tenía usted de encapricharse con este diantre de paseo, si tanto le duele salir. Por mí, nos quedábamos en esta tierra por toda la eternidad. Con el hambre que hemos pasado en España... No sé qué van a darnos en Uropa que no tengamos aquí al alcance de la mano.” Pero ni la señora Ocampo, ni Fani, ni José, que las acompañaba, iban a sufrir en Europa necesidad alguna. Manuel Ocampo le había regalado a su primogénita diez mil pesos para el viaje, que equivalían a cien mil francos: suma con la que era posible adquirir todas las comodidades de un mundo viejo y en liquidación.
¿Qué temores, qué penas podían inquietar, entonces, una travesía despreocupada y fastuosa? Carmen Brey se volvió hacia Angélica, que a veces le parecía una réplica de su hermana mayor, pero levemente desvaída y esfumada, sin aristas irregulares, como una canción que se asordina en la distancia, y pierde con ello parte de su intensidad seductora."

María Rosa Lojo
Las libres del Sur



El títere

Se mueve para complacer a los otros, como todos los desamparados. Hará cualquier papel menos el propio. Será la abuela rezando junto a la ventana un rosario hecho con bolitas de ojos que vieron al Señor; será el padre que murió con rebeldía, esperando que cambiasen para él las leyes de la Tierra; será la madre que antes de envejecer se dobló como un traje de fiesta y se guardó en un cajón, para que no la sacasen a vivir. Será la mujer que gobierna sus hilos de marioneta y lo retira del escenario cuando termina la función y le canta canciones de cuna y lo acuesta, con piedad, junto a sus hijos.

María Rosa Lojo


 “Los traumas de guerra se trasladan generacionalmente.”

María Rosa Lojo



"Mientras yo me despojo de lastres Madame Eduarda se hunde cada vez más en un mar de plomo espeso, las faldas se inflan primero como anchas corolas para luego plegarse y arrastrarla hacia el fondo, cargadas de murmuraciones y de insidias. Madame está vigilada por cientos de ojos que quisieran contemplarla desde el espejo de su tocador, leer en las entrelíneas de su correspondencia, hurgar bajo la trama de sus cuentos para descubrir el misterio de su conducta impropia, y exhibir a la luz las pruebas de su ligereza.
Pero hoy los ojos sólo llegan en número contado. Se detienen forzosamente en las paredes del salón de recibo, o en las ventanas del costurero, sin rozar las entrañas de su secrétaire ni de su escritura, sin abrir la puerta vedada de los cuartos íntimos.
Los ojos corresponden a voces que se enlazan unas con otras, como letanías perversas. Las oigo de soslayo, cuando paso por en medio de las conversaciones, haciendo los honores de la casa con una bandeja de licores o de bizcochos. -¿No fue su antiguo enamorado, el conde Didelot, quien le prestó el dinero para la dote de su hija?
-¿Cómo habrá conseguido la carta de Víctor Hugo?
-Dicen que ha soportado toda clase de insolencias del compositor Rossini, con tal de conservar su amistad.
Las voces levantan un censo prolijo de la memoria común. Recuerdan, susurrantes, que una Eduarda de siete u ocho años fue absurdamente llamada por su tío el Restaurador para hablar en su idioma con el conde Walewski, enviado de la Francia durante los años del bloqueo. Recuerdan que siempre hizo observaciones audaces, inoportunas, ignorando la máxima consagrada por las buenas costumbres: que el silencio es en las mujeres el adorno más bello. Las señoras mayores juran que nunca terminó de bordar un pañuelo porque abandonaba las labores de su sexo a causa del vicio de la lectura: esa adicción que comienza con las novelas francesas forradas en licencioso tafilete rojo y que descarría el alma de las doncellas hacia ensueños insensatos y jamás honorables."

María Rosa Lojo
Una mujer de fin de siglo


"No me siento dividida entre narradora por un lado y poeta por el otro. Todo forma parte de la misma experiencia y aventura literaria: una búsqueda de conocimiento, comprensión, revelación."

María Rosa Lojo


"No tengo una sola idea sobre lo femenino, ni me parece que se reduzca a una “esencia”."

María Rosa Lojo



"Siempre me conmueve que, habiendo tantos escritores en el mundo, todas esas personas se hayan dedicado a leer y estudiar mis libros y les hayan consagrado desde artículos hasta tesis doctorales. Siempre les estaré agradecida. Muchas lúcidas observaciones me dieron conocimientos sobre mí misma que antes no tenía. Pero es algo que sucede post factum. Nunca empiezo un libro pensando qué van a decir los críticos sobre lo que hago. Eso me paralizaría."

María Rosa Lojo



Transparencia

Todos los atardeceres la mujer se sienta en el patio de la casa. Si alguien la acompañara vería como su cuerpo se vuelve transparente al compás de la sombra. Primero surge un mapa encendido de venas y de vísceras, luego, más abajo, una población de huesos huecos por donde el viento corre como un golpe de música. La mujer sonríe y levanta un brazo en la noche incipiente. Unos minutos más y se apagará el resplandor del hueso iluminado por canciones remotas y ocultará la piel el color de la sangre. Cuando todo concluye, ella guarda la silla bajo el alero y vuelve a la cocina, llevándose el secreto de la transparencia del mundo.

María Rosa Lojo

 











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