Ramón López Soler

"Aún siguieron hablando un buen espacio las tres viejas, dando pábulo con su charla a la curiosidad de Leonor, que no menos aterrada que curiosa aplicaba el oído a sus palabras. Le horrorizaron las descripciones de la infame Marta, la confundieron las extrañas especies que vertía, pero se figuró todo un atajo de mal forjadas mentiras al efecto de captarse la grosera admiración de sus comadres. ¿Cómo había de persuadirse el enlace que entre Matilde y Perceval suponía, sabiendo a no poder dudarlo que estaba próxima a casarse con su primo? Comenzó con todo a hacer alto en los fingidos obsequios del galán forastero, en la clase de inteligencia que reinaba entre él y su prima; a lo que añadiendo mil y mil lances y circunstancias, insignificantes al parecer, pero muy significativas desde entonces, entró la duda en su pecho y se puso a meditar seriamente en el asunto. Tampoco echó en saco roto la escena del cenador, el abatimiento que aquella misma tarde había observado en Matilde, y mucho menos haberla visto por la mañana ante el retrato de don Luis colgado en la galería verde, y mirarlo con singular ternura, y correr al mismo tiempo por su desmejorado semblante tal cual lágrima fugitiva. Este último recuerdo levantaba nuevas dudas y abría inmenso campo a su espíritu para sutiles y enredadas cavilaciones.
Se conocía además infeliz y desgraciada, pensaba con mucha modestia de sí misma, y vino por fin a fijarse en que Matilde estaba enamorada de don Luis, que el enlace se iba a celebrar sin tardanza, y que la parla de las gitanas no era más que un tejido de bellaquerías y embustes.
En esto se hacía de noche; y la capilla, únicamente alumbrada por dos lámparas semicirculares que colgaban de la bóveda, estaba ya sumergida en las más densas tinieblas. Se asustó de verse sola en aquel sombrío recinto, y al levantarse para volver a la casa la detuvieron a deshora unos tristísimos ayes que detrás del altar mayor se percibían. Una puerta había en aquel lado, pero sólo para los habitantes de la quinta en razón a que facilitaba el paso a las escaleras de caracol que conducían a la tribuna. Extrañó por consiguiente que alguno se hubiese introducido por ella, puesto que sólo don Alberto tenía la llave; y en la sospecha de si fuese individuo de la familia, anduvo vacilando entre huir o quedarse, al tiempo que la sorprendieron varias exclamaciones en cuyo eco reconoció al momento el metal de voz de su tío. Sin hacer el menor ruido se deslizó por entre las columnas y se puso en paraje donde poder oír lo que hablaban, por si era cosa que reclamase la asistencia de los habitantes de la quinta."

Ramón López Soler
Las señoritas de hogaño y las doncellas de antaño



"Libre, impetuosa, salvaje por decirlo así, tan admirable en el osado vuelo de sus inspiraciones, como sorprendente en sus sublimes descarríos, puédese afirmar que la literatura romántica es el intérprete de aquellas pasiones vagas e indefinibles, que dando al hombre un sombrío carácter, lo impelen hacia la soledad, donde busca en el bramido del mar y en el silbido de los vientos las imágenes de sus recónditos pesares. Así pulsando una lira de ébano, orlada la frente de fúnebre ciprés, se ha presentado al mundo esta musa solitaria, que tanto se complace en pintar las tempestades del universo y las del corazón humano: así cautivando con mágico prestigio la fantasía de sus oyentes, inspírales fervorosa el deseo de la venganza, o enternéceles melancólica con el emponzoñado recuerdo de las pasadas delicias. En medio de horrorosos huracanes, de noches en las que apenas se trasluce una luna amarillenta, reclinado al pie de los sepulcros, o errando bajo los arcos de antiguos alcázares y monasterios, suele elevar su peregrino canto semejante a aquellas aves desconocidas, que sólo atraviesan los aires cuando parece anunciar el desorden de los elementos la cólera del Altísimo, o la destrucción del universo."

Ramón López Soler



"Y así diciendo, ambos subieron a ellas a fin de tomar todas las medidas que su experiencia les sugería para la defensa de aquel solitario castillo. Convinieron al momento en que el sitio más expuesto era el que caía enfrente del reducto tomado por los sitiadores. Verdad es que un profundo foso los separaba del alcázar, y que les era imposible llegar a la puerta del muro sin vencer primero este obstáculo; pero a pesar de eso pensaron el de Monfort y el de Luna, que se esforzarían en atraer por medio de un ataque impetuoso todas las fuerzas de Alanza hacia aquella parte, al mismo tiempo que tratarían de entrar en él por diverso punto. En vista de la escasa guarnición con que contaban, todo lo que pudieron hacer para frustrar este ardid de guerra, fue el colocar de trecho en trecho soldados de centinela, encargándoles que gritasen al arma a la menor apariencia de peligro. Acordaron también que Mauricio defendiese la puerta principal del edificio, mientras don Pelayo, al frente de un cuerpo de reserva compuesto de veinte guerreros, estuviese pronto para correr a cualquiera punto donde necesitasen de su ayuda.
Otro inconveniente traía la pérdida de la barbacana: tal era el que sin embargo de la elevación superior de las murallas, no podían los sitiados enterarse tan exactamente como antes de las operaciones del enemigo, por cuanto una de las dos puertas que tenía confinaba con los primeros árboles del bosque. Por esta razón no sólo era fácil a los contrarios introducir nuevas fuerzas por allí sin que nadie lo notase, pero aún sin estar expuestas a los dardos del castillo. No sabiendo, pues, hacia qué ángulo descargaría el nublado, ni el número de enemigos con que tenían que haberlas, se vieron precisados los dos campeones a tomar medidas generales para precaver toda clase de asechanzas y de insultos. En medio de tamaña incertidumbre, y luchando con la irresolución de no saber cuál fuese el plan más ventajoso de defenderse, reanimaron con enérgicas arengas el ánimo de los soldados, que a pesar de muy valientes, empezaban a sentir aquel desaliento que trae consigo el verse uno cercado de enemigos, ignorando por qué punto se adelantan a atacarle.
Entretanto yacía tendido en el lecho el dueño criminal de aquel castillo, sufriendo agudísimos dolores en el cuerpo, y luchando con los remordimientos del espíritu. Oprimiendo por la aciaga memoria de sus crímenes, carecía de confianza para dirigir al cielo sus plegarias, y hacía por apartar de la imaginación los castigos que amenazaban a su alma, buscando aquel adormecimiento espantoso que precede muchas veces a la muerte.
Como era la avaricia el vicio más dominante de don Rodrigo, no le ocurrió siquiera que podía distribuir grandes caudales en limosnas y obras pías para alcanzar del Altísimo un sincero arrepentimiento. Había llegado el instante en que los placeres y los tesoros iban a desvanecerse ante aquel orgulloso magnate, y aunque era su corazón mucho más duro que un canto, probó por la vez primera un estremecimiento de horror cuando quisieron penetrar sus ojos en el sombrío abismo de la eternidad. Como la fiebre que lo consumía aumentaba la agitación y el despecho de sus últimas agonías, se veía en aquel hombre colosal la horrorosa mezcla de remordimientos nuevos y de envejecidas pasiones pugnando por sofocarlos. ¡Situación terrible únicamente comparable a la que se experimenta en aquellas lóbregas mansiones, donde los llantos son sin esperanza, las iras sin arrepentimiento, y a la agudeza de los males presentes se añade la desesperada certidumbre de que no pueden cesar y no pueden disminuir!."

Ramón López Soler también conocido por los pseudónimos Lopecio y Gregorio Pérez de Miranda
El Caballero del Cisne
















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