Siegfried Lenz

"Los botes iban acercándose, el cabo de remolque tirante se veía con claridad, los rostros se volvieron más nítidos, y entonces también Rethorn asomó entre los pescantes, y Sóltov, el maquinista. Rethorn llevaba una chaqueta planchada color caqui, pantalones también planchados y una corbata marrón; era timonel, y a bordo del barco faro nunca lo habían visto de otra guisa que no fuese planchado y almidonado. Finalmente, cuando los botes estuvieron al alcance de la voz también salió Trittel, el cocinero, un hombre flaco que parecía sufrir del estómago y mantenía las manos delgadas y juntas bajo un delantal salpicado de harina. Todos estaban entre los pescantes, aguardando la llegada de los botes, que enfilaron la popa del barco faro, describieron una breve curva al girar y los abarloaron. Los cabos restallaron al caer; amarraron los botes; Freytag y el chico bajaron entonces por la escalera y acudieron a los pescantes, donde, a excepción de Philippi, que seguía en su cuarto de la radio, se había congregado toda la tripulación.
Fred se apoyó en la manivela y miró los cabos de la escala que, alcanzados por una corriente de aire, crujieron como cuero nuevo bajo el peso del primer hombre que subió a bordo desde el bote.
El primero fue el Doctor Caspary: un anillo de sello tosco lo precedía, asentado en el dedo corazón de la mano velluda que asomó por la borda en primer lugar, sujetó fuertemente el cabo, tiró de él y se puso blanca a la altura de los nudillos debido al esfuerzo, hasta que la otra mano también se agarró y apareció su rostro, un rostro sonriente bajo unas cejas pobladas, sin afeitar, cubierto por unas gafas de sol salpicadas de agua. Rethorn lo ayudó a subir y el Doctor Caspary miró a su alrededor sonriendo, luego se dirigió a cada uno de los hombres y se presentó a cada uno sin dejar de sonreír. Después se acercó a la escala y, junto con Rethorn, ayudó a subir al resto: un gigante de labio leporino y azulado, con una camisa sin cuello y una expresión de ternura bobalicona; tras él ayudaron a un joven de pelo largo que, al contacto con Rethorn, se estremeció asqueado, se apartó y se alisó la manga de la chaqueta."

Siegfried Lenz
El barco faro


"No tardaron en darse cuenta de que era una tontería besarse hasta coger un mareo; utilizando el lenguaje de los ojos -que nunca antes habían ensayado y que, dada la situación, hicieron suyo de modo espontáneo-, Garry le dio a entender que convenía renunciar a cualquier expresión de enardecimiento y centrarse en el beso de larga duración, desapasionado y adecuado para ahorrar energía. No hay que imaginarse ese tipo de beso como algo de fácil ejecución: cuanto más rato lleva una pareja mirándose, a distancia extremadamente corta, a los ojos -y es que, cuando se está en plan desapasionado, se besa con los ojos abiertos; más extraño y equívoco se vuelve el compañero: claro, uno intenta desviar la vista de vez en cuando, inspeccionar las cejas, las pestañas y el filo de la nariz del otro, pero, se quiera o no, las miradas acaban encontrándose de nuevo al cabo de poco.
Debes de estar pensando: ¿Y no se puede intentar explicar algo con los ojos, darse un toque de atención, infundirse ánimos?, y si, claro que sí, pero al mismo tiempo va creciendo la sensación de irse separando, de hundirse en una especie de abismo.
(…)
Las dos habían ido allí sin acompañantes; sin pensárselo mucho, se abrazaron y se trataron inmediatamente de tú. De su pareja -la llamaba Benno- Paula sólo sabía que estaba de viaje por el sur de Francia, con la moto, y no solo, por cierto: la chica que lo acompañaba tenía el pelo como cuerda de cáñamo sobada: la señora Balnitz nunca ha olvidado esa comparación. Hicieron memoria juntas, recordar no las ponía de mal humor, pero en eso Paula mencionó como de pasada -creyendo que la señora Balnitz lo sabía tan bien como ella- el hecho de que los chicos se habían puesto de acuerdo secretamente en el lavabo de caballeros: habían negociado la victoria.
No cuesta mucho, dice la señora Balnitz, llegar a la conclusión de que aquel zángano casquivano vendió nuestra victoria pues, como me confesó ella misma, Paula y su Benno no podían más. Ese gesto desdeñoso y despectivo de la mano quería indicarle a Monika que de verdad no valía la pena derramar ni una sola lágrima."

Siegfried Lenz
El usurpador


"Qué poco, qué poco necesitaron entonces para entenderse mutuamente, y qué rápido comprendieron ambos lo que se esperaba de ellos. No recuerdo que Max Ludwig Nansen preguntara nada más después de que le dieran media hora para preparar su equipaje y despedirse. Renunció también a ganar tiempo con esa maniobra. Pero no pudo evitar consultar: «¿Cuánto tiempo estaré fuera?». Y cuando, después de aquella pregunta, uno de los del abrigo de cuero se encogió de hombros y mi padre bajó la mirada hacia el suelo, el pintor caminó hacia la casa pasando por delante de ellos y dijo: «Terminaré enseguida. No necesito más de media hora».
Ninguno de ellos fue al establo. Se quedaron esperando con un pie en el parachoques, con un pie en el estribo de la puerta del coche, fumando, con el torso ligeramente inclinado hacia delante. Estaban relajados y tranquilos. Ya habían resuelto el asunto: tenían a su hombre, así que no les quedaba otra que aguardar en silencio. No le daban más vueltas a la cabeza y no manifestaron ningún interés por lo que estaba ocurriendo dentro del establo. No había en sus rostros ni un ápice de nerviosismo, pues ya habían comprendido que Max Ludwig Nansen era de los que aprovechaban el plazo establecido pero sin abusar de él. Ni siquiera se molestaban en mirar hacia el establo. Esperaron mientras el pintor entraba en la casa y malgastaba buena parte del tiempo tratando de escuchar con la espalda pegada a la puerta. Así me lo imagino yo.
Si me atengo a lo esencial y dejo de lado lo superfluo, si retrocedo a aquel momento, solo encuentro un modo de proseguir con mi narración: mientras mi padre, el policía del puesto de Rugbüll y los dos abrigos de cuero lo esperaban tranquilamente, entró el pintor en la casa. Se quedó tras la puerta y apoyó en ella la espalda. No se movió de la oscuridad del vestíbulo hasta que Ditte entró y lo encontró. Entonces él se echó a un lado y se aproximó a ella. No quería conversar en el vestíbulo, así que tomó a Ditte del brazo y la condujo de vuelta a la sala de estar. Solo por el modo en que la sujetaba ya tuvo ella que notar que algo sucedía, o estaba a punto de suceder. Dejó que la llevara junto a la estantería con los sesenta y dos amenazadores relojes, que marcaban, sin excepción, las cuatro pasadas. El doctor Busbeck se levantó del sofá y acudió a su encuentro."

Siegfried Lenz
Lección de alemán




"Yo no distinguía bien las ilustraciones, ni tampoco sabía a qué fase creativa de mi padrino estaba consagrado el catálogo. Sólo me había perdido una de sus exposiciones —aquella vez que estuve enfermo y lo tiraba todo al suelo sin querer—; había visto todas las demás, apabullado y entusiasmado por sus obras. He soñado más de una vez con su Vieja recogiendo ramas. Y me habría gustado llevarme debajo del brazo el Niño leyendo, Los ocultos y La chica de las palomas. Pero nunca he podido explicarme del todo por qué lo admiraban tanto. Tal vez porque sublimaba las formas como nadie; no las destruía caprichosamente, sino que las sublimaba, las formas, que son el punto en que se reúnen la idea y la realización.
En fin, yo me puse a observar a Betty, que leía, ensimismada y sin dejar entrever en absoluto por qué lo hacía, aunque yo, por supuesto, sabía que si le había dado por estudiar aquel catálogo no era porque sí. Dios mío, cuánto tiempo se estaba tomando, y cómo se encalló en una ilustración muy concreta, que mostraba dos personajes, Orador y oyente; parecía haber olvidado que Armin Prugel estaba de pie a su espalda. Se trataba, por cierto, de la famosa escultura que después hallaría su localización definitiva en la plaza del Ayuntamiento: una pareja que simboliza la eterna ansia de convencer del que habla y el pensativo escepticismo del que escucha.
Al ver que Betty meneaba la cabeza de modo casi imperceptible, y que también su cuerpo se balanceaba como invadido por la incredulidad, pensé que había descubierto algo, alguna nota discordante, un detalle desafortunado, y me hice a la idea de que iba a volver al ataque, especialmente después de oírla decir: Increíble, realmente increíble. También dijo: ¿En qué cabeza cabe? Mi padrino se inclinó en el acto sobre la ilustración y preguntó con voz insegura: ¿A qué te refieres? Betty no se dio prisa en contestar, pero luego dijo algo que siempre guardaré en la memoria: ¿Cómo es posible que estas maravillas salgan precisamente de las manos de un tipo como tú? Por lo visto, Armin Prugel creyó no haber entendido bien, pues preguntó: ¿Qué quieres decir con eso? Y Betty replicó, sin apartar los ojos de la ilustración: Un individuo como tú no debería ser capaz de hacer algo tan… tan grandioso. Valía la pena ver lo confuso que estaba mi padrino; seguramente ni se enteró de cómo Betty explicaba los motivos de su entusiasmo por aquella escultura, labrada en basalto. Elogió la idea, la realización, la discreción con que la relación entre hablante y oyente cobraba un carácter intemporal; llegado un momento, calificó la escultura de «espantosamente perfecta», aunque yo no entendí qué quería decir con eso. En cualquier caso, mi padrino necesitó un buen rato para llegar a convencerse de que Betty hablaba en serio y de que su admiración no era fingida; y ciertamente no lo era. Sin embargo, para mi asombro, no se le veía alegrarse de ello; él, que estaba acostumbrado hasta la náusea a la admiración y los elogios, no se sintió embarazado, pero sí cohibido, como si se sintiese incómodo con nosotros. Luego Betty le anunció su intención de ir a ver la exposición en cuanto le fuera posible, y él se ofreció a enseñársela a ella y a mi viejo. Se empeñó en que Betty le prometiera avisarle cuándo, y en cuanto ella lo hizo, pareció muy aliviado, y aprovechó el ambiente un poco más distendido para despedirse. Y saluda a Hans de mi parte; os espero a los dos: eso dijo al marcharse."

Siegfried Lenz
La prueba acústica




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