Marina Mayoral

"De Carlos, yo no podría decir si lo llevó al cuarto del padre de Amelia la inconsciencia de su carácter o el mismo rasgo de sadismo que lo empujó a dejarla a ella con un camisón por todo vestido. No sé si su gesto fue completamente cínico o si necesitaba engañarse a sí mismo antes de engañar a los demás. Quiero decir que pocas personas son capaces de actuar como miserables sin buscar excusas ante su propia conciencia. Hace falta una fortaleza de carácter que no está al alcance de cualquiera. Y, por el contrario, es muy corriente hacer una cabronada o una mezquindad buscando pretextos que la justifiquen. Si supiese cómo llegó Carlos allí, o si lo hubiera visto, creo que podría entender mejor su comportamiento. Parecen detalles inútiles, pero no lo son; al faltar, confieren a aquella visita un carácter fantasmal, satánico, que quizá no tuvo. Debió de haber una entrevista previa con Amelia o con alguna otra persona de la familia, tuvo que llamar a la puerta de la casa y decirle a la doncella con quién quería hablar. Alguien debió de atenderlo y de enterarse de sus propósitos. Pero de eso nadie cuenta nada. Lo único que recuerdan son los gritos del padre. Estaba muy enfermo, pero aún sacó fuerzas para echarlo fuera. Lo oyeron personas de la familia desde habitaciones que estaban al otro lado del pasillo. Oyeron los gritos del padre, se asomaron a la puerta y vieron salir a Carlos. ¿Cómo iba? Él iba siempre bien vestido, impecable. ¿Y su actitud?, ¿se le veía satisfecho o avergonzado? Mi tía Mercedes no lo recuerda. ¿Y su forma de andar?, ¿llevaba la cabeza erguida?, ¿iba mirando hacia el suelo? No está segura; él siempre caminaba erguido, con buen porte. ¿Y la cara? ¿Parecía triste, serio, irritado? ¿O acaso sonreía?… ¡Cómo puede uno ser testigo de algo así y no fijarse en la cara del protagonista!
Ni mi tía Malen ni los otros recuerdan tampoco nada: Todo ha desaparecido excepto aquella voz ronca, casi inaudible, entrecortada por la asfixia, que sale de la habitación del enfermo: ¡Fuera de esta casa! ¡Vienes como los cuervos al olor de la muerte!
Carlos se marcha y Amelia y su padre se quedan solos en el cuarto. El padre se deja caer sobre los almohadones, agotado por el esfuerzo. Amelia le alisa el embozo. Se miran. Siempre se han entendido bien, sin necesidad de explicaciones, pero es como si algo se hubiera roto de pronto."

Marina Mayoral
Dar la vida y el alma



"Lo que dicen estos versos es verdad, Laura, una gran verdad, aunque a ti te duela reconocerlo. Hay personas a las que no puedes olvidar nunca porque están unidas a los mejor de tu vida, a los momentos más felices. Tu madre llenó de luz la juventud de tu padre y siguió viva en él hasta el final, hasta esa sonrisa que tú viste en sus labios al morir.
Y porque eso es verdad, es por lo que pasan estas cosas que no se pueden explicar ni entender: yo digo que no creo en otra vida y no estoy mintiendo. Mi cabeza me dice que todo se acaba con la muerte. Pero después, con el corazón, me vengo aquí, a estar contigo, a hablar, a sentarme junto a ti, como tantas veces en el pasado, como siempre me gustó estar: a tu lado, Laura...
Aquella tarde hicimos el amor tres veces y cada vez mejor. Fue algo parecido a cuando tienes mucha hambre y con los primeros bocados te precipitas, casi ni los saboreas, aunque si sientes el placer de saciar un deseo acuciante, casi doloroso por su intensidad. Y después viene un disfrute más sereno, más consciente del propio placer, un descubrimiento de los matices, un paladear despacio, sin prisas, los manjares preferidos.
Acabamos totalmente desnudos, con la ropa perdida entre las manzanas, los albaricoques y las mazorcas de maíz, placenteramente hartos y cansados; satisfechos.
Pero aquello no varió mis planes, y Paco lo sabía.
Caía ya el sol y estábamos casi a oscuras. Dijo: «Te vas mañana».
No era una pregunta, era la confirmación de algo ya sabido. Le dije que sí con pena y con vergüenza, como quien acaba de recibir un regalo maravilloso y no tiene nada con que corresponder."

Marina Mayoral
Bajo el magnolio



"Lo que le sucedía era que sólo llegaba al clímax del placer cuando sentía al mismo tiempo dolor. Y ni siquiera entonces estaba segura de haber sentido lo que la literatura erótica de la época llamaba el éxtasis de los sentidos y que hoy llamamos orgasmo. Era muy raro, porque estaba enamorada del profesor, lo encontraba guapo y atractivo y además le resultaban excitantes los preparativos, la ida a la casa de la modista, el desnudarse, las caricias previas. Pero no pasaba de la excitación. Sólo el primer día, cuando el profesor la desvirgó, había sentido una sensación muy intensa de dolor y placer unidos, pero, tal como lo contaba, no estaba yo segura de que no fueran fantasías construidas a posteriori, porque entonces me había dicho que sólo las negras lo pasaban bien la primera vez, como justificación de su falta de sensaciones placenteras. Pero también me había hablado del «sabroso martirio», así que no estaba claro.
En cuanto a lo que yo creía prácticas sadomasoquistas, en realidad no podían considerarse tales. Aquel primer día en que Arozamena la llamó al despacho tras las evidentes maniobras de calentarse conmigo, nada más cerrar la puerta del despacho, Helena le había dicho: Se comporta usted como un sátiro. O quizá: Te comportas… Para el caso, lo mismo. Arozamena le soltó una bofetada que la dejó viendo chiribitas de colores y, sin darle tiempo a recuperarse, la empujó al suelo y la tomó sin más preámbulos. Helena volvió a sentir lo mismo de la primera vez, que no estaba segura de que fuese un orgasmo, pero que era la sensación más intensa y más placentera que había sentido nunca. Y a partir de ahí había sido ella quien le había pedido cada vez que le pegase o le hiciese sentir algún tipo de dolor. Arozamena lo hacía, pero tengo la impresión, derivada de mi propia experiencia, de que más se debía a un deseo de darle placer que a su propio gusto. Al final, el profesor resultó ser menos egoísta de lo que siempre habíamos creído.
Su único vicio, si así puede considerarse, eran aquellos monólogos obscenos con los que se animaba a sí mismo y que no necesitaban correspondencia. Sólo en ocasiones me pedía algo que a mí me molestaba y me costaba un esfuerzo: que lo mirase mientras hacíamos el amor. Y fue ese deseo suyo lo que rompió el período de relativa tranquilidad que estábamos viviendo e inició la fase final de nuestra relación."

Marina Mayoral
Recóndita armonía



"Necesitaba que alguien me lo dijera y busqué al Toño. Antes lo busqué para que me perdonara por haberle robado una carta que era de mi abuela Benilde, y después nos hicimos amigos. Te lo conté, creo. Me riñe porque fumo, hace cosas tan ridículas como negarse a acompañarme si yo me empeño en fumar, me quita las cajetillas… todo muy ridículo. Te estoy oyendo «¿y de la cama qué me dices?». Pues no te digo nada, Gilberto, porque no hay nada que decir. Para empezar no creo que suceda nunca en la cama, será en un prado o entre el maíz, al estilo arcaico y también puede ser que no suceda nunca, porque ¡fíjate qué cosa más ridícula!, ni siquiera nos hemos besado. Él es muy tímido y más joven que yo, y tiene una conciencia muy viva de las diferencias sociales, aquí eso sigue vivo, ¡qué estudio sociológico podrías hacer! Y, por si fuera poco, está la vieja historia entre su abuelo y mi pariente Inmaculada de Silva. ¡Cualquiera sabe lo que pensará de todos nosotros! Y para colmo me respeta. ¿Tú sabes lo que eso quiere decir? No, no lo sabes. Estás pensando que yo aquí soy la rica y esas cosas. Pues no, no es eso. Respetar quiere decir que piensa que soy una buena chica —estoy segura de que piensa que soy virgen— y que si me mete mano, entiéndase achuchón o sobe, voy a ofenderme. Y yo ¿qué hago? Pues, aparte de jugar con él, nada, porque, mira por dónde, me ha entrado el reconcomio de que a lo peor es que le tiene miedo a los bacilos y por eso no se me acerca más. Es poco probable, pero en el fondo me queda la duda, así que yo me limito a esperar el desarrollo de los acontecimientos. Por aquí se ha corrido la voz de que estoy tuberculosa, igual que mi tía abuela Cecilia, la mujer de Moráis, y que mi tío abuelo Alejandro, el marido de Benilde y que mi primo Cristóbal, aunque lo de Cristóbal era cáncer y lo de Cecilia parece que leucemia, pero para esta gente es lo mismo, así que, querido Gilberto, no necesito recrear el personaje de Dama de las Camelias porque mis convecinos me lo han dado hecho, pese a las cortinas de humo que la familia ha lanzado acerca de mi estancia aquí."

Marina Mayoral
La única libertad












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