Nancy Mitford

"En cuanto Jasper salió del Jolly Roger en dirección a Comberry Manor, Noel se sumió en un estado de agitación espantoso. Se maldijo amargamente por haber accedido a un plan que conllevaba un largo tète-à-tète de Jasper con la señora Lace; el espanto del tormento de celos que estaría condenado a sufrir no lo asaltó hasta el instante en que vio a Jasper alejarse alegremente calle abajo. Entonces le pasaron por la cabeza pensamientos horripilantes. Jasper era un seductor profesional, y nunca había dudado en dejar en mal lugar a un amigo si la ocasión se presentaba; es más, la señora Lace ya había dado muestras de su evidente predilección por él. Y lo peor de todo era que todavía no había sucumbido en absoluto a las lisonjas de Noel, y él temía que lo considerase poco interesante. Se sentó y empezó a morderse las uñas sumido en la tristeza; en un momento dado se sintió tan desesperado que tuvo el impulso de seguir a Jasper, pero recordó que era de la mayor importancia averiguar los motivos de los dos detectives, y como no tenía ningunas ganas de que los celos lo convirtieran en el hazmerreír de Jasper y de la señora Lace, se obligó a quedarse donde estaba. Deambuló por el pueblo con los nervios a flor de piel, intentando consolarse pensando en el supuesto amor de Jasper por Poppy Saint Julien y en el poder financiero que ejercía sobre él, por leve que fuera. Pero ninguno de esos hechos lo tranquilizó demasiado.
Poco después hizo su aparición Eugenia y estuvieron hablando un ratito, pero pareció decepcionarla que no estuviese Jasper; era evidente que lo consideraba mejor social unionista que él. Eugenia se dispuso entonces a arreglar una vieja casita, cuya llave había sonsacado al administrador de la finca de su abuelo, y convertirla en el cuartel general de los camisas tricolores en Chalford y región. Unos muebles Chippendale exquisitos, subrepticiamente sustraídos de Chalford House, entraban a golpes, trancas y barrancas en las habitaciones por unas puertas que les quedaban varias tallas pequeñas. Dos o tres camaradas se afanaban como hormiguitas en esa tarea, mientras Eugenia daba ánimos y ocasionalmente echaba una mano. Su niñera también merodeaba por allí con un plumero, quitando el polvo de las piezas que ya estaban en su sitio y murmurando entre dientes sobre lo que diría su señoría si se enteraba de aquellos tejemanejes. Cuando el cuartel general estuvo listo (es decir, cuando todos los muebles estuvieron encajados en su sitio, a pesar de las desportilladuras y los golpes, y las habitaciones quedaron decoradas con fotografías de tamaño natural de Hitler, Mussolini, Roosevelt y el capitán), Eugenia se encaramó a un sofá especialmente frágil y valioso, que se combó bajo su peso, y anunció que habría una ceremonia pública para la inauguración del nuevo cuartel general de Chalford el miércoles siguiente a las tres treinta."

Nancy Mitford
Trifulca a la vista


"Los Radlett siempre estaban en la cima de la felicidad más absoluta o sumidos en el negro pozo de la desesperación; sus emociones nunca estaban en un término medio: amaban u odiaban, reían o lloraban; vivían en un mundo de superlativos."

Nancy Mitford
A la caza del amor



“Me uniría al mismísimo diablo con tal de impedir que esta enfermedad siga extendiéndose.”

Nancy Mitford
en referencia al fascismo


"Se oyó a lo lejos el ruido de un automóvil, las ruedas al triturar la gravilla y un bocinazo grave. Tras un último vistazo al reloj, tío Matthew se lo guardó en el bolsillo cuando por la avenida apareció el vehículo, que no era ni mucho menos el pequeño Standard que conducía el atontador de percas, sino el enorme Daimler negro de Hampton Park, a bordo del cual llegaban tanto lord como lady Montdore. ¡Gran sensación! Eran rarísimas las visitas a Alconleigh, y más las inesperadas. Todo quien cometiera la impertinencia de probar el experimento no encontraría a tía Sadie y a las niñas, que se habrían echado cuerpo a tierra para no dejarse ver, si bien tío Matthew, desafiante e impermeable a todo azoramiento, se plantaría delante de una ventana, a la vista del osado, al cual le diría el mayordomo que «no estaban en casa». Los vecinos habían renunciado a esas visitas tiempo atrás, por ser una experiencia incómoda. Para colmo, los Montdore se tenían por el rey y la reina de la vecindad, de modo que jamás hacían visitas y daban por hecho que los demás acudirían a su casa, de modo que aquella aparición, se mirase como se quisiera mirar, fue extremadamente peculiar. Estoy segura de que si alguien distinto hubiera irrumpido en los felices instantes en que ya se anticipaba una tarde con el atontador de percas, tío Matthew lo habría despachado con cajas destempladas y quién sabe si no le hubiera lanzado además una piedra. No obstante, cuando vio de quién se trataba, pasó por unos instantes de sorpresa, de aturdimiento, a los cuales se sobrepuso antes de lanzarse a abrir la portezuela del automóvil como un hacendado de antaño, que saltase a sujetar el estribo de su señor feudal.
La vieja arpía, bien lo vimos todos al punto, incluso por la ventanilla del auto, se encontraba en un estado terrible. Tenía la cara enrojecida e hinchada como si llevara muchas horas llorando sin parar. Pareció no reparar siquiera en el tío Matthew, pues ni le dijo palabra ni lo miró siquiera al bajar del coche, quitándose con gesto de malhumor la manta que le cubría los pies. Acto seguido echó a caminar con el paso de una mujer muy envejecida, frágil y cojitranca, hacia la casa. Tía Sadie, que se había apresurado a salir, la rodeó con un brazo por la cintura y la acompaño al salón, cerrando de un portazo tal que a las claras indicó su deseo expreso de que las niñas no asomaran la nariz por allí en un buen rato. Al mismo tiempo, lord Montdore y tío Matthew desaparecieron en el despacho de mi tío. Jassy, Victoria y yo nos quedamos mirándonos con los ojos como platos, alucinadas por tan extraordinario incidente. Sin darnos siquiera tiempo de especular a qué podía deberse todo aquello, apareció el atontador de percas con exquisita puntualidad."

Nancy Freeman-Mitford
Amor en un clima frío


"Sin duda, un rey que ama el placer es menos peligroso que el que ama la gloria."

Nancy Mitford




"Yo un año después. Así que todavía podemos recordar el viejo mundo tal como fue durante mil años, tan hermoso y variado, y constatar que en solo treinta se ha desintegrado. Cuando éramos jóvenes, cada país tenía todavía su propia arquitectura, sus costumbres y su cocina. ¿Cómo olvidar la primera visita a Italia? Esas casas de color ocre, todas diferentes, cada una con su propio carácter y con sus pinturas de trompe-l’oeil en medio del estucado. Raras, extrañas y fascinantes hasta para un provenzal como yo. Ahora, ¡qué monotonía! Los suburbios de las ciudades son iguales en todo el mundo, mientras que en el centro quizá sobrevivan tristemente algunos monumentos antiguos como en una vitrina de cristal. Venecia sigue siendo maravillosa, aunque los alrededores son estremecedores, pero la mayoría de las ciudades italianas han quedado sumergidas bajo los rascacielos y los amasijos de cable. ¡Hasta Roma tiene cierto aire americano! «Roma senza speranza», leí en un periódico italiano; con eso está todo dicho. —Suspiró profundamente—. Pero, como te ocurre a ti con los manzanos, nuestros hijos nunca conocieron ese mundo, y no pueden compartir nuestra tristeza. Una cosa más de las muchas que nos separan. Media una distancia enorme entre nosotros y ellos, porque hemos tenido pocas experiencias en común. Nunca en la historia el pasado y el presente habían sido tan diferentes; las generaciones nunca habían estado tan separadas como ahora.
[...]
La palabra unberufen sonó tan poco habitual en labios de Alfred, que se me quedó grabada. Ya fuera por la edad o por su nueva posición social, su carácter se estaba suavizando. El Alfred del año anterior hubiese mantenido la conversación que tuvimos en el automóvil en un tono distinto, más severo, y no hubiese dicho unberufen. Sin embargo, cuando al día siguiente, antes de comer, Katie me dijo que había una llamada personal desde Winsor, pensé que se había «unberufenado» en vano. Alfred se encontraba en el vagón de tren del bosque de Compiègne, celebrando el Armisticio; así que le dije que me pasara la llamada a mí. Sin duda algo malo había ocurrido. Recé, confusa y débilmente, para que fuese un daño moral y no físico. Durante unos segundos, hubo interferencias en la línea: «Allo Weendzor-parlez Weendzor», y me pasaron por la cabeza las especulaciones más horribles. En cuanto escuché la voz del director, indudablemente irritada pero no triste, me tranquilicé: era obvio que Charlie y Fabrice seguían con nosotros en este mundo. No se anduvo por las ramas ni intentó prepararme para las malas noticias. Me dijo que los chicos se habían ido."

Nancy Mitford
No se lo digas a Alfred


























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