István Örkény

"Efectivamente, en medio de la sala estaba sentado el famoso actor cómico, cuyo retrato se veía en todas las revistas. El también clavaba sus ojos, pequeños como la cabeza de un alfiler, en la cortina, pero por lo demás esperaba con una modestia ejemplar en su mesa, con los brazos cruzados, como un colegial… Nikolits sintió vergüenza. Se enderezó como el anciano de pelo blanco y se cruzó de brazos como Zoborhegyi. Acompañaba con su mirada a los que salían y esperaba su vuelta alborotado. Trató de leer en sus caras qué les había ocurrido detrás de la cortina, pero no se enteró de nada. Salían con las facciones tensas, la mirada perdida en la lejanía y la sonrisa distraída y volvían con el mismo gesto y la misma mirada. Como mucho, a la vuelta se notaba en sus sonrisas cierta artificiosidad, como si ésta estuviera destinada a ocultar una fuerte experiencia psíquica.
Pasaron varios cuartos de hora, medias horas. La mayor parte de los clientes ya había recorrido el trayecto entre el café y la cocina. Un temblor interno se apoderó de Nikolits. Cada vez que salía el de la camiseta de malla, Nikolits trataba de despertar su atención, levantando bruscamente la cabeza o estornudando o ingeniando otros trucos infantiles semejantes. El de la camiseta de malla quizás reparara en él, quizás no. Ahora se pasaba un buen rato rebuscando en la sala y a veces incluso gastaba bromas a los clientes. En una ocasión se quedó mirando fijamente a una dama con sombrero de tul y cuando ésta, toda celosa, se levantó de un brinco, él le hizo una señal a alguien del rincón opuesto de la sala. En esos momentos, un murmullo de aprobación recorrió el Gran Café Niágara, los clientes se miraron a los ojos, y celebraron el chiste con una sonrisa pícara.
Finalmente llegó el momento en que el hombre encargado de llamar a las personas señaló su mesa. Los dos se levantaron inmediatamente, pero el de la camiseta, que con su mano derecha señaló a Melli, hizo un ademán con la izquierda como si quisiera dar en la cabeza de Nikolits. La mujer se marchó presurosamente y Nikolits volvió a sentarse abatido en su silla, mientras se quedaba mirando a su mujer con los ojos dilatados.
Apenas podía permanecer sentado. Como su paciencia se iba acabando, de vez cuando se levantaba, pero las miradas de asombro de los que lo rodeaban le hicieron entrar en razón y ocupar de nuevo su sitio. Por fin, la cortina se apartó hacia un lado y apareció Melli."

István Örkény
Gran Café Niágara


El conductor

József Pereszlényi, desplazador de materiales, se detuvo con su coche Wartburg, matrícula número CO 75–14, junto al quiosco de periódicos de la esquina.

–Deme un Noticias de Budapest.

–Lamentablemente se agotó.

–Deme uno de ayer, entonces.

–También se acabó. Pero casualmente tengo ya uno de mañana.

–¿También ahí aparece la cartelera del cine?

–Eso sale todos los días.

–Entonces deme ese de mañana –dijo el movilizador de materiales.

Se volvió a sentar en su coche y buscó la programación de los cines. Después de un rato encontró una película checoslovaca –Los amores de una rubia– de la que había oído hablar elogiosamente. La proyectaban en el cine Cueva Azul de la calle Stácio, a partir de las cinco y media.

Justo a tiempo. Todavía faltaba un poco. Siguió hojeando el diario del día siguiente. Le llamó la atención una noticia acerca del desplazador de materiales József Pereszlényi, quien, con su coche Wartburg matrícula CO 75–14 se desplazaba en una velocidad mayor a la permitida por la calle Stácio, y no lejos del cine Cueva Azul chocó de frente con un camión. El descuidado conductor murió en el acto.

“¡Quién lo diría”, pensó Pereszlényi.

Miró su reloj. Ya pronto serían las cinco y media. Guardó el periódico en el bolsillo, se puso en marcha a una velocidad mayor de la permitida, y chocó con un camión en la calle Stácio, no lejos del cine Cueva Azul.

Murió en el acto, con el periódico del día siguiente en el bolsillo.

István Örkény



El hogar

La niña solo tenía cuatro años. Sus recuerdos, probablemente, ya se habían desvanecido, y su madre, para concienciarle del cambio que las esperaría, la llevó a la cerca de alambre de espino; desde allí, de lejos, le enseñó el tren.

-¿No estás contenta? Ese tren nos llevará a casa.

-Y entonces ¿qué pasará?

-Entonces ya estaremos en casa.

-¿Qué significa estar en casa? -preguntó la niña.

-El lugar donde vivíamos antes.

-¿Y qué hay allí?

-¿Te acuerdas todavía de tu osito? Quizás encontremos también tus muñecas.

-Mamá, ¿en casa también hay centinelas?

-No, allí no hay.

-Entonces, de allá ¿se podrá escapar?

István Örkény



“Lo grotesco hace vacilar lo definitivo, pero sin ofrecer en su lugar otra validez; en vez de poner punto, pone siempre un signo de interrogación, de modo que no cierra, no concluye, sino que abre camino, pone en marcha algo.”

István Örkény



"(Mi nacimiento) ocurrió poco antes del estallido de la I Guerra Mundial, en 1912 y creo que ha sido mi único éxito total. A partir de ese momento, mi vida no ha dejado de ser una continua decadencia.(…) En vano sabía yo que quería ser escritor, mi padre era farmacéutico, y se empeñó en que yo mismo me hiciera farmacéutico. Anhelaba que yo fuera más que él y cuando me hice farmacéutico, me mandó a estudiar química. Tuve que esperar otros cuatro años para dedicarme en cuerpo y alma a la escritura.

¿Pero hasta cuándo? Apenas respiré profundamente un par de veces cuando estalló la guerra. Hungría declaró la guerra a la Unión Soviética, me llevaron al frente donde en breve derrotaron a nuestro ejército y a mí me capturaron los rusos. Me pasé otros cuatro años y medio en prisión, pero al regresar a casa me esperaron nuevas vicisitudes, que no facilitaron mi carrera de escritor."

István Örkény



Pensamientos en el sótano

La pelota cayó al sótano por un cristal roto.

Una niña de catorce años, la hija del conserje, bajó a buscarla cojeando. Un tranvía le había cortado una pierna a la pobrecita, y se ponía muy contenta cuando podía hacer algún favor a alguien.

El sótano estaba en penumbra, pero se dio cuenta de que en un rincón se había movido algo.

—¡Gatito! —dijo la niña de pata de palo—, ¿qué haces tú aquí?

Cogió la pelota y salió del sótano lo más rápido posible.

La rata vieja, fea y maloliente —la habían tomado a ella por un gato— quedó asombrada. Nunca le había hablado nadie así.

Ahora, por vez primera, pensó que todo habría ido diferente si ella hubiera nacido gato.

Es más —¡como somos tan insaciables!— enseguida empezó a hacerse ilusiones. ¿Y si ella hubiera nacido niña de pata de palo?

Pero esto era demasiado bonito y no se atrevió ni a imaginarlo.

István Örkény



































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