Lawrence Osborne

"Aunque la lluvia había cesado, la tierra estaba blanda y pegajosa. Ouksa se internó entre las cañas, dejó la pala y regresó a la zanja para arrastrar la maleta hasta el mismo sitio. Era exasperante. Sus pies resbalaban en el barro y le fallaban las fuerzas; no comprendía que aquella maleta pesara tanto. Tardó diez minutos en apartarla de la carretera y acercarla al lugar donde había dejado la pala. Antes de empezar a cavar entre las gruesas cañas de azúcar, maldijo al policía y su inoportuna llegada. Le esperaba un trabajo brutal, aunque la lluvia hubiese cesado. Cuando terminó de cavar el hoyo, estaba agotado y se enjugó la cara. Entonces aguzó el oído: de entre las cañas llegaba un llanto débil y distante. Parecía el gemido de un animalito, pero sin duda era humano. La chica perdida, desconcertada y sola en aquel mar de cañas. Se preguntó si Davuth también la habría oído. Sorprendentemente, hasta entonces no había pensado en la Ap; un miedo gélido se apoderó de él, cogió la maleta y la arrojó al hoyo con furia. Llenó el agujero con la misma tierra, que aplanó con la pala antes de arrastrarse de nuevo hasta el arcén cuando empezaba a clarear. El policía seguía sentado tranquilamente en el capó, abstraído en sus pensamientos, rodeado de un círculo de colillas. Sus botas de vaquero no habían perdido el brillo. Ouksa se acercó al todoterreno, apoyó la pala en uno de sus costados y dijo que había terminado.
[...]
Davuth esperó que Ouksa se alejara antes de deambular pensativamente por la escena del crimen. Marcas de llantas y huellas, sí, pero la lluvia del día las borraría rápidamente. Sólo quedaba el Saber. Mejor abandonarlo allí mismo, sin manipularlo. Era una chatarra oxidada, al mediodía ya se lo habrían llevado a piezas. Regresó al cañaveral y aguzó el oído, por si se repetía el llanto de antes.
Las cañas lo desafiaron meciéndose en la brisa, sin revelar nada. El horizonte se iluminaba. Todo había recuperado la normalidad. Reflexionó serenamente sobre aquel asunto y comprendió que cuanto menos hiciese, mejor. En la jerarquía de la policía local no tenía ningún superior que pudiese curiosear o hacerle preguntas inconvenientes. Estaba espléndidamente solo.
Se dirigió al río entre el canto de los gallos, se detuvo en una lengua de arena que conocía y arrastró el cadáver hasta depositarlo suavemente en el agua. Esperó que la corriente se lo llevara a una zona más profunda, donde pudiera desplazarse con facilidad. Sentía una apacible satisfacción. Estaba familiarizado con la muerte, no tenía nada de mágico ni asombroso. Aparecía y desaparecía, y en ese aspecto se asemejaba mucho a la vida."

Lawrence Osborne
Cazadores en la noche



“El mundo entero es una instalación turística y el simulacro se eterniza en la boca.”

Lawrence Osborne



“En París, con todas sus restauraciones inmaculadas, me sentiría culpable, desprotegido, imperfecto. En Bangkok, uno puede deteriorarse con absoluta libertad.”

Lawrence Osborne



"Esta es tu gente, pensó, sin referirse al color de su piel: habitantes de las megalópolis, una nueva raza."

Lawrence Osborne
Los perdonados



"Pidió el quinto vodka. Cuando volvimos al piso, él andaba de forma estable en línea recta y, sin embargo, estaba borrachísimo. Por la noche se bebió otra media botella a palo seco.
Tomasz y Ewa se separaron, y Tomasz y su nueva amante se mudaron a una casa en Ocean City, Nueva Jersey, desde donde él se haría cargo de la New Jersey Symphony Orchestra en la catedral de Newark. Se trataba de una elección irónica: Ocean City es una ciudad «abstemia». Inmortalizada por Woody Allen en Stardust Memories, sustituye el alcohol por helado, fácil de adquirir en todas partes. No hay un solo bar en kilómetros a la redonda, a menos que se crucen las proverbiales vías del tren.
Llegaron a París noticias de su acelerado alcoholismo. Ewa murió de cáncer de mama mientras vivía con nosotros, y después de su muerte las historias de Tomasz con la bebida se volvieron francamente preocupantes. Su actual novia era incapaz de frenarlo; aterrorizada y perpleja, nos enviaba informes de arrebatos alcohólicos que se prolongaban durante días. En tales excesos, era como si su mente abandonase su cuerpo. A principios de verano recibimos la llamada que tanto temíamos: Tomasz estaba ingresado en un hospital de Newark, incapacitado, agonizando de cirrosis. Moriría en cuestión de horas.
Llegamos a Newark con el bebé y corrimos al hospital en plena ola de calor, con temperaturas que rozaban los cuarenta grados. Era poco después de medianoche y estábamos exhaustos. Al principio, el personal del hospital no tenía ni idea de quién era Tomasz. Luego nos dieron un número de habitación. Me ofrecí a subir primero con el bebé para que pudiese ver a su nieto antes de morir. Karolina tenía veinte años aquel verano, apenas era una adulta y había empezado a comprender que cuando su padre muriese se quedaría huérfana.
Subí en el ascensor y salí a un largo pasillo de puertas cerradas. La habitación del Tomasz estaba al final. Llamé, pero nadie respondió. Abrí la puerta, con el bebé en brazos, y entré en una habitación en penumbra en cuyo centro había una cama. En la cama yacía un anciano encogido con una docena de tubos insertados en el cuerpo. Me disculpé, salí y comprobé el número de habitación. Era el correcto. Volví a entrar. Aquel anciano era Tomasz. Estaba literalmente irreconocible a causa de la cirrosis. La morfina hizo que me mirase sin reconocerme. Me acerqué para intentar hablar con él pero estaba ido, sumido en su delirio."

Lawrence Osborne
Beber o no beber




"Tuvo la sensación de que había pasado una hora cuando empezó a deambular por la casa iluminada donde los biombos tallados olían a pachulí y un cálido aroma a agujas de pino emanaba del suelo. Era una casa que imponía su personalidad, un personaje con historia y emociones, cuyas escaleras respiraban como pulmones, una casa con brisas fugaces que iban y venían, silenciosas, agitando levemente las borlas y los bajos de las cortinas. Encontró un rincón tranquilo, decorado con unas lanzas antiguas que estaban apoyadas en la pared, y sacó el móvil de su bolsillo. Las puntas metálicas resplandecían sobre su cabeza y todo olía a domesticidad húmeda y exótica al mismo tiempo, a té humeante, barniz y alfombra polvorienta. Marcó el número y dio señal: un pequeño milagro. Esperó, impaciente, con el móvil pegado a la oreja, pero nadie respondió. Sin duda, era posible que David se hubiese desplazado a una zona sin cobertura, como también era posible que pronto volviese a tenerla; Richard le había advertido que era algo habitual en el desierto. Pero aquella llamada frustrada la deprimió. Quizá sí que estaba fumándose un porro en el coche. Se dio por vencida y guardó el teléfono. Algo achispada, recorrió, vacilante, las salas y los pasillos con las manos extendidas para sujetarse a los muebles y mantener el equilibrio. Se desplazó por un dédalo de objetos resplandecientes cuya utilidad no consiguió determinar, porque ni les prestó atención ni le importaban. Vio un enorme pájaro de colores encaramado al columpio metálico de una jaula próxima al piano, unos faroles de latón y cristal verde que colgaban con cadenas del techo, armas antiguas y una lámpara de cuero con incrustaciones de cristal de colores de un siglo de antigüedad. Deambuló por las salas como si fuese ciega, dejándose llevar por la ginebra. Si oía voces, retrocedía y buscaba otros remansos de aislamiento.
Estaba sentada en una de las butacas indias de la sala cuando Hamid vino en su busca. Faltaba una hora para medianoche y misteriosamente la docena de pájaros enjaulados de la casa habían empezado a cantar en cinco trinos recíprocamente excluyentes. Al levantar la vista vio el fajín color cereza de Hamid, que la miraba con una taza de café en la mano. En el platito había una cucharilla que hacía equilibrios para no caerse y una chocolatina, como en los restaurantes."

Lawrence Osborne
Los perdonados





















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