Raduan Nassar

"Con la mano en el aire Zeca Cigano lanza un nuevo golpe, ve de repente que la boca de la mujer sangra. Encogida contra la pared, la vecina se mete la mano en el escote y saca el rosario, pasa las cuentas con los dedos trémulos mientras llora. El silencio de la habitación suspende durante un instante el gemido de los niños en la salita. El sudor corre por el pescuezo de Zeca Cigano, por su torso desnudo y por los músculos fuertes de su brazo. Tira el cinturón a un lado, sale de la habitación, pasa por la salita, cruza la cocina y se para en el rellano de la escalera, frente al patio, la barraca abandonada al fondo.
Sentada, con los pies subidos en el travesaño de la silla, con su hermano pequeño lloriqueando en su regazo, la niña observa a su padre, en el rellano, de espaldas, con las manos en la barandilla, la cabeza tan caída como la de un ahorcado. La niña también vigila los movimientos de la vecina que se mueve agitada de la cocina a la habitación, aplicando emplastos de salmuera en los azotes de la madre acostada Cuando la casa se calma la vecina sale de la habitación cerrando la puerta con cuidado. En la salita levanta del suelo al mocoso sin calzones, lo acoge en su regazo, toma de la mano a la niña más pequeña, busca a la mayor, pero la puerta del baño está cerrada. No espera y sale con los dos niños por la puerta de delante.
En el baño, la niña se levanta de la taza, con los ojos pegados al espejo de afeitarse de su padre, adornado con un marco barato, como los de los cuadros de santos. Empuja el cajón, se sube a él, desengancha el espejo de la pared y lo tira al suelo de cemento. Se acuclilla sobre el espejo como si se sentase en un orinal, las bragas en una mano, y ve, sin comprender, su sexo enmarcado. Lo acaricia lentamente, con la punta de un dedo, los ojos llenos de asombro.
La niña sale del baño, anda por la casa en silencio, no se atreve a entrar en la habitación de su madre. Sale de la casa y se va a la calle, a jugar con los niños de la vecina de enfrente."

Raduan Nassar
Una niña en camino



“No hay creación artística o literaria que se compare a la cría de gallinas.”

Raduan Nassar



"Y cuando llegué por la tarde a mi casa, allá en el 27, ella ya me esperaba dando vueltas en el jardín, vino a abrirme el portón para que yo entrase con el coche y, en cuanto salí de la cochera, subimos juntos la escalera hacia la terraza, y nada más entrar abrí las cortinas del centro y nos sentamos en las sillas de mimbre mirando hacia el lado opuesto y hacia arriba, por donde el sol se iba poniendo, y estábamos los dos en silencio cuando ella me preguntó: «¿Qué te pasa?», pero yo, muy distraído, continué distante y tranquilo, el pensamiento abandonado en el enrojecimiento aquel del poniente, y fue únicamente por la insistencia en la pregunta que respondí: «¿Ya has cenado?», y como ella respondió: «Más tarde», yo entonces me levanté y fui sin prisas a la cocina (ella vino detrás), saqué un tomate del refrigerador, fui al fregadero y lo lavé, y después tomé el salero de la alacena y me senté enseguida allí a la mesa (ella desde el otro lado acompañaba cada uno de mis movimientos aunque yo displicente fingía que no me daba cuenta), y sin dejar de estar en su punto de mira empecé a comer el tomate, echando sal poco a poco a medida que lo iba comiendo, fingiendo un empeño exagerado en la mordida para
mostrar mis dientes fuertes como los dientes de un caballo, sabiendo que sus ojos no se despegaban de mi boca, que por debajo de su silencio se retorcía de impaciencia, que tenía más ganas de mí cuanto más indiferente yo me mostrase, sólo sé que cuando acabé de comer el tomate la dejé allí en la cocina y fui a buscar la radio que estaba en el estante de la sala y sin volver a la cocina nos encontramos de nuevo en el pasillo, y sin decir una palabra entramos casi juntos a la penumbra del cuarto."

Raduan Nassar
Un vaso de cólera





"Y recordé haber escuchado siempre en los sermones del padre que los ojos son la candela del cuerpo, y que si ellos eran buenos lo eran porque el cuerpo tenía luz, y si los ojos no eran limpios revelaban un cuerpo tenebroso, y yo allí, frente a mi hermano, respirando un olor exaltado de vino, sabía que mis ojos eran dos carozos repulsivos, pero no me importó que así fuesen, yo estaba confuso, y hasta perdido, y me vi de repente haciendo cosas, moviendo las manos, recorriendo el cuarto, como si mi embarazo viniese del desorden que existía a mi lado: ordené las cosas encima de la mesa, pasé un paño por la superficie, vacié los ceniceros en el cesto, estiré la sábana de la cama, doblé la toalla en la cabecera, y ya había vuelto a la mesa para llenar dos vasos cuando me descuidé y casi pregunté por Ana, pero eso fue sólo un ímpetu súbito y atropellado, yo podría preguntar eso sí cómo pudo llegar él a mi pensión, descubriéndome en el caserío antiguo o también, de modo ingenuo, intentar conocer el motivo de su llegada, pero ni siquiera estaba pensando en esas cosas, yo estaba oscuro por dentro, no conseguía salir de la carne de mis sentimientos, y allí junto a la mesa de una sola cosa estaba seguro, de tener los ojos exasperados sobre el vino rosado que echaba en los vasos; «las persianas» dijo él «¿por qué las persianas están cerradas?» dijo él desde la silla del rincón donde estaba sentado y no lo pensé dos veces y corrí a abrir la ventana y afuera había un atardecer tierno y casi frío, hecho de un sol fibroso y anaranjado que tiñó ampliamente el pozo de penumbra de mi cuarto, y yo todavía encajaba las hojas de las persianas en los ganchos cuando, ligera, me asaltó una primera crisis, pero no le hice caso, fue pasajera, por eso sólo pensé en terminar mi tarea y fui poco después, generoso y con algún escarnio, a poner también entre sus manos un soberbio vaso de vino; y mientras una brisa impertinente acolchaba las cortinas de encaje grueso, que dibujaban a media altura a dos ángeles trepando nubes, tocando tranquilos clarines con los carrillos hinchados, me abandoné al borde de la cama, los ojos bajos, dos bagazos, y fueron sus ojos plenos de luz encima de mí, no tengo dudas, los que me envenenaron, y fue una onda corta y quieta que me amenazó de cerca, y me llevó impulsivo casi a incitarlo en un grito «no te contengas, hermano mío, encuentra ya la voz solemne que buscas, una voz potente de reproche, pregunta sin demoras qué me ocurre desde siempre, restaura gestos, desfigúrame deprisa la cara, rómpeme en los ojos la vieja vajilla de la casa» pero me callé, creyendo que exhortarlo, además de inútil, sería una estupidez y, sin darme cuenta, caí pensando en sus ojos, en los ojos de mi madre en las horas más silenciosas de la tarde, allí donde el cariño y las aprensiones de una familia entera se emboscaban, y recordé cuando se abría en un instante vago la puerta de mi cuarto resurgiendo una figura maternal y casi afligida «no te quedes así en la cama, corazón, no dejes que tu madre sufra, habla conmigo» y sorprendido, y asustado, sentí que en cualquier momento yo podría también estallar en llanto, y se me ocurrió que estaría bien aprovechar el resto de embriaguez que no se había dejado espantar por su llegada para confesarle, quizá piadosamente, «es mi delirio, Pedro, es mi delirio, si quieres saberlo» pero fue sólo una oleada que pasó por mi cabeza y me hizo vaciar el vaso en dos tragos rápidos, y yo, que creía inútil decir cualquier cosa, comencé a escuchar (él cumplía la sublime misión de devolver el hijo descarriado al seno de la familia) la voz de mi hermano, calma y serena como convenía, era una oración que él decía cuando se puso a hablar (era mi padre) de la cal y de las piedras de nuestra catedral."

Raduan Nassar
Labranza arcaica















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