Ramón Pernas

"El lunes comenzará otro modo reducido de mi vida laboral. No tendré que ir a la redacción más que un día a la semana, a la reunión de programación. Escribiré desde casa y mi redacción virtual será el correo electrónico. En realidad, estoy medio jubilado, no entré en los ERE del periódico gracias a mi pequeño prestigio intelectual, que fue creciendo después de la primera hornada del equipo fundador, y ahí es donde me ubico, escribiendo de los recovecos culturales que dejaba libres la Transición y superando el fenómeno tan intensamente efímero de la Movida, que puso a Madrid de moda en toda Europa. Tiene gracia que, después de toda una vida apostando por descifrar las claves de la cultura y rescatar a sus protagonistas, me sigan presentando como cronista de la Movida. Tiene gracia. El lunes debuto de cesante sin serlo, de paseante en corte sin paseos previstos.
Es un cambio de ciclo, la difusión del diario en papel es justamente la mitad de la que era hace diez años. Los digitales van a acabar con la prensa tradicional, y además la gente no lee, no compra libros ni periódicos, los quioscos son animales que han crecido en las esquinas y ya han entrado en su fase de extinción, como dinosaurios tristes.
Me han bajado el sueldo prácticamente a la mitad sin ocasión para defenderme. Una versión edulcorada de o lo tomas o lo dejas fue, en síntesis, el argumento del director. El suplemento de cultura se redujo en un cincuenta por ciento y se mantiene por el prestigio del diario. Yo todavía tengo mi sección fija, que ha mermado en extensión a dos mil palabras. Los libros, la oferta literaria está desaparecida, las editoriales prefieren editar textos banales, literatura romántica llena de prisas y de tópicos, es como si en estos cuatro meses cambiara de siglo. Tendré que habituarme.
Me doy cuenta de que nunca, en todo este tiempo, y no solo en estos meses recientes, sino en todas las estancias largas en Estados Unidos, me doy cuenta de que nunca he pensado en inglés; hablaba de forma mecánica, pero mis pensamientos eran siempre en español. Supe hace tiempo que el español era mi auténtica patria.
Y paseando, caminando hacia la calle Hortaleza, me fluyen páginas enteras de libros leídos en inglés de Don de Lillo, de Philip Roth, de William Faulkner, que voy traduciendo simultáneamente, mientras me veo reflejado en las vidrieras de los escaparates y no me reconozco. Ando más lento y estoy ligeramente encorvado, me estoy haciendo viejo, poco a poco voy envejeciendo, lo noto cuando meto las manos en los bolsillos de la americana, cuando el cristal que miro me devuelve en un espejo mi aspecto: me asusto y me dirijo al quiosquero para comprar El País y El Mundo, añado el ABC y me entero de que ha desaparecido el semanario Interviú, y pregunto que cuándo dejó de publicarse, y el vendedor me regala una frase sentenciando que cuando se acabó la Transición y que ya no quedaban tías por desnudar en la portada; me despide con un «Este país ha cambiado mucho»."

Ramón Pernas
El libro de los adioses



"Hasta el último momento estuvo convencido de que iba a aparecer mi hermano para participar en nuestra boda, que era la sorpresa que yo iba a regalarle. No dejaba de girar la cabeza por si venía, aunque yo le pedí al viejo cura, tan mayor como nosotros, que quería una ceremonia corta y discreta, con la puerta grande cerrada para evitar beatas y no convertir aquel humilde acto en un espectáculo, por muy minoritario que pudiera ser. No vino nadie, no hubo espectadores ni curiosos, no llegó mi hermano y solo en la imaginación de mi ahora marido pudo alojarse tan descabellada idea.
Llovía como solo llueve en aquel pueblo, con una insolente lluvia oblicua, vertical y racheada, envolvente, diluvial. Me puse una gabardina, abrí mi paraguas y me dirigí a la parte de atrás del ábside, donde aparqué el coche, mi renqueante y achacoso viejo taxi.
Nos subimos los cuatro, los novios y los padrinos, y enfilamos la carretera que va a la capital de la provincia, una levítica ciudad amurallada desde que los romanos instalaron su campamento en tiempos del césar Augusto. Nos esperaba un restaurante para celebrar como Dios manda una boda en pequeño formato. Los cuatro teníamos reservados unos centollos que están en su mejor mes, comimos, bebimos y nos reímos, aunque mi esposo estuvo ausente como acostumbra, poco hablador y en exceso melancólico.
Después del almuerzo y de que Ada nos contara anécdotas que, pese a vivir en el mismo pueblo, yo desconocía y que provocaron carcajadas en nosotros y en los comensales vecinos, nos dispusimos a regresar.
En el camino hacia el aparcamiento pasamos frente a un estudio de fotografía. Subimos al primer piso y el retratista nos inmortalizó no sin antes preguntarnos qué aniversario de boda cumplíamos, inquiriendo el muy cabrón si eran nuestras bodas de oro y si nuestros acompañantes eran nuestros hijos. Asentí a las dos preguntas e incluso pude añadir que Humberto era nuestro hijo mayor, que lo tuvimos muy jóvenes y que Ada fue un regalo de última hora que llegó por sorpresa.
El hotel Méndez Núñez estaba junto al estudio y a mí lo que me pedía el cuerpo, después del marisco y del buen vino, era consumar el sacramento del matrimonio con mi marido recién estrenado en un bien mullido lecho de una habitación del principal y señero hotel de la capital."

Ramón Pernas
El libro de Jonás



"La literatura, en sí misma, es innecesaria, pero nos ayuda tanto a vivir y a ser felices que es imprescindible."

Ramón Pernas



"La tienda de ultramarinos nunca significó para madre nada más que una inmensa despensa de donde se surtía de viandas y productos para la casa más o menos exóticos para los tiempos que corrían, como latas de foie francés o barras boloñesas de mortadela o queso de Parma. En realidad eran caprichos de mi padre, que había hecho una sólida amistad con un viajante de origen húngaro que representaba todo tipo de delicadezas exquisitas y que una vez al año llegaba al pueblo tras salirse muchas leguas de su ruta.
Como pequeña empresaria fue todo un desastre. Tenía la tienda para distraerse y ésta se convirtió al poco de abrirla en un hermoso y bien decorado lugar de reunión. Mi madre, vendiera o no vendiera, que no vendía, efectuaba los pedidos duplicando o triplicando las existencias. En un pequeño almacén ya no tenía cabida la multitud de sombreros que se amontonaban en su desorden armónico de preciosas sombrereras. Era de las que mantenían que por encima de todo hay que surtir el comercio de existencias y que ya se le darán salida. Alguien vendrá a comprarlos, decía, pero se equivocaba profundamente. Cuando se aburrió de abrir y cerrar con un horario fijo, regaló para la tómbola de la caridad que se pone por Navidad la mayor parte de las colecciones que se iban quedando obsoletas e intentó saldar a un precio simbólico partidas enteras que ni así tuvieron salida.
Todavía cuando subo al desván las cajas de cartón de los sombreros nuevos llenan gran parte de la estancia. Madre cerró el comercio para convertirlo en un selecto cenáculo, coqueto y bien decorado para celebrar, seguir celebrando, su tertulia de cada tarde. Dejó como elemento decorativo el mostrador, que todavía hoy permanece en su sitio.
El paso del tiempo todo lo perturba, llena de niebla los recuerdos y hoy no es el ayer feliz que vivimos. Estoy mirando a mi madre, viéndola cómo deja que vague su mirada que ya no busca el horizonte porque no puede encontrarlo.
A veces pienso que las miradas se quedan apresadas en las alcobas, en las habitaciones, rebotan contra el techo cuando estamos acostados sin dormir y no podemos domeñar los pensamientos. Se desubica nuestra mirada, sube y baja, viaja por pasadizos secretos que sólo ella conoce hasta que vuelve a ajustarse en las cuencas. Madre perdió su mirada y ya no encontró el camino que conduce a sus ojos.
Yo la contemplo como entreviéndola en un océano de desolación y busco en mi mente un pensamiento de piedad que de ninguna manera va a servirme para interpretar, para explicar lo inexplicable.
Cuando hace unos meses la visitó el médico no quiso anunciarnos el silencio. Resolvió con unas cosas de la edad el estado que en aquellos días se estaba empezando a manifestar. Según él no está enferma pues su mal no requiere tratamiento, no hay remedio alguno para impedir este viaje de regreso que está haciendo madre hacia ningún sitio. Ella camina al revés de su memoria, recorre distancias infinitas de las que no hay noticia, pasajes inexplorados que habitan algún rincón de la mente.
Mi madre está ahí, viendo sin mirar cómo pasa la vida este sábado por el malecón, junto a ella Antonia, siempre Antonia como si la vida se hubiera desdoblado en dos personas que son la misma. Ambas parecen recordar, ellas están viéndose en ese mismo paseo hace cincuenta años. Antonia camina tres pasos detrás de madre, tal como exigían las reglas de antaño."

Ramón Pernas
Libro de actas



"La literatura tiene un valor social muy alto, y los autores somos básicamente egocentristas y fantasmas. Y no hay más fantasmeo que el que le den una palmada en el hombro a un autor de baja calidad para convertirlo en un sacrilegio andante."

Ramón Pernas



"No he tenido habilidades para aprender el oficio de artista. Soy torpe para los malabares, miedosa para el trapecio y perezosa para adiestrar mi cuerpo en las contorsiones. Desde pequeña estuve en la trastienda, lo que me permitió estudiar y educar mi fantasía. Para ello viajaba con un libro que duraba dos ciudades o una feria entera, novelas de amor primero y Tolkien y multitud de poetas que llegaron después. Los libros son el mejor de los paisajes, que admiro en sus páginas, la carpa en la que se escriben todas las historias y que acoge la maravilla de otro libro, de nuestro lema universal, el más difícil todavía. Ya sé que soy un poco redicha, me gusta hablar como hablan los protagonistas de las novelas, me lo dicen los chicos que conozco, pero a mi padre le gusta. Presenta el espectáculo y es el adiestrador de Zara, nuestra elefanta, que es de la familia, tiene más de ochenta años y nos ha visto nacer y crecer a todos, llegó al circo el mismo día que nació mi padre. Son como hermanos.
Los artistas italianos que han hecho temporada con nosotros celebran que en la empresa haya un elefante de nuestra propiedad, dicen que siempre trae fortuna, da suerte y convierte a las pequeñas troupes en circos de categoría, de primera. Yo también lo creo.
Posiblemente me case dentro de un par de años. Cada noche hablo desde el ordenador con Mario, mi novio italiano, y cada conversación es un temblor interno, un sobresalto continuo hasta que apago la pantalla.
Mario Grazzi es de mi misma edad. Tiene veintitrés años y pertenece a la quinta generación de cómicos viajeros. Trabaja en un pequeño espectáculo de calle que gira toda la Toscana. Nos conocimos durante nuestra estancia en Cremona, cuando fuimos a comprar la nueva tienda de cuatro palos, hace dos años. No volvimos a vernos después de aquella semana y de la última noche, cuando nos besamos y apagamos con nuestro ardor el faro encendido de la luna, que nos espiaba complacida.
Ahora miro a la luna y pienso en Mario, y creo que estará haciendo lo mismo en la distancia. Es curioso, me resulta casi inexplicable que por lejos que estemos es la misma luna llena la que nos alumbra. Parece raro, pero es así.
Cuando nos casemos, Mario vendrá a vivir conmigo a una caravana nueva a la que ya le tengo echado un ojo. Será el regalo de padre. Mario se incorporará a la compañía con su número aéreo, y tendremos hijos, cuatro quiero tener, o gemelos para que monten un número de icarios, y que por otra generación el circo Tivoli continúe rodando, prosiga su camino.
¡¡Quiero tanto a Mario!! Le voy a mandar un recado por la luna, se lo diré bajito y la luna se va a ruborizar. Ahí va, no me falles, luna, cuéntaselo antes de que Mario duerma, y si no, que sea mi regalo en medio de sus sueños. Buenas noches, mi amor.
Un viento salado nos trae el mar de Vilaponte hasta nuestro campamento de Vilaxove. Mañana nos ponemos en marcha."

Ramón Pernas
Hotel Paradiso




"Permanecí treinta y seis horas a su lado, con la luz cenital de los visillos ocultando el día.
Y de repente, me anunció que su muerte era inminente, la abracé y murió entre mis brazos. Con suavidad extrema le cerré los párpados, y así sujetando su cuerpo inerme permanecí hasta que su perfil se convirtió en mármol.
Entonces comencé a llorar con un llanto universal, veraz, sincero. Mi primer duelo. Con la muerte de madre, supe que ya era un adulto, que nunca más habría mañanas, mira qué cosas piensa uno, de naranjas recién exprimidas, ni desayunos en la cama.
Supe también cuánto y con qué excesiva generosidad me quiso.
Me tambaleé en el momento en que sobre su ataúd cayó la primera pala de tierra que sonó como un mazazo, un gong seco, un puñetazo en mi rostro, y aturdido supe que ya no la vería nunca más. Qué poco tiempo la tuve conmigo. Cuando era un niño la percibía, notaba su presencia, la necesitaba. En la adolescencia era como una sombra protectora siempre temerosa de lo que me podía ocurrir. Cuando me fui a estudiar lejos del pueblo, su reencuentro era la vuelta al regazo y a la calma, no podía seguirme pero su afecto tenía una intensidad insospechada y yo contaba con él. Era una suerte de bálsamo pensar en madre, cuando la zozobra ponía en peligro el barco en el que navegaba mi vida.
Mi padre quedó desarbolado, a la deriva. Parecía una nave con las cuadernas al aire, embarrancada en una playa que no había elegido. Me evitó la angustia del día a día del cáncer, las secuelas de la quimioterapia, llevó solo la enfermedad de madre. En sus cartas me ponía en una alerta relativa, mamá no anda bien, ya se le pasará, está en una mala época, parece que los remedios le están haciendo efecto… y llamaba por teléfono para hablar con ella y era ella quien me tranquilizaba, pareces tonto, no ves que estoy bien…
Evitaban preocuparme, me aislaban del mal que la estaba matando. Quizás yo no quería enterarme, y me puse unas orejeras para no ver lo que estaba aconteciendo.
Me regalaron sus últimos días de vida, a mí que le hurté los meses enteros de las vacaciones de mis veranos recientes. Mis bellos veranos cuando todavía soñaba tardes con Pavese, mi bella estate que jamás recuperaré."

Ramón Pernas
En la luz inmóvil


"Yo soy un escritor de oficio, tengo un oficio largamente recorrido. No soy truculento, ésa es la mente. Procuro escribir haciendo uso de mi bagaje suficiente para poder enriquecer el discurso, haciéndolo más plural, más abierto, más mágico."

Ramón Pernas




"Yo soy un hombre disperso y reivindico la dispersión. No hay lugar para siempre. Cuando voy a un lugar me pregunto cuándo voy a abandonarlo y cuando piso otro vuelvo a preguntarme lo mismo. No tengo un lugar perdurable. Tengo un origen y un destino. Mi origen es Vilaponte y mi destino serán mis cenizas aventadas en Vilaponte, pero en el medio puedo dar vueltas al mundo y reivindicarme como judío errante para encontrar un puerto de resguardo, pero no un puerto de llegada."

Ramón Pernas





















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