Robert B. Parker

 "La única exposición que había hecho fue en una pequeña galería de South Street; el crítico de arte del Globe dijo que yo era «primitivista con fuertes impulsos figurativos». No vendí muchas obras, pero me alegré de saber que respondía a una definición. Sin embargo, en la zona de estudio de mi piso, con la luz de la mañana como única iluminación, me pregunté si primitivista no sería más que otra forma de decir aficionada. Estaba trabajando el óleo, tratando de plasmar una estampa de Tyler Street, de Chinatown. Nunca tenía tiempo para ir a un sitio y montar allí el caballete, así que trabajaba de memoria, con ayuda de unas pocas fotos Polaroid que había tomado. Parecía Chinatown, incluso parecía Tyler Street, y el edificio del fondo era como el restaurante chino que se veía desde donde yo había estado. Pero la pintura no estaba bien y, de momento, no se me ocurría qué hacer para arreglarla. A veces pensaba que la crítica de arte se reduce a lo indefinible, como saber si un planteamiento es completo o no. Mi cuadro no lo era... todavía. Probé oscureciendo los colores, me retiré un poco y lo miré mientras el sol que entraba por la ventana del este iluminaba los colores de la forma más parecida a como podía verlos.
—Primitivista —dije en voz alta—, con fuertes impulsos figurativos.
Iba aprendiendo, pero era un proceso lento. Seguía asistiendo a cursos e iba a sacarme el máster de Bellas Artes porque odio dejar las cosas a medias. Pero sabía que el máster no tenía mucho que ver con mi trabajo. Tenía que aprender yo sola a hacer mi trabajo. Otros pintores pueden decir a veces lo que no hay que hacer, pero tampoco ellos saben exactamente cómo ni por qué han hecho lo que han hecho. Jamás encontré a ninguno que me dijera cómo había que hacer lo que hago. El resto del trabajo en clase era teórico, con estudio de crítica. Era interesante, me gustaba saber lo que decían autores como Kenneth Clark sobre que el arte da forma a la cultura que lo produce y, a la vez, la constata, aunque no me ayudara a plasmar Tyler Street de forma satisfactoria. Eso tenía que descubrirlo por mi cuenta.
Rosie dormitaba en mi cama tapándose el hocico con una pata. Se despertó de repente, bajó de un salto y se acercó a la puerta. Al cabo de un minuto, sonó el timbre y Rosie dio un par de vueltas sobre sí misma, saltó contra la puerta y ladró moviendo la cola a toda velocidad. Normalmente, anunciaba así a mi padre y a Richie. Fui a abrir.
Acerté, era mi padre. Desgraciadamente, lo acompañaba mi madre.
—¿Te interrumpimos?—preguntó mi madre.
—No, estaba pintando y necesito un descanso.
Mi padre se agachó al suelo y dejó que Rosie le lamiera la nariz, un espectáculo interesante, teniendo en cuenta que mi padre tenía la constitución de un herrero de baja estatura.
—¡Ay, Phil, por Dios! ¡Ten cuidado con la rodilla! —dijo mi madre.
Mi padre había recibido un balazo hacía quince años, cuando arrestaba a un hombre que había asesinado a tres mujeres, y se le había roto la rótula de la rodilla izquierda. Un cirujano ortopédico se la arregló y, aunque cojeaba ligeramente y le dolía de vez en cuando, era tan fiable como la derecha. Yo lo sabía, él lo sabía y creo que mi madre también lo sabía, pero ella siempre tenía que recordárselo.
Mi madre y yo fuimos a la cocina a preparar café. Había traído unas empanadillas; casi siempre traía algo. Mi padre se levantó, fue a la cocina y cogió una empanadilla."

Robert Brown Parker
Amarga fortuna



"Por la mañana, después de pagar la cuenta, Hawk robó una cesta de la lavandería de un armario de artículos de limpieza cuya cerradura me ocupé de reventar. Metimos ambos cadáveres en la cesta, los tapamos con ropa de cama sucia, introdujimos la cesta en un ascensor vacío y lo enviamos al último piso. Lo hicimos sin quitar ojo de encima a Kathie, que no dio la menor señal de querer largarse ni de matarnos. Parecía tener tantas ganas de quedarse con nosotros como nosotros de quedarnos con ella. O al menos, yo. Creo que, de haber estado solo, Hawk la habría arrojado a un canal.
Cogimos un autobús de la terminal de la KLM en Museumplein y alcanzamos el vuelo de la KLM de las nueve cincuenta y cinco, de Schiphol a Londres, que enlazaba con el vuelo de mediodía de Air Canadá a Montreal. A la una y cuarto, hora de Londres, estaba repantigado en el asiento del pasillo, con Kathie a mi lado y Hawk junto a la ventanilla, bebiendo una cerveza Labatt 50 y esperando a que me sirvieran la comida. Seis horas más tarde —a comienzos de la tarde según hora de Montreal—, aterrizamos en Canadá, cambiamos dinero, recogimos el equipaje y a las tres en punto hacíamos cola delante de la oficina de alojamientos olímpicos de la plaza Ville Marie, aguardando a que nos asignaran una vivienda. A las cuatro y cuarto llegamos junto al encargado y a las seis menos cuarto estábamos saliendo del bulevar St. Laurent en un Ford de alquiler, rumbo a unas señas próximas al bulevar Henri Bourassa. Me sentía como si hubiera librado quince asaltos con Diño, el rinoceronte boxeador. Hasta Hawk parecía cansado y daba la sensación de que Kathie dormía en el asiento trasero del coche.
Las señas correspondían a la mitad de un dúplex de una calle lateral, situado a una manzana del bulevar Henri Bourassa. El apellido de los propietarios era Boucher. El marido hablaba inglés y la esposa y la hija sólo francés. Pasarían el verano en su casa del lago y se embolsarían dos semanas de renta alquilando su vivienda a los visitantes que acudían atraídos por los Juegos Olímpicos. Les entregué el resguardo de la oficina de alojamientos olímpicos. Sonrieron y nos mostraron dónde guardaban las cosas. La esposa habló con Kathie en francés y le mostró el lavadero y el sitio de los cacharros de cocina. Kathie puso los ojos en blanco. Hawk le respondió en francés con suma amabilidad.
En cuanto nos entregaron las llaves y se fueron, pregunté a Hawk:
—¿Así que sabes francés?
—Chico, pasé una temporada en la Legión Extranjera cuando las cosas se pusieron difíciles en Boston, ¿entiendes?
—Hawk, eres un pozo de sorpresas. ¿Y Vietnam?
—Sí, y Argelia y todo lo demás.
—Beau Geste —comenté.
—La señora creyó que Kathie era tu esposa —dijo Hawk y sonrió de oreja a oreja—. Le dije que era tu hija y que no entiende mucho de cocina y esas cuestiones domésticas.
—Le dije al marido que te trajimos para que montaras guardia junto a la puerta vestido de jockey y refrenaras los caballos.
—Jefe, también soy muy bueno para sentarme en una bala de algodón y cantar Old Black Joe.
Kathie estaba sentada en la encimera de la pequeña cocina y nos miraba sin comprender.
La casa era pequeña y la habían arreglado con mucho amor. La cocina estaba revestida de paneles de pino y los armarios eran nuevos. El comedor contiguo tenía una mesa antigua y, colgada de la pared, había una cornamenta —indudable trofeo conquistado por los dueños de la casa—. La sala contaba con pocos muebles y una alfombra gastada. Todo estaba limpio y cuidado. En una esquina había un viejo televisor con la pantalla bordeada de blanco, lo que creaba la ilusión de que era más grande. En el primer piso había tres dormitorios pequeños y un cuarto de baño. Uno de los dormitorios era claramente un cuarto para niños, con camas gemelas, dos cómodas e infinidad de fotografías de la fauna y animales disecados. El cuarto de baño era de color rosa.
Era una casa amada por sus dueños. Me perturbó estar allí con Hawk y Kathie. Nada teníamos que hacer en esa casa.
Hawk salió y regresó con cerveza, vino, queso y pan francés. Comimos y bebimos casi en silencio. Después de cenar, Kathie subió a uno de los dormitorios pequeños, llenos de muñecas y de fundas contra el polvo, y se acostó vestida. Aún llevaba el vestido de hilo blanco. Estaba bastante arrugado, pero no tenía muda. Hawk y yo vimos algunas pruebas olímpicas en la cadena CBC. No estábamos bien situados para captar los canales estadounidenses y la mayor parte de los reportajes se referían a los canadienses, pero no había muchos que compitieran por una medalla.
Acabamos la cerveza y el vino y nos acostamos antes de la once, agotados por el viaje, en silencio e incómodos en medio de ese tranquilo suburbio, rodeados de objetos de familia. "

Robert B. Parker
El señuelo



"Un luminoso día de enero entró en mi despacho una mujer despampanante. Tenía reflejos de color platino en el pelo y llevaba un traje beis que parecía hecho a mano por Michael Kors. Se quitó una especie de capa forrada de piel, la tiró al brazo del sofá, se acercó al escritorio y se sentó en una silla. Me sonrió. Yo le sonreí. Esperó. La luz entraba por la ventana, más intensa que de costumbre esa mañana por la leve nevada que había caído la noche anterior, brillaba como nunca. La mujer no parecía peligrosa. Estaba tranquila.
-No sabes quién soy -dijo al cabo de un rato-, ¿verdad?
Su voz sonaba como bruñida por una antigua fortuna familiar. Y los ojos..., en esos ojos se escondía una persona a quién conocía.
-Todavía no -dije.
-"Todavía no" -repitió sonriendo -, qué típico de ti. "Ahora no lo sé, pero lo sabré".
-Siempre veo el vaso medio lleno -repliqué-. ¿Va a decírmelo o tengo que cachearla?""

Robert B. Parker
Cien dólares baby






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