Sergiusz Piasecki

"Camino a través del bosque hacia el sendero que conduce a Zatyczno. En la lejanía, se oyen los suspiros sordos y pesados de los truenos. Se acercan. Se desencadena un viento que corre por las alturas, por las cúspides de los árboles, llenando el bosque de un rumor quejumbroso. Cierra la noche. A duras penas me abro paso entre los árboles. De improviso, un largo relámpago verde cae sobre el bosque. Abajo, casi en las entrañas de la tierra, se oye el trueno que huye hacia las tinieblas en oleadas grávidas... Otro relámpago, ahora amarillo, corta el aire... El tercero, rojo, explota como un fuego de artificio... El cuarto, dorado, se entrelaza con la oscuridad en la lotananza... El quinto, blanco, arranca la noche de la tierra y, durante un rato, puedo ver con toda claridad cada tronco, cada rama, cada hoja... Después, los relámpagos caen a puñados. Se entrecruzan, se esquivan... Uno corre en pos del otro. Derraman torrentes de luz entre los árboles. El aire vibra... Los árboles tiemblan... Un huracán... El viento rompe ramas y derriba árboles. Los relámpagos hacen trizas los pinos, los abetos y los abedules más robustos. El bosque se estremece... "

Sergiusz Piasecki
El Enamorado de la Osa Mayor



“Miraba, escuchaba, respiraba. No me importaba de nadie, como a nadie le importaba yo.”

Sergiusz Piasecki
El Enamorado de la Osa Mayor


"Recientemente supe que una banda soviética, la de Awdziej, que operaba en las cercanías de Stolpce, había tratado de hacer saltar el puente del ferrocarril del Niemen. El propio Awdziej se había encargado de la hazaña: se proporcionó dinamita, y disfrazado de pastor, se ocultó en el hoyo que cavaron en un bosque cercano. Pero las cosas no pasaron de allí, pues el puente estaba vigilado por soldados armados^ y los bolcheviques tan sólo son valientes cuando se trata de atacar a gente desarmada. Más tarde, en Bobrujsk, medí un día con la vista el puente sobre el Berezyna. Me sentí capaz de hacerlo saltar en un instante. Lo tenía planeado todo en mi cabeza. Pero la mirada de dios oriental y las duras palabras de mi jefe me impidieron realizarlo. «¡No, no debemos trabajar así, no somos bolcheviques!»
Había ocurrido otro hecho molesto. El jefe de pelotón Gorski del 29 batallón de frontera había desertado y pasado la frontera. ¡Bueno, que pruebe su suerte! ¿Es que, acaso, se le había metido en la cabeza ser comisario? ¿Quizá soñaba con una estrella delante y otra detrás y una pistola a la derecha y otra a la izquierda, un gorro rojo, una cartilla de servicio y toda una caterva de «secretarias»?
He estado un par de veces en casa de una judía llamada Rosa, a la que conocía por mediación de Malka. Esa Rosa es guapa y tiene temperamento. Esta tarde me propuso que llevara a Minsk unas mercancías; me las pagarían bien, dijo ella. Accedí a hacerlo, más bien por curiosidad que por deseo de lucro. Deseaba conocer un poco la vida de los contrabandistas. Rosa me acompañó a la calle de Wilno, a casa de un judío que al acercarse a mí se restregaba las manos y me invitó a tomar «pejsackowska».
Pasó un rato antes de que pusiese en orden lo que yo debía llevar al otro lado de la frontera. Lo metió en una gran mochila que me sujeté a la espalda. Se parecía mucho a una mochila de soldado y pesaba 35 libras. Contenía cuero para calzado: cabritilla y boxcalf.
También me entregó una carta escrita en hebreo. A mi regreso cobraría 40 rublos oro por las molestias. No estaba mal pagado...
Ahora dejo de escribir. He de prepararme para el viaje."

Sergiusz Piasecki
La quinta etapa


“Vagaba solo por el bosque y los prados de la zona fronteriza.
La soledad y el misterioso silencio de los campos me habían enseñado muchas cosas: a comprender mejor a los hombres, hasta a los que habían ya desaparecido; a pensar y amar. Amaba al bosque como pudieran amarlo el lobo o el lince.
Estaba encariñado con el revólver como mi mejor amigo y protector, y, sobre todo, amaba a la noche, única y fiel amante mía.”

Sergiusz Piasecki
El Enamorado de la Osa Mayor


Vivíamos como reyes, bebíamos vodka a discreción, nos amaban mujeres hermosas, nos gastábamos todo, pagábamos con oro, plata y dólares. Lo pagábamos todo: el vodka y la música. El amor lo pagábamos con amor, el odio con odio.

Quería bien a mis compañeros por su sinceridad.
Eran hombres rudos, incultos, pero a menudo tan magníficos
que me asombraban. Entonces daba gracias a la Naturaleza
por ser hombre.

Me gustaban los deliciosos amaneceres de primavera,
cuando el sol jugaba como un niño, esparciendo en el cielo colores y luces.

Me gustaban los crepúsculos estivales, cuando la tierra aspiraba el bochorno,
y el viento refrescaba y acariciaba dulcemente los campos perfumados.

Me gustaba el hechizo de los otoños multicolores, cuando el oro y la púrpura
danzaban en el aire, separándose de los árboles y tejiendo en los senderos
suntuosas alfombras, mientras la niebla blanquecina se balanceaba
en las ramas de los abetos.

Me gustaban también las gélidas noches invernales, cuando el silencio
condensaba el aire, y la luna melancólica rociaba de diamantes
el candor de la nieve.

En medio de estas maravillas y de estos fabulosos tesoros,
en medio de este fulgor de colores y reflejos,
vivíamos como niños perdidos en un cuento. La nuestra
no era una batalla por la existencia, sino una lucha por la libertad de acción
y por la alegría de la amistad.
En nuestras cabezas soplaban todos los vientos, en nuestros ojos
relampagueaban rayos, danzaban cirros y nubes, y las estrellas nos sonreían.
Nos daban la bienvenida y nos saludaban los disparos de las carabinas;
y con frecuencia el saludo era el de la Muerte,
que a veces bailaba asustada alrededor, indecisa de a quién llevarse primero.

A veces me quedaba sin aliento por la desbordante alegría de vivir.
De vez en cuando, absurdamente, los ojos se humedecían de lágrimas.
En ocasiones, alguien lanzaba una blasfemia, pero en seguida
sonreía infantilmente y me tendía con rudeza su mano fiel.

Se hablaba poco. Pero esas pocas palabras sencillas era fácil comprenderlas;
y siempre se sabía que no eran frases rutinarias, las promesas habituales,
y por eso mismo eran sinceras.

Así volaban en torbellino multicolor los días inertes y las noches locas,
de los que Alguien, por alguna misteriosa razón, nos hacía ofrenda.

Y sobre todo eso, sobre nosotros, sobre la Tierra, sobre las nubes,
en la parte septentrional del cielo, pasaba el Gran Carro…,
reinaba única, magnífica, encantada, la Osa Mayor. 

De ella, de nosotros, contrabandistas, y del final, hablaré en este relato,
nacido de una dolorosa nostalgia
hacia la belleza de la Verdad, de la Naturaleza y del Hombre.

Verano 1946. Sergiusz Piasechi.

Sergiusz Piasecki
El Enamorado de la Osa Mayor




















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