Javier Pérez Fernández

"Diez minutos después se encontraban ya en el inmueble, e incluso se habían enterado de que el piso era de alquiler y encontrado al propietario, su esposa en realidad, que vivía en el edificio contiguo. La orden de registro no llegó a salir del bolsillo del comisario, pues la mujer, al ver los distintivos policiales, entregó las llaves con absoluta indiferencia sin hacer más preguntas.
Volvieron al otro portal, subieron las escaleras y entraron al fin en el diminuto piso de Clara Reuter. Lucía el sol en ese instante, pero unos segundos después lo cubrió una nube, acaso para acentuar la sensación de tristeza y abandono que gobernaba aquel lugar derrotado. Los muebles permanecían en su sitio como centinelas, pero algunos cajones boqueaban mostrando miserables restos de los periódicos viejos que cubrían su fondo; los que no estaban abiertos transmitían de algún modo su desnudez interior, disuadiendo a los agentes del esfuerzo de torturar con quejidos las goteras de los techos y los ásperos desconchones que afligían los tabiques como eccemas de desamparo. En la cocina, sobre la mesa cubierta con un hule azul aviruelado de quemaduras, quedaban los restos de una cebolla, un enjambre de migas como esquirlas de metralla, un tarro de manteca rancia en la alacena y un bote con dos dedos de sal gorda, apelmazada en un único fragmento, pero ni rastro de azúcar, pimienta, ni cosa alguna que valiera la pena llevarse; completaban el recuento cuatro o cinco vasos, mellados o rotos, acompañando en el fregadero a un par de paños podridos y un estropajo con incrustaciones negras, pegado a la piedra.
Quedamente, como si en lugar de provenir del piso de abajo llegaran de otro tiempo, se escuchaban las voces de dos mujeres, discutiendo sobre dónde habían puesto alguna cosa, pero aquel sonido, más que romper el silencio parecía acentuarlo, darle manos y memoria para amordazar a los dos policías, que se miraban sin cruzar palabra. Cesaron las voces, pero no el deseo de mirar hacia atrás a cada instante, ni siquiera el ansia irracional de sacar el arma y llevarla por delante, amartillada, lista para abatir las sombras que animaban las cortinas polvorientas. Había un cristal roto, nada más.
Despertando a las baldosas que buscaban acomodo se dirigieron a la pieza más amplia, que compaginó un día las veces de salita y dormitorio, y abrieron en vano el armario para verse en el desportillado azogue de su espejo y encontrar una docena de perchas con una única prenda colgada, una especie de enagua arratonada, recuerdo seguramente de alguna antepasada de la dueña; en vano interrogaron también a la mesita de noche, habitada tan sólo por un par de alpargatas, y revolvieron el costurero de paja que seguía en el centro exacto de la mesa camilla como un nido saqueado por urracas: ni un dedal quedaba en él, ni un alfiler, ni una aguja. No tocaron la cama, desnuda como un muerto pobre, y pasaron por encima de la alfombra que yacía al lado izquierdo como si pisarla hubiera supuesto un último sacrilegio.
[...]
Pero Müller seguía embelesado en la contemplación de las telarañas, con la araña muerta entre pelusas sin sustancia, de los botones de colores que alguien dejó caer del costurero en su apresurada rebusca, en la sábana arrebujada en un rincón donde la única mancha visible ya era negra, inocente, como si la hubiera formado el petróleo de un quinqué en vez de la sangre de una mujer desdichada. Ni siquiera se habían molestado en tirarla a la basura, en ocultar aquel resto impúdico de los ojos de todos los entrometidos que habían pasado por aquella casa, animado cada uno por un expolio distinto. Müller contempló fijamente aquella sábana y cobró consciencia, de pronto, como si la sangre reseca le hubiera hablado en algún hermético idioma, de que sería inútil interrogar a las amigas sobre la identidad del amante, porque nadie había amado realmente a aquella infeliz Clara Reuter; nadie se había preocupado de veras por su vida salvo, quizá, su amante y asesino, el único, probablemente, que le había dado algo de manera totalmente gratuita: un collar, unas medias, y la muerte. Y también una esperanza. Sobre todo una esperanza."

Javier Pérez Fernández
El gris



"Sin embargo, pensaba que era el día ideal para una redada en los almacenes de la estación: un día de perros, en el que nadie espera que la policía haga otra cosa que cubrir el expediente sin salir de su cuartel. Además, el juicio contra Hitler estaba ya visto para sentencia, y dentro de pocos días se conocería el veredicto. Con un poco de suerte, le caerían diez años, y si al mismo tiempo que el líder nazi era condenado a pasar una buena temporada en prisión golpeaba a las mafias, más de uno reflexionaría sobre la actitud que debería mostrar en lo sucesivo.
Por eso había elegido las ocho de la mañana para la redada, una hora a la que seguramente no habría casi nadie en el almacén. Se trataba de echar mano a la mercancía sin tener que meterse demasiado con las bandas que se dedicaban a esa clase de negocios: causarles pérdidas, pero sin organizar batallas.
Una redada a las ocho de la mañana, un par de detenidos de poca monta y cinco mil marcos de mercancía confiscada a los amigos de Krebs.
Seguro que no estarían muy contentos con él después de aquello. Seguro que le daba ocupación para una temporada; algo mejor en lo que entretenerse que aquella bazofia de los cortadores de melenas.
La lluvia arreció de pronto y Müller buscó el amparo de los soportales de la calle. Algunos de los locales que habían quedado abandonados el año anterior abrían de nuevo. Volvía a haber algunas pequeñas tiendas de ropa, y una cervecería nueva, y una charcutería, y hasta una sombrerería. La calle resucitaba al amparo del Plan Dawes y de la nueva moneda. Aquéllas eran las cosas que lo animaban a luchar con todas sus fuerzas contra la criminalidad organizada: la gente tenía que entender que había una oportunidad para trabajar honradamente.
Como todo lo bueno, pronto se acabaron los soportales, y Müller tuvo que arrimarse a la tapia de un solar. Lo separaban sólo doscientos metros para la comisaría, pero se iba a empapar de todos modos."

Javier Pérez Fernández
La crin de Damocles



"Tal cosa hubiese sido impensable con Hitler, pero Strasser era un hombre muy diferente: donde el austriaco ponía vehemencia y arrogancia, él prefería conducirse con humor y socarronería, e incluso en los discursos políticos intercalaba algún chascarrillo; donde Hitler hablaba de patria, honor, orgullo y dignidad, Strasser hablaba de los anillos empeñados de las madres, las sonrisas de las novias y los dientes de los niños, apelando a la parte más sentimental de su auditorio. Pero sus diferencias no se limitaban a lo formal: Hitler hacía hincapié en la necesidad de recuperar el espíritu nacional y rearmar Alemania, mientras que para Strasser lo primero era sacar a la gente de la miseria y luego, con un pueblo sano y deseoso de conservar el pequeño bienestar conseguido, lanzarse a la reconquista de los derechos nacionales. El magnetismo personal de Hitler era su mejor baza, pero Strasser era farmacéutico, un hombre con estudios acostumbrado a tratar amablemente con la gente, y sabía moverse mejor que Hitler en ambientes poco dados al tumulto. Strasser, ante todo, inspiraba confianza a los burgueses, y eso había sido clave para lograr que el partido nacionalsocialista dejase de ser un grupo de alborotadores y se convirtiera en un verdadero partido político con representación parlamentaria, incluso tras haberse presentado con unas siglas recién inventadas para burlar la prohibición.
Sin embargo, la vieja guardia del partido no le perdonaba sus concesiones al sistema parlamentario ni lo que algunos llamaban lametones a la botas de la República. Muchos de ellos esperaban solamente la salida de Hitler de la cárcel para intentar controlar de nuevo las calles con sus patrullas, pero mientras Strasser fuera el jefe y el partido se mantuviese proscrito tenían que conformarse con la disciplina y la contención.
Esa era una de las pocas cosas en las que Hitler y Strasser estaban completamente de acuerdo: una retorno prematuro a las calles alejaría el levantamiento de la prohibición y sería una magnífica baza para que el comisario de asuntos políticos, aquel maldito comisario Müller que diera orden de disparar contra ellos durante el fallido golpe del año anterior, lograse que le denegaran la libertad condicional a Hitler.
Strasser se encontraba en una situación compleja, pues mientras todos los pesos fuertes del partido, hombres como Streicher, Göring, Hess o Röhm apoyaban incondicionalmente a Hitler, él sólo contaba con gente como Himmler, perfecto organizador pero nulo en la lucha dialéctica, y con su hombre de Berlín, el doctor Goebbels, que se había mostrado un brillantísimo orador en la campaña electoral pero que estaba demasiado lejos para resultar de alguna ayuda en la crisis que se avecinaba."

Javier Pérez Fernández
La espina de la amapola













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