Zecharia Sitchin La escalera al cielo

 … cuando llegó la carta de Ponce de León, el rey no perdió tiempo. Concedió de inmediato al aventurero una patente de descubrimiento (con fecha de 23 de febrero de 1512), autorizando la partida de una expedición de la isla de Española tomando rumbo norte. El Almirantado recibió orden de auxiliar a Ponce de León y darle las mejores embarcaciones y marineros, con los cuales tal vez descubriría sin tardanza la isla de «Beininy» (Bimini). El rey dejó bien explícita una instrucción: «Después de que hayas alcanzado la isla y que sepas lo que existe en ella, tú me mandarás un informe». En marzo de 1513, Ponce de León partió para el norte con la intención de encontrar la isla de Bimini. La disculpa pública para la expedición era «buscar oro y otros metales», pero la verdadera meta era encontrar la Fuente de la Eterna Juventud. Los marineros inmediatamente desconfiaron de eso cuando fueron no sólo a una isla, sino a centenares de ellas, las Bahamas. Al anclar en una después de otra, los grupos de desembarque recibieron instrucciones de que buscaran no oro, sino una fuente rara. Aguas de riachuelos fueron probadas y bebidas sin efectos extraordinarios aparentes. El Domingo de Pascua —Pascua de Flores en español—, fue avistado un largo litoral y Ponce de León la llamó la «isla» de Florida. A lo largo de la costa y desembarcando varias veces, él y sus hombres exploraron las florestas y bebieron el agua de incontables fuentes. Sin embargo, ninguna de ellas pareció realizar el milagro tan anhelado. Empero, el fracaso de la misión no consiguió sacudir la convicción de que existía la tal fuente en el Nuevo Mundo. Ella sólo necesitaba ser descubierta. Más indios fueron interrogados.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 4
 
 
Algunos aparentaban mucho menos edad de la que realmente afirmaban que tenían; otros repitieron leyendas que confirmaban la existencia del agua milagrosa. Una de ellas, transcrita en Creation Myths of Primitive América (Mitos de la Creación de América Primitiva), de J. Curtin, dice que cuando Olelbis, «aquél que está sentado en lo alto», estaba para crear la humanidad, mandó dos emisarios a la Tierra para que construyeran una escalera que conectaría el Cielo y la Tierra. A medio camino, deberían instalar un lugar de reposo, donde habría una laguna de la más pura agua potable. En el tope de la escalera crearían dos fuentes, una para beberse y otra para baños.
 
Dijo Olelbis: «Cuando un hombre o una mujer envejezcan, déjenlo subir a esa cumbre, beber y bañarse. Con eso, su juventud será restaurada». La convicción de que la fuente existía en algún lugar de aquellas islas era tan fuerte que en 1514 —un año después de la malograda expedición de Ponce de León— Pietro Martire escribió (en su Segunda Década) al papa León X informando:
 
A una distancia de 325 leguas de La Española, dicen, existe una isla llamada Boyuca, de hecho, Ananeo, que, según aquéllos que exploraron su interior, posee una fuente extraordinaria, cuyas aguas rejuvenecen a los viejos.
 
Que Su Santidad no piense que eso esté siendo dicho liviana o irreflexivamente, pues ese hecho es considerado verdadero en la corte, y de una manera tan formal, que todos, aún aquéllos cuya sabiduría o fortuna los distinguen de las personas comunes, lo aceptan como verdad.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 6
 
 
Las Sagradas Escrituras, creencias paganas y relatos documentados de grandes viajantes se juntaban para garantizar que realmente existía un lugar cuya agua (o néctar de sus frutos) podía conceder la inmortalidad, manteniendo a las personas eternamente jóvenes.
 
Antiguos cuentos hablan de un lugar secreto, urna fuente secreta, un fruto o planta secreta que salvaría a sus descubridores de la muerte eran comunes en la península Ibérica, como un legado de los celtas que habitaron la región en un pasado distante. Corrían historias sobre la diosa Idunn, que vivía junto a un riachuelo sagrado y guardaba manzanas mágicas en un baúl. Cuando los dioses envejecían, iban a buscarla para comer las frutas y hacerse nuevamente jóvenes. De hecho, Idunn significaba «joven de nuevo» y las manzanas consistían en el «elixir de los dioses».
 
¿Serían esos cuentos populares un eco de la leyenda de Héracles (nombre griego de Hércules) y sus doce trabajos? Una sacerdotisa del dios Apolo, al prever lo que esperaba el héroe, le garantizó: «Cuando tú los completaras, te harás uno de los inmortales». El penúltimo trabajo de Héracles sería cosechar y traer las divinas manzanas de oro de las Hespérides. Éstas, las «Ninfas del Poniente», habitaban las proximidades del monte Atlas, en Mauritania.
 
Los griegos, y después los romanos, nos legaron muchos cuentos sobre hombres inmortalizados. Apolo ungió el cuerpo de Sarpédon y él duró varias generaciones. Afrodita regaló a Faon con una poción mágica. Al ungirse con ella, Faon se transformó en un bello joven «que despertó amor en el corazón de todas las mujeres de Lesbos». El niño Demofonte, ungido con ambrosia por la diosa Deméter, con certeza habríase hecho inmortal si su madre, ignorando la identidad de la diosa, no lo hubiera quitado de sus manos.
 
Había también la historia de Tántalo, hecho inmortal al alimentarse de néctar y ambrosia que hubo robado de la mesa de los dioses. Cuando él mató a su propio hijo para servir su carne a los dioses, éstos lo castigaron proscribiéndolo para una tierra donde abundaban el agua y los frutos, pero que permanecían eternamente fuera de su alcance. (El dios Hermes resucitó al joven asesinado). Ya Odiseo (nombre griego de Ulises), a quién la ninfa Calipso ofreció la inmortalidad si él aceptara quedarse en su compañía para siempre, prefirió arriesgarse y volver hacia el hogar y la esposa.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 7
 
 
Ponce de León, sin dejarse desanimar, concluyó, después de investigaciones adicionales, que debería buscar una fuente conectada a un río, posiblemente a través de un túnel subterráneo. Entonces, si la fuente quedaba en una isla cualquiera, ¿su manantial no sería un río de Florida?
En 1521, la Corona española ordenó que Ponce de León hiciera una nueva expedición, esta vez centralizando las búsquedas en Florida. No existen dudas sobre el verdadero propósito de esa misión. Pocas décadas después, el historiador español Antonio de Herrera & Tordesillas afirmó en su Historia General de Las Indias:
 
«Él (Ponce de León) salió en búsqueda de aquella fuente sagrada, tan afamada entre los indios, y del río cuyas aguas rejuvenecían a los viejos». La intención era descubrir la fuente en la isla de Bimini y el río en Florida, donde, según afirmaban los indios de Cuba y La Española, «los viejos que en él se bañaban se hacían jóvenes de nuevo».
 
En vez de la juventud eterna, Ponce de León encontró la muerte al ser alcanzado por una flecha de los indios caribes. Así, aunque a busca individual por una poción o ungüento que consiga aplazar el día final tal vez jamás termine, la búsqueda organizada, bajo comando real, llegó a su fin.
 
¿Habría la búsqueda sido inútil desde el inicio? ¿Fernando, Isabel, Ponce de León y todos los que navegaron y murieron buscando la Fuente de la Juventud serían sólo tontos que creían en cuentos de hadas primitivos?
 
No, en el entender de ellos. Las Sagradas Escrituras, creencias paganas y relatos documentados de grandes viajantes se juntaban para garantizar que realmente existía un lugar cuya agua (o néctar de sus frutos) podía conceder la inmortalidad, manteniendo a las personas eternamente jóvenes.
 
Antiguos cuentos hablan de un lugar secreto, urna fuente secreta, un fruto o planta secreta que salvaría a sus descubridores de la muerte eran comunes en la península Ibérica, como un legado de los celtas que habitaron la región en un pasado distante. Corrían historias sobre la diosa Idunn, que vivía junto a un riachuelo sagrado y guardaba manzanas mágicas en un baúl. Cuando los dioses envejecían, iban a buscarla para comer las frutas y hacerse nuevamente jóvenes. De hecho, Idunn significaba «joven de nuevo» y las manzanas consistían en el «elixir de los dioses».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 8
 
 
60. Vea, dijo Moisés
A su criado, no
Desistiré hasta alcanzar
La unión de los dos Mares o (hasta) pasar
Años y años en viaje.
61. Pero, cuando ellos llegaron
A la unión, se olvidaron
De su pez, que tomó
Su rumbo a través del mar,
(Directo) como si en un túnel.
62. Cuando habían proseguido
(Alguna distancia), Moisés dijo
A su criado: Tráiganos nuestra
Comida matinal; con certeza
Sufrimos mucha fatiga
En ésta (etapa de) nuestro viaje.
63. Él respondió: ¿Viste
(lo que aconteció) cuando
llegamos a la piedra?
Realmente me olvidé
Del pez; nadie sino
Satanás me hizo olvidar
De contarte;
¡Él tomó su rumbo a través
del mar de una manera maravillosa!
64. Moisés dijo: Era eso que
Buscábamos.
Así ellos volvieron
En sus pasos, siguiendo
(El camino por lo cual estaban viniendo).
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 10
 
 
Escrito en primera persona, El Libro de los Secretos de Enoc comienza en una hora precisa y en un lugar determinado.
 
El primero día del primer mes del 365.º Año,
yo estaba solo en mi casa, reposando en mi lecho, y adormecí…
 
Entonces surgieron delante de mí dos hombres muy altos,
como yo jamás viera en la Tierra.
 
Tenían el rostro brillante como el sol, los ojos eran como candelas
y fuego salía de sus labios.
 
Las ropas que usaban parecían de penas,
los pies eran morados.
 
Sus alas eran más brillantes que el oro
y las manos más blancas que la nieve.
 
Ellos estaban junto a la cabecera y me llamaron por el nombre.
 
Como Enoc dormía cuando esos extraños llegaron, él insiste en registrar que ahora estaba despierto: «Vi claramente esos hombres parados delante de mí». El patriarca los saludó, asustado, pero los dos lo tranquilizaron:
 
Alégrate, Enoc, no te asustes.
El Dios Eterno nos mandó aquí
y hoy tú ascenderás con nosotros al cielo.
 
Los dos entonces dijeron a Enoc que despertara a su familia y los criados, dándoles órdenes para no buscarlo «hasta el Señor devolverte a ellos». El patriarca obedeció, aprovechando la oportunidad para instruir sus hijos sobre el camino de la virtud.
 
Entonces llegó la hora de la partida:
 
Cuando terminé de hablar con mis hijos, los dos hombres me llamaron, me tomaron en sus alas y me colocaron en las nubes; y he ahí que las nubes se movieron… Subiendo más, vi el aire y, más alto aún, el espacio celeste. Inicialmente ellos me pusieron en el Primer Cielo y me mostraron un mar inmenso mayor que el terrestre.
 
Ascendiendo al cielo en «nubes que se movían», Enoc fue transportado para el Primer Cielo, donde «doscientos ángeles gobiernan las estrellas», y enseguida para el sombrío Segundo Cielo. De ahí él fue para el Tercero, donde le mostraron: Un jardín agradable a la vista, bellos y perfumados árboles y frutos. En medio de él queda un Árbol de la Vida —en el lugar donde Dios reposa cuando viene al paraíso.
 
Impresionado con la magnificencia del árbol, Enoc intenta describir el Árbol de la Vida con las siguientes palabras: «Él es más bello que cualquier cosa ya creada; en todos sus lados parece hecho de oro y carmesí, y es transparente como el fuego».
 
De las raíces salían cuatro ríos que vertían miel, leche, vino y aceite, y ellos descendían de ese paraíso celeste para el Jardín del Edén haciendo una vuelta en torno a la Tierra. Ese Tercer Cielo y su Árbol de la Vida eran guardados por trescientos ángeles «muy gloriosos» y era allí que quedaba situado el Lugar de los Justos y el Lugar Terrible, donde los malos sufrían torturas.
 
Subiendo para el Cuarto Cielo, Enoc pudo ver los luminares y varias criaturas formidables, además de la Hueste del Señor. En el Quinto Cielo, más «huestes»; en el Sexto, «bandos de ángeles que estudian la revolución de las estrellas». Alcanzando el Séptimo Cielo, donde los mayores ángeles andaban apresuradamente de un lado para el otro, Enoc vio Dios —«de lejos»— sentado en su trono.
 
Los dos hombres alados y su nube movible colocaron al patriarca en la frontera del Séptimo Cielo y partieron. Por eso, el Señor mandó el ángel Gabriel a recogerlo para traerlo su Presencia.
 
Durante 33 días Enoc fue instruido sobre toda la sabiduría y eventos del pasado y el futuro. Después de ese periodo, un ángel «con fisonomía muy fría» lo devolvió a la Tierra. En el total, Enoc se quedó sesenta días ausente de la Tierra. Sin embargo, ese retorno sólo se le dio para poder enseñar a los hijos las leyes y mandamientos. Treinta días después, el patriarca fue nuevamente llevado para el cielo —esta vez para siempre.
 
Escrito tanto en la forma de testamento personal como en la de una reseña histórica, el Libro Etíope de Enoc, cuyo título primitivo probablemente era Palabras de Enoc, describe no sólo los viajes para el cielo sino también una jornada por los cuatro puntos de la Tierra. Mientras viajaba «para los confines norte de la Tierra», el patriarca avistó «un grande y glorioso artefacto», cuya naturaleza no es descrita, y en ese lugar, así como en los confines éste de la Tierra, vio «tres portales del cielo dentro del cielo», a través de los cuáles soplaban granizo y nieve, frío y helada.
 
«De ahí fui para los confines sur de la Tierra» y allá, por los portales del cielo, salían el rocío y la lluvia. Enseguida, Enoc fue a ver los portales occidentales, a través de los cuales pasaban las estrellas siguiendo su curso.
 
Sin embargo, los principales misterios y secretos del pasado y futuro sólo fueron revelados la Enoc cuando él llegó «por la mitad de la Tierra» y para el este y oeste de ese punto. El «medio de la Tierra» era el lugar del futuro Templo Sagrado de Jerusalén.
 
En su viaje para el este de ese lugar, Enoc llegó al Árbol del Conocimiento y, hacia el oeste, le fue mostrado el Árbol de la Vida.
 
En la jornada para el este, Enoc pasó por montañas y desiertos, vio cursos de agua saliendo de picos rocosos cubiertos de nieve y hielo («agua que no corre») y más árboles perfumados. Siguiendo cada vez más para el este, se encontró sobre las montañas que rodean el mar de Eritreo (mar Rojo y el mar de Arabia) y, prosiguiendo, pasó por Zotrel, el ángel que guardaba la entrada del paraíso, y entró en el Jardín de la Virtud. Allá, entre muchos árboles magníficos, avistó el Árbol del Conocimiento. Era alto como un pino, con hojas parecidas a la de la algarroba y frutos como los rizos de una vid. El ángel que acompañaba a Enoc confirmó que aquél era exactamente el árbol cuyo fruto Adán y Eva habían comido antes de que fueran expulsos del Jardín del Edén.
 
En su viaje para el oeste, Enoc llegó la «una cadena de montañas de fuego, que ardían día y noche». Más además, llegó a un lugar cercado por seis montañas separadas por «barrancos arduos y profundos». Una séptima montaña se elevaba entre ellas «pareciendo un trono, toda cercada de árboles aromáticos; entre ellas había uno cuyo perfume yo jamás hube sentido… y sus frutos eran como los dátiles de una palmera».
 
El ángel que acompañaba Enoc explicó que la montaña del medio era el trono «donde el Gran Santo, el Señor de la Gloria, el Rey Eterno irá a sentarse cuando viniera a la Tierra». Y acerca del árbol, cuyos frutos parecían dátiles, dijo:
 
Cuanto al árbol perfumado,
ningún mortal tiene permiso de tocarlo hasta el Gran Juicio…
Sus frutos serán alimento para los electos…
Su aroma estará en sus huesos
Y ellos tendrán vida larga en la Tierra.
 
Fue durante esos viajes que Enoc vio «que los ángeles recibían largos cordones, que cojan sus alas y que partan para el norte».
 
Cuando preguntó lo que estaba aconteciendo, el ángel acompañante habló: «Ellos partieron para medir… traerán las medidas de los justos para los justos y las cuerdas de los justos para los justos… todas esas medidas revelarán los secretos de la Tierra». Terminado el viaje a todos los lugares secretos de la Tierra, llegó la hora de Enoc para partir al cielo. Y, como otros después de él, fue llevado para una «montaña cuya cumbre alcanzaba el cielo» y para un País de las Tinieblas.
 
Y ellos (los ángeles) me llevaron a un lugar
donde los que allá estaban eran como fuego flamante y,
cuando deseaban, aparecían como hombres.
 
Y ellos me llevaron hacia un lugar de tinieblas
y para una montaña cuyo pico llegaba al cielo.
 
Y yo vi la cámara de los luminares,
los tesoros de las estrellas y del trueno en las grandes profundidades,
donde había un arco y flechas flamantes con su aljaba,
una espada flamante y todos los rayos.
 
En el caso de Alexander, en esa etapa crucial de la jornada la inmortalidad escapó de sus manos porque él fue a buscarla contrariando su destino. Sin embargo, Enoc, como los faraones después de él, viajaba bajo la bendición divina. Así, en ese punto fue considerado digno de proseguir y por eso «ellos me llevaron al Agua de la Vida».
 
Continuando enfrente, el patriarca llegó a la Casa de Fuego: Entré hasta aproximarme a una pared hecha de cristales y cercada de lenguas de fuego, lo que me causó miedo.
 
Avancé por entre las llamaradas
y llegué cerca de una gran casa hecha de cristales.
 
Las paredes y el piso eran un mosaico de cristal.
El techo parecía el camino de las estrellas y de los rayos,
y entre ellos rondando flamantes querubines y su cielo era como agua.
 
Un fuego resplandeciente cercaba las paredes
y los portales ardían con fuego.
 
Entré en esa casa y ella era caliente como el fuego y fría como el hielo…
Miré hacia dentro de ella y vi un imponente trono.
 
Parecía de cristal y sus ruedas eran como el sol brillante,
y hubo la aparición de querubines.
 
Y, por abajo del trono salían ríos de fuego,
de modo que no pude mirar atrás de él.
 
Después de alcanzar el «Río de Fuego», Enoc fue llevado hacia lo alto. Entonces pudo ver toda la Tierra —«las desembocaduras de todos los ríos de la Tierra… todos los marcos de frontera de la Tierra… y los vientos cargando las nubes». Subiendo más, se quedó donde los vientos que estiran las bóvedas de la Tierra y tienen su estación entre el cielo y la Tierra. Vi los vientos del cielo que giran y traen la circunferencia del Sol y de todas las estrellas. Siguiendo «los caminos de los ángeles», Enoc llegó a un punto del «firmamento del cielo arriba», desde el cual pudo ver «el fin de la Tierra».
 
De ese lugar, consiguió avistar la expansión de los cielos y «siete estrellas como grandes montañas centelleantes», «siete montañas de magníficas piedras». Del punto donde observaba esos cuerpos celestiales, «tres quedaban para el este, en la región del fuego celeste», y fue allí que el patriarca vio «columnas de fuego» subiendo y bajando, erupciones «además de cualquier medida, tanto en anchura como largura». En el otro lado, los tres cuerpos celestiales estaban «para el sur» y allá Enoc vio «un abismo, un lugar sin firmamento del cielo sobre él y ninguna tierra firme debajo… un vacío, un lugar preocupante». Cuando pidió una explicación al ángel que lo transportaba, oyó: «Allá los cielos fueron completados… es el fin del cielo y de la Tierra, una prisión para las estrellas y huestes del cielo».
 
La estrella del medio «llegaba al cielo como el trono de Dios».
 
Daba la impresión de ser de alabastro «y la cúpula del trono parecía hecha de zafiro». La estrella era como «un fuego flamante».
 
Continuando el relato sobre su viaje a los cielos, Enoc dice:
 
«Proseguí hasta donde las cosas eran caóticas y allá vi algo terrible». Lo que lo impresionó fueron «estrellas del cielo amarradas unas a las otras». El ángel explicó: «Son las estrellas del cielo que transgredieron el mandamiento del Señor y están presas aquí hasta que pasen 10 mil años».
 
El patriarca entonces concluye su historia: «Y yo, Enoc, sólo vi la visión, el fin de todas las cosas, y ningún hombre los verá como yo». Después de recibir todo tipo de sabiduría en el reino celestial, él fue devuelto a la Tierra para transmitir esas enseñanzas a los otros hombres. Por un periodo de tiempo no especificado, «Enoc permaneció escondido y ningún hijo de hombre sabía dónde él vivía o lo que había sido de él». Sin embargo, cuando el diluvio se aproximaba, Enoc escribió sus enseñanzas y aconsejó a su bisnieto Noé ser virtuoso y digno de salvación.
 
Cumplida esa obligación, el patriarca una vez más «fue elevado de entre aquéllos que habitaban la Tierra. Él fue cargado para lo alto en la Carroza de los Espíritus y desapareció entre ellos».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 43
 
 
Mucho de lo que actualmente se sabe sobre el tema vino de los textos de las Pirámides —miles de versos agrupados en centenares de Elocuciones— que fueron descubiertos grabados o pintados (en la escritura jeroglífica de Egipto Antiguo) en las paredes, pasajes y galerías de las pirámides de cinco faraones —Unas, Teti, Pepi I, Merenra y Pepi II— que reinaron entre 2350 y 2180 a. C. Esos textos fueron organizados y numerados por Kurt Sethe en su magnífica obra Die altaegyptischen Pyramidentexte, que hasta hoy permanece como la más importante fuente de referencia sobre el asunto, junto con su contrapartida en inglés, The Pyramid Texts, de Samuel A. B. Mercer.
 
Los miles de versos que componen los textos de las Pirámides parecen ser sólo una colección de invocaciones repetitivas, desconectas las unas de las otras, con súplicas a los dioses y exaltación de los reyes. Para obtener algún sentido de todo ese material, los eruditos elaboraron teorías sobre un cambio de teologías en Egipto Antiguo, con un conflicto y posteriormente una fusión entre una «religión solar» y una «religión celeste», entre un culto de Ra y uno de Osiris, y así por delante, destacando que estamos lidiando con material que se acumuló a lo largo de milenios.
 
Para los estudiosos que encaran esa masa de versos como expresiones de mitologías primitivas, fruto de la imaginación de personas que se estremecían de pavor al oír el trueno o viento rugiendo y llamaban a esos fenómenos naturales de «dioses», esos versos continúan tan confusos como siempre. Sin embargo, hay un punto sobre el cual no existen dudas: todos concuerdan que esos textos fueron extraídos por los escribas de la época, de escrituras más antiguas y aparentemente bien organizadas, coherentes e inteligibles.
 
Inscripciones posteriores en sarcófagos y ataúdes, y también en papiros (éstos, en general, acompañados de ilustraciones), comprueban que los versos, Elocuciones y Capítulos —con títulos como «Capítulo de aquéllos que ascienden»— fueron copiados del «Libro de los Muertos», como «Aquél que está en el Duat», «El Libro de los Portones» o «El Libro de los Dos Caminos». Los peritos creen que, por su parte, esos «libros» eran versiones de dos obras básicas anteriores: viejos escritos que trataban de la jornada celestial de Ra y una fuente posterior a ellas enfatizando la bienaventuranza en la Otra Vida para aquéllos que se unieran a Osiris resucitado. Ambas hablaban de comida, bebida y placeres en la Morada Celestial. Versos de esas antiguas obras solían también ser grabados en talismanes para que propiciaran al usuario «unión con mujeres noche y día» o «antojo de mujeres» todo el tiempo.
 
Las teorías académicas, sin embargo, dejan sin explicación los aspectos más intrigantes de las informaciones ofrecidas por esos textos. El Ojo de Horus, por ejemplo, era un objeto que existía independientemente del dios, siendo algo en cuyo interior el faraón podía entrar y que cambiaba de colores, yendo del azul hacia el rojo, cuando era «potenciado». Hay también balsas auto-propulsadas, puertas que se abren solas, dioses de rostros brillantes que no pueden ser vistos. En el Mundo Subterráneo, supuestamente habitado solamente por espíritus, son mostrados «cabos de cobre» y «puentes levadizos». Y el más intrigante aspecto de todos: ¿Por qué, si la transmigración del faraón lo llevaba hacia el Mundo Subterráneo, los textos afirman que «el rey está yendo hacia el cielo»?
 
En el conjunto, los versos indican que el rey está siguiendo el camino de los dioses, atravesando un lago de la misma manera que un dios lo hizo anteriormente, usando un barco como el de Ra y ascendiendo «equipado como un dios», tal como Osiris etc. etc. Entonces se nos ocurren las preguntas: ¿Y si esos textos no eran fantasías primitivas, mera mitología, sino relatos sobre un viaje simulado, donde el fallecido faraón era visualizado imitando lo que los dioses realmente habían hecho? ¿No serían esos textos copias (con la sustitución del nombre de los dioses por el del rey) de escrituras más antiguas, tratando de los viajes de dioses, no de faraones?
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 63
 
 
El rey subió a la Escalera al Cielo; él llegó a la Estrella Inmortal; su tiempo de vida es la inmortalidad, su límite la eternidad.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 92
 
 
Hasta pocas décadas atrás, la noción de que un mortal común podía vestir algunas ropas especiales, meterse en la parte delantera de un apretado objeto y después lanzarse hacia lejos de la superficie de la Tierra parecía absurda. Uno o dos siglos atrás, una idea como esa ni habría surgido, pues no había nada en la experiencia o conocimiento humanos para desencadenar fantasías de ese tipo.
 
Sin embargo, como acabamos de leer, los egipcios —hace 5 mil años— conseguían inteligentemente visualizar todo ése aconteciendo a su faraón: él viajaría hasta un área de lanzamiento al este de Egipto; entraría en un complejo subterráneo, lleno de túneles y cámaras; pasaría con seguridad por la fábrica atómica y cámara de radiación de la instalación.
 
Enseguida, vestiría la ropa y el equipamiento de un astronauta; entraría en la cabina de un Ascensor y se sentaría preso por correas entre dos dioses. Entonces, cuando se abrieran las Puertas Dobles, revelando el cielo de la madrugada, los motores la nave entrarían en ignición y el Ascensor se transformaría en una escalera Divina, por la cual el faraón alcanzaría la Morada de los Dioses en su «Planeta de Millones de Años».
 
¿En que programas de televisión los antiguos egipcios podían haber visto que esas cosas acontecen para creer tan firmemente que todo eso era realmente posible?
 
En la ausencia de aparatos de televisión en sus casas, la única alternativa sería que ellos pudieran haber ido a un espacio-puerto para ver que los cohetes suban y que desciendan, o que visiten un «Museo Smithsoniano» con esos artefactos en exposición, acompañados por guías asistiendo a las simulaciones de vuelos.
 
Los indicios sugieren que los antiguos egipcios vivieron exactamente eso: vieron el lugar de lanzamiento, los equipos pesados y a los astronautas con sus propios ojos. Sin embargo, los astronautas no eran terráqueos yendo para un determinado lugar, pero sí criaturas de otros mundos que habían venido al planeta Tierra.
 
Fascinados por el arte, los antiguos egipcios pintaron en sus tumbas lo que vieron o vivieron en su vida. Los dibujos llenos de detalles de arquitectura de las cámaras y pasillos subterráneos del Duat fueron encontrados en el túmulo de Seti I. Una pintura aún más sorprendente fue descubierta en la tumba de Huy, vice-rey de la Nubia y de la península del Sinaí durante el reinado del famoso Tutankamón.
 
Decorada con escenas de personas, lugares y objetos de las dos regiones que Huy gobernaba, la tumba, muy bien preservada hasta los días de hoy, muestra en colores vivos un cohete espacial. La unidad está contenida en un silo subterráneo y la parte superior, con el módulo de comando, queda al nivel del suelo. El cuerpo está sub-dividido, como un cohete de varias etapas. En su parte inferior, dos personas cuidan de mangueras y palancas; hay una hilera de mostradores que circulan por encima de ellas. El corte transversal del silo muestra que él es cercado por cavidades tubulares para cambio de calor u otra función cualquiera relacionada con energía.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 93
 
 
Como dejan claro los textos de las Pirámides, el faraón, en su transportación hacia la vida eterna, embarcaba en un viaje simulando el hecho por los dioses. Ra y Set, Osiris y Horus, y otros habían subido a los cielos de aquella manera. Sin embargo, los egipcios también creían que los Grandes Dioses habían venido a la Tierra en ese mismo Barco Celestial. En la ciudad de An (Heliópolis), el más antiguo centro de veneración de Egipto, el dios Ptah construyó, una estructura especial —una especie de Instituto Smithsoniano—, dentro del cual una cápsula espacial de verdad ¡podía ser vista y reverenciada por el pueblo!
 
Ese objeto secreto, el Ben-Ben, estaba guardado en el Het-Benben, el «templo del Ben-Ben». Sabemos, por la escritura en jeroglíficos en el lugar, que esa estructura parecía una enorme torre de lanzamiento dentro de la cual un cohete se mantenía apuntado para arriba, hacia el cielo.
 
Según los antiguos egipcios, Ben-Ben era un objeto sólido que había venido del Disco Celestial, la «Cámara Celestial» dentro de el cual el propio gran Dios Ra aterrizara. El término ben (literalmente: «Aquél que Fluye para Fuera») transmite el significado combinado de «brillar» y «tirar hacia el cielo».
 
Una inscripción de la estela del faraón Pi-Ankhi (por Brugsch, Dictionnaire Géographique de I’Ancienne Égypte) decía:
 
El rey Pi-Ankhi subió la escalera hasta la gran ventana
para poder ver al dios Ra dentro del Ben-Ben.
El propio rey, en pie y solo, empujó el cerrojo
y abrió las dos hojas de la puerta.
 
Entonces él vio a su padre Ra
en el espléndido santuario del Het-Benben.
Él vio el Maad, la Barcaza de Ra;
y vio Sektet, la Barcaza del Aten.
 
El santuario, como sabemos a partir de antiguos textos, era guardado y cuidado por dos grupos de dioses. Había los que «están del lado de afuera del Het-Benben», pero tenían acceso a las partes más secretas del templo, pues su tarea era recibir las ofrendas de los peregrinos y colocarlas en el santuario. Los otros eran primariamente guardianes, no sólo del Ben-Ben, sino de todas «las cosas secretas de Ra que están en el Het-Benben».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 4
 
 
Las historias egipcias cuentan que el santuario fue destruido varias veces por enemigos invasores. Nada resta de él actualmente; Ben-Ben también desapareció. Sin embargo, él era representado en los monumentos como una cámara cónica, dentro de la cual se podía ver un dios. Los arqueólogos encontraron un modelo en escala del Ben-Ben, hecho de piedra, mostrando un dios haciendo un gesto de bienvenida en su puerta deslizante.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 98
 
 
Una de los mayores descubrimientos de la Mesopotamia fue la biblioteca de Asurbanipal, en Nínive, que contenía más de 25 mil tablas de arcilla ordenadas por asunto. Un rey de gran cultura, Asurbanipal coleccionaba todos los textos en que conseguía colocar las manos y, además de eso, mandaba a sus escribas copiar y traducir inscripciones que de alguna forma o de otra no estaban disponibles. Muchas tablas estaban identificadas por los escribas como «copias de viejos textos». Un grupo de 23 tablas, por ejemplo, terminaba con un post-scríptum: «23.ª tabla; lenguaje de Shumer no modificada».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 110
 
 
El propio Asurbanipal declaró en una inscripción: El dios de los escribas me concedió la dádiva del conocimiento de su arte. Fui iniciado en los secretos de la escritura. Puedo hasta leer las intricadas placas en shumeriano. Entendiendo las enigmáticas palabras grabadas en piedra De los días antes del diluvio.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 111
 
 
En 1869, Jules Oppert propuso en un encuentro de la Sociedad Francesa de Numismática y Arqueología que fuera reconocida la existencia de un lenguaje así de primitivo y de las personas que hablaban y escribían. Él mostró que los acadianos llamaban a sus antecesores como Shumerianos y hablaban de la Tierra de Shumer. Fig. 42 Era ésa, de hecho, la bíblica Tierra de Sennar (Shin’aire), el país cuyo nombre —Shumer— significaba, literalmente, Tierra de los Observadores. Y era la misma Ta Neter de los egipcios, la Tierra de los Observadores, de la cual habían venido los dioses para Egipto.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 111
 
 
El siglo que siguió a los primeros descubrimientos en la Mesopotamia, se hizo evidente, sobre cualquier duda, que fue realmente en la Sumeria (los estudiosos se decidieron por la grafía Sumer, porque la hallaron de pronunciación más fácil) que comenzó la civilización moderna. Fue allá, inmediatamente después de 4000 a. C. —hace casi 6 mil años— que todos los elementos esenciales de una alta civilización súbitamente aparecieron, como venidos de la nada y sin motivo aparente.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 112
 
 
Prácticamente no existe ningún aspecto de nuestra actual cultura y civilización cuyas raíces y precursores no puedan ser encontrados en la Sumeria: ciudades, rascacielos, calles, mercados, graneros, docas, escuelas, templos; metalurgia, medicina, cirugía, manufactura de tejidos, arte culinario, agricultura, irrigación; el uso de ladrillos, la invención del horno para cerámica; la primera rueda conocida en la humanidad, coches y carros; embarcaciones y navegación; comercio internacional; pesos y medidas; el sistema monárquico, leyes, tribunales, jurados; la escritura y archivos; música, notas musicales, instrumentos musicales, danza y acrobacia; animales domésticos y zoológicos; el arte de la guerra, la artesanía, la prostitución. Y, por encima de todo, el estudio y conocimiento de los cielos y de los dioses «que vinieron del Cielo para la Tierra».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 112
 
 
Que quede bien esclarecido aquí que ni los acadianos ni los sumerios llamaban esos visitantes de la Tierra como dioses. Sólo fue después, con el paganismo, que la noción de seres divinos o dioses fue infiltrado en nuestro lenguaje y pensamiento. Si empleo el término aquí es solamente debido a su uso y aceptación generalizados. Los acadianos los llamaban Ilu —«Los Altísimos»—, de lo cual se origina el bíblico El. Los cananeos y fenicios los llamaban Ba’al —«Señor». Sin embargo, en los inicios de todas esas religiones, los sumerios los llamaban de DIN.GIR. «Los Virtuosos de los Cohetes Espaciales».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 112
 
 
A partir de leyendas cosmológicas de los sumerios y sus poemas épicos, de textos contando la biografía de esos dioses, de listas de sus funciones, relaciones familiares y ciudades, de cronologías e historias de la llamada Lista de Reyes, y de una riqueza de otros textos, inscripciones y dibujos, conseguí montar un relato coherente sobre lo que hubo en los tiempos prehistóricos y como todo aconteció.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 113
 
 
Esa historia comienza en épocas primeras, cuando nuestro sistema solar aún era joven. Un gran planeta surgió venido del espacio sideral y fue atraído por él. Los sumerios llamaban a ese invasor NIBIRU, «El Planeta de la Travesía»; los babilonios le daban el nombre de Marduk. Cuando él estaba pasando por los planetas externos de nuestro sistema solar, su trayectoria se encorvó debido a la fuerza de atracción, lo que lo colocó en curso de colisión con un viejo miembro del sistema solar —un planeta llamado Tiamat. Cuando los dos se aproximaron, los satélites de Marduk cortaron a Tiamat por la mitad. Su parte inferior fue convertida en pedazos pequeños y esos restos planetarios formaron los cometas y el cinturón de asteroides —la «pulsera celeste»— que orbita entre Júpiter Marte. La parte superior de Tiamat y el principal satélite de ese planeta fueron lanzados en una nueva órbita, haciéndose la Tierra y la Luna.
 
Marduk, intacto, fue capturado en una vasta órbita elíptica en torno al Sol, lo que lo hace volver al lugar de la «batalla celeste», entre Júpiter y Marte, cada 3600 años terrestres (Fig. 44). Y fue así que nuestro sistema solar se quedó con doce cuerpos celestes —el Sol, la Luna (que los sumerios consideraban un cuerpo celeste por su propio derecho), los nueve planetas que conocemos y el 12.º: Marduk.
 
Cuando Marduk invadió nuestro sistema solar, trajo con él la semilla de la vida y, en la colisión con Tiamat, un poco de esa semilla pasó hacia su parte que sobrevivió —el planeta Tierra. Al desarrollarse, esa vida comenzó a copiar la evolución en Marduk y fue por eso que, cuando en la tierra la especie humana estaba en sus inicios, en Marduk los seres inteligentes ya habían alcanzado altos niveles de civilización y tecnología.
 
Era del 12.º miembro del sistema solar, decían los sumerios, que los astronautas habían venido a la Tierra —los «Dioses del Cielo y de la Tierra». Y fue a partir de las creencias de los sumerios que todos los otros pueblos de la Antigüedad adquirieron sus dioses y religiones. Esos dioses, afirmaban los sumerios, habían creado a la Humanidad y posteriormente le habían dado la civilización, o sea, todo el conocimiento, todas las ciencias, inclusive una parte increíble de una astronomía sofisticada.
 
Ese conocimiento astronómico comprendía el reconocimiento del sol como el cuerpo central de nuestro sistema planetario y la cognición de todos los planetas que conocemos actualmente, inclusive los externos —Urano, Neptuno y Plutón— que son descubrimientos relativamente recientes de la astronomía moderna y no podrían haber sido observados e identificados a ojo desnudo. Y, tanto en las listas y textos planetarios, así como en descripciones pictográficas, los sumerios insistían en la existencia de un planeta más, Marduk —NIBIRU, que al punto de su órbita más próximo a la Tierra pasaba entre Marte y Júpiter como muestra este cilindro de 4,500 años
 
La sofisticación en conocimiento celeste —que los sumerios atribuían a los astronautas venidos de Marduk— no era limitada a la familiaridad con el sistema solar. Había el universo infinito, lleno de estrellas. Fue en la Sumeria —y no siglos después, en Grecia, como se imaginaba— que por primera vez las estrellas fueron identificadas, agrupadas en constelaciones y situadas en el cielo, recibiendo nombres. Todas las constelaciones que actualmente vemos en el cielo del hemisferio norte y la mayoría de las del hemisferio sur están listadas en las tablas astronómicas de los sumerios ¡en su orden correcto y con los nombres que usamos hasta hoy!
 
De la mayor importancia eran las constelaciones que parecen rodear el plan o franja en la cual los planetas orbitan el Sol.
 
Llamadas por los sumerios de UL.HE («El Rebaño Luminoso») —que los griegos adoptaron con el nombre de zodiakos kyklos («El Círculo de los Animales») y nosotros aún denominamos zodíaco— ellas fueron arregladas en doce grupos para formar las Casas del Zodíaco. No sólo los nombres que los sumerios dieron a esos grupos —Tauro, Gemelos, Cáncer, León etc.— como sus descripciones pictóricas permanecieron inmutables a lo largo de los milenios
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 113
 
 
Las representaciones egipcias del zodíaco, muy posteriores, eran casi idénticas a las de los sumerios.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 116
 
 
Además de los conceptos de la astronomía esférica que empleamos hasta hoy (inclusive las nociones del eje celestial, polos, eclíptica, equinoccios y otras), que ya estaban perfeccionados en la época de los sumerios, había también una sorprendente familiaridad con el fenómeno de la Precesión.
 
Como sabemos actualmente, hay una ilusión de retraso en la órbita de la Tierra cuando un observador marca la posición del Sol en una fecha fijada (tal como el primer día de la primavera) contra las constelaciones del zodíaco que funcionan como un paño de fondo en el espacio. Causada por el hecho del eje de la Tierra al ser inclinado en relación al plan de su órbita en torno al Sol, ese retraso o precesión es infinitesimal en términos de duración de vida de los seres humanos, pues en 72 años el cambio en el paño de fondo zodiacal es de solamente 1 grado del círculo celestial de 360 grados.
 
Una vez que el círculo del zodíaco que rodea la franja donde la Tierra y otros planetas orbitan en torno al Sol fue dividido en doce casas arbitrarias, cada una ocupa 1/12 del círculo completo o un espacio celestial de 30 grados. Así, la Tierra lleva 2160 años (72 x 30) para retardar a través del vano completo de una casa zodiacal. En otras palabras, si un astrónomo colocado en la Tierra estuvo observando el cielo el día de primavera cuando el Sol comenzó a subir contra la constelación o casa de Peces, sus descendientes, 2160 años después, observarán el evento con el Sol contra el paño de fondo de la constelación adyacente, la casa de Acuario.
 
Ningún hombre, ni ninguna nación, podría haber observado, notado y comprendido ese fenómeno en la Antigüedad. Sin embargo, las pruebas son irrefutables: los sumerios, que comenzaron su cuenta en el tiempo en la Era del Toro (que se inició a cerca de 4400 a. C.), conocían la ciencia y registraron en sus listas astronómicas los cambios precesionales anteriores para Gemelos (cerca de 6500 a. C.), Cáncer (cerca de 8700 a. C.) y León (cerca de 10 900 a. C.). Ni es preciso decir que fue reconocido alrededor de 2200 a. C. que el primer día de primavera —Año Nuevo para los pueblos de la Mesopotamia— retardó los llenos 30 grados y pasó para la constelación o «Era» de Aries, el Carnero (KU.APENAS en sumerios).
 
Fue reconocido por algunos estudiosos del pasado, que combinaron su conocimiento de egiptología y asiriología con astronomía, que las descripciones escritas y pictóricas empleaban la Era del Zodíaco como un grandioso calendario celeste, por lo cual los eventos de la Tierra eran relacionados con la escalada mayor de los cielos. Ese conocimiento ha sido utilizado en tiempos más recientes como un auxilio cronológico prehistórico e histórico en estudios como los de G. de Santillana y H. von Dechend (Hamlet’s Mill). No hay duda, por ejemplo, de que la esfinge con trazos de león al sur de Heliópolis y las con aspecto de carnero, que guardaban los templos de Karnak, mostraban las eras zodiacales en que habían ocurrido los eventos que ellas representaban o en las cuales los dioses o reyes relacionados con ellas habían sido supremos.
 
El punto básico de ese conocimiento de astronomía y, por consecuencia, de todas las religiones, creencias, eventos y descripciones del mundo antiguo, era la convicción de que existe un planeta más en nuestro sistema solar, el de mayor órbita, un planeta supremo o «Señor Celestial» —lo que los egipcios llamaban de Estrella Inmortal o «El Planeta de los Millones de Años»—, la Morada Celestial de los Dioses. Los pueblos de la Antigüedad, sin ninguna excepción, rendían homenaje a ese planeta, el de más vasta y majestuosa órbita. En Egipto, Mesopotamia y todos los otros lugares, su omnipresente emblema era el del Disco Alado
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 116
 
 
Reconociendo que el Disco Celestial en las ilustraciones egipcias representaba la Morada Celestial de Ra, los estudiosos siempre insistieron en referirse a Ra como un «dios del Sol» y al Disco Alado como «Disco Solar». Ahora ya debe estar claro que no era el Sol, sino el 12.º Planeta que así era representado. De hecho, las pinturas egipcias hacían una distinción nítida entre el Disco Celestial y el Sol. Como se puede ver, ambos eran mostrados en el cielo (representado por la forma arqueada de la diosa Nut). Fig. 49 Entonces, está claro que no se trata de un cuerpo celestial, sino de dos. También se puede ver perfectamente que el 12.º Planeta es mostrado como un globo o disco celestial, mientras el Sol es mostrado emitiendo sus rayos benevolentes. Entonces los antiguos egipcios, como los sumerios, sabían, mil años atrás, que el sol era el centro del sistema solar y que él estaba constituido de doce cuerpos celestes. La prueba de eso está en los mapas celestiales pintados en los sarcófagos. Uno de esos sarcófagos, muy bien conservado, descubierto en 1857 por H. K. Brugsch en una tumba de Tebas, muestra a la diosa Nut («El Cielo») en el panel céntrico (pintado en la parte superior del ataúd), cercada por las doce constelaciones del zodíaco. En las laterales del sarcófago, las hileras inferiores muestran las doce horas del día y de la noche. Inmediatamente enseguida vienen los planetas —los Dioses Celestiales— que son mostrados viajando en sus órbitas predeterminadas, los Barcos Celestiales (los sumerios llamaban a las órbitas «destinos» de los planetas).
 
En la posición céntrica, vemos el globo del sol, emitiendo rayos. Cerca de él, al lado de la mano izquierda de Nut, vemos dos planetas: Mercurio y Venus. (Venus está correctamente pintado como siendo mujer —él era el único considerado femenino por todos los pueblos de la Antigüedad). Después, en el panel lateral, a la izquierda del cuerpo de la diosa, están la Tierra (seguida del emblema de Horus), la Luna, Marte y Júpiter como Dioses Celestiales viajando en sus barcos. En el panel lateral a la derecha del cuerpo de Nut, se localizaron otros cuatro Dioses Celestiales en la parte inferior —continuando después de Júpiter—, sin Barcos Celestiales, pues sus órbitas eran desconocidas para los egipcios: Saturno, Urano, Neptuno y Plutón. La época de la momificación del cuerpo está marcada por el Lancero apuntando su arma en la parte media del Toro. Así, encontramos a todos los planetas en su orden correcto, inclusive los externos, que sólo fueron descubiertos en tiempos bastante recientes. El propio Brugsch, que encontró el sarcófago, como otros de su época, no tenían conocimiento de la existencia de Plutón. Los eruditos, que estudiaron el conocimiento planetario de la Antigüedad, partían de la hipótesis de que los pueblos antiguos creían que cinco planetas —entre ellos el Sol— giraban en torno a la Tierra. Cualquier dibujo o referencias escritas a otros planetas eran, según lo afirmaban, debido a algún tipo de «confusión». Pero no había confusión ninguna. Existía, sí, una impresionante exactitud: el Sol es el centro del sistema solar, la Tierra es un planeta y, además de ella, de la Luna y de los ocho planetas que conocemos actualmente, hay otro planeta, mucho mayor. En el sarcófago él está pintado destacándolo, por encima de la cabeza de Nut, como un importante Señor Celestial en su enorme Barco Celestial, o sea, su órbita. Hace 450 mil años —según nuestras fuentes sumerias—, los astronautas venidos de ese Señor Celestial descendieron en el planeta Tierra.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 118-119
 
 
Nefilim —tradicionalmente traducido «gigantes»— significa literalmente «Aquéllos que Fueron Lanzados Sobre» la Tierra. Ellos eran los «hijos de los dioses» —el pueblo del Shem, o sea, el pueblo de los cohetes espaciales.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 125
 
 
Ea también suministró un navegador a Ziusudra, mandándolo dirigir la embarcación hacia el «Monte de la Salvación», el monte Ararat. Siendo la cadena de montañas más alta del Oriente Medio, sus picos serían los primeros a emerger del agua. El diluvio vino como esperado. «Ganando velocidad mientras soplaba» del sur, «sumergiendo montañas, derrumbando personas como en una batalla». Viendo la catástrofe por encima, mientras orbitaban la Tierra en su nave, los Anunnaki y sus líderes percibieron cuánto se habían enamorado de la Tierra y de la Humanidad. «Ninhursag lloró… los dioses lloraron con ella por la Tierra… Los Anunnaki, acongojados, se sentaban y lloraban» amontonados, helados y hambrientos, en su autobús espacial.
 
Cuando las aguas bajaron y los Anunnaki comenzaron a aterrizar en el Ararat, se quedaron encantados al descubrir que la semilla de la Humanidad estaba a salvo. Sin embargo, cuando Enlil llegó, se enfureció al ver que «una alma viva hubo escapado». Fueron necesarias muchas súplicas de los Anunnaki y el poder de persuasión de Ea para hacerlo entender su punto de vista —si la Tierra iba a ser repoblada, los servicios del hombre serían indispensables.
 
Y fue así que los hijos de Ziusudra y sus familias fueron enviados para poblar las cadenas de montañas que flanqueaban la llanura de los dos ríos, esperando la hora cuando esa área estuviera suficientemente seca para ser habitada. En cuanto la Ziusudra, los Anunnaki:
 
La vida de un dios le dieron;
Aliento eterno, como el de un dios, le concedieron.
 
Eso fue conseguido a través del cambio del «Aliento de la Tierra» de Ziusudra por el «Aliento del Cielo». Entonces ellos llevaron a Ziusudra, «el preservador de la semilla de la Humanidad», y a su mujer, para «que residan en el lugar lejano».
 
En la Tierra de la Travesía,
En la Tierra de Tilmun
En el lugar donde Utu se eleva,
Ellos lo hicieron habitar.
 
Se hace evidente, por lo tanto, que las leyendas sumerias sobre los dioses del Cielo y de la Tierra, de la creación del hombre y del diluvio fueron la fuente de la cual otras naciones del antiguo Oriente Medio extrajeron su conocimiento, creencias y «mitos».
 
Ya vimos cómo las creencias egipcias combinaban con las sumerias, cómo su primera ciudad sagrada recibió el nombre en homenaje a An, como Ben-Ben se asemejaba al GIR sumerio, y así por delante.
 
También es generalmente aceptado los días de hoy, que los relatos bíblicos sobre la Creación y los eventos que llevaron al diluvio son versiones hebraicas condensadas de las tradiciones sumerias. El héroe bíblico del diluvio, Noé, era el equivalente del Ziusudra sumerio (llamado Utnapishtim en las versiones acadianas). Sin embargo, mientras los sumerios afirmaban que el héroe del diluvio fue hecho inmortal, nada en la Biblia es dicho a ese respecto sobre Noé. La inmortalización de Enoc también recibe poca atención, al contrario de los cuentos sumerios sobre Adapa y otros textos tratando del ascenso de escogidos. Sin embargo, esa abrupta actitud bíblica no fue capaz de impedir la diseminación, a lo largo de milenios, de leyendas sobre los héroes bíblicos y su estadía en el paraíso o su retorno a él.
 
Según leyendas muy antiguas, que sobrevivieron en varias versiones originarias de una composición con casi 2 mil años de edad llamada El Libro de Adán y Eva, Adán enfermó después de completar 930 años. Viendo al padre «enfermo y sufriendo dolores», su hijo Set se ofreció para ir «hasta el portón del paraíso más próximo… y lamentar y suplicar a Dios; tal vez él me oirá y enviará Su ángel para traerme la fruta la cual tú tanto ansiaste» —el fruto del Árbol de la Vida.
 
Pero Adán, aceptando su sino de mortal, sólo deseaba alivio para los dolores lacerantes. Así, pidió a Eva, su mujer, fuera en compañía de Set hasta «las vecindades del paraíso», para que allá pidieran no el Fruto de la Vida, sino una única gota del «óleo de la vida», que escurría del árbol sagrado, «para ungirme con él, de modo que yo pueda tener alivio de estos dolores».
 
Haciendo como Adán pidió, Eva y Set llegaron a los portones del paraíso y rogaron al Señor. Finalmente, el ángel Miguel se apareció a ellos anunciando que la súplica no sería atendida. «El tiempo de la vida de Adán terminó», dijo el ángel; su muerte no debía ser evitada o aplazada. Seis días después, Adán murió.
 
Incluso los historiadores de Alexander crearon un vínculo directo entre sus aventuras y Adán, el primer hombre que vivió en el paraíso y era prueba de su existencia y poderes de conceder vida. Ese vínculo era una piedra, única de su tipo, capaz de emitir luz.
 
Se decía que ella fue sacada del Jardín del Edén por Adán y que había pasado de generación en generación hasta llegar a las manos de un faraón inmortal, que la había dado al rey de la Macedonia.
 
Esa trama de paralelos se hace más densa a medida que vamos tomando conciencia de la existencia de otras leyendas, como el antiguo cuento judaico que afirmaba que el cayado, con el cual Moisés realizó muchos milagros, inclusive la separación de las aguas del lago de Juncos, fue traído por Adán del Jardín del Edén. Adán lo dio a Enoc que por su parte lo pasó a su bisnieto Noé, el héroe del diluvio. Enseguida él fue heredándolo por la línea de Sin, de generación en generación, hasta llegar a Abraham (el primer patriarca hebreo post-diluviano). El bisnieto de Abraham, José, llevó el cayado consigo cuando fue a Egipto, donde alcanzó muy alta posición en la corte del faraón. Allá el cayado permaneció entre los tesoros del reino y fue así que llegó a las manos de Moisés, pues éste fue criado en la corte y vivía como un príncipe egipcio antes de huir para la península del Sinaí. En una versión de esa leyenda, el cayado era hecho de una única piedra; en otra, de una rama del Árbol de la Vida que crecía en el Jardín del Edén.
 
En esas relaciones entrelazadas, volviendo a los más primitivos de los tiempos, también existían leyendas conectando Moisés a Enoc. Un cuento judaico, llamado «El Ascenso de Moisés», habla de que cuando el Señor llamó Moisés en el monte Sinaí y lo encargó de llevar a los israelitas para afuera de Egipto, éste resistió a la misión por varios motivos, entre ellos su habla vaga y poco elocuente. Determinado a acabar con esa humildad, el Señor decidió mostrar Moisés «los ángeles», los misterios del cielo y el lugar donde quedaba su trono. Entonces «Dios ordenó a Metatrón, el Ángel de la Fisonomía, conducir Moisés hasta las regiones celestiales». Aterrorizado, Moisés preguntó a Metatrón: «¿Quién eres tú?». Y el ángel (literalmente: «emisario») respondió: «Soy Enoc, hijo de Jared, tu ancestro». Acompañado por el angélico Enoc, Moisés viajó por los siete cielos, vio el infierno y el paraíso y enseguida fue devuelto al monte Sinaí, donde aceptó su misión.
 
Otro libro muy antiguo lanza más luz sobre las ocurrencias relacionadas con Enoc y su preocupación con el inminente diluvio y su bisnieto Noé. Llamado «Libro de los Jubileos», él también era conocido en la Antigüedad como el «Apocalipsis de Moisés», pues habría sido escrito por éste en el monte Sinaí mientras un ángel le dictaba las historias del pasado. (Los eruditos, empero, creen que la obra fue compuesta el segundo siglo a. C.)
 
El relato sigue de cerca las narrativas bíblicas del Libro del Génesis, pero suministra más detalles, como los nombres de las mujeres e hijas de los patriarcas pre-diluvianos, y amplía los eventos experimentados por la Humanidad en esa época distante.
 
La Biblia nos informa que el padre de Enoc era Jared («Descendido»), pero no porque él recibió ese nombre. El Libro de los Jubileos nos esclarece al respecto. Dice que los padres de Jared le dieron ese nombre:
 
Pues en sus días los ángeles del Señor descendieron a la Tierra
Aquéllos que son llamados «Los Observadores».
Para instruir a los hijos de los hombres
E implantar el juicio y la restricción en la Tierra.
 
Dividiendo las eras en «jubileos», el Libro de los Jubileos continúa narrando que «en el 11.º jubileo, Jared tomó para sí una esposa; Baraka (“Claro del Rayo”) hija de Rasujal, una hija del hermano de su padre… y ella le dio un hijo y lo llamó Enoc. Él fue el primero entre los hombres nacidos en la Tierra que aprendió la escritura, el conocimiento y la sabiduría, y escribía las señales del cielo de acuerdo con el orden de sus meses en un libro, para que los hombres puedan conocer las estaciones del año según el orden de sus meses».
 
En el 12.º jubileo, Enoc tomó por esposa a Edni («Mi Edén»), hija de Dan-el. Ella le dio un hijo, Matusalén. Después de eso Enoc «anduvo con los ángeles de Dios por seis jubileos de años y ellos le mostraron lo que existe en los cielos y en la Tierra… y él escribió todo».
 
Pero, a aquellas alturas, la situación se complicaba. El Génesis cuenta que antes del diluvio «los hijos de los dioses vieron que las hijas de los hombres eran bellas y tomaron como mujeres todas las que más les agradaban… Dios se arrepintió de haber hecho a los hombres… y Dios dijo: haré que los hombres desaparezcan de la faz de la Tierra».
 
Según el Libro de los Jubileos, Enoc desempeñó algún tipo de papel en ese cambio de actitud del Señor, pues «testificó sobre los Observadores que habían pecado con las hijas de los hombres; él testificó contra todos». Y fue para protegerlo de la venganza de los Ángeles del Señor pecadores que «él fue retirado de entre los hijos del hombre y llevado al Jardín del Edén». Específicamente mencionado como uno de los cuatro lugares de Dios en la Tierra, el Jardín del Edén fue el lugar donde Enoc se escondió y escribió su Testamento.
 
Noé, el hombre íntegro escogido para sobrevivir al diluvio, nació después de esos acontecimientos. Su nacimiento, ocurrido en épocas conturbadas, cuando los «hijos de los dioses» se relacionaban sexualmente con las mortales, causó una crisis conyugal en la familia. Como el Libro de Enoc nos cuenta, Matusalén «escogió una mujer para su hijo, Lamec, y ella se embarazó y dio a la luz un hijo». Sin embargo, cuando el bebé —Noé— nació, había algo de raro:
 
Su cuerpo era blanco como la nieve y rojo como el florecer de una rosa;
sus cabellos y largos rizos eran blancos como la nieve; sus ojos eran bellos.
Cuando él abrió los ojos, iluminó la casa toda como el sol y la casa quedó muy brillante.
Cuando la partera lo irguió, él abrió la boca y conversó con El Señor de la Justicia.
 
Conmocionada, Lamec corrió hacia su padre, Matusalén, y habló:
 
Engendré un hijo extraño, diferente del hombre
y parecido a los hijos del Dios del Cielo,
su naturaleza es diversa, él no es semejante a nosotros…
Y parece que no se originó de mí, sino de los ángeles.
 
Desconfiando de que su mujer hubiera sido preñada por uno de los ángeles, Lamec tuvo una idea: Ya que su abuelo, Enoc, estaba viviendo entre los hijos de los dioses, ¿por qué no pedirle ir al fondo de la cuestión? Entonces, dirigiéndose a Matusalén, rogó:
 
«Y ahora, mi padre, te pido e imploro que busques a Enoc, tu padre,
y de él me quede sabiendo la verdad, pues su morada es entre los ángeles».
 
Matusalén atendió al pedido de Lamec y, al llegar a la Morada Divina, llamó a Enoc y le contó sobre el nacimiento de aquel niño raro. Después de hacer algunas indagaciones, Enoc garantizó a Matusalén que Noé era realmente hijo de Lamec y que su aspecto raro anunciaba que algo estaba por venir:
 
«Habrá un gran diluvio y una enorme destrucción durante un año,
y sólo ese hijo, que deberá recibir el nombre de Noé (“Descanso”),
y su familia serán salvos».
Esos acontecimientos del futuro, explicó Enoc a su hijo,
yo los leí en las tablas celestiales.
 
El término empleado en esas escrituras antiguas, aunque ex-bíblicas, para designar a los «hijos de los dioses» envueltos en tonterías antediluvianas, es Observadores. Se trata del mismo término, Neter, que los egipcios usaban para los dioses y es el significado exacto del nombre Shumer, el lugar de su aterrizaje.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 134
 
 
La época antes del diluvio fueron los días en que «Los Nefilim estaban sobre la Tierra —los Poderosos, el Pueblo de los Cohetes». En las palabras de las Listas de Reyes Sumerios, el diluvio «barrió» la Tierra 120 shars (120 órbitas de 3600 años) después del primer aterrizaje de los astronautas, lo que lo coloca cerca de 13 mil años atrás. Fue exactamente la época cuando la última Edad del Hielo terminó abruptamente, cuando comenzó la agricultura; 3600 años después vino la Nueva Edad de la Piedra (como a llaman los eruditos), la edad de la cerámica. Entonces, 3600 años después, la civilización en su todo floreció en la «llanura entre los ríos», en la Sumeria
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 142
 
 
 
La llamada Epopeya de Etana declara: Los Grandes Anunnaki que decretan el destino se quedaron cambiando impresiones acerca de la Tierra. Ellos que crearon las cuatro regiones, que fundaron los asentamientos, que supervisan la Tierra, estaban altos demasiados para la Humanidad.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 142
 
 
 
Parece haber más que coincidencias aquí. Y la pregunta que se nos ocurre es: ¿Si en todos esos centros de oráculos existía un Omphalos, no sería ese objeto en sí, la verdadera fuente de los oráculos? La construcción (o reconstrucción) de un silo de lanzamiento y una plataforma de aterrizaje no fue la causa del fatal combate entre Baal y Mot. La discordia tuvo como motivo la tentativa de Baal de instalar clandestinamente una Piedra del Esplendor, un aparato que podía propiciar la comunicación con los cielos y con otros lugares de la Tierra. Además de eso, ella era: Una piedra que susurra; Los hombres sus mensajes no conocerán, Las multitudes de la Tierra no las comprenderán. Cuando ponderamos sobre la aparente función doble de la Piedra del Esplendor y el mensaje secreto de Baal para Anat, súbitamente todo se esclarece: ¡El aparato que los dioses usaban para comunicarse era el mismo del cual emanaban las respuestas oraculares para los reyes y héroes! En un estudio completo sobre el asunto, Wilhelm H. Roscher (Omphalos) mostró que el término indo-europeo para esas piedras de oráculo —navel en inglés, nabel en alemán etc.— se origina del sánscrito nabh, que significa «emanar con fuerza». No es coincidencia que en las lenguas semitas naboh significa «predecir» y nabih significa «profeta». A buen seguro, todos esos significados idénticos tienen raíz en el sumerio, donde En la.BA(R) significaba «piedra clara y brillante que esclarece».
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 227
 
 
¿Por qué Delfos fue escogido como un lugar sagrado de oráculo y como la piedra Omphalos fue parar allá? Las tradiciones dicen que, cuando Zeus quiso encontrar el centro de la Tierra, soltó águilas en dos extremos opuestos del mundo. Volando unas en la dirección de las otras, ellas se encontraron en Delfos y el local fue marcado con la colocación de una piedra-ombligo, un Omphalos. Según el historiador griego Estrabón, era por eso que había estatuas de dos de esas águilas posadas en el Omphalos de Delfos.
 
Muchas representaciones del Omphalos fueron encontradas en el arte griego mostrando los dos pájaros en lo alto o al lado del objeto cónico. Algunos estudiosos dicen que ellos no son águilas, sino palomos-correos que, al ser aves capaces de retornar a un lugar determinado, podrían simbolizar la medición de las distancias de un centro de la Tierra hacia otro.
 
Según las leyendas griegas, Zeus encontró refugio en Delfos durante sus batallas aéreas con Tifón, cuando se posó en el área parecida a una plataforma, donde fue construido el templo de Apolo.
 
El santuario de Amón y Siwa contenía no sólo pasillos subterráneos, túneles misteriosos y pasajes secretos bajo los muros espesos del edificio, sino también un área restricta con cerca de 55 por 51 metros, cercada por una enorme muralla.
 
¡Encontramos los mismos componentes estructurales, inclusive una plataforma elevada, en todos los lugares asociados con las «piedras que susurran»! Debemos concluir entonces que, como Baalbek, ellos eran tanto un Local de Aterrizaje como un ¿Centro de Comunicaciones?
 
Ya no nos sorprende encontrar las Piedras Sagradas gemelas, acompañadas por las dos águilas, en los textos sagrados egipcios
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 230
 
 
No queda duda de que la Epopeya de Gilgamesh fue la fuente original de las muchas historias y leyendas sobre reyes y héroes que, los milenios subsecuentes, partieron en busca de la eterna juventud. En algún punto de la Tierra, afirmaban las memorias mitificadas de la Humanidad, existía un lugar donde el hombre podía unirse a los dioses y escapar de la indignidad de la muerte.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 232
 
 
En la representación egipcia, vemos que existen omphalos o «piedras de oráculo» en el lugar donde están posados los Divinos Medidores. En Baalbek también había un omphalos, una Piedra del Esplendor, que ejecutaba las funciones de Hut. En Heliópolis, ciudad gemela de Baalbek, también existía una de esas piedras. Recordemos que Baalbek era la Plataforma de Aterrizaje de los dioses. Los cordones egipcios llevaban al local elevado del faraón situado en el Duat. El Dios bíblico, llamado EL por Habacuc, medía la Tierra mientras volaba del sur para el norte. ¿Todo eso será sólo una serie de coincidencias o varias piezas de un rompecabezas?
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 290
 
 
Según la inscripción de la estela que se encuentra en el Museo del Cairo, la Gran Pirámide ya existía cuando Khufu entró en escena y ella pertenecía a la diosa Isis, y no al faraón. Además de eso, la Esfinge (que ha sido atribuida a Chefra, que la habría construido junto con La Segunda Pirámide) también ya estaba en su actual localización. La continuación de la inscripción describe la posición de la Esfinge con gran exactitud y registra que ella fue dañada por un rayo —evento perceptible hasta los días de hoy.
Khufu prosigue diciendo que construyó una pirámide para la princesa Henutsen «al lado del templo de la diosa». Los arqueólogos encontraron pruebas independientes de esa estela de que una de las tres pequeñas pirámides situadas al lado de la Grande, más al sur de ella, era de hecho dedicada la Henutsen, una esposa de Khufu. Así, todo lo que está grabado en la estela concuerda con los hechos conocidos y queda bien claro que en ella el faraón afirma sólo que construyó la pirámide pequeña. La Gran Pirámide y la Esfinge (y, por inferencia, las otras dos) ya estaban allá.
El apoyo a mis teorías se fortalece cuando leemos en otra parte de la estela la inscripción que dice que la Gran Pirámide también era llamada de «La montaña Occidental de Hathor».
 
Viva Horus Mezdau;
Al rey del Alto y Bajo Egipto, Khufu,
Es dada la vida.
Para su madre Isis, la Divina Madre,
Dueña de la montaña Occidental de Hathor,
Él hizo esta inscripción.
Él le hizo una nueva ofrenda sagrada.
Le construyó una casa [templo] de piedra,
Renovó los dioses encontrados en su [antiguo] templo.
 
Hathor, debemos recordar, era la señora de la península del Sinaí.
Así, si la Gran Pirámide era la montaña Occidental de Hathor, tenía que existir una montaña Oriental —el pico más alto de la península— y ambas funcionaban como porterías del corredor de Aterrizaje de los dioses.
 
Zecharia Sitchin
La escalera al cielo, página 317
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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