Jean Richepin

Diagnóstico

La frente, acuchillada de arrugas. Febricientes,
llameantes, llorones ambos ojos. La boca
como una negra sima de baba; furia loca
hace temblar la lengua; chocan duros los dientes

Se hincha el vientre convulso, presa de intermitentes
calambres, como informe tronco de árbol o roca,
y el pulmón los espasmos que le cierran provoca
deshaciéndose en gritos ásperos y estridentes.

¿Qué mal es ese mal? ¿Qué ataque fulminante
de epilepsia? El cerebro se embota; jadeante
pierde el hombre sentidos y nervios, de tal guisa

que es su carne un pez vivo puesto en una sartén
¡Ay! Ese es nuestro amigo más caro, nuestro bien
mayor; es el consuelo de los hombres: la Risa.

Jean Richepin



"El internado de la celda 27 no tenía, sin embargo, aspecto de loco peligroso. Las precauciones del doctor me parecieron exageradas cuando me encontré frente al vejete inofensivo y dócil, a quien el guardia me presentó diciendo:
-Este señor quiere hablar con usted para publicar la cosa en un diario -en el pasillo, antes de llegar a la celda, me había advertido que era la forma más segura de que el buen hombre hablara.
Había dicho “el buen hombre”, y ninguna otra locución, en efecto, parecía mejor para caracterizar al dulce septuagenario de rostro pálido y sonriente, voluminoso cabello blanco cayendo sobre las orejas como el de un Béranger, actitud reposada, casi somnolienta, y ojos ingenuos en los que se abría la flor azul de una mirada de niño.
Pero una chispa viva, de golpe, se encendió en esa mirada de niño. Y mi imaginación descubrió entonces que la flor azul tornaba al resplandor cerúleo del azufre que arde. Los ojos del buen hombre dispararon un rayo que caló en los míos, incisivo hasta provocarme dolor e incomodidad.
-Lo está examinando –me dijo en voz muy baja el guardia-; tengo la sensación de que le cae bien.
El rayo agudo mitigó, la chispa se extinguió, la flor azul volvió a florecer en la mirada de niño y el viejo me dijo con voz lejana y calina:
-Encantado de hablar con usted, señor. Siéntese, se lo ruego; inclínese para poder escucharme, por favor.
Me quedé a solas con el loco. El guardia, luego de salir, había cerrado la puerta, detrás de la cual podía sentirse su inmovilidad silenciosa y alerta.
[...]
Y entonces, siempre con mucha calma, sin ninguna fiebre elocutoria que revelara la agitación cerebral de un loco cabalgando sobre su quimera, con todo el aspecto, por el contrario, de una mente lúcida y ordenada, como un profesor exponiendo metódicamente una ciencia dominada a fondo, capaz de simplificar su ardua materia y ponerla al alcance de un ignorante, improvisó un verdadero curso abreviado de mineralogía y química, relevando todo lo relacionado con la formación, el análisis y la síntesis de piedras preciosas.
No me resultaba difícil seguirlo, y sólo me preguntaba adónde quería llegar, mientras él explicaba la cristalografía, la mineralogénesis, las propiedades generales y particulares, las diferencias de polarización, de densidad, de oxidación que caracterizan a las diferentes especies de piedras, notablemente al diamante y al corindón, que comprende el rubí oriental, la esmeralda y el zafiro. Comentó también que los principales yacimientos se encuentran en las rocas metamórficas y en las napas pleistocénicas, y cómo el misterioso trabajo de la naturaleza logró ser parcialmente reproducido en los laboratorios de la química moderna, tan justamente llamada química del carbono."

Jean Richepin
La ciudad de las gemas




"Habíamos caminado todo el día, ya por el camino de sirga, en que la nieve tenía un pie de alto, ya por los atajos, que una tropa de bueyes había convertido en un lodazal.
Gracias a las vueltas del río, y a pesar de los atajos, habíamos andado más de diez leguas desde las cuatro de la mañana, cuando llegamos a Plommecy, al caer la noche.
Taciturnos, molidos, mudos, íbamos arrastrando los pies, con el balance pesado y regular de los soldados cansados, que de tiempo en tiempo se encogen de hombros para acomodar la mochila.
Sólo un viejo contrabandista, a quien llamábamos el zapador a causa de su larga barba, había conservado agilidad y empuje. Andaba con el mismo paso vivaracho y sólido, y a través de su bigote lleno de carámbanos, canturreaba la interminable canción:
Mon habit a deux boulons,
marchons légère, légère,
mon habit a trois boutons,
marchons légèrement.
[...]
Cada cual armó el gatillo de su chassepot, y puso el dedo en el disparador. Las piernas fatigadas volvieron a ponerse elásticas, las cinturas entumidas recobraron su flexibilidad para la marcha encorvada, y entramos en las primeras casas, prontos a descansar de un día de marcha con una noche de combate.
-¡Ah! esto parece un cementerio -dijo uno. ¿Si llamáramos a esta puerta? Aquí nos dirán lo que pasa; hallaremos por lo menos con quien hablar, a tiros aunque más no sea.
Golpeamos. Nadie contestó.
Golpeamos a otra puerta. Nadie tampoco.
A la tercera, el teniente dio un gran puntapié en el tablero de madera, y como la puerta se abrió con el choque, entró en la casa, revólver en mano. Diez hombres le seguían. Cinco nos quedamos en la calle para vigilar la casa.
Tres minutos después, los nuestros volvían con cara inquieta. La casa estaba vacía. Abrimos otra, y otra más. Siempre lo mismo: la aldea estaba abandonada.
-¡Diablo, diablo! -exclamó el teniente. -Los prusianos han andado por aquí, mientras mirábamos correr el agua del Doubs. Los aldeanos habrán huido hacia Baume. Habrá que tener mucha vigilancia esta noche.
Puso, pues, un centinela a cada extremo de la calle, otro en el puente que conducía a la pradera, y condujo el resto de sus hombres hacia el cortijo que parecía más importante, para hacer allí la sopa y arreglarse para dormir.
Pero apenas empujó la puerta del patio cuando se confirmaron todas nuestras sospechas. Allí se habían alojado los prusianos; se comprendía por el depósito de agua volcado, por el heno sacado pródigamente del granero y dejado en los pesebres, por la puerta derribada del sótano y por las botellas vacías esparcidas en la paja del acantonamiento. Un pelotón de hulanos había debido pasar la noche en el patio, mientras los oficiales ocupaban la casa.
En tres saltos estuvimos adentro. Ya no cabía duda: una mesa cubierta de platos sucios, de copas medio vacías, de botellas con el cuello roto, los restos de una orgía de tragaldabas. En la chimenea, la leña apilada y en montón, ardía aun. La cama estaba deshecha, como descalabrada. Unas botas enlodadas habían manchado sus sábanas, de hermoso lienzo blanco."

Jean Richepin
El fusil del niño Jesús


LA CANCIÓN DE MARÍA DE LOS ÁNGELES

Una vez había un pobre muchacho,
La, lará, lará,
La, lará, larero;
Una vez había un pobre muchacho,
Que amaba a una pérfida con amor intenso

Y ella así le dijo: Tráema mañana,
La, lará, lará,
La, lará, larero,
El corazón de tu madre para el perro

Y buscó a su madre; por fin, la mató,
La, lará, lará,
La, lará, larero,
Y buscó a su madre, por fin, la mató,
Cogió su corazón  y se fue corriendo

Y mientras corría, cayó en el camino,
La, lará, lará,
La, lará, larero,
Y mientras corría, cayó en el camino,
Y el corazón, rojo, rodó por el suelo

Y mientras rodaba el corazón rojo
La, lará, lará,
La, lará, larero,
Y mientras rodaba el corazón rojo
Oyó que gemía en triste lamento

Y el corazón dijo, llorando, al muchacho
La, lará, lará,
La, lará, larero
Y el corazón, dijo, llorando, al muchacho:
"Hijo mío, dime, ¿mucho mal te has hecho?"

Jean Richepin



Las aves de paso

¡Oh, vida grata del burgués! Si abril rebrota
o si en diciembre hiela, él se siente feliz.
El palomo tan solo arrulla a su paloma
tres días, porque sabe que amar fue siempre así.

Los pavos y los gallos aceptan su destino.
Cuando llega el momento de morir, hay que ver
a las ocas aún tiernas llorando: “aquí he nacido;
muero junto a mi madre, cumpliendo mi deber.”

Cumplir con su deber quiere decir que nunca
han soñado imposibles ni tuvieron jamás
un anhelo de luna, ni un sueño de falúa
bajando por un río en busca del azar.

Y todos son igual. Viven la misma vida
de siempre, y para ellos eso no es nada atroz.
Los patos solo tienen un pico y nunca aspiran
a no tener ninguno o bien a tener dos.

No sienten el deseo de besarse en los labios,
lejos de sueños vanos, de medrar, de aprender.
Tienen por corazón un gélido artefacto,
reloj garantizado por nueve años o diez.

¡Oh, gente tan feliz! De pronto, en el espacio,
tan alto, casi quieto, un bando singular,
como punta de flecha, planea y va pasando.
¡Tan lejos de este suelo!, ¿qué son?, ¿adónde van?

¡Miradlos cuando pasan! Ellos son los salvajes
que van donde el deseo los lleva: por el mar,
por el monte, los bosques, los vientos…, sin anclajes.
El aire que ellos beben no podréis respirar.

¡Miradlos! Cuando van en busca del prodigio,
más de uno, el ala rota, morirá. Ellos también,
como las pobres gentes, tienen mujer e hijos,
y, al igual que vosotros, los saben proteger.

Para cuidar del hijo o de la madre enferma
pueden mudarse en aves de corral, como tú.
Pero, ante todo, son hijos de la quimera,
son locos, son poetas, sedientos de la luz.

¡Miradlos!, viejo gallo, joven oca, polluelo,
tan alto como ellos ninguno volaréis.
Y lo poco que os toque de ellos será su estiércol.
Los burgueses se irritan cuando pasa esta grey. 

Jean Richepin



Un cobarde

En realidad nunca debiera tacharse a un hombre de cobarde, porque ni se sabe exactamente en lo que la cobardía consiste, ni pueden nunca conocerso las causas múltiples y complejas que la determinan. Sin hacer caso alguno de las cuestiones de temperamento triste y extraño, podrían aún citarse mil circunstancias de tiempo, de medio, de edad y de educación, en las cuales sería necesario detener largo rato el pensamiento antes de emitir un juicio. Además la bravura varía tanto como las ocasiones que la producen.

Algunos hombres extremadamente valerosos, lloran y tiemblan como débiles mujeres ante un peligro moral. Muchísimos cobardes han llevado a cabo grandes actos de heroísmo. Y yo conozco algunos héroes que sufren miedo infantil al pensar n extraerse una muela.

Las mujercillas que se ponen malas mirand o degollar una gallina, curan a los enfermos y vendan las piernas amputadas. Los desgraciados que no se atreven a sentir sobre la sien el contacto de un revólver, se envenenan con soluciones fosfóricas, sufriendo, sin exhalar una sola queja, tres horribles días de agonía por no tolerar las caricias heladas del acero.

Ahora voy a contaros el fin de un cobarde.

 

Cuando, después de mucho caminar, llegamos al fondo de ese valle lejano a donde él me condujera, tomóme, silenciosamente, mis manos entre las suyas y se echó a llorar como una Magdalena. Los motivos de su tristeza no me eran desconocidos. Él mismo me había contado en diferentes ocasiones las circunstancias dolorosas de su vida; y todas esas confesiones, hechas en los momentos de expansiva desgracia, me hacían suponer la causa de sus lágrimas. Hijo natural de una comedianta de la legua y de un israelita muerto en prisión, había sido arrastrado por su madre, durante la infancia, a través de una multitud de teatros de provincia y del exterior, hasta que un día fue abandonado por el azar de las peregrinaciones.

Encontrándose un a hermosa mañana solo y desamparado en un rincón sud-americano de donde su madre había partido sin decirle una palabra, vióse precisado a luchar personalmente contra el hambre. Después de mil trabajos, logró, sin embargo, volver a París, tierra de los hombres sin profesión y sin esperanza; pero no consiguiendo nunca ganar aqui su pan como él hubiera querido, tuvo que seguir viviendo empujado por el aire de la casualidad, siendo ayudado por uno, siendo alojado por otro, siendo nutrido por todo el mundo. — Por su buena fortuna esa familia bohemia que vive sobre las tablas y que tiene siempre el corazón en la mano, le conocía.

Mal educado; acostumbrado al lujo de contrabando y a una pereza enorme; no sabiendo ningún oficio y habiendo recibido una instrucción endemoniada, sin orden ni formalidad, era incapaz, como dicen las gentes vulgares, de sacar ninguna utilidad de sus diez dedos.

Un año... Varios años pasaron delante de su inercia. Él los dejaba correr. Y sólo de tiempo en tiempo le venía un acceso de vergüenza y dignidad. Entonces tomaba resoluciones, decidiéndose a trabajar. Pero toda la buena voluntad se fundía al día siguiente en el diluvio de sus lágrimas inútiles.— Como, después de todo, era un muchacho encantador, original, raro y más digno de lástima que de vituperio, yo le había mostrado siempre una amistad piadosa, y había sido siempre el confidente de sus crisis que comenzaban en ataques y acababan en lloriqueos.

Pero nunca le había visto tan lúgubremente desconsolado como el día que me condujo al fondo de aquel valle perdido. Entonces ya no fueron lágrimas de niño las que mojaron sus párpados, ni quejas infantiles las que salieron de su boca, sino lágrimas de hombre que le quemaban las mejillas y lamentos terribles que le sacudían el pecho.

Yo trataba de calmarlo, de calmarlo un poco con algunas buenas palabras; pero mis frases no hicieron en él un efecto parecido al de otros días. Al fin él se decidió a cortar bruscamente el curso de mis insinuaciones, mirándome de frente y diciendo con tranquila resolución:

— Ya que, según me ha parecido, usted tiene por mí algún cariño, ¿sería usted capaz de hacer en mi obsequio una cosa que podría sacarme de penas para siempre?

— Sí, yo haré todo lo posible...

— Pues bien, si usted me tiene alguna afección, ahora es el momento de probármelo haciéndome un servicio que constituirá la más grande alegría de mi existencia.

— ¿Qué sucede? — le pregunté con ansiedad.

— Es preciso que me ayude usted a morir.

— ¡A morir!... ¿Está usted loco?...

Yo comenzaba, en realidad, a creerle loco, sin comprender a donde había de venir a parar. Si su aire grave, su expresión sincera, su gesto decidido y su voz firme no me hubiesen convencido de que todo eso era serio, lo habría tomado por una farsa. Pero aquellas palabras no eran palabras en el aire, ni aquellas frases se parecían a las frases, que se pronuncian, sin reflexión, en los momentos de dolor... Era una proposición fría, que me dio miedo.

— Déjeme usted explicar — continuó al cabo de un segundo — cuál es mi resolución y cuáles son las causas que me obligan a tomarla; déjeme usted probarle que no tengo nada de loco. — No voy a contarle una vez más la historia singular de mi existencia, cuyos detalles tristes y vergonzosos le son bastante conocidos. Bien sabe usted también mi manera actual de vivir, y aunque sé de antemano las excusas que su bondad va a encontrar para defenderme, le aseguro que mi situación no tiene más que un remedio. Yo tengo la conciencia de vivir en este momento como un hombre sin honra. Durante mi niñez, pude, sin dificultad, encontrar razones para disculpar mi inercia y para no ponerme colorado ante mi pereza... ahora...

Ahora es diferente. La edad me ha abierto los ojos y comprendo que soy innoble y que no tengo bastante fuerza de voluntad par a dejar de serlo, lo cual es más innoble todavía... No me interrumpa, se lo ruego. Usted podría decirme aparentemente que todo eso no es culpa mía sino de mi deplorable educación y hasta asegurarme que aún puedo enmendarme. Pero eso no es cierto, amigo mío; todos mis propósitos son inútiles. Me conozco a fondo y sé que los límites de mi honradez son estrechos. Si continúo viviendo, llegaré a ser un canalla. No en vano corre por mis venas la sangre de un perdido y de una ramera! La influencia de la raza es fatal e ineludible; y no hay más que un medio para librarse de ella... Ese medio es el que me propongo emplear dentro de algunos minutos: la muerte.

Además, amigo mío, aun tengo otras razones menos refutables para decidirme. Estoy enamorado de una mujer, de una niña encantadora, y mi amor por ella es profundo, intenso. — He ahí una ocasión para enmendarse, — dirá usted, creyendo como muchos en las rehabilitaciones por medio del amor. Pero aun esa puerta está cerrada para mí. La niña a quien yo adoro no podr a corresponder nunca a mi amor. Siendo pura, siendo rica, siendo la hija querida de un matrimonio honrado, su mano no está al alcance de un bohemio, de un sin fortuna, de un bastardo, de un hijo de la casualidad y del vicio... Pero aun suponiendo que ella me amara, mi situación sería más terrible. ¿Usted no me comprende?... Será preciso, entonces, que se lo diga todo, que le hable como a un confesor. La sangre de mis padres no me trasmitió solamente el mal moral, sino el mal físico también.

— Sí, ya comprendo.

— Pues bien, déjeme usted acabar entonces. No habiendo tomado ningún remedio, las cosas siguen su curso y dentro de algunos años, dentro de algunos meses tal vez, mi cuerpo será presa de las últimas mordeduras del monstruo. Mis cabellos, mis dientes, mis miembros, todo se podrirá... Usted ve que no me exalto, que estoy calmado, que razono fríamente, que analizo sin apasionarme y que peso con exactitud los motivos de mi resolución.

Ahora respóndame usted con toda franqueza, como si se respondiese a usted mismo. ¿No es verdad que no tengo ningún motivo para vivir y que tengo, en cambio, una multitud par a morir? Confiéselo usted sinceramente: la única ruta por donde puedo salir de este laberinto, se llama suicidio. Un verdadero amigo no debe nunca engañar.

— Es verdad, le respondí, convencido por su acento y por sus pruebas; efectivamente, la muerte vale más. Yo no sabía todo eso y...

— ¿Entonces usted se decide a prestarme el servicio de que hace un momento le hablé?...

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por sus labios con un acento tan alegre, que me produjeron un frío extraño en las espaldas. Yo le había respondido en voz baja, sin pensar en las consecuencias de mi aprobación. Luego me arrepentí y mi arrepentimiento fue comprendido por su perspicacia.

— ¡Ah! — exclamó con tristeza — ¿ser a usted tan cobarde como yo?

— ¡Cobarde! ¿Por qué?... Le aseguro que no comprendo nada...

— ¿Usted no ha visto aún lo que mi situación reclama de su amistad? Acabo de decirle, sin embargo, que soy cobarde, y esa palabra debe explicarle la especie de favor que necesito... Estoy convencido de que la muerte es mi único recurso; estoy convencido de que es necesario suicidarme... Pero no me atrevo a hacerlo personalmente; tengo miedo, soy un cobarde, soy un miserable, se lo aseguro!...

— ¡Y bien! ¡y bien! — balbuceé temblando, después de entrever la verdad abominable... Usted querrá...

— Sí, me respondió con voz vibrante, sí, quiero que usted me suicide.

Y al mismo tiempo trató de meterme entre las manos un revólver cargado.

El pensamiento de un crimen parecido me horrorizó, y así se lo hice ver.

Entonces él se acercó de nuevo, lloroso y suplicante, diciéndome que todo estaba arreglado; que en el bolsillo de su gabán había una carta en la cual aseguraba haberse suicidado; que yo no debía inquietarme; que el valle estaba desierto; que yo debía ser piadoso; que durante toda su vida no había tenido más amigo que yo; que si le negaba aquel servicio inmenso, su único camino era el del crimen; que todo lo que le pasara sería culpa mía; que su dicha estaba en la muerte; que yo debía darle la limosna del suicidio; ¡que mi acción sería buena!... Y su acento era tan profundo, tan conmovedor, tan horrible, que su locura me cautivó... Mi atención iba creciendo a medida de sus palabras, y aunque defendiéndome con una mano cada momento más débil, lo escuchaba, le aprobaba y me persuadía poco a poco de que tenía razón.

Al mismo tiempo él redoblaba sus ruegos al mirar mi debilidad... Su voz tenía caricias desconocidas, súplicas irresistibles, algo, en fin, de femenino y de insinuante.

— ¿No es verdad que tú quieres salvarme? — díjome, por ultimo, al oído.

Y poniéndome de nuevo entre las manos el puño de su revólver, acercó la cabeza...

El cañón apuntaba justamente a su boca... Yo me sentí trastornado... Un grito de niño, un grito breve y agudo, salió de sus labios al mismo tiempo que mi dedo febril apretaba el gatillo haciéndol e saltar la tapa de los sesos...

Jean Richepin
















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