Rodrigo Rey Rosa

"En casa de Ignacio, Cayetano se encontraba más cómodo que en el apartamento de Clara. El cuarto que le asignaron era más amplio y tenía una ventana de buen tamaño que daba a un pequeño jardín. No había cámaras de seguridad ni sistema de micrófonos, y la sensación de amenaza en aquel barrio de clase media era prácticamente nula. Ignacio le había pedido que dejara de usar el arma (sólo cuando iban a ver a don Claudio le permitía llevarla) y trabajaba simplemente de chofer y mandadero.
Era una casa de un solo piso, con cuatro cuartos —todos llenos de libros, revistas, periódicos—, cocina y sala-comedor. Ignacio no tenía sirvientes, salvo una mujer que llegaba a hacer la limpieza y a lavar ropa una vez a la semana. Desayunaba tarde, cuando ya Cayetano había terminado de lavar el auto y volvía con la compra del mercado. Solía cenar en casa, e insistía en que Cayetano le acompañara a la mesa. Al principio, él se sentía un poco incómodo, consciente de sus modales rústicos, pero Ignacio no hacía caso de las protestas y al cabo de pocas semanas el modesto ritual de la preparación de la comida y la mesa compartida había comenzado a parecerle algo natural y aun placentero.
—Usted sabe, creo que ese gringo nos ha estado siguiendo.
—Anoche, sí. Yo también lo noté.
—¿Y al licenciado, también lo están investigando?
—¿A Robles? No ha servido para nada. También a su guarura lo han seguido.
Cayetano se rascó la cabeza.
—Lo vi esa noche, don Ignacio.
—Es posible equivocarse, con las cámaras. De todas formas —siguió poco después Ignacio—, hace como una semana que salió del país. Volvió a Ginebra. Mi viejo ha estado en contacto con él. Sería una locura, si lo que decís es cierto. Aunque sí creo que ha sido amante de mi hermana. Pero eso es otro asunto. Ahora está claro que la tienen secuestrada, pero no él.
Por la tarde, después del almuerzo en casa de don Claudio, padre e hijo redactaron un mensaje para enviarlo a la dirección de Internet indicada: «La mitad de la cifra ha sido obtenida mediante enormes esfuerzos. Para completarla harían falta años. Al recibir una muestra reciente del producto podemos proceder a la entrega».
La respuesta, enviada desde una Blackberry, no se hizo esperar: «Déjese de pendejadas, viejo cabrón —decía—. El producto se está deteriorando. Duplique esa mierda y téngala lista mañana por la tarde. Confirme a la siguiente dirección...».
Después de deliberar con el detective y con Ignacio, don Claudio escribió con cuatro dedos en su computadora: «Necesitamos prueba reciente antes de cerrar negocio». Envió el mensaje a la nueva dirección con un ansioso clic.
Mientras aguardaban la respuesta, McClosekey sacó de un portafolio de Lloyd’s unas fotografías, una barra de memoria y el resumen de su último informe, que puso en el escritorio.
—He podido averiguar un par de cosas —explicó—. ¿Cayetano está por aquí? Nos ayudó bastante, la imagen del mensajero. La matrícula del chaleco era auténtica. Logré entrevistarme con el dueño, un mensajero free lance. Recordaba bien haber llevado el sobre, me aseguró. Alguien lo contactó en la calle, cerca de un supermercado, para darle el encargo. La Torre, en Las Américas. Pues fui al supermercado y conseguí que me dejaran ver las tomas de seguridad del día diez, el día que llegó el sobre. Vean —empujó una foto al centro de la mesa; don Claudio estaba aturdido—. Aquí está él en su motocicleta, y —presentó otra foto— aquí está el otro, en el momento en que le entrega el sobre. No se le ve la cara, pero puede ser útil, para empezar.
El hombre de la foto, una mano tendida hacia el mensajero que recibía el sobre, era alto y gordo y tenía un corte de cabello militar.
—Tiene pinta de matón —dijo Ignacio—. Habría que enseñarle esto a Cayetano.
El detective no estaba de acuerdo.
—En su momento —dijo—. No quisiera alarmarlo. A él también lo estoy investigando.
—¿Y a mí no? —dijo Ignacio, como broma.
—No me ha dado razón —dijo McClosekey con buen humor.
Don Claudio tomó la foto, se quedó mirándola."

Rodrigo Rey Rosa
Los sordos



"En el otoño fueron a Andalucía, y se entusiasmaron tanto con lo que vieron allí del mundo musulmán que decidieron tomar el transbordador de Algeciras a Tánger. Aunque la ciudad en sí los decepcionó, a partir de ese viaje Juan Luis no dejó de pensar en volver, para pasar más tiempo. Entre otras cosas, decía, la vida era mucho más barata en Tánger que en Madrid, y podrían alquilar un piso menos apretado. Además, en Marruecos le sería mucho más fácil conseguir el cáñamo que se había acostumbrado a consumir a diario después de la amputación. Por otra parte, la semana que habían pasado allí escribió un cuento del que se sentía bastante orgulloso. Lo envió a la revista Bitzoc, de Mallorca, y el cuento fue publicado.
De modo que para el invierno, en vísperas de las navidades, regresaron a Tánger con la intención de establecerse allí algún tiempo. Tomaron en alquiler una casita con una pequeña huerta en Achakar, que está cerca del cabo Espartel, a unos doce kilómetros de Tánger.
Él sabía que Paul Bowles vivía en Tánger. En más de una ocasión lo acechó por los alrededores de la oficina de correos del Zoco de Fuera, y cuando lo vio por primera vez, dentro, cerca del departamento de apartados, lo reconoció enseguida; pero no se atrevió a abordarle sino que simplemente pasó a su lado casi rozándose con él; y fue como si una fuerza extraña le impidiese detenerse para hablarle y le hiciera seguir de largo para, una vez en la calle, alejarse de allí rápidamente, muy excitado, como si hubiese escapado por muy poco de un grave peligro.
Cuando tuviera algo sustancial, se armaría de valor para abordarle, se decía a sí mismo para justificar su timidez. Aunque la hospitalidad del maestro era proverbial, y a pesar de que Ana Lucía se había ofrecido varias veces a ir con él de visita al apartamento de Bowles, Juan Luis ni siquiera se había atrevido a enviarle una nota o una carta.
Así pasaron casi tres años, durante los cuales el costo de la vida en Tánger había ascendido tanto que los Luna —que todavía vivían plácida y holgadamente— comenzaban a pensar en regresar a Guatemala, y durante los cuales Juan Luis no llegó a escribir nada que le pareciese de suficiente valor para vencer el miedo y mostrárselo al gran escritor.
Habían hecho varios viajes largos al sur, habían conocido pueblos y ciudades desde Tizint hasta Figuig, desde Taza hasta Foum-el-Hassan. A él le parecía difícil creer que en tres años de vivir casi exclusivamente el uno para el otro no se hubiesen aburrido nunca, y en secreto atribuía este afortunado fenómeno al aire del país, que en él tenía el efecto de una droga, más que a sus propias virtudes o a las de su cónyuge."

Rodrigo Rey Rosa
Imitación de Guatemala


"Estacionó el Samurai a dos cuadras de la Casa, en una calle oscura donde los travestis solían cegar las cámaras de vigilancia; embadurnaban los lentes con lápiz de labios o los cubrían con harapos íntimos. Volvió a entrar en la Casa para recuperar la mochila. Se le ocurrió borrar cuantas huellas pudiera. Comenzó por la silla y la mesa del café, que roció con un líquido desinfectante de un bote atomizador, y luego las repasó con un trapo de cocina. Se dijo a sí mismo que alguien notaría la falta de polvo. Desistió de limpiar más. Subió al segundo piso. En el armario del corredor encontró, medio oculta debajo de unas cajas de cartón llenas de alambres, una computadora nueva y los controles de las cámaras. Decidió llevarse la computadora. Tomó la funda de la almohada de Polo para guardarla, mirando de soslayo la sábana donde estaba, destripado, uno de los escorpiones. Volvió a bajar al primer piso, recogió su mochila y, usando el trapo de cocina para no dejar más huellas, abrió la puerta de la calle y salió, sin molestarse en cerrarla. En una boca de alcantarilla cerca de donde lo esperaba el Samurai, dejó caer el trapo.
Condujo sin contratiempo hacia el sur de la ciudad, rumbo al Trébol. Abandonó el Samurai en la gasolinera Puma, que estaba cerrada a aquellas horas, y, con la mochila al hombro, siguió a pie. Había una luminosidad amarillenta en el cielo, hecha de una niebla muy tenue y el alumbrado público, que daba una luz enfermiza.
En el Trébol el aire olía mal y la gente no era amable. Porque, aunque fuera pasada ya la medianoche, había gente en las aceras de la calzada y debajo del puente del paso a desnivel. Y así, semejante a otros transeúntes de aspecto descuidado y pobre con los que se cruzaba, el Cobra entró aquella noche en una estrecha zona de realidad aparte incrustada en plena ciudad capital. Conocida como el Mercado del Ángel, en el margen circular de una de las hojas del Trébol, entre la Calzada Roosevelt y la Simón Bolívar, bajo un cielo ennegrecido por numerosos cables de alta tensión o de teléfono, se expande una red de puestos de venta y hoteles de paso de una gran densidad. Un área de unos cinco mil metros cuadrados, donde el alquiler es más caro que en cualquier otro lugar de la república —sin excepciones. Ahí tenía el Cobra una red de amigos. Ahí, por algún tiempo, se refugiaría.
Este es un mundo aparte —le había dicho alegremente la vieja amiga de su madre, quien lo introdujo en el mercado, recién llegado de El Salvador, durante su primer fin de semana franco."

Rodrigo Rey Rosa
El país de Toó



"La humanidad se ha hecho a base de violencia. Somos producto de las guerras."

Rodrigo Rey Rosa


“La Iglesia Católica tiene cientos de pleitos en todo el mundo de expropiación de tierras a indígenas y otras comunidades. En España parece que también hay litigios por tierras que no están registradas como es debido que están en manos de la Iglesia, pero alguna comunidad reclama.”

Rodrigo Rey Rosa


"La religión parece ser una necesidad humana, no es la que crea el conflicto sino sus administradores terrenales."

Rodrigo Rey Rosa


"La roca que se alzaba sobre ellos hacía pensar en la cabeza de un animal gigante, vista desde ahí abajo, comentó el comparador. Nadie ofreció a cambio ningún comentario. En la parte inferior de la roca había una pequeña cavidad (una boca semiabierta) y ahí los adoradores de Canjá habían quemado incontables veladoras cuyos restos (cera derretida y luego endurecida) hacían pensar en las babas del animal imaginario. Cuatro cavidades más en la cara de piedra sugerían ojos y narices asimétricos, y a derecha y a izquierda de los ojos se veían dos hendiduras que podían ser orejas o fosetas. Don Melchor, que ahora masticaba un pedazo de pan y se servía un poco de Pepsi-Cola, parecía que evitaba dirigir la mirada a la cara de la piedra que el comparador de religiones había decidido que era la cabeza de un reptil. Más adelante, se dijo a sí mismo, le haría algunas preguntas respecto de esa piedra y el fuego y las plumas, ¿de zopilote y de gallina?, esparcidas alrededor.
Miró a lo alto: el vértice de la roca piramidal en cuya cara opuesta estaban la rosa labrada y las palabras pintadas en azul; y luego bajó los ojos a la boca del cantil. Kan era serpiente en varias lenguas mayas. Y ja, o ha, ¿no quería decir agua o linaje en kaqchikel? Sintió con un estremecimiento placentero que estaba a punto de hacer un descubrimiento, por insignificante que fuera —algo que daría algún sentido a su trabajo de investigador.
A sus espaldas se oía el rumor del río, y el Arqui estaba dibujando en el suelo de tierra con cenizas espolvoreadas un estómago estilizado con su larga cola de intestinos. Dijo: ¿No tienen hambre?
Don Melchor seguía acuclillado junto a Julio, que había cerrado los ojos y parecía que dormía. Le tocó un hombro.
No te duermas.
No estoy dormido —dijo Julio entre dientes.
Don Melchor se apartó del grupo y se quedó de pie, de espaldas a ellos, mirando hacia el río. Cortó con el machete unas ramas con hojas pequeñas y alargadas de unos arbustos que crecían al borde del descanso y volvió al lado de Julio. ¿Había escupido sobre las ramas? Se puso a darle golpecitos, ni muy fuertes ni muy suaves, de la cabeza a los pies. Murmuraba entre dientes una especie de ensalmo. Julio tenía cerrados los ojos y no decía nada. Podría estar dormido, pensó el comparador.
Don Melchor cortó con el machete el lazo a media altura de la piedra por donde habían descendido. Tiró una vez del cabo atado a la raíz en lo alto de la piedra. Dijo unas palabras cuyo sentido, en ese momento, escapó al comparador: Para su después.
Enrolló cuidadosamente el mecate y volvió a guardarlo en la mochila.
Después de comer bananitos y tortillas, el Arqui miró a su padre, que se limpiaba las manos con una servilleta de papel, la que hizo una bolita."

Rodrigo Rey Rosa
Carta de un ateo guatemalteco al Santo Padre



"Los teósofos son inofensivos, no te preocupes. Nadie ha intentado, hasta ahora, convertirme. Si las absurdas creencias que propugna la doctrina ocultista no impiden a los adeptos conducirse con decencia y les sirven de consuelo, ¿qué de malo puede tener la teosofía? Hay varios indios en Adyar, pero los teósofos pueden venir de cualquier parte —ahora mismo residen aquí varios extranjeros: dos alemanes, dos eslovenos, cinco italianos, tres norteamericanos, una mexicana y un brasileño. La semana próxima vendrán algunos australianos y neozelandeses y una señora de Singapur. Mi interacción con ellos se limita a mi asistencia esporádica, en calidad de oyente, a unas charlas sobre el misticismo en lo que ellos llaman la «Escuela de la Sabiduría», fundada hace más de un siglo por la formidable madame Blavatsky. El maestro de la sabiduría es un joven australiano regordete y de ojos saltones con bastante oratoria y eventual inspiración. Si se pusiera pechos falsos y un poco de maquillaje, sería la viva imagen de madame Blavatsky. (Medio en broma, el otro día me dijo que yo podría ser la reencarnación de María Cruz.) Se dedica día tras día a predicar, con acopio de citas —desde el Kempis, Meister Eckhart y Ramón Llull hasta Aldous Huxley, pasando por san Juan de la Cruz, santa Teresa, Martin Buber y William Blake— a los conversos de Adyar."

Rodrigo Rey Rosa
El tren a Travancore



"Me prohíbo saber de la historia más de lo que va surgiendo mientras la escribo. Nunca hago un bosquejo previo, sobre la marcha me doy cuenta de lo que necesita la novela. Supongo que eso me pone en el lugar del lector.”

Rodrigo Rey Rosa


"Normalmente alterno un libro mío y uno traducido. Es muy útil para encontrar recursos. Respecto a la creación, sientes menos angustia pero puede ser un proceso más largo y complejo, sobre todo si respetas la obra que traduces."

Rodrigo Rey Rosa


"Una mañana paseaba yo sin rumbo cuando, de pronto, me di cuenta de que estaba casi frente a la puerta de la pensión Carlos. Oí un clic metálico (un sonido que tal vez a algunos de ustedes un día les será familiar: el golpeteo de un bastón en el piso de cemento) y luego lo vi al viejo, el viejo Blanco, aquel gordo del aeropuerto que ahora no me pareció ni tan viejo ni tan gordo. Nos cruzamos en la acera, pero apenas intercambiamos una mirada sin saludarnos. Era muy alto y desgarbado.
Seguí andando unos pasos. Para él yo era un perfecto extraño. ¿Pero era él en realidad? Lo dudé. Me detuve; tenía que hablarle. Para comenzar, contaba con el pretexto de los libros. Me di la vuelta, iba a decirle algo, pero la calle no era un buen sitio para una conversación como la que yo quería tener, y en lugar de abordarlo toqué el timbre de la pensión.
Saqué una tarjeta, escribí mi número de teléfono y la firmé. La muchacha de la limpieza abrió la puerta. Le pedí que entregara la tarjeta al señor Blanco y ella la recibió con un gruñido.
Salí a la calle y todavía alcancé a verle doblar la esquina. En lugar de seguirlo, continué mi paseo al azar, pero en un estado mental incomparable con el de relativa tranquilidad anterior a aquel encuentro fortuito.
Creo que era lunes, pero como no había lectura abrí la librería a eso de las tres.
El fue el primer cliente en entrar. Me dio las buenas tardes.
—¿Señor Blanco? ¿Recibió mi mensaje?
Se acercó a la caja con parsimonia.
—Soy Otto Blanco, sí. Pero no recibí ningún mensaje —se sonrió.
Le dije mi nombre y nos dimos la mano.
—Hace unas horas dejé mi tarjeta en su pensión.
—-Ah —dijo con semblante preocupado—. ¿Tiene que ver con Ana?
«Ana —pensé—. Entonces, no me mintió».
—No se preocupe, pero sí. —Hice un gesto que supongo que habrá parecido incoherente, no sé; fue algo inesperado e involuntario. Me reí—. Tiene que ver con ella. Entiendo que… es su esposa?
Arrugó el ceño.
—¿Eso le dijo ella?
Después de un instante incómodo, sonreímos los dos.
«Entonces ¿fue Ahmed quien mintió?», me pregunté.
—¿Hablamos de la misma persona? ¿Ana Bruguera?
—Sí, señor —contestó—. Ana Severina Bruguera Blanco.
—Me dijo que vivía con su padre. Pero, señor Blanco, disculpe, no quiero entrometerme.
—Soy el padre de su madre, o sea —aclaró—, su abuelo. Pero en realidad he sido su padre, sin duda. Y…
Otro silencio incómodo.
—Se trata de unos libros robados, ¿cierto?
Un momento más tarde yo estaba enseñándole la larga lista de libros que había pegado a la columna al lado de la caja registradora. Se puso a leerla con detenimiento, con una expresión satisfecha, los ojos acuosos de pronto muy bien enfocados.
—Todos esos libros los hemos leído juntos —dijo al terminar, y se volvió hacia mí—. No sabía de dónde provenían. Lo siento. No me lo cuenta todo, ¿sabe?
—Es su nieta, dice. —No podía creerlo, pero era lo que más quería creer.
—¿No va tecirme cuánto le tebemos? —de pronto su acento me pareció extrañísimo. Asiático, o tal vez centroeuropeo, pensé. Era como si durante un momento el soporte nervioso de su español se hubiera relajado.
—No es de eso de lo que quería hablarle. La verdad es que me gustaría volver a ver a Ana.
Tragó saliva y parpadeó.
—¿Y por qué querría usted verla?
La pregunta me hizo sentir como un colegial. No iba a decirle que estaba enamorado. No atiné a decir nada.
—No es usted el primer librero que se enamora de ella —dijo el viejo—. Si se arrepiente, mándeme la cuenta a la pensión.
—¿Está usted muy ocupado?
Me miró sin expresión.
—¿Yo? Soy prácticamente un vago. No, no tengo nada que hacer en absoluto.
Lo invité a tomar algo en el café de la esquina.
—Como ve, no hay clientes. Cierro el negocio un momento y ya está. Yo también —reconocí— soy prácticamente un vago.
Anduvimos en silencio hasta el café. El aspecto del señor Blanco ahora me pareció casi contrario al de la primera vez. Era un tipo robusto, de frente muy ancha, y tenía la tez quemada por el sol, aunque la piel de sus manos era pálida. Pedimos té negro con limón los dos.
—Tengo que comenzar diciéndole que somos personas comunes y corrientes, como cabe sospechar. Yo tengo mis ideas, y ella me sigue en eso pero, claro, a su manera. Siempre viví de los libros, y mi padre y mi abuelo, cada uno a su manera, vivieron también exclusivamente de los libros, de toda clase de libros. No hablo en sentido figurado, subsistimos sólo gracias a los libros —me dijo, y luego guardó silencio.
—Mi caso es muy diferente. Ni mis padres ni mis abuelos fueron amigos de los libros. La única que leía en casa era mi madre.
Ahora yo me sentía como un neófito que de pronto encuentra al maestro necesario, una conexión directa con la fuente de la sabiduría."

Rodrigo Rey Rosa
Severina






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