Friedrich Torberg

"Así pues, no me ahorraba tener que comunicar mi decisión palabra por palabra, tener que decidir explícitamente entre el suicidio o morir a palos: ¡mi elección! Me quedé trabado en esa idea: ¡mi elección! No conseguía librarme de esa burla funesta: que aquel callejón sin salida desembocaba en mi elección.
Intenté desesperadamente recordar la noche en que murió Landauer y las palabras de Aschkenasy, intenté desesperadamente imaginar qué tenía que hacer según esas palabras, qué haría Aschkenasy en mi lugar… Bueno, tal vez él sería capaz de presentarse ante Wagenseil y decirle: «Sí, señor, ha entendido bien. Sí, señor, ¡tienen que ocuparse de mí para que luego muera en el barracón de los judíos!». Él, el aspirante a rabino Joseph Aschkenasy, él, si consideraba su mensaje lo bastante importante, él habría sido capaz. Yo, no. Hasta tal punto me tenía Wagenseil a su merced, hasta tal punto. Aunque no había adivinado que yo no había aullado de miedo, sino de rabia; aunque yo no hubiera vuelto a aullar una segunda vez (solo vomité un poco de comida que había picoteado en una distracción febril); aunque no volviera a aullar nunca más delante de él, ni a mendigar ni a implorar: mientras no pudiera tomar la decisión que me exigía, me tenía a su merced. Tal vez Aschkenasy habría tenido el valor. Yo, no.
Aquello era una confesión vergonzosa y me arrebató el último apoyo, la última confianza en mí mismo que tanto habría necesitado para lo que se avecinaba. Me corroía y me devoraba, me obligaba a buscar motivos que parecieran menos vergonzosos, explicaciones que me justificaran ante Aschkenasy. Pero solo existía una justificación, si es que la había: que mi mensaje no era tan importante como había creído al principio. Y no era tan importante si Aschkenasy –recuerdo muy claramente la breve, vertiginosa sensación de mareo que me embargó–, si Aschkenasy no tenía razón con su fe en la venganza divina.
Lo recuerdo muy claramente porque en ese mismo instante entraron dos hombres de la SA que venían a buscarme, y porque lo encaré de manera radicalmente distinta. Unos minutos antes, probablemente solo habría pensado una cosa: que había llegado el final; y probablemente solo habría considerado una cosa: qué le contestaría a Wagenseil cuando me preguntara por mi decisión. Pero entonces, aunque era consciente de que había llegado el final y tenía que tomar una decisión; «final» y «decisión» adquirieron otro significado: la decisión que me incumbía apuntaba a si Aschkenasy tenía razón o no, y esa decisión era lo que me inquietaba al pensar en el «final». «Final» tenía dos significados, «decisión» tenía dos significados, todo se desarrollaba en una duplicidad singular, una cosa junto a la otra… Pero se equivocaría usted si supusiera que me encontraba en un estado de aturdimiento, o incluso de enajenación, similar al que a veces abraza compasivamente la conciencia humana ante la supremacía del horror."

Friedrich Torberg es el seudónimo de Friedrich Ephraim Kantor
Mía es la venganza



"Estamos ya en el lugar de veraneo y no en uno cualquiera, sino en el clásico lugar de veraneo de la vieja Austria, Ischl. Lo que le dio esa categoría ya lo sabemos; cuándo ocurrió, es decir, cuándo Ischl fue elegido por el emperador Francisco José como residencia de verano, podrán averiguarlo los curiosos en las obras de consulta, que también les dirán desde cuándo Ischl se escribe "Bad Ischl". Y lo cierto es que sólo se hace al escribir. Al hablar se dice Ischl, y con razón. Porque Ischl, a diferencia por ejemplo de Bad Nauheim, que jamás nadie ha llamado "Nauheim", no necesita del Bad* y tampoco lo ha necesitado jamás para alcanzar renombre y atractivo. De ello se cuidaba la corte imperial y una burguesía fiel al emperador que no deseaba nada más hermoso que compartir el lugar de veraneo con su querido monarca, y que todos los años llegaba en tropel de todas las provincias del imperio de los Habsburgo, pero sobre todo de la ciudad capital y residencial de Viena, para dar cumplimiento a este anhelo de su corazón (que hoy más bien se consideraría sin piedad un "símbolo de estatus"). Los que se lo podían permitir tenían en Ischl una casa de verano. Los que querían imitarlos durante unos meses alquilaban una (o al menos un piso en una de ellas). Pero también se vivía, cosa que a algunos hasta les parecería más noble, en hoteles o en casas particulares, siempre y cuando dispusieran del balcón típico de la arquitectura de Ischl, desde el que podían contemplarse los festivales de trajes típicos, los desfiles del día del cumpleaños del emperador, los grandes fuegos artificiales la noche anterior y tal vez tenía uno suerte y hasta veía al emperador en persona. Por eso se iba a veranear a Ischl y no por los baños de barro o por las aguas medicinales."

Friedrich Torberg
La tía Jolesch, o la decadencia de Occidente en anécdotas


“Y mientras uno solo de nosotros base sus esperanzas en ese a lo mejor, mientras haya uno que crea que pasará alguna otra cosa antes de que lo alcance el destino que ya ha alcanzado a otros, mientras alguien aún tenga la esperanza de que les tocará a todos, pero a él no; mientras tanto, nos seguirá tocando a todos.”

Friedrich Torberg




















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