Jean-Christophe Rufin

"Alix había tomado parte importante en esta tarea. En un país en el que se confinaba a las mujeres en el harén, gozaba del privilegio de moverse libremente por doquier y tenía su casa abierta a todos.
Poco después de su llegada a Ispahán había traído al mundo a una hija, pero el embarazo no parecía haberla afectado. Conservaba la misma silueta atractiva de los veinte años, los mismos ojos de un límpido azul. Exhibía idéntica elegancia cuando lucía tenues velos, al estilo oriental, que cuando llevaba vestidos europeos, con miriñaque, según los dictados de la moda. Por lo demás, casi siempre vestía con sencillez un atuendo de caza –chaqueta corta, botas y calzones de terciopelo– con el que montaba a caballo como un hombre.
En aquel país en que todas las monedas de oro del mundo, ducados, táleros, escudos, se fundían en las fronteras para acuñarlas con la efigie del rey de Persia, la casa de Alix era la sede de una alquimia contraria: el oro se disolvía apenas entraba para transformarse en exquisitos manjares, vajillas preciosas, fiestas y fuegos artificiales. Nada podía predisponer mejor a los persas en favor de Alix y Jean-Baptiste que verles vivir en armonía con aquel país que se hallaba en el apogeo de su refinamiento, al que se amenazaba por todas partes y que parecía extraer de su progresiva decadencia el acicate para disfrutar de los placeres del momento.
Esta existencia serena se vio brutalmente conmocionada por un lance imprevisto. A la muerte de Luis XIV, todo Ispahán quedó estupefacto al saber que el regente de Francia en persona mantenía correspondencia con Jean-Baptiste Poncet. El embajador lo había descubierto al abrir –cual si se hubiera arrogado este derecho– el correo oficial destinado a sus administrados. De este modo se supo que Poncet era invitado a acudir a Versalles para conversar con el regente acerca de Abisinia, donde antaño fuera embajador. Cuando Poncet regresó de aquella misión, veinte años atrás, el que a la sazón no era más que duque de Chartres no tuvo tiempo de encontrarse con él, mas le habían entusiasmado sus Memorias. Los persas sintieron una viva curiosidad al saber que aquel boticario que tan familiar les resultaba había penetrado hasta el corazón de un reino fabuloso de África, y que a continuación se había entrevistado con Luis XIV. Les enorgullecía además que Poncet, pudiendo establecer comparaciones, hubiese optado finalmente por Ispahán entre todos los destinos posibles.
En cuanto a la colonia franca, al fin descubrió la relación entre el Poncet de Persia y el hombre que veinte años atrás había ultrajado al cuerpo diplomático al raptar a la hija del cónsul de Francia en El Cairo. Afortunadamente el delito era antiguo, y por otra parte el señor De Maillet, que era quien había sufrido el perjuicio, ya no se ocupaba de los asuntos exteriores; algunos años después del enojoso rapto de su hija, el cónsul de Francia en El Cairo había publicado un libro de filosofía, extraño, incomprensible para las gentes razonables y que las autoridades eclesiásticas encontraron tan escandaloso que se apresuraron a condenarlo formalmente. Desde que el rey le revocase el cargo, nadie sabía qué había sido del pobre hombre, ni siquiera si seguía con vida."

Jean-Christophe Rufin
El cerco de Ispahán


"El ascensor era un montacargas provisto de una reja corredera. Paul la corrió ruidosamente a un lado. Después de todo, de noche estaba solo en el edificio. Tenía todo el derecho de demostrar su mal humor. Archie había hecho que lo condujeran al JFK con su automóvil. Pero después de atrapar el último vuelo y de volver en taxi, llegaba a su casa a las dos de la mañana.
Paul dejó que la puerta de entrada se cerrara sola. Sin encender la luz, fue a tumbarse en un viejo sillón de cuero. Los grandes ventanales, de seis metros hasta el techo, brillaban con todas las luces de la ciudad. Todavía hacía calor. Los cristales de la parte superior estaban abiertos. Por ellos entraba el rumor en sordina, como el de una concha marina, de la megalópolis, los ruidos apagados del tráfico nocturno. Lejos, en el límite de la percepción, ascendía el mugido en dos tonos de una ambulancia.
Hacía menos de un día que se había marchado de allí, pero bastaba para que se sintiera extraño en su casa. La vana e irresistible histeria del mundo secreto del que Archie era el símbolo vivo, había vuelto a apoderarse de él. Se lo reprochó a sí mismo.
El antiguo taller que le servía de apartamento estaba formado por un único espacio sin tabiques, cortado por una galería en mezzanine.
Un enorme frigorífico con puerta de vidrio estaba instalado abajo, en medio de la estancia. Sacó de él una lata de Coca. Todavía sin encender la luz, dio una vuelta por aquel universo familiar. La mesa de ping pong, los sacos de boxeo, libros metidos en cajas, dos televisores colocados el uno encima del otro que veía siempre simultáneamente. Y en un rincón, para ocultar los aseos que no estaban aislados del resto del espacio habitable, el piano, que no tocaba nunca salvo durante los ocho días que precedían a cada uno de sus viajes a Portland para visitar a su madre. Ella le había enseñado a tocar, desde que él tenía cuatro años. Nunca se decidió a confesarle que había abandonado el instrumento al que ella había consagrado su vida.
Paul siempre se preguntaba si fue la muerte de su padre lo que le indujo a alistarse en el ejército. La razón profunda también había podido ser su deseo de escapar para siempre de las clases de piano... Durante mucho tiempo aborreció la música. Por fortuna, descubrió la trompeta, y todo cambió.
Atravesó la estancia y fue a buscar el instrumento en el alféizar de la ventana. Era más fuerte que él: sonreía en cuanto le ponía las manos encima. Acarició los pistones, y sopló maquinalmente la boquilla. Luego se la llevó a los labios y formó una escala ascendente, progresivamente más fuerte. Dio la última nota a todo pulmón. Debían de oírlo desde el otro lado del parque situado frente al edificio. Había escogido el lugar con ese único criterio. Se reía del espacio y de la comodidad. Sólo quería poder tocar la trompeta a cualquier hora del día o de la noche.
Repitió dos o tres notas agudas. Después, se deslizó a través de una frase de Dixieland que adoraba, una vieja melodía de Nueva Orleans de los años veinte. Tocó durante media hora y se detuvo con la frente perlada de sudor, los labios ardientes y lágrimas de felicidad en los ojos. Ahora se sentía con ánimos para encender la luz. Accionó el interruptor general. Los plafones del techo se iluminaron, los dos televisores y la radio se pusieron en marcha. Todo un revoltijo de ropa deportiva, zapatos desparejados, bicicletas desmontadas, apareció en las cuatro esquinas del loft.
Paul encendió el contestador y se desvistió para darse una ducha. Había una treintena de mensajes. Nunca daba a nadie su número de móvil. Quienes querían contactar con él lo llamaban a su casa. Dos amigos le proponían hacer jogging; una pareja de conocidos lo invitaba a un cumpleaños; un socio de la clínica se inquietaba por el presupuesto del año próximo (era de antes de la visita de Archie); Marjorie pensaba en él; el director de su banco le advertía de un descubierto; Claudia pensaba en él; cuatro colegas celebraban el nombramiento de uno de ellos para un cargo de profesor; Michelle pensaba en él...
Con una toalla enrollada en la cintura, fue a apagar el contestador.
Volvió a tener una sensación olvidada de su anterior vida como agente de información: una especie de higiene, un decapado, como la ducha. La urgencia y el secreto actuaban como auténticos detergentes. Cuando la mente es arrastrada hacia el exterior, hacia la acción, todo lo no esencial desaparece instantáneamente. Las amistades recuperan su posición relativa. Los problemas también, felizmente. En cuanto a Marjorie, Claudia y Michelle, ya se habían alejado a toda velocidad, como pasajeros caídos de un paquebote en alta mar. La experiencia era estremecedora y dura. Era a la vez la prueba de la libertad y la del vacío."

Jean-Christophe Rufin
El perfume de Adán



"Fundé Médicos Sin Fronteras por un imperativo moral: la responsabilidad personal de cambiar determinadas situaciones. Cuando fuimos a Afganistán, todos habíamos tomado la decisión de auxiliar a la población, asumiendo todos los riesgos por un principio humanitario. Esa responsabilidad sigue vigente hoy para quienquiera que decida asumirla."

Jean-Christophe Rufin




"Hace unas semanas recorrí algunos de los países europeos que acaparan menos titulares, como Austria o Hungría, y lo plasmé en unos artículos para el periódico Match. Me interesaba profundizar en esa Europa menos conocida. Soy muy consciente de las tensiones a las que nos enfrentamos, desde el Brexit al surgimiento de políticas antieuropeas en países como la propia Hungría, pero no es eso lo que yo he visto. En la mayoría de los casos los extremistas no tienen posibilidades. Mientras las naciones que han vertebrado históricamente el destino del Viejo Continente, como Francia, Alemania o los países mediterráneos, mantengan su determinación integradora, ésa será la fuerza motriz de la región. Los nacionalismos populistas no son una amenaza a ignorar, pero en realidad no proponen nada. Los lazos unitarios son mucho más fuertes. Soy optimista sobre el futuro mundial a medio plazo, aunque no esté de moda."

Jean-Christophe Rufin



“La UE vive una adolescencia tormentosa.”

Jean-Christophe Rufin



"No debemos sobreestimar el clamor popular, porque éste no está de un solo lado. Está el solidario, pero también el demagógico: la opinión pública puede ser moldeada por agentes populistas como los que han llevado a Trump al poder. Reducir la cuestión a una guerra dialéctica entre la derecha y la izquierda es peligroso. Ese teatro es justo lo que desean los extremistas en Francia. El camino es actuar conforme a los acuerdos humanitarios internacionales."

Jean-Christophe Rufin



"No es lo mismo informarse sobre una realidad desde una habitación que vivirla: hay que abrir las puertas y salir. No podemos comprenderla si no la hemos vivido."

Jean-Christophe Rufin



"Villegagnon vio en estas medidas una intromisión en su autoridad pero también un refuerzo que le permitiría contar con la obediencia de los protestantes. Y, por fin, con tal de obtener el compromiso de reducir y moderar las prédicas, lo aceptó todo.
Como eran los más benditos, forzosamente tenían que ser los más elegantes. Los dos primeros novios, vestidos por el sastre, habían sido elegidos deprisa por Villegagnon. Él mismo había escogido a los galardonados, de quienes conocía virtudes cuando no cualidades. Su elección había recaído en dos de sus lacayos no demasiado ladrones, un picardo y un provenzal, nacidos sin demasiado cerebro y groseros, pero trabajadores y de talante constante. Las jóvenes elegidas compensaron la ligera aversión que les provocó la decisión con el orgullo de ser las primeras en recibir el sacramento.
El día fijado, la ceremonia se efectuó en la explanada habitual. Para que todo el mundo pudiese impregnarse del ejemplo, hasta el punto de querer imitarlo pronto, Villegagnon había ordenado erigir un pequeño escenario con madero de cocotero, donde tendría lugar la celebración. No se toleraría que nadie faltara al acontecimiento. Se llamó en especial a los esclavos indios, hombres y mujeres. El almirante los instaló en primera fila. Así, ningún obstáculo les privaría de aquel espectáculo que tenía que llegarles al alma. Las jóvenes entraron del brazo de dos protestantes elegidos entre los más ancianos y que habrían podido ser sus padres. No se había producido cambio alguno en su riguroso vestido negro pero, quizá para señalar el resentimiento que sentían, habían dado rienda suelta a una audaz fantasía en su peinado. Es decir, se habían enrollado las trenzas en las sienes y habían recurrido, no sin temor a alguna amonestación de última hora, al uso impúdico de peinetas de marfil. Situadas junto a sus prometidos, se embellecieron con un color natural muy favorecedor, y como los dos bribones, cuyo único vicio había sido la bebida cuando la había, palidecieron, unos y otras ofrecieron al público conmovido un tono de mejillas casi igual, como de lechoncitos.
Pero esta armonía, destacada por la elevación de la escena, escondía unos movimientos inquietos en el público y los bastidores. Un juego de miradas sutil unía a tres personajes que, sin embargo, estaban separados. Aude estaba situada con pudor en la parte inferior del escenario, entre las siguientes candidatas a una licitación masculina. Mantenía los ojos en el suelo, al contrario que las gansas de sus vecinas, embriagadas por las miradas taladrantes que les lanzaban los colonos ansiosos. Pero, de vez en cuando, como había localizado a Just en la segunda fila, a la izquierda, le dirigía un fogonazo único, a la vez doloroso, modesto y lascivo. Just vacilaba entre una actitud noble y natural en él, la de mirada vaga mientras consideraba en el espacio ideas cuya existencia le había demostrado Villegagnon y otra muy diferente, la de una observación disimulada, inquieta y ávida de aquella a quien deseaba. Y se preguntaba qué extraña debilidad de carácter, en cuanto obtenía respuesta de los ojos que buscaba, le obligaba a volverse con fuerza irreprimible hacia el espectáculo desolador de las pastoras vírgenes y sus cerditos.
Colombe, por otro lado, podía observar al mismo tiempo a Just y a la joven protestante. Lo percibió todo: la inquietud que sentía Just, el interés que ella tenía en responder a sus miradas, el esfuerzo que ambos hacían para no dejar traslucir nada. Al principio se divirtió con este flirteo. Era la primera vez que veía a Just abandonar la casta reserva caballeresca que predicaba con el ejemplo. Pero el comportamiento de la protestante le desagradó."

Jean-Christophe Rufin
Rojo Brasil



"Y sin más dilación, empezó a contar con toda suerte de detalles cómo se había embarcado en una galera griega después de abandonar Roma, ya que su intención era ganar Levante sin necesidad de recurrir a un barco italiano. Sin embargo, una vez a bordo, descubrió aterrorizado la incompetencia del capitán y de la tripulación. Para colmo el barco encalló en un banco de arena frente a la costa de Chipre. Al darse cuenta de que el naufragio era inminente, el jesuita mandó echar un bote al agua y se embarcó con algunos marineros. La corriente lo arrastró hasta una costa escarpada batida por el oleaje, dio contra las rocas y se lo tragaron las olas. Durante un instante, el padre Versau tuvo el pesar de no tener una sepultura en tierra firme, una contingencia que, como todos saben, hace más incierta la resurrección entre los muertos el día del juicio final. Pero resolvió dejar el problema en manos de Dios, al igual que su vida y el destino de su orden, y pereció. Su último recuerdo fue su muerte en un agua fría, agitada por enormes olas negruzcas. Y el siguiente su despertar tendido en la arena de una pequeña cala, aferrado a un gran madero. Estaba tan solo, tan desnudo, tan asustado y tan muerto de frío como Adán el día de la Creación. Pero Dios no lo había abandonado. La orilla estaba poblada por pescadores que lo vistieron como pudieron, y dos días más tarde lo embarcaron con ellos hasta las costas de Egipto, donde iban a echar sus redes. Finalmente lo desembarcaron en una playa próxima a Alejandría, según su deseo. Como había entrado en territorio turco sin salvoconducto, el padre Versau prefirió evitar la gran ciudad y dio un rodeo por el desierto con el propósito de alcanzar el Nilo, adentrándose ligeramente en el interior. Además tuvo la audacia de negociar su pasaje hasta El Cairo con unos marineros, a sabiendas de que no tenía ni un céntimo."

Jean-Christophe Rufin
El abisinio











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