José Vicente Torrente

"A legua y media pasada de Aguas, por un camino que primero apunta al norte y luego al noroeste y discurre entre el río Calcón y el barranco Cumbrados cuyos nacimientos deja bastante atrás, se llega al santuario de San Cosme y San Damián que raya sobre poco más o menos en los novecientos metros de altura. San Cosme y San Damián, como dice la coplilla que recitan niños y mayores, “debajo de una peña están”. Lo que ya no resulta exacto es que uno coma queso y el otro coma pan, según termina la coplilla en cuestión. San Cosme y San Damián están debajo de una peña inmensa; en rigor se refugian dentro de una gran cueva muy cerca de la cual nace una clara vena de agua que los fieles han bautizado con el poético nombre de Fuente Gloriosa. La peña de San Cosme y San Damián, los celestiales médicos que vieron la luz en la Arabia y ganaron un puesto en el canon de la santa misa, está horadada en el corazón de la serranía y vigilada por las cotas más empinadas, alguna de las cuales pasa de los dos mil metros.
De Aguas a la villa de Angüés, bordeada por la gran arteria que es la carretera nacional 240, hay cosa de tres leguas de andar llevadero pues la vía abunda en la querencia de ceder altura. Entre Aguas y la villa de Angüés quedan Labata a la izquierda del que camina, Sieso a la derecha, Casbas a la izquierda y Junzano a la misma mano si bien más apartado del camino que los anteriores. Labata, Sieso, Casbas y Junzano son pueblos de más vino y aceite que trigo. Sieso llaman los anatómicos a la parte inferior del recto y por Sieso tienen los andaluces la falta de gracia.
Casbas es nombre que recuerda la kasbah, alcazaba o fortificación de los árabes. En Casbas, en un monasterio fundado hacia 1172 por la condesa Áurea de Pallars, las monjas del Císter no han dejado de rezar en los últimos ochocientos años. El monasterio fue casa de Dios y plaza fuerte dispuesta a resistir las algaradas moras. Los años, que no se van de vacío, lleváronse las murallas y recebaron con ladrillo las caries abiertas en la piedra curada que la intemperie coloreó de miel.
La iglesia alzada en el siglo XII tiene la impronta que a sus edificaciones dio la orden del Císter, poco aficionada a adornos y zarandajas y consta de una nave central concebida con generosidad pensando en los fieles y en el culto, el crucero correspondiente y para rematar la cabecera un trío de ábsides. Dentro de la iglesia hay una buena sillería de coro, obra de comienzos del XVI debida a la imaginación del zaragozano Juan Bierto. De buena factura son asimismo el altar mayor, la predela del siglo XV que un espíritu bien intencionado pero poco conocedor de los estilos añadió en su día a un altar barroco consagrado a la Virgen de la Gloria y el claustro que por ser de clausura está fuera de contemplación. La portada del templo la forman once arcos que se abocinan y ensamblan con molduras de simple trazo en las archivoltas.
Angüés es villa cargada de historia, que perteneció al señorío de los Lizana, familia cuyos orígenes se pierden en la niebla de los tiempos medievales y cuyo poder y fuerza dejaron de obrar por falta de hombres a la hora de cambiar los señoríos por baronías y condados. Los varones de esta casa antes de desaparecer figuraron en sucesos tan nombrados como la batalla del Alcoraz que dio Huesca a los cristianos, los pleitos del rey monje Ramiro y el sereno afianzamiento de Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona y rey de Aragón. Ni siquiera se olvidaron los Lizana de prestar una cabeza para el mejor ornato de la tan traída y llevada campana de Huesca.
En Angüés hay una plaza, la mayor, que tiene fuerza y empaque. De un lado la limita la iglesia en la que llama la atención un bien plantado campanil rematado por un mirador con torretas en los ángulos. Frente a la iglesia ocupa la otra esquina del rectángulo, un edificio también en noble piedra que hizo las veces de cárcel y lugar de reunión consistorial. Toda una cara de la plaza se la lleva el solar de los Sanz, inmensa casona blasonada cuyos sillares se llagan con pegotes de ladrillo que dicen bien a las claras lo que va de ayer a hoy, y por fin frente a casa de Sanz el cerco se cierra con un lienzo de casas de labranza."

José Vicente Torrente Secorún
El país de García




"Aquella función se repetía todos los días. Doña Juana dejaba la cama unos instantes. Encendía el fuego; colocaba los cacharros con los comistrajos de los animales sobre la lumbre, y volvía a acostarse segura de que mosén Julio haría el resto.
El cura se afanó en la tarea que le encomendaban. En los breves descansos repasaba el breviario. Cuando todo estuvo cocido, distribuyó ollas y cacharros al amor del rescoldo, se despidió de la tía y se encaminó a la iglesia. El sacristán hacía sonar el primer toque. Mosén Julio terminó los rezos matinales y comenzó la preparación para la misa. Se sentía débil y desfallecido, pero tal estado venía a ser habitual y no le concedió mayor importancia. En el canon invirtió cerca de media hora. Las misas de mosén Julio eran muy largas. Y lo justificaba ante su conciencia pensando que se trataba de la única preparación a bien morir de que podía disponer sin molestar constantemente al cura del vecino pueblo.
Administró la media docena de comuniones de rigor a otras tantas viejas beatas. De nuevo en la Sacristía se entretuvo cosa de un cuarto de hora con los rezos de costumbre y regresó a la Rectoría.
Doña Juana seguía en la cama. Tan pronto sintió los pasos del cura gritó:
—¡Julio, hijo! ¡Da de comer a los animalitos!... Yo no estoy para nada... Para nada. Este lumbago me tiene martirizada.
Sobre la mesa podían contemplarse restos del desayuno consumido por doña Juana. La casera, como siempre, no se había preocupado de dejar algo preparado para mosén Julio.
—Descuide, tía —respondió el cura.
—¡Hazlo ahora, Julio que los animales no admiten espera!
Mosén Julio, todavía en ayunas, cumplió lo que se le encomendaba.
Durante un buen rato anduvo de la cocina al corral o al patio, y sólo cuando sintió que sus fuerzas llegaban al límite, comenzó a preocuparse del propio desayuno.
—¿No ha quedado leche, tía? —preguntó desde la cocina.
—¡Ay, Julio, qué cabeza la mía! ¡Pues no les he dado a los mininos la que sobró!
—Otra vez será —sentenció el cura.
Arrimó al fuego una vieja cafetera en la que bailaba un mango de madera negra bastante averiado. Cuando el recuelo estuvo caliente, buscó azúcar, y como el azucarero no la tenía, bebió el agua chirle, ayudando al mal trago con un pedazo de pan duro. Acto seguido se acercó a la puerta del dormitorio de la casera y se despidió:
—Estaré en el despacho trabajando un poco.
—¡Julio, Julio! ¡Te matarás trabajando! —rezongó la atrabiliaria vieja—. Descansa un poco, hombre. Hazlo por mí. Por tu tía Juana...
Pero mosén Julio ya no oía nada. Parapetado en una ajada mesa de despacho, que en sus buenos días debió de contar con un rectángulo de badana, hoy desgarrado como un inmenso archipiélago de detritos de piel, mosén Julio preparaba el sermón para el próximo domingo.
Mosén Julio solía escribir con un lápiz cuyo extremo mordisqueaba en busca de inspiración. Hacía varios días que se le hacía difícil trabajar. Le preocupaba la noticia que le diera don Antonio Jiménez del proyecto de, la boda entre don Heriberto y Flora Rivares. Aquel matrimonio era ya del dominio público. Andaba poco menos que en coplas de romance. Y precisamente aquella misma mañana don Heriberto había anunciado su visita, sin duda alguna con ánimo de arreglar los papeles del casamiento.
Don Antonio, tras la primera discusión, rehuía el tema de la boda de su hermano. En compensación, todo el pueblo volcaba su mordacidad con ese empeño que ponen en apurar los escándalos, los lugares donde no ocurren muchas cosas dignas de mención."

José Vicente Torrente
El becerro de oro



“El burro es el animal más serio de la creación y la seriedad es la dicha de los imbéciles.”

José Vicente Torrente



"El Coronel y el Teniente, mientras ultimaban el negocio, semejaban dos tiburones silenciosos que rondan la presa antes de mellarla a bocados mortales. El Coronel y el Teniente se entendían, que para eso eran cuñados y de la misma cuerda. El Coronel y el Teniente, al despedirse, sacaron a relucir el gesto de dos prácticos que, a ojo de buen cubero, le tomasen la medida del ataúd al Cabo Margarito Céspedes.
A Evangelino Cerezo, barbero, natural de Tabernas del Isuela, provincia de Huesca, y monopolista de los mensajes del Ángel Exterminador, le dio un cólico hepático a consecuencias del disgusto que le proporcionara la entrevista con el Licenciado Rivera, y con la debilidad de la convalecencia, el Ángel Exterminador, que antes se le aparecía después de mil y un esfuerzos y sugestiones, llegó a ser tan constante y puntual en sus comunicaciones como la rueda de las estaciones o el sucederse de los días. Últimamente el barbero pasaba más horas de palique con el Ángel Exterminador que con las hijas o la mujer. El frágil cuerpecillo del rapabarbas se sintió imbuido de una fuerza gigante, y sin medir las consecuencias, Evangelino decidió llevar a la práctica, por su cuenta y riesgo, buena parte del programa cuya aprobación gubernamental estaba todavía pendiente. Los avisos y amenazas de Trinidad Rivera no contaban para nada.
Los Testigos de Jehová, bajo la dirección de Evangelino, se reunían todos los sábados del año para festejar lo que el barbero, en su personal liturgia, llamaba «El gozoso día de la Propincuidad». Ni Evangelino ni ninguno de sus corifeos de secta sabía muy bien lo que quería decir «Propincuidad», y menos aún si los «Propincuos» eran allegados entre sí o con respecto al tan manido Ángel Exterminador. Evangelino se había encontrado con la palabra acuñada por el jamaiquino Luther Evans, fundador y primer explotador de aquella cofradía, y como le gustaba y le sonaba a misterio, la respetó."

José Vicente Torrente
Tierra caliente










No hay comentarios: