Maxence Van der Meersch

"Albertine se consolaba recibiendo a antiguas amigas a las que deslumbraba con el espectáculo de su opulencia, tiranizando a la servidumbre y conquistando en los almacenes de la ciudad y de Lille la reputación de ser la cliente más pródiga y exigente. Se había mandado confeccionar un vestuario regio y que apenas tenía ocasión de lucir. Consideraba todo aquel lujo como un botín cogido al enemigo y atesoraba en sus armarios martas, cibelinas, plumas de avestruz y de aves del paraíso, sedas del Japón, pieles y paños, engarces en plata y oro, broches de jade, de coral, de ónix, de marfil, sombreros de paja fina, encajes de Malinas, de Brujas, y de Valenciennes con igual espíritu que conservaba en sus cajas fuertes acciones carboníferas y del Banco de Francia.
Pero, a pesar de su opulencia, ella se aburría. Sentía nostalgia de su juventud, del carrito materno de manzanas y naranjas, de sus andanzas, de sus bailes, de sus veladas en los cabarets y de aquella vida anterior populachera. Frecuentemente, en sus horas de aburrimiento, descendía a la cocina y tomaba café con las criadas, hablándoles de David y de los insultos que le infligía, jugaba con ellas a las cartas y pasaba una tarde feliz. Pero, al día siguiente, su carácter volvía a ser el de siempre y la antigua vendedora de legumbres se mostraba más desdeñosa hacia aquellas que le servían que la más altiva descendiente de nuestros magnates industriales.
Sin embargo, David seguía conservándola. No ignoraba nada de lo que ocurría. Era de aquellos que una larga contingencia termina bruscamente con un estallido. Sabía perfectamente la calidad de afecto que le profesaba Albertine. La parte de codicia, de odio, de rencor y de temor que tenía el amor que ella sentía por él. En su presencia ella parecía una fiera domada que se venga cumplidamente en cuanto puede. Él estaba enterado de que Albertine había acumulado una fortuna a su costa y que algunas veces incluso le había engañado. Pero él había llegado a aquella edad en que se comienza a amar a los seres más que por sí mismos, por los recuerdos y costumbres que evocan."

Maxence Van der Meersch
Invasión 14



"Dada su bondad, Inés no podía titubear y se convino que Luciana comería en casa y pasaría allí sus .ratos de ocio. Nuestro refugio empezó a ser también el suyo. Sin embargo, su venida causó gran trastorno en nuestro hogar. Iba a transformar nuestras costumbres, como un testigo constante de toda nuestra vida, que turbaría aquella tranquilidad y aquella fantasía que caracterizaban nuestra existencia. Quiero decir que„ sin escrúpulos, sin pensar en ideas preconcebidas, como chorlitos, con la valentía de la juventud, hablamos vivido hasta entonces a nuestro modo. Comíamos, dormíamos, nos divertíamos cómo y cuándo nos placía, y éramos felices en una casa que para un extraño podía tener apariencia caótica y desordenada. Con Luciana entraron las conveniencias, los falsos pudores, ciertos miramientos...
Por entonces advertimos que Inés estaba embarazada.
Los primeros tiempos sufrió mucho. Los vértigos, vómitos y dolores de estómago la obligaron muchas veces a faltar a su trabajo. Se quejaba de estar agotada y quedar rendida al menor esfuerzo. Fue Luciana quien le ayudó a cuidar la casa y a ratos perdidos le hacía su labor. Yo ayudaba. Eso creaba entre nosotros una familiaridad peligrosa, hasta que llegué a interesarme por ella. Charlábamos. Yo era feliz por el cambio que transformaba nuestra casa y con la nueva alegría que nos trajo Luciana. Inconscientemente, me empeñaba en gustarle, sin idea de seducción, sencillamente por ese automatismo del macho que ronda a la hembra. Quería presentarme bajo la apariencia que más me favoreciese, quería dar la impresión de un hombre amable y mi deseo de gustar se acomodaba muy bien con la ternura que debía demostrar a Inés. Comprenderá usted que el hecho de mostrarme amable y atento con mi mujer, me hacía parecer más estimable y deseable a Luciana.
Eso me reveló también por primera vez, cuánto se había enfriado mi amor insensiblemente, sin que yo lo notase. No siempre nos es dado observar la lenta evolución que sufren ciertos sentimientos en el fondo del corazón. Son necesarias las bruscas comparaciones con el pasado para abrirle a uno los ojos. Vi con extrañeza el esfuerzo que había de hacer para mostrarme el hombre de siempre, para tener las atenciones y los mimos que al principio de nuestra unión me nacían espontáneamente, sin que tuviese que pensarlo. ¿Costumbre? ¿Saciedad? ¿Diversidad del deseo carnal en el macho?
Sin pretender imponer mi modo de pensar, puesto que alguien dijo que cada corazón es un mundo, opino que ese deseo permanece intacto y se impone toda la vida, siempre que la pasión vaya unida a elementos de incertidumbre, de temor, de celos, a la necesidad de luchar por la posesión. Si se tiene la seguridad de la conquista completa, del absoluto dominio de la mujer amada, si desaparece la inquietud, la obsesión sensual disminuye y se hace menos violenta. Hay, por decirlo así, pérdida de fuerza pasional. Los celos son, permítame la comparación, La pimienta que sazona los alimentos del amor. Si la pimienta desaparece, no queda más que un manjar más bien soso que ingiere usted por intermitencias, cuando 1c obliga a ello un apetito que no ha podido saciar con otra cosa.
La necesidad de posesión se hace menos imperiosa, menos exclusiva. El espíritu de comparación despierta en nosotros, y se empieza a juzgar el objeto de nuestro amor. Se produce, poco a poco, en las profundidades oscuras del alma, un trabajo inconsciente, como una discriminación entre los elementos que le ligan a uno al ser amado y los que tienden a alejarlo de él. Y por turno, esos elementos, según las circunstancias exteriores o el intenso estado de ánimo, rigen nuestra vida o disponen de nuestras actitudes.
Lo que también contribuyó a descubrirme ese primer ocaso de mi amor fue el tormento que me producía el ver la independencia de Luciana. Sabía, por ella misma, que trasnochaba y frecuentaba los bares de mala reputación y los puntos de reunión de estudiantes. Traía a casa un perfume de aventuras que yo respiraba con embriaguez. Y cuando pensaba que nunca volvería ya a esa vida, que estaba inexorablemente ligado a Inés y que en plena juventud había de renunciar a todos los placeres, me sentía invadido por una tristeza sorda. Inconscientemente le guardaba rencor a mi amiga, por haber borrado de mi vida aquella existencia de muchacho que no conocí por culpa suya, y porque la amaba menos y porque para mí había dejado de ser deseare y única como en los primeros día de nuestro amor. Le guardaba rencor porque el embarazo le deformaba la cintura y reflejaba sobre su rostro un aspecto de cansancio. No existe nada tan malo ni ¡tan cruel como un hombre que ha dejado o cree haber dejado de amar! Yo mismo me daba cuenta de lo odiosa que era mi conducta para con Inés. Me avergonzaba de ello y algunas veces sentía sordos remordimientos. Lejos de ella me proponía seguir mintiendo-, fingir aún un resto de ternura, tener más indulgencia y mansedumbre. Lejos de ella... Y apenas entraba en casa, aun sin querer y sin pensarlo,' por el fenómeno de desintegración de que hablé antes, me mostraba impaciente, daba contestaciones bruscas y adoptaba una actitud de enfado y disgusto. Considere el extraño cambio de espíritu que hube de experimentar viviendo en las especiales condiciones que le he expuesto."

Maxence Van der Meersch
Porque no saben lo que se hacen



“El sufrimiento es el gran educador del hombre. La medicina clásica ignora hasta qué punto esto es verdad, incluso en el plano fisiológico. Nos ha enseñado a odiar la enfermedad y, sin embargo, la enfermedad aclara, previene y purifica. En el aspecto material tiene las mismas causas: ignorancia, excesos, insumisión, que el sufrimiento en el plano moral. Extraño paralelismo, ¿verdad? Al exaltar el papel del sufrimiento, los cristianos no hacen más que trasponer y sublimar una verdad, ignorando hasta qué punto esta se arraiga en lo más profundo de nuestro ser fisiológico. Si se las comprendiera bien, medicina y religión hacen en realidad la más armoniosa de las síntesis, apoyándose la una en la otra en lugar de oponerse mutuamente.”

Maxence Van der Meersch
Cuerpos y Almas



“En cierto modo somos siempre lo que la mujer que amamos quiere que seamos. La misión de la mujer es la de volver a crear al hombre. Alcanzar la verdad a través del amor es el más bello y hermoso destino que pueda darse en este mundo (…) Sólo hay dos amores. El amor a sí mismo o el amor a las demás creaturas vivientes. Detrás del amor a sí mismo no hay más que sufrimientos y maldad. Detrás del amor al prójimo está el bien, está Dios… sólo existen dos amores: el mor a sí mismo y el amor a Dios.”

Maxence Van der Meersch
Cuerpos y Almas



"Sí. Ya no se cree en nada, el mundo se le ha revelado a usted como un caos azaroso, en el camino sólo se encuentra egoísmo, egoísmo de ambición, de dinero, egoísmo de familia, egoísmo de amor…Uno se siente seguro de la vacuidad de todo y súbitamente, se encuentra en su camino a alguien, un rostro humano, una sinceridad, una rectitud, una abnegación que resucita el enigma, que plantea de nuevo el problema, todo el problema de nuestro destino."

Maxence Van der Meersch
Cuerpos y Almas




"Vieron a Edith y Samuel, desesperados, sosteniendo el busto descarnado de un ser irreconocible, una especie de Cristo de ojos apagados, largo cabello flotante y luminoso, con los brazos en cruz y la boca abierta, como si en el momento de entregar su alma hubiese lanzado un grito."

Maxence Van der Meersch


"Y aquella frescura, aquella juventud, le conmovían. No se atrevió a sostener mucho tiempo su mirada. Le parecía injurioso mirarla de hito en hito, dejarle ver los pensamentos que le inspiraba. Miraba su busto, apenas dibujado todavía, como el pecho de una adolescente. Llevaba um vestidito de indiana cuyo escote cruzado mostraba solamente el nacimiento de la garganta y llenaba a Silvio de una casta turbación, donde nada impuro venía a mezclarse. Ella simbolizaba para él la juventud. Experimentar, contemplándola, un pensamiento insano le hubiera parecido vergonzoso. En su imaginación, la comparaba a algo puro, inmaculado, como la blanca nieve que hubiera vacilado hollar con sus pasos."

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