Denton Welch

Fantasmas

El primer cuento que escribí era una historia de fantasmas. Lo escribí en el colegio para la última clase de lengua del término. Recuerdo el estremecimiento de emoción que me recorrió cuando oí al maestro, tan parecido a un perro cobrador negro y oloroso, dar el anuncio de la tarea.

Como me habían llevado a conocer Knole por las vacaciones, mi mente volvió inmediatamente a aquellas maravillosas habitaciones en busca de material. Robé las plumas de avestruz de la cama de Jacobo I, los candelabros de plata de las paredes, las cerraduras de bronce obsequiadas por Guillermo III a la Galería de Arte y las dimensiones del siglo XVIII del dormitorio del Embajador Veneciano.

Revestí mi habitación imaginaria con paneles de pino y la rematé con una gran cornisa. De una ponchera resquebrajada salía un ligero olor a pétalos de rosa mohosos, y un fuego sibilante de ramas verdes chisporroteaba y danzaba en el agrietado hogar de mármol. Las colgaduras de la cama fantásticamente alta eran color rosa de Damasco, en algunas partes se decoloraban hacia un tono rojizo, como de sangre seca, y estaban tan deterioradas que debían mantenerse sujetadas por innumerables líneas de costura cruzada. Me daba mucho placer describir todos aquellos detalles. En esa gran cama yo me acostaba a dormir, después de apagar las ocho velas de los cuatro candelabros. A medida que escribía, iba involucrándome cada vez más en mi propia historia.

De repente, en mitad de la noche, me despertaba y me encontraba mirando hacia la cúpula de la aterradora cama. Empezaba a sudar acostado, preguntándome qué pasaría. Recordé una frase, quizá del Eclesiastés o de los Salmos: «el vello de mi piel se erizó», y me pareció una descripción tan perfecta de aquella sensación que la escribí palabra por palabra.

Lentamente, desde las profundidades de la habitación más allá de la cama, emergía una pálida figura. No era un fantasma ordinario, que hacía sonar huesos y cadenas, sino una mujer hermosa, alta y magnífica que no era joven, sino carente de edad, como las reinas en los cuentos de hadas. Se deslizaba hasta la cama y se quedaba allí, retorciendo sus anillos y moviendo esforzadamente los labios. ¡Quería contarme algo y era muda!

No recuerdo cómo terminaba mi historia, pero sospecho que la dejé flotando en el aire, como la mayoría de las verdaderas historias de fantasmas.

La historia me gustaba lo suficiente para no sentirme alarmado cuando llegó el momento de que el cobrador negro la leyera. ¿Y si la vapuleaba y la hacía parecer ridícula? Me senté cerca del fondo del aula, y él leyó varias historias antes. Se negó a leer una hasta el final porque se hacía mucho alarde de visitar clubes nocturnos y «volver a casa con la leche encima».

Miré al «pernicioso» chico que había aumentado con tanto éxito su reputación de pícaro al escribir de esa manera, y me asombró ver lo tranquilo que se mantenía bajo la despectiva mirada del maestro. Miré al «pernicioso» chico que había aumentado con tanto éxito su reputación de pícaro al escribir de esa manera, y me asombró ver lo tranquilo que se mantenía bajo la despectiva mirada del maestro.

Semejante escarnio me hubiera atormentado por días, pero el chico que se especializaba en vicios solo tenía una expresión de aburrimiento; «indiferente» creo que la hubiera llamado él.

Cuando por fin llegó el turno de mi historia, contuve la respiración y esperé alguna declaración horrible. Por eso quedé estupefacto cuando oí al maestro decir: -Ahora, esto al menos tiene algo bueno. El escritor ha intentado crear una atmósfera romántica, y todo lo que ha descrito lo ha visto antes con mucha claridad en su mente.

Eso ya era suficientemente embriagador viniendo del cobrador negro, a quien, creía yo, no le caía nada bien. ¡Llamarme «el escritor»! Pero cuando empezó a leer mi historia seriamente, como si fuera «verdadera literatura», mi corazón se llenó de gratitud. Escuché mis propias oraciones con solo una carga soportable de vergüenza, y en ese momento supe que quería ser escritor.

Todo fue bien hasta que leyó «el vello de mi piel se erizó». Una carcajada inmediata irrumpió en toda el aula y algunas voces gritaron: «Oh, no, Welch, ¿de verdad se erizó?», «¡Ay, Welch!».

Apresurándome imprudentemente en mi defensa como escritor para referirlos a mi augusta fuente, protesté: -¡Pero está en la Biblia! Pueden leerlo ahí.

Eso comenzó un segundo aluvión de carcajadas, murmullos y burlas. Pensé: «Que se rían. Todo es ridículo si quieres que lo sea». Hasta yo mismo empecé a reír…

Luego me olvidé de esa historia por completo, hasta un tiempo después, cuando ya había dejado el colegio y estaba quedándome en la casa de un amigo cerca del mar, en Sussex. Además de mí, había otra invitada, y mientras estábamos sentados en el soleado césped, pelando arvejas para la cena, ella se puso a contarme una verdadera experiencia.

Se estaba quedando en una gran casa antigua, creo que en las Midlands. Su habitación estaba en la parte del siglo XVIII, con paredes revestidas de paneles hasta el techo y grandes ventanas de guillotina.

De inmediato mi mente se fue a mi propia historia, y aunque ella dijo que su cama era moderna, sin dosel y muy cómoda, yo la vi en mi antigua cama de plumas con las colgaduras carmesí agitándose con la corriente como animales furtivos.

Ella leyó un rato acostada en la cama, luego apagó el velador y se durmió.

Algo la despertó en mitad de la noche, tal como en mi historia. Pero lo que vio no era una mujer hermosa, sino un enorme huevo transparente, hecho de membrana mucosa e iluminado por dentro. Flotó despacio a través de la oscuridad hasta que estuvo sobre ella. Entonces vio con horror que la luz con forma de huevo encerraba la cara y el cuello de un hombre. Los hombros estaban desnudos y debajo de ellos el cuerpo se disolvía en una mucosidad fibrosa y fosforescente. Alrededor de la cabeza había un halo retorcido de lo mismo. La piel era de un rubor extraordinario y exageradamente estirada, como si la imagen hubiera sido inflada con un inflador de bicicleta.

El joven le sonreía, mostrándole sus dientes blancos y animales. Tenía rizos marrones en la frente, y las pupilas de los ojos clavadas en ella. Fascinada, ella observó el rostro hasta que desapareció al otro lado de la cama; entonces se quedó quieta, preguntándose qué sería, hasta que, sorpresivamente, volvió a quedarse dormida.

A la mañana siguiente, sus anfitriones le contaron que la imagen había aparecido en varios lugares de la casa, no solo en aquella habitación. A veces se deslizaba por los pasillos. La cara y los hombros eran todo lo que podía verse. No tenían ninguna explicación respecto de sus apariciones, salvo una leyenda poco convincente acerca de un joven, un villano, antepasado de ellos.

Durante un rato después del final de la historia continuamos pelando arvejas en silencio. Las vainas, al abrirse, emitían un ruido de succión, como bocas quedándose sin aire. Mi mente estaba ocupada comparando la verdadera experiencia con la inventada. No podía pensar en otra cosa que fantasmas, estaba absorbido por la idea de ellos.

Y poniéndome de pie nerviosamente, dejé a mi compañera, y las arvejas en la vasija de porcelana, y las vainas vacías en el césped, y deambulé un largo rato hasta llegar a un estanque negro casi cercado del todo por matorrales enmarañados. Me arrodillé y metí la mano en el agua tranquila. Mis dedos se agrandaron hasta convertirse en gusanos gordos y enroscados. Remangándome, estiré el brazo hasta tocar unos troncos podridos y ramitas blandas como narices de caballos. Tiré, y una cornamenta pelada y cubierta de musgo salió goteando del estanque. Yendo aún más profundo, llegué a un pastel de excremento y hojas, con múltiples capas, y flácido y oscuro como lengua de perro chow chow.

Ya era el atardecer, el sol estaba poniéndose. Miré hacia el cielo turquesa, luego al agua revuelta donde motas negras como pimienta decoraban el rosado de mi brazo hormigueante. Al otro del estanque, una persiana reflejó súbitamente la luz agonizante del sol, y una bandada de pájaros voló sobre mí. Vi las ruinas del refugio de troncos del leñador, y su montón de cortezas limpias se convirtió ahora en una pila de moteadas serpientes muertas.

Todo en aquel momento guardaba un secreto. Todo estaba encantado. Pero la mirada humana no era adecuada, y mis oídos jamás podrían oír.

Denton Welch



"La indignación del justo debe ser la emoción más barata del mundo."

Denton Welch
Primer viaje



"Mientras seguía pensando en el doctor Farley, empecé a tomar conciencia de que su marcha había despertado algo en mí. Ese algo al principio apenas respiraba, pues quedaba ahogado por mi tristeza y agitación, pero ahora podía sentirlo resurgir. Era la vieja alegría de librarme de la carga de la amistad. Aquel sentimiento asomaba la cabeza casi avergonzado, pues ¿alguna vez la amabilidad me había supuesto una carga? ¿Acaso no había aceptado de buen grado cada migaja que caía en mi plato y había esperado impaciente a que me dieran más?"

Denton Welch



"Oí una voz a través de una nube de dolor y vértigo. La voz me hacía preguntas. Parecía abrirse y cerrarse como un acordeón. Las palabras me llegaron altas y fuertes, como las notas tonantes de un órgano, para luego fundirse en el más diminuto y esquivo caer de una gota en un vaso."

Denton Welch



"Paul y yo bajamos a tierra en Port Said con los señores MacDonald. Después de que nos persiguieran y nos atracaran, y después de haber ido de compras, nos sentamos a descansar en la terraza del hotel. El señor MacDonald pidió bebidas. Yo examiné mis paquetes. Había comprado dulces turcos con pistachos de un verde brillante y un fez. Me apetecía llevar el fez con un esmoquin de terciopelo, y ser como Disraeli en 1830.
Mientras íbamos por la ciudad yo pensaba que en cualquier momento me iban a proponer que comprara fotografías obscenas. Me había imaginado a los comisionistas tirándome de la manga y sugiriéndome que fuera a ver algún espectáculo extraordinario. Incluso había temido que en los portales con bombillas rojas hubiera putas que se me insinuaran.
Por estas razones iba nervioso, pero cuando no me pasó nada me sentí decepcionado. Port Said, después de todo, no era más que un zoco donde se vendían dulces, telas de diseños egipcios de las que se cuelgan tras los aguamaniles en las casas de huéspedes y pequeños lápices telescópicos, en forma de obelisco, estampados con jeroglíficos. Volvimos al barco y me lavé el pelo con desinfectante, ya que de repente sentí una gran aprensión por si los egipcios me hubieran pegado algún piojo.
Desde entonces nos deslizamos larga y silenciosamente por el Canal de Suez, con el suave desierto a ambos lados y el agua lamiendo los barcos de la orilla cuando pasábamos. Me quedé tomando el fresco en la cubierta hasta muy entrada la noche, mirando el desierto y el cielo azul oscuro. Durante el día veíamos pasar camellos, montados por hombres envueltos en harapos, de aspecto miserable, que algunas veces nos cantaban o nos gritaban en un tono de voz muy alto, como el de las plañideras."

Denton Welch
El primer viaje









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