John Edward Williams

"Derribaron media docena de pinos de tamaño mediano; era ya de noche. Regresaron al campamento cada cual con una buena brazada de ramas, y luego entre los dos arrastraron el tronco de un árbol pequeño.
Charley Hoge había encendido una fogata junto a una roca grande, un canto rodado que era dos veces más alto que cualquiera de los hombres; en uno de sus lados tenía una grieta muy honda, a modo de chimenea natural para el humo. Aunque las llamas eran altas, Charley Hoge había colocado ya la cafetera en un costado del fuego, y en el otro la cazuela para cocer unas alubias.
—Es la última noche que comemos esto —dijo—. Mañana cenaremos carne de bisonte; a lo mejor consigo cazar alguna pieza pequeña y puedo hacer un estofado.
De través sobre los troncos de dos pinos puestos muy juntos, había clavado una rama gruesa y recta; encima, perfectamente colgados, sus utensilios de cocina: una sartén grande, dos cacerolas, un cucharón, varios cuchillos cuyos mangos estaban descoloridos y rasguñados pero cuyas hojas resplandecían a la luz de la fogata, una hachuela y un hacha. En el suelo descansaba una cazuela grande de hierro, negra por fuera pero plateada y bruñida por dentro. Al lado, junto al tronco de un árbol, se encontraba la caja con el resto de las provisiones.
Una vez terminaron de comer, los hombres practicaron largos hoyos rectangulares en el lecho de agujas de pino; dentro colocaron pequeñas ramas entrecruzadas, y encima de ellas una capa de las agujas de pino que habían recogido, a fin de poner sus petates sobre un colchón mullido, blando y confortable. Colocaron los petates cerca de la lumbre, junto a la roca grande; de este modo, quedaban en parte a resguardo del viento o la lluvia que pudieran llegar del valle desde el norte o el oeste; de la parte oriental, el bosque se encargaría de protegerlos.
Cuando tuvieron listas las camas, el fuego se había reducido a unas ascuas coronadas de gris. Miller las contempló fijamente, su rostro de un rojo oscuro al resplandor que producían. Charley Hoge encendió el farol que colgaba de la rama al lado de sus utensilios de cocina; la tenue luz se perdió en la oscuridad reinante. Llevó el farol hasta donde los hombres estaban sentados. Miller se levantó, cogió la cazuela de hierro del suelo y la encajó sobre los rescoldos. Luego agarró el farol, se lo pasó a Charley Hoge y fueron los dos hasta la caja grande de las provisiones. Miller sacó dos largas barras de plomo y las llevó al fuego; las introdujo en la cazuela, cruzadas, de modo que no volcaran el recipiente. Luego fue hasta la pequeña tienda que habían montado Charley Hoge y Will Andrews y sacó de dentro una caja de pólvora y otra, más pequeña, de fulminantes; por último, volvió a colocar la lona para tapar el resto de la pólvora.
Fueron hasta la fogata y Miller se arrodilló al lado de su silla de montar, que estaba junto a su petate, y sacó del talego un saco cerrado mediante una correa de cuero; la desató y extendió la tela en el suelo; cientos de vainas de cartucho, metálicas y de un brillo opaco, formaron un montón irregular. Andrews se acercó a los dos hombres.
El plomo que había en la cazuela se movía por efecto del calor. Miller fue a mirar y movió la cazuela de manera que el calor se repartiera mejor. Luego, con una hachuela, abrió la caja de la pólvora y rasgó el grueso papel que protegía los gránulos negros. Con el pulgar y el índice cogió un pellizco y lo tiró al fuego, donde llameó brevemente con un resplandor azulino. Miller asintió satisfecho con la cabeza; metió la mano otra vez en el talego de su silla y extrajo una especie de caja gruesa provista de bisagra en uno de los lados; dentro había una serie de pequeñas depresiones a intervalos regulares y conectados entre sí mediante minúsculos surcos. Limpió este molde con un paño engrasado; cuando lo hubo cerrado, Andrews vio en su parte superior lo que parecía una taza en miniatura vista desde arriba.
Miller volvió a hurgar en su talego y sacó un cucharón. Lo introdujo en la cazuela, donde el plomo burbujeaba ya, y con mucha delicadeza vertió el plomo fundido en la boca del molde para balas. El plomo al rojo crepitó al contacto con el frío metal; una gota salpicó a Miller en la mano con que sujetaba el molde, pero él ni siquiera se inmutó. Una vez llenado el molde, Miller lo introdujo en un balde con agua fría que Charley Hoge había dejado junto a él; el molde siseó al sumergirse en el agua, produciendo una espuma blanca. Luego lo retiró y derramó las balas en el paño colocado junto a las vainas de cartucho.
Cuando el montón de balas alcanzó un tamaño similar al de cartuchos de latón, Miller dejó el molde a un lado para que se enfriara e hizo un rápido pero cuidadoso examen de las balas recién moldeadas. De vez en cuando alisaba la base de una de ellas con una lima pequeña, y a veces —las menos— arrojaba una defectuosa a la caldera, que él mismo había puesto al fuego otra vez. Antes de hacer una nueva pila de balas junto a las vainas vacías, Miller frotó la base de cada proyectil con un poco de cera de abeja. Del recipiente cuadrado que había al lado de la pólvora, fue sacando los diminutos fulminantes e introduciéndolos sin esfuerzo en las vainas vacías, apretándolos luego con una pequeña herramienta negra.
De nuevo echó mano al talego y extrajo una cuchara alargada y una pelota de papel de periódico. Con la cuchara tomó una medida de pólvora; luego, sobre la caja abierta, sostuvo un cartucho y llenó tres cuartas partes con la pólvora negra. Golpeó el cartucho contra el borde de la caja para que la pólvora se asentara, y con la mano libre arrancó un poco de papel de periódico y lo remetió en el cartucho. Por último, cogió una de las balas de plomo y la introdujo en el cartucho ya cargado, presionando con el canto de la mano; luego, con sus fuertes y blancos dientes, formó un reborde alrededor del cartucho, a la altura de la base de la bala, y la arrojó sin más a una tercera pila.
Los otros tres hombres observaron la operación durante varios minutos. Charley Hoge parecía contento, sonreía sin parar y asentía en señal de elogio a la destreza de Miller; Schneider miraba con cara de sueño, indiferente, bostezando de vez en cuando; por su parte, Andrews observaba con gran interés, como si quisiera grabar en su memoria todos y cada uno de los movimientos de Miller."

John Edward Williams
Butcher´s Crossing




"Desapasionadamente, razonablemente, examinaba el fracaso que parecía ser su vida. (…) Se le ocurrió que debía llamar a Edith y luego supo que no la iba a llamar. Los moribundos son egoístas, pensó, guardan sus momentos para ellos, como niños."

John Edward Williams




"En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir absoluta a la que podría acceder si era afortunado; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento, benévolo y crónico desprecio y vergonzante nostalgia. Ahora, a su mediana edad, empezaba a entender que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión; lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada, minuto a minuto y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.
Las horas que antes pasaba en su despacho mirando por la ventana el paisaje que relucía y se vaciaba ante su mirada ausente, las pasaba ahora con Katherine. Cada mañana, temprano, iba a su despacho y se sentaba nervioso durante diez o quince minutos. Luego, incapaz de hallar reposo, vagaba por los exteriores del Jesse Hall y atravesaba el campus hasta la biblioteca, donde buscaba por las estanterías durante otros diez o quince minutos. Y por fin, como si fuese un juego que jugaba consigo mismo, se entregaba a su ansiedad autoimpuesta, salía por una puerta lateral de la biblioteca y emprendía camino hacia la casa en la que vivía Katherine.
A menudo trabajaba hasta bien entrada la noche y algunas mañanas llegaba a su apartamento para encontrarla recién despierta, cálida, sensual y somnolienta, desnuda bajo la bata oscura que se había puesto para abrir la puerta. A menudo aquellas mañanas hacían el amor casi antes de hablar, dirigiéndose hacia la cama estrecha aún deshecha y caliente del sueño de Katherine.
Su cuerpo era alargado, delicado y furiosamente suave y, cuando la tocaba, su torpe mano parecía cobrar vida sobre aquella carne. A veces contemplaba su cuerpo como si fuese un valioso tesoro puesto bajo su custodia, dejaba que sus dedos romos jugaran con la húmeda piel clara y rosada de los muslos y el vientre, y se maravillaba de la delicadeza, intrincada y simple, de sus senos pequeños y firmes. Le venía a la cabeza que nunca antes había conocido el cuerpo de otra persona y, más allá de eso, le venía también a la cabeza que ése era el motivo por el cual siempre, sin saber por qué, había hecho distinciones entre la personalidad de alguien y el cuerpo que portaba esa personalidad. Y le vino a la cabeza por fin, con lucidez irrevocable, que él nunca había conocido a ningún otro ser humano ni en la intimidad, ni tampoco en la confianza ni al calor humano del compromiso.
Como todos los amantes hablaban mucho de sí mismos, como si por ello pudieran comprender el mundo que los hacía posibles."

John Edward Williams
Stoner




Oda a la única chica

Te he visto tantas veces y en tantos lugares:
en el teatro, el tren, el autobús o la acera;
sonriéndole a la lluvia de invierno o primavera,
ojos de cualquier tono en miles de semblantes;
de todos los matices de castaño o muy negro,
corto o largo, rubio o cobrizo tu cabello.
De inmediato he amado, jamás he hablado;
un camión que pasaba, una luz que cambiaba,
puerta al cerrarse… todo fijado se antojaba:
y ya te habías ido, el hechizo quebrado.
Una sola la ubicua, nos habíamos visto
antes cientos de veces, y pronto nos veremos
muchas más; en los claros del bosque o los cerros,
en bulliciosa calle, o en solitario risco;
algún día en algún sitio… pero, ¿cómo sabremos
si es amor verdadero, cómo lo sabremos?

John Edward Williams



"Sin haber sido consciente, había guardado una imagen en algún lugar dentro de sí, que era como una culpa secreta, una imagen que era ostensiblemente de un lugar pero que en realidad era de sí mismo."

John Edward Williams



"Y así fue como cruzamos hasta Apolonia a bordo de un apestoso barco pesquero que crujía con la más mínima ola, que se escoraba tan peligrosamente hacia los lados que teníamos que sujetarnos para evitar ser arrojados de un lado a otro de la cubierta, y que nos condujo a un destino que en aquel entonces no podíamos ni imaginar...
Retomo la escritura de esta carta tras una pausa de dos días. No te importunaré con los detalles de las enfermedades que han originado esta interrupción porque es demasiado deprimente.
En cualquier caso, como tengo la impresión de que lo que te cuento no te será de gran utilidad, le he pedido a mi secretario que buscara entre mis papeles por si encuentra algo que te ayude en tu tarea. Recordarás que hace unos diez años tuve una intervención en la ofrenda del templo que nuestro amigo Marco Agripa erigiera en honor a Venus y Marte, hoy conocido como el Panteón. Mi idea inicial, que después descarté, era pronunciar un discurso rocambolesco, casi un poema por así decirlo, que estableciera curiosas conexiones entre el estado de Roma que nos encontramos siendo jóvenes y el estado de Roma tal como este templo lo representa actualmente. Sea como fuere, para auxiliarme en la solución del problema que la forma de mi discurso suscitaba, hice algunas anotaciones sobre aquellos primeros tiempos, y en ellas me inspiro ahora en un intento de ayudarte a ultimar la historia de nuestro mundo que estás elaborando.
Imagínate si puedes a cuatro jóvenes (a mí ya casi me son desconocidos) desconocedores de su futuro y de sí mismos; ignorantes, de hecho, hasta del mundo en el que comienzan a vivir. Uno de ellos (Marco Agripa) es alto y muy musculoso, con cara casi de pueblerino: nariz gruesa, huesos grandes, la piel parecida al cuero nuevo, el cabello castaño y una barba de varios días rojiza y basta.
Tiene diecinueve años. Camina con paso pesado, como si fuera un novillo, aunque con una extraña elegancia. Se expresa con sencillez, lenta y calmadamente y sin mostrar lo que siente. De no ser por la barba no pensaría uno que es tan joven.
Otro (Salvidieno Rufo) es tan delgado y ágil como robusto y pesado es Agripa, y tan veloz y volátil como lento y reservado éste.
Tiene los rasgos finos, la piel clara, los ojos oscuros, y ríe con facilidad, aliviando la gravedad que afectamos los demás. Pese a ser mayor que ninguno de nosotros, le queremos como si fuera nuestro hermano pequeño.
Y un tercero (¿soy yo?) al que percibo incluso más vagamente que a los otros. Ningún hombre puede conocerse a sí mismo ni saber siquiera cómo le ven sus amigos, pero imagino que aquel día –e incluso durante algún tiempo después– debieron de tomarme por un imbécil. Por aquel entonces yo era algo pomposo y me gustaba dármelas de poeta. Vestía suntuosamente, mis maneras eran afectadas, y me había hecho acompañar desde Arezzo por un sirviente cuya única función consistía en atusar mis cabellos… hasta que mis amigos se burlaron de mí tan despiadadamente que le hice regresar a Italia.
Y por último estaba el que en aquel entonces era Cayo Octavio.
¿Qué puedo decirte de él? No conozco la verdad, sino tan sólo mis recuerdos. Te diré una vez más que aunque yo era apenas dos años mayor que él, me parecía un muchachuelo. Ya conoces su aspecto actual, no ha cambiado mucho. Sin embargo ahora es Emperador del mundo, hecho que he de dejar a un lado a fin de poder verle como era entonces. Y te juro que ni yo, que me he dedicado siempre fielmente a escrutar los corazones de sus amigos y sus enemigos, podía prever en modo alguno en lo que llegaría a convertirse.
Le tenía por un agradable mozalbete, nada más; con un rostro demasiado delicado como para soportar los embates de la fortuna, una actitud demasiado tímida como para lograr sus propósitos y una voz demasiado suave como para proferir las despiadadas palabras que debe pronunciar un líder. Pensé que quizás acabaría siendo un aficionado a la buena vida o un hombre de letras: no creí que tuviera la energía suficiente para ser siquiera senador, cargo que por nombre y fortuna le correspondía."

John Edward Williams
El hijo de César
















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