Pedro Zarraluki

"Antes leía en la cama, después me pasé al sofá y ahora lo hago sentado delante de una mesa. No tengo horarios fijos para leer, aunque prefiero las tardes. Cuando escribo lamento que esa actividad me quite horas para leer. Y cuando tengo que combinar ambas cosas elijo libros y autores que no interfieran con lo que estoy haciendo en ese momento, que no me contagien."

Pedro Zarraluki



"Cuando los ruidos se extinguieron en el pasillo, descubrí la intensidad que podía llegar a tener el silencio, su espantosa capacidad para devorarlo todo."

Pedro Zarraluki



"El escritor comienza una novela bastante a ciegas. Por muy sólida que sea la idea de la que partes, al principio estás como en una fiesta en la que no conoces a nadie. Una de las cosas más bonitas de escribir es ir conociendo poco a poco a tus protagonistas, hasta que llega un punto en que sabes perfectamente lo que piensan, lo que sienten, cómo son en realidad. Y eso requiere su tiempo."

Pedro Zarraluki




"El silencio es un secreto, algo que es mejor no revelar para que alguien no sufra."

Pedro Zarraluki
La historia del silencio



"El silencio puede llegar a ser lo más importante en la vida de una persona, que cada uno de nosotros se relaciona con sus propios silencios de la misma manera -íntima, a veces algo distante, siempre mágica- que se relaciona con sus propias manos."

Pedro Zarraluki
La historia del silencio



"En lo alto se alzaba la iglesia, con unas vistas impresionantes sobre la comarca. Los paredones se conservaban bien, pero parte de la techumbre se había desplomado sobre la nave. El altar y la pila bautismal habían sido expoliados.
En su lugar, una higuera crecía en el interior del templo a la sombra del ábside, sustituyendo con su perfume dulzón el ambiente de incensario. A lo largo de la torre del campanario ascendía una hiedra glauca y muy tupida. «La iglesia no es mía —informó la Baldova a mi padre—, pero asumiré los costes de la restauración si conseguimos que me dejen hacerla.» Tomás contenía a duras penas la euforia. Trotaba como una cabra, avisaba a unos y otros de los peligros de derrumbe, descubría rincones insospechados entre los zarzales. A ratos tomaba notas en una libreta, cuchicheaba con Marcelo ante una fachada con las ventanas desbaratadas abiertas a la nada, reclamaba topógrafos sentado sobre una piedra cubierta de verdín.
Cuando el sol comenzó a declinar los operarios se marcharon en el camión. Poco después también nos encaminábamos nosotros hacia el Opel. Ramiro Fontanilla, que como hombre maduro que era necesitaba meditar los amores, nos pidió que le lleváramos a su casa, pero antes se despidió de la italiana en un largo aparte. Los oímos conversar al otro lado del muro, como si estuvieran solos en el mundo. Después ella lo acompañó de la mano hasta el coche, muy amartelada con él. En el camino de regreso, el médico, que viajaba en silencio y con expresión embobada, dijo de repente que era una mujer excepcional, y advertí que Cristina controlaba por el rabillo del ojo la reacción de Tomás. Lo que vio pareció dejarla tranquila, y a mí también. No estaba mi padre en condiciones de sufrir un cólico. Porque otra de las tácticas de Cristina, bastante más innoble que la de hacerse amiga de sus posibles adversarias, era suministrarle laxante a escondidas cuando sospechaba que había quedado con ellas. Durante una larga temporada, cuando Tomás se ausentaba algunos días para trabajar en otra ciudad regresaba asegurando invariablemente que la única comida fiable era la que se servía en casa.
Tras dejar a Ramiro Fontanilla mi padre se negó en redondo a que Cristina cogiera el taxi. Ella tampoco insistió demasiado, ni hizo el menor ademán de moverse del asiento. La llevamos al hotel por la carretera que yo había recorrido tantas veces. En el claro del bosque la silla de la prostituta estaba volcada, como si hubiese habido una pelea o ella hubiera salido apresuradamente. Poco después descendíamos hacia la costa por el camino de tierra. Cuando llegamos, el sol en declive había incendiado el horizonte sobre el mar. La sombra del hotel se extendía por la montaña como un cendal oscuro, alejándose del rompiente de las olas y entregando la arena de la playa a la luz coralina del atardecer."

Pedro Zarraluki
Todo eso que tanto nos gusta




"Hay relatos que arrancan de cosas que me cuentan y sobre las que imagino situaciones. Hay otros que parten de experiencias propias, caso de “No lo hagas”, donde el protagonista, como me pasó a mí, acude a un centro de conductas adictivas para dejar de fumar. Conozco de primera mano las conversaciones que mantiene con la psiquiatra, sus sensaciones, y a partir de ahí me pongo a inventar la vida de un hombre que ha tocado fondo, que no tiene capacidad de reacción y al que la vida le hace un regalo, pero un regalo sórdido y miserable, a su altura. Junto a ellos, hay dos relatos que son verídicos: “La Historia en un rincón”, que me regaló mi hermana y donde narro el caso real de una turista japonesa que entró en un tienda y se encontró con el trágico pasado de su familia en una postal, y “Teoría del saltamontes”, que es parte de la biografía de un amigo, un biólogo marino que trabajó en una factoría ballenera de Galicia antes de que se prohibiera la caza de estos cetáceos. Allí conoció a la mujer que atendía a los empleados de la factoría y que, tras su cierre, se quedó sola en el lugar. Esa mujer, aislada, apartada de cualquier adelanto tecnológico, es la protagonista del cuento. Se trata de alguien que ha vivido siempre en un presente continuo, inalterado, hasta que le regalan un televisor y se da cuenta de que existen las elipsis, los saltos temporales."

Pedro Zarraluki



"Hay una gran diferencia en escribir un cuento o una novela. Los cuentos nos narran “flashes” fugaces, momentos importantes en la vida de sus protagonistas, lo que a mí me gusta llamar crujidos vitales. La novela, en cambio, nos narra todo un proceso, los cambios que se producen a lo largo del tiempo. Ambos géneros me interesan por igual, pero de aquellos cuentos me quedaron las ganas de sumergirme a fondo en las relaciones entre dos padres y sus hijas. Dos generaciones distintas, cada una con sus problemas, sus angustias y sus esperanzas. Escogí que los padres fueran dos hombres, viejos amigos camino ya de la sesentena, con una hija veinteañera cada uno. Solos los cuatro en un lugar apartado, donde pudiera estudiar bajo la lupa su comportamiento y su mundo interior."

Pedro Zarraluki



"Felisa García había visto amanecer por la ventana de la cocina. A aquellas horas ya tenía todo preparado para poner en marcha la cantina y se encontraba sentada a la mesa trabajando en sus ejercicios de escritura. Copiaba unos párrafos de un libro que días atrás le prestara Leonor Dot. En ellos se hablaba de otra mañana que comenzaba en un lugar muy lejano, la ciudad de París: «Las tiendas se abrían con el bostezo ruidoso de las puertas metálicas —escribía Felisa con la punta de la lengua entre los dientes—-. La leche subía a todos los pisos y el pan tierno calentaba la mañana. Era la hora más sanguinolenta de las carnicerías». Aquella frase le provocó un escalofrío. Alzó la mirada hacia la foto del papa Pío XII, pero lo que vio fueron los mostradores de mármol donde caían las reses despellejadas, y las manos ateridas que alzaban sobre ellas grandes cuchillos, y al otro lado de los cristales las calles que comenzaban a llenarse de gente, multitud de personas somnolientas que se apresuraban bajo una lluvia muy fina. Todo aquello hizo que Felisa García se sintiera un poco mareada por lo grande y ruidoso que era el mundo, y muy a gusto en aquel rincón donde había nacido y en el que un buen día la encontrarían plácida, confortablemente muerta.
Supo que eran las ocho porque oyó el camión que llegaba del campamento con el relevo de la guardia. Los soldados que habían pasado la noche en la Comandancia no tardarían en aparecer por allí, ojerosos y entumecidos, en busca de un tazón de achicoria caliente. Felisa García cerró el cuaderno, dejó el lápiz sobre la mesa y salió al bar. Se situó tras la barra ocupando el puesto de Paco, que todavía no se había levantado. Aquella mañana no iba a obligarlo a salir de la cama. La noche anterior, mientras lo oía roncar agotado por la fiesta de Camila, había decidido la cantinera que al fin y al cabo su marido no era un mal hombre, que el único problema que tenía era que no le gustaba su vida y que bastante soportaba con aquella carga. Nadie es culpable de no ser feliz, había pensado Felisa García en la oscuridad de su dormitorio, embutida en el camisón que se trajera de Palma, agradeciendo que al menos a ella la felicidad la acariciara en algunas ocasiones como un rayo de sol que se cuela por entre las cortinas, te templa el cogote y al instante se desvanece.
Entraron dos soldados. Eran dos chicos muy jóvenes, casi unos críos. Uno de ellos retrocedió de nuevo hasta la puerta y dio unos taconazos con la bota en la pared.
—Mierda —dijo—, he pisado un higo. Lo voy a poner todo perdido.
A Felisa García le dio un vuelco el corazón. Acababa de caer en la cuenta de que estaban a mediados de septiembre, y que por lo tanto la higuera, sin que nadie le hiciera caso, estaría ofreciéndoles el regalo con que cada año saludaba la llegada del otoño. «Cómo he podido olvidarme de ella», murmuró la cantinera.
Dejó sobre la barra, para los soldados, dos tazones de leche teñida de achicoria y salió a la plaza. Avanzó cohibida hacia el árbol, como si temiera sus reproches. Asustados por su proximidad, multitud de pájaros volaron en todas direcciones. Felisa García, a la que le repelían las plumas, cerró los ojos y agitó las manos. Pero continuó avanzando y, al situarse bajo la copa de la higuera, dejó escapar una exclamación de asombro. Las ramas estaban cargadas de frutos liliáceos, tan henchidos que a muchos se les abría la piel en estrías púrpuras, heridas de las que goteaba la miel de sus carnes. El olor dulce era tan fuerte que vencía a la sal del mar e impregnaba el aire por completo. Ningún frutal, en el mundo entero, podía comparar su voluptuosidad con la de aquella vieja higuera de ramas quebradizas."

Pedro Zarraluki
Un encargo difícil



"La amistad es todo un universo. A medida que te haces mayor, descubres la enorme cantidad de amigos que se han ido quedando atrás, no por fallecimiento, sino por mutuo desinterés. Te quedan pocos, y cada vez eres más dependiente de ellos. Amigos que han entrado en tu charco, que lo saben casi todo de ti. Amigos a los que alguna vez has hecho daño o te han hecho daño."

Pedro Zarraluki



"Las mujeres de verdad dejan un rastro – me contestó tras unos instantes de reflexión -. Manchas de carmín en los vasos, zapatos en las cocinas, bragas tiradas por el suelo. No sé cómo lo hacen, pero funciona. Vaya si funciona. Yo parezco lesbiana, joder."

Pedro Zarraluki
Para amantes y ladrones 




"Los secretos más difíciles de penetrar son los que se revisten de una obviedad cotidiana."

Pedro Zarraluki
La historia del silencio



"Montaigne decía que el estruendo que hacen los planetas al girar y desplazarse por el espacio es inmenso, pero que no lo oímos porque estamos acostumbrados a él. Cuando viajas muchas horas en coche dejas de oír el motor. Quizá el silencio sea sólo un ruido al que nos hemos habituado."

Pedro Zarraluki
La historia del silencio



"Pensé que me estaba convirtiendo en alguien importante para ella, y aquello me sorprendió un poco. Sin querer busqué con la mirada a François, pero él estaba abstraído en su conversación con Irene. Cuando volví a mirar a Silvia me di cuenta de que me contemplaba con lástima. Tuve entonces uno de esos impulsos de retroceso, tan escasamente vitales, en los que vuelves a sentirte como un niño que no sabe qué diablos hace en un mundo de adultos. Me sentí profundamente desorientado.
La cena resultó aburrida como todas las que daba Amador, y ello a pesar de que la silueta callada de Natalia, obligada a sentarse en la cabecera de la mesa, parecía atraer hacia sí nuestra ilimitada capacidad de desasosiego. Olga hizo lo posible por llenar los vacíos de la conversación, pero le faltó la ayuda de François, aturdido quizá por el recuerdo de la jovencita. Silvia parecía dispuesta a no hacerle caso. Incluso eligió sentarse a mi lado y apoyó la mejilla en mi hombro un par de veces. Era un gesto muy propio de ella, pero en ambas ocasiones me sentí incómodo y dije algo a François como si quisiera demostrarle que yo no tenía nada que ver con mi propio hombro, convertido quizá en un accidente de la naturaleza. Supongo que en ambas ocasiones volvió a mirarme Silvia con lástima, pero no quise verlo. Por el contrario, me dediqué a comentar banalidades con un ardor que Olga debió de agradecer, pues le permitió tomarse algún descanso.
La sorpresa vendría con los postres. En un último esfuerzo por integrar a su recién descubierta enamorada, nuestro anfitrión comentó que era geóloga y que trabajaba en el museo de mineralogía. Natalia nos demostró que el blanco más puro es susceptible de palidecer. La sangre escasa se retiró tanto de su rostro como de sus manos, y lo hizo de una forma tan súbita que pensé que había empezado a circular por algún lugar externo a ella. Quizá por el interior de la silla en la que Natalia casi se desmayaba."

Pedro Zarraluki
La historia del silencio


“Sólo podemos morir en el futuro (…) Ahora estamos siempre vivos.”

Pedro Zarraluki














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