El engaño siempre ha sido un arte. Desde hace algún tiempo
se ha convertido también en una ciencia. Propongo denominarla «engañótica» o
mejor aún, como sugiere Tullio de Mauro, «engañología». Se trata de una
disciplina de vanguardia que no constituye una materia de enseñanza, pero que
ya forma parte de la cultura de los científicos profesionales. Consiste en
hacer creíble lo increíble y lo imposible no sólo a los ojos de la gente, como
hacen los astrólogos, magos, curanderos y vulgares impostores, sino también
frente a sus propios colegas científicos. Esto resulta al mismo tiempo más
fácil, aunque también más difícil. Es más fácil porque quienes están más
familiarizados con los trabajos son curiosamente más ingenuos que los
ignorantes.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 2
La engañología es la ciencia que enseña a los científicos
cómo engañar a otros científicos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 3
La engañología es la ciencia que enseña a los científicos
cómo engañar a otros científicos. Éstos, a su vez, convencen a los periodistas,
quienes finalmente se encargan de seducir a las masas. Estas masas no son por
lo tanto las verdaderas víctimas de las falsificaciones científicas que,
precisamente por esta razón, no pueden ser consideradas delitos contra la fe
pública. Se trata más bien de estafas, como tantas veces sostuvo el juez
Beckinridge Willcox, ante el cual se han presentado en estos últimos años la
mayor parte de los falsificadores que han sido descubiertos. El objetivo real
lo constituyen los científicos que forman parte de los organismos estatales que
financian la investigación y que son los que tienen el poder de decidir qué
estudios y qué investigadores deben obtener la ayuda económica y a cuánto debe ascender.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 3
La engañología, pues, enseña a quien no lo es a disfrazarse
de científico exitoso y señala el camino que le permite surgir de entre la masa
de más de tres millones de investigadores que hoy colman los laboratorios. Esta
ciencia contempla dos secciones: una burocrática y la otra más técnica. La
burocrática es la parte más fácil, aunque no por ello menos importante. Se
encarga de enseñar a confeccionar proyectos de investigación, preguntas e
informes definitivos a fin de que resulten autorizados, serios y convincentes,
y que puedan ser presentados ante los comités de financiación. Incluye una
sección que explica a los falsificadores más ambiciosos de qué manera pueden
implicar a los organismos administrativos y políticos hasta lograr transformar
en asuntos de Estado las disputas entre científicos. Sin embargo, el verdadero
núcleo de la engañología es la parte técnica. Sólo a partir de ésta se aprenden
los verdaderos trucos que deben utilizarse para lograr acreditarse como
científicos dignos de confianza y de fondos económicos. En la base de una
sólida aunque falsa reputación científica se encuentran siempre y ante todo los
trucos bibliográficos que van desde la publicación del mismo artículo (si bien
con otro título) en la mayor cantidad posible de revistas, pasando por la
divulgación de datos inventados (técnica que permite publicar muchísimo en poco
tiempo y con poco esfuerzo), hasta el plagio descarado; existen además el robo
de ideas, de material de experimentación, de los apuntes de colegas, y la
sustracción de tablas, cuadros y fotografías. Es esencial la violación de los
protocolos de laboratorio y de los registros, que no son de gran ayuda si no
están acompañados por ese toque de prestidigitador que permite orientar el
experimento hacia donde se desea, o de la posibilidad de recurrir, en caso de
necesidad, al fraude en sí mismo como el falseamiento de una prueba, o la
manipulación (mejor por la noche) de animales y material de experimentación.
Existe también una técnica para descubrir cosas y efectos que no existen y otra
que enseña la forma de reivindicar la primacía de un descubrimiento que otros
llevaron a cabo. Finalmente es fundamental el conocimiento profundo de los
trucos estadísticos, que otorgan la posibilidad de hacer que los cálculos
siempre se correspondan y de sostener con rigor matemático toda idea surgida de
la fantasía que el falsificador debe poseer como requisito esencial. La
difusión de estas «capacidades» es lo que produjo el increíble aumento que se
dio recientemente de las teorías y descubrimientos científicos falsos y que
convirtió en un hecho dramático para la ciencia la distinción entre lo
verdadero y lo falso. Para críticos e historiadores del arte distinguir entre copias
falsas y originales representa desde siempre uno de los objetivos principales
de su actividad, pero para los historiadores de la ciencia el problema de las
falsificaciones y de los fraudes es en gran parte una novedad.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 3
Los científicos engañan desde siempre y que no son sólo los
mediocres quienes lo hacen. No sorprenderá entonces que en esta reseña se
encuentren los nombres de prestigiosos premios Nobel y de los padres de la
ciencia moderna, Galileo y Newton, junto a otros científicos que permanecieron
en el anonimato o que se hicieron famosos sólo porque sus nombres aparecieron
en crónicas de invenciones o descubrimientos falsos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 6
La engañología nace virtualmente cuando la ciencia de
vocación se transforma en profesión y, concretamente, con la Big Science, la
ciencia de los grandes proyectos, que nació amparada por el dinero después
de 1945. En esa época se ideó el sistema de financiación de la
investigación científica que ha creado el clima de competitividad responsable
no sólo de las falsificaciones sino también de la amplia red de complicidades
entre los científicos, universidades y organismos de financiación que se
esconde detrás de todo fraude. Este sistema funcionó hasta que llegó un momento
en que se generó una gran cantidad de dinero, pero pocos científicos. Hoy en
día cuando la población científica ha aumentado, las financiaciones han
disminuido y la creatividad media del científico ha decaído, el mismo sistema
empuja al investigador a delinquir simplemente para sobrevivir. Hoy, al fin de
cuentas, se engaña por dinero, antes se hacía por una idea.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 6
Desde Popper en adelante sabemos queda única cosa
verdaderamente cierta que se puede decir acerca de una teoría es que antes o
después ésta se demostrará como falsa. En este sentido cada teoría puede ser
considerada una falsificación, pero ¿qué decir entonces de las simplificaciones
que son en apariencia inocentes como la referencia a los objetos físicos
denominándolos «puntos materiales» o ignorar pequeños efectos perturbadores que
no se consideran esenciales? Estas actitudes también son sin duda
falsificaciones: aunque no se las puede considerar de la misma forma que a
aquellas que produce la engañología: la diferencia radica no sólo en que los
falsificadores son, en este caso, genios reconocidos universalmente, sino
también en que estos engaños no se llevan a cabo por intereses personales o de
un grupo, sino por el interés de la ciencia, porque lo exige la misma
naturaleza de la investigación científica. Ésta es, según mi opinión, la
contribución más importante que puede ofrecer el estudio de las falsificaciones
para el entendimiento de la ciencia.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 7
La validez de una teoría no puede juzgarse en forma
absoluta, sino en relación con el grado de predicción que presenta respecto de
otras teorías y porque es capaz de explicar de un modo más simple y elegante
aquello que se observa.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 9
Cuando en los primeros años del siglo XX la historia de la
ciencia se convirtió en algo serio, dos estudiosos norteamericanos, C. H. F.
Peters y E. B. Knobel, analizaron con atención este capítulo y escribieron en 1915
un libro titulado Ptolemy’s catalogue of stars. A revision of the Almagest. En
él, los dos autores exponían que los datos numéricos de las posiciones de las
estrellas fijas presentados por Tolomeo no eran exactos y concordaban en su
mayoría con los de la época de Hiparco, quien vivió, como se señaló
anteriormente, doscientos años antes, y a los que se les había incorporado una
corrección que tenía que ver con la anticipación anual de los equinoccios.
Estos autores sostenían que el catálogo del Almagesto no era sino el de Hiparco
actualizado de la mejor manera posible. Tolomeo no había hecho observación
alguna, simplemente había copiado las mediciones de Hiparco.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 9
Dennis Rawlins, un astrónomo de la Universidad de
California, presentó las pruebas, de las que da cuenta también el libro
recientemente publicado de Gerd Grasshoff, The history of Ptolemy’s stars catalogue.
Tolomeo era egipcio y, aunque no se sepa con exactitud su lugar de nacimiento,
es verdad que desarrolló la mayor parte de su trabajo en Alejandría. Hiparco,
en cambio, había nacido en Nicea y, aunque había vivido por algún tiempo en
Alejandría, llevó a cabo la mayor parte de sus observaciones en Rodas entre los
años 161 y 126 a. C. La isla de Rodas se encuentra a cinco grados de latitud
norte de Alejandría. Esto quiere decir que desde Alejandría se puede observar
una franja de cielo que es cinco grados más amplia hacia el norte que la que se
puede ver desde Rodas y que, por lo tanto, pueden observarse estrellas que
desde Rodas no son visibles. Ahora bien, ninguna de las mil veinticinco
estrellas que aparecen en el catálogo de Tolomeo se encuentran entre aquellas
que son visibles desde Alejandría y que no lo son desde Rodas. En otras
palabras, aunque se encontraba trabajando en Alejandría, Tolomeo vio todas y
sólo aquellas estrellas que había visto Hiparco. Tolomeo, pues, no intentó
siquiera realizar el esfuerzo de llevar a cabo nuevamente las observaciones,
prefirió copiar los resultados de Hiparco.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 10
A Galileo, en cambio, se le acusa de no haber hecho algunos
de los experimentos que él mismo describe y que hoy en día se consideran la
piedra fundacional de la ciencia moderna. Estos experimentos fundamentales con
los que Galileo hizo callar a los científicos aristotélicos, y que en el
colegio nos señalaron como los ejemplos más perfectos del método experimental,
no se realizaron jamás. Por si esto fuera poco, con una arrogancia comparable a
la de aquellos que pretendían procesarlo, Galileo sostenía que no era realmente
importante llevarlos a cabo. Uno de los experimentos que explícitamente el
mismo Galileo admitió no haber hecho es el del barco, que es la base del
denominado principio de relatividad galileana. Según él los fenómenos físicos
ocurren del mismo modo tanto si se desarrollan en tierra firme como si lo hacen
en un barco en movimiento, con la condición de que éste se mueva siguiendo una
trayectoria rectilínea y uniforme. Galileo debió aportar este argumento para
combatir las críticas de aquellos que se negaban a creer en la teoría de
Copérnico y particularmente en el movimiento de la Tierra sobre su propio eje.
Estos críticos sostenían que si realmente la Tierra se movía alrededor de su
propio eje entonces, por ejemplo, deberíamos sentir constantemente un viento
impetuoso que proviene de oriente, la fuerza centrífuga que produce la rotación
terrestre debería erradicar casas y palos mayores, las balas de los cañones que
se disparan en dirección de occidente deberían tener una trayectoria mayor respecto
de aquellas que lo hacen en dirección de oriente y, finalmente, una piedra que
se deja caer desde lo alto de una torre no tocaría el suelo al pie de la
perpendicular sino en un punto ligeramente desplazado hacia occidente. Sin
embargo —concluían los escépticos— todos saben que las piedras caen exactamente
a los pies de la torre y no más adelante. Por lo tanto, la Tierra permanece
inmóvil. Galileo replicaba que el hecho de que la piedra caiga siempre a los
pies de la torre a lo largo de una trayectoria exactamente perpendicular no
puede interpretarse como una impugnación del movimiento de la Tierra sobre su
propio eje, precisamente en virtud del principio de relatividad, que establece
que si un sistema sigue un movimiento uniforme es imposible determinar si se
está en movimiento o en reposo desde dentro del mismo sistema. Para
convencerse, sostenía Galileo, puede llevarse a cabo un simple experimento:
subir al palo mayor de un barco y dejar caer una bala de cañón. Se observará
que ésta cae siguiendo la perpendicular y exactamente a los pies del palo mayor
como si el barco estuviera en reposo. El comportamiento de la bala de cañón que
se deja caer desde la cima del palo mayor de un barco, entonces, no puede
ayudarnos a comprender si éste está en movimiento o en reposo y, del mismo
modo, las piedras que caen desde lo alto de una torre no pueden decirnos si la
Tierra está girando o está quieta. Pero ¿realizó Galileo alguna vez el
experimento del barco? Al parecer, no.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 11
Sin embargo, el ejemplo del barco no es el más importante
entre los que Galileo nunca llevó a cabo. El más famoso es el del lanzamiento
de las esferas desde lo alto de la torre de Pisa, y el más importante el del
plano inclinado.
En los años sesenta George Gamow, uno de los padres de la
física contemporánea, continuaba sosteniendo que «para probar la veracidad de
sus conclusiones, Galileo dejó caer desde lo alto de la torre de Pisa dos
esferas, una de madera y la otra de hierro, y los incrédulos espectadores
presentes pudieron convencerse de que ambas tocaban tierra en el mismo
instante. Las investigaciones históricas tienden a negar que esta demostración
pública haya tenido lugar y afirman que se trata de una fantasiosa leyenda; no
es tampoco cierto que Galileo haya descubierto la ley del péndulo mientras
asistía a la misa de la Catedral de Pisa.
Alexandre Koyré, uno de los más grandes historiadores de la
ciencia, ha sostenido la primera hipótesis, vale decir que Galileo no ha hecho
jamás el experimento del plano inclinado.
Los antiguos, ha explicado Koyré, consideraban «ridículo
querer medir con exactitud las dimensiones de un ser natural: el caballo es sin
duda más grande que el perro y más pequeño que el elefante, pero ni el perro,
ni el caballo, ni el elefante poseen medidas estricta y rígidamente
determinadas. En todas partes existe un margen de imprecisión, de “juego”, de
“más o menos”, de “casi”».
Para ellos sólo la mecánica de los movimientos celestes
seguía leyes matemáticas precisas, mientras que el mundo en el que vivimos y
trabajamos no era asimilable a éstas: se creía que en él las cosas ocurren de
acuerdo con ciertas leyes, pero no con una rigurosa exactitud. Por este motivo
los antiguos no habían podido desarrollar una física matemática, y por eso no
habían logrado tampoco hacerse una idea exacta de fenómenos tan simples como la
velocidad de caída de una piedra o la trayectoria de una flecha. El signo más
evidente de este desinterés por la exactitud fue la ausencia casi absoluta de
instrumentos científicos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 15-20
Richard Westfall acuñó la expresión fudge factor para
describir algunas de las extrañas operaciones de Newton y resulta difícil
encontrar una traducción exacta. El verbo fudge quiere decir tanto falsificar
como hacer algo en forma descuidada, remendar, chapucear, pero también se usa
para describir la actividad de los estafadores. El sustantivo fudge quiere
decir, en cambio, embuste, patraña, invento. Una buena traducción al castellano
del «fudge factor» podría ser, entonces, «factor de falsificación». La manera
en que Newton se servía de este factor es muy simple: sabiendo cuales debían
ser los resultados, a partir de especulaciones puramente teóricas, cambiaba el
valor de los parámetros hasta obtener el resultado que deseaba. Esto fue lo que
hizo, por ejemplo, para calcular el valor de la velocidad del sonido. Hoy en
día sabemos que es de 340 metros por segundo, pero los instrumentos
disponibles en aquella época eran tan inexactos que los valores que ofrecían
eran muy superiores o muy inferiores a esto, de tal modo que Newton al
principio no se preocupó en medirlo. Le resultaba más simple y correcto
calcularlo en forma teórica a partir de las leyes que se conocían acerca del
movimiento de propagación de las ondas. De esta forma obtuvo un primer valor
teórico de 295 metros por segundo.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 20
Mediante adaptaciones similares, Newton logró hacer que la
teoría que había enunciado para explicar la anticipación anual de los
equinoccios se correspondiera con los datos extraídos de las observaciones de
los astrónomos. El fenómeno de la anticipación de los equinoccios consiste en
que el regreso del Sol al equinoccio de primavera tiene lugar un poco antes de
que el Sol haya realizado una revolución completa sobre la eclíptica. Esto se
sabía desde la antigüedad porque causaba esas pequeñas discrepancias entre el
año solar y el año civil y que, con el transcurso de los siglos, provocaron las
diferentes reformas del calendario. Las pequeñas anticipaciones del Sol, que se
acumulan con el correr de los años, producen un desequilibrio entre el
transcurso de las estaciones y el año civil. Los griegos, por ejemplo, habían
adoptado un calendario de doce meses que eran alternativamente de veintinueve y
treinta días. El año de los griegos duraba entonces 354 días, vale decir
once días menos que el solar. Para saldar esta diferencia se agregaba, de vez
en cuando y con criterios que variaban de ciudad en ciudad, un mes
suplementario. También los romanos, que tenían un año de 355 días, se
veían obligados cada tanto tiempo a agregar, después del 23 de febrero, un
período de veintidós o veintitrés días que denominaban «mes mercedonio». Sin
embargo, estos agregados no se hacían necesariamente con el mismo cuidado por
lo que en la época de Julio César el año civil se anticipaba en noventa días al
año solar. Para evitar estos problemas César estableció que desde ese momento
el año constaría de 365 días y que, para saldar la pequeña diferencia
restante, cada cuatro años existiría uno de 366 días que llevaría el
nombre de «bisiesto». Esta reforma entró en vigor en el mes de febrero del
año 708 de la numeración romana, que correspondía a nuestro año 46
a. C., y fue un año verdaderamente memorable porque para poder recuperar el
retraso de noventa días, contó con 15 meses y 445 días. Pasó a la
historia precisamente como «el año de la confusión». Todos pensaban que con las
reformas introducidas por Julio César no se presentarían desequilibrios entre
el año solar y el año civil. Los padres de la Iglesia, reunidos en el Concilio
de Nicea del año 325 d. C. estaban tan convencidos que establecieron que
desde ese momento la Pascua se celebraría el 21 de marzo, el día en que,
en ese año, caía el equinoccio de primavera. Con el correr de los siglos, sin
embargo, el equinoccio comenzó a anticiparse. En la época de Dante Alighieri
cayó alrededor del 13 de marzo, y hacia finales del siglo XVI lo hizo
alrededor del 11 de marzo. A fin de que coincidiera nuevamente el
equinoccio de primavera con el 21 de marzo, Gregorio XIII impulsó la
reforma gregoriana que trajo consigo, entre otras cosas, la desaparición de
once días. Se pasó, de hecho, del jueves 4 de octubre de 1582 al
viernes 15 de octubre. Todo esto debido a la anticipación de los
equinoccios cuya medida exacta y causas eran de vital importancia para una
disposición correcta del calendario. En la época de Newton los astrónomos
habían evaluado la pequeña anticipación del Sol en 50 segundos en un año,
valor bastante acertado ya que el actual es de 50,4 segundos por año. Sin
embargo, nadie podía explicar la causa de esta anticipación. Newton fue el
primero que la atribuyó acertadamente a la acción combinada del Sol y de la
Luna sobre el aumento del radio terrestre en el plano ecuatorial. Para
demostrar que esta hipótesis era acertada dedujo el valor numérico de la
anticipación de los equinoccios: si era igual al observado por los astrónomos
significaba que su teoría era correcta. Desafortunadamente para él la teoría
era en efecto correcta, pero él no disponía aún de instrumentos conceptuales
que permitieran deducir el valor exacto de la anticipación de los equinoccios.
Por ese motivo, a fin de obtener la correspondencia entre el valor teórico y el
que se observaba efectivamente, debió recurrir una vez más al «factor de
falsificación». Esta vez, sin embargo, como ha demostrado Westfall, no se
preocupó ni siquiera por encontrar él mismo una nueva medición: simplemente
reacomodó tanto como fue necesario los valores de algunos parámetros
fundamentales como la inclinación del ecuador sobre la eclíptica, la densidad
de la Tierra, y la relación entre la atracción lunar y la atracción solar,
hasta que adaptó aquellas malditas ecuaciones al resultado correcto.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 22
Con igual habilidad Newton logró demostrar la validez de la
ley de la gravitación universal, descubrimiento que más que cualquier otro le
condujo a la fama. La ley establece que todos los cuerpos materiales del
universo se atraen unos a otros con una fuerza cuya intensidad se incrementa al
aumentar sus respectivas masas y al disminuir la distancia entre ellos. La
sobrina de Newton, Katharine Barton, relató a Voltaire la anécdota, que más
tarde se hizo famosa, según la cual su ilustre tío habría descubierto la ley
en 1665 cuando vio caer una manzana en el jardín de su casa de
Woolsthorpe. Como testimonio de la credibilidad del relato se citaba el manzano
que existía en efecto en el jardín de la casa hasta 1814. Los historiadores de
la ciencia, sin embargo, no dieron crédito a esta anécdota. A partir del año 1855,
cuando D. Brewster publicó la primera biografía intelectual de Newton de
importancia, sabemos que las cosas no fueron así, y que muy probablemente
Newton robó su ley a Robert Hooke, que con toda ingenuidad se la había contado.
El mérito de Newton era, sin embargo, tan importante como el descubrimiento de
la ley misma, pues se había ocupado de fundamentarla matemáticamente. Newton
ofreció, además de una clara y explícita enunciación, una demostración
admirablemente clara y convincente que dejó a todos estupefactos acrecentando
aún más la admiración por su genialidad ilimitada, lis una pena que ésta fuera
también fruto de una serie de hábiles «correcciones».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 24
Muy probablemente Newton robó su ley (la de la gravitación
universal) a Robert Hooke, que con toda ingenuidad se la había contado.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 25
Este tipo de manipulaciones de datos numéricos se atribuye
también a Gregor Mendel, fundador de la genética, si bien su caso, aunque considerado
paradigmático de la tendencia de los científicos a retocar sus resultados, como
veremos es mucho más complejo.
J. R. Partington intentó rehacer los experimentos se
convenció de que era «prácticamente imposible obtener las simples relaciones
que Dalton aseguraba haber descubierto». Esta incongruencia puede explicarse de
dos maneras: bien Dalton obtuvo la ley sencillamente a partir de su teoría
atómica e intentó confirmarla luego sabiendo ya qué cosa debía buscar o,
habiéndose dado cuenta a partir de los experimentos de que la única regularidad
que se verificaba era aquella de las proporciones múltiples, simplemente
descartó todos los experimentos cuyos resultados no concordaban con la
hipótesis, al menos en la presentación pública de la ley.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 27-28
Alexander Kohn acusa a Millikan de algo bastante común en el
mundo científico: haber explotado de forma hábil la idea y el trabajo de un
estudiante suyo sin reconocerle sus méritos. El éxito de Millikan se debe
también al uso, en cierta fase de la experimentación, de un vaporizador de
aceite en lugar de un vaporizador de agua. Esto ocasionaba algunas dificultades
porque las gotas se evaporaban rápidamente y su caída podía observarse tan sólo
durante pocos segundos en los que era difícil llevar a cabo las mediciones.
Pero un día en que Millikan no se encontraba en el laboratorio, uno de sus
estudiantes, Harvey Fletcher, tuvo la idea de substituir el vaporizador de agua
por uno de aceite. De esta forma los experimentos eran mucho más ágiles y
resultaba mucho más fácil llevar a cabo los cálculos y las observaciones.
Cuando Millikan regresó se mostró muy entusiasmado y comenzó a trabajar
activamente junto con Fletcher sirviéndose del nuevo aparato. Así fue cómo
luego de seis semanas Millikan pudo publicar, en 1910, su primer artículo
importante y significativo acerca de la carga del electrón. Sin embargo, este
artículo estaba firmado sólo por él, aunque en el texto reconoce que había
realizado los experimentos junto con Fletcher. El motivo oficial por el cual
Millikan publicó este artículo solo era que las normas vigentes en la
Universidad de Chicago exigían que los estudiantes que estaban preparando la
tesis debían trabajar de forma autónoma: por lo tanto, si Fletcher hubiera
firmado el artículo junto con Millikan y hubiera presentado luego esos mismos
datos en su tesis, habría podido tener problemas académicos. Si se tiene en
cuenta que, como ha subrayado Holton, Millikan inició sus experimentos acerca de
la carga del electrón de una forma puramente casual y que la innovación que
introdujo Fletcher fue decisiva para elevar el grado de exactitud de las
mediciones, puede parecer bastante injusto que el premio Nobel haya sido
otorgado solamente a Millikan.
Ahora bien, examinando los cuadernos de laboratorio de
Millikan, el historiador de la física Gerald Holton ha descubierto que esta
afirmación es falsa. En realidad, Millikan había trabajado sobre un total de
ciento cuarenta gotas, pero había decidido publicar solamente los datos que se
referían a cincuenta y ocho de ellas que eran, obviamente, aquellas que
ofrecían los resultados más próximos al valor buscado. En sus cuadernos
Millikan presenta también los motivos por los que había descartado los datos que
consideraba poco significativos. Él mismo pensaba que la causas se debían
algunas veces al bloqueo del manómetro por una burbuja de aire, otras a
interferencias de la convección, otras veces a errores del cronómetro, y
finalmente al funcionamiento defectuoso del atomizador. En todo caso es cierto
que las cincuenta y ocho gotas que tcrma en consideración en el artículo no
eran las únicas sobre las que había trabajado, y es cierto también que de haber
considerado la totalidad habría obtenido un valor de e mucho menos exacto. La
anécdota es importante en tanto en cuanto el físico austríaco Felix Ehrenhaft,
con un aparato análogo, aunque mucho más preciso que el de Millikan, había
presentado ya en 1910 una serie de observaciones de las que se desprendía que
no era en absoluto cierto que la carga eléctrica de las gotitas fuese siempre e
o un múltiplo de la misma. No era cierto, entonces, que e era la unidad mínima
tie carga eléctrica dado que podían encontrarse gotitas cuya carga presentaba
un valor inferior. Por consiguiente, ya en mayo de 1910 Ehrenhaft expuso la
hipótesis de la existencia de una entidad más pequeña que el electrón, que él
mismo denominó subelectrón, y sostuvo que sus resultados demostraban que en la
naturaleza no existen cantidades indivisibles de carga eléctrica que se
correspondían con el valor aproximado presentado por Millikan. Estos datos
crearon cierto embarazo en el mundo científico ya que en aquel momento la
existencia de un cuanto de carga eléctrica asociada al electrón era la idea dominante.
Aún hoy la física sostiene oficialmente que ningún experimento ha demostrado de
forma concluyente que en la naturaleza existen cargas eléctricas menores que e.
Esta sólida convicción se vio reforzada tan sólo después de la publicación del
artículo de Millikan en 1913, ya que antes de esa fecha científicos ilustres
como Albert Einstein, Max Planck, Max Bom y Erwin Schrödinger habían
considerado seriamente la hipótesis de los subelectrones, que comenzó a
discutirse en el mundo científico a partir de 1981 cuando nuevos experimentos
confirmaron la existencia de cargas eléctricas que eran fracciones de e. Todo
hace suponer que Millikan impuso sus ideas a los físicos de la época
manipulando de forma hábil los datos experimentales obtenidos además con un aparato
poco preciso y una campaña de desprestigio contra Ehrenhaft.
Alexander Kohn acusa a Millikan de algo bastante común en el
mundo científico: haber explotado de forma hábil la idea y el trabajo de un
estudiante suyo sin reconocerle sus méritos. El éxito de Millikan se debe
también al uso, en cierta fase de la experimentación, de un vaporizador de
aceite en lugar de un vaporizador de agua. Esto ocasionaba algunas dificultades
porque las gotas se evaporaban rápidamente y su caída podía observarse tan sólo
durante pocos segundos en los que era difícil llevar a cabo las mediciones.
Pero un día en que Millikan no se encontraba en el laboratorio, uno de sus
estudiantes, Harvey Fletcher, tuvo la idea de substituir el vaporizador de agua
por uno de aceite. De esta forma los experimentos eran mucho más ágiles y
resultaba mucho más fácil llevar a cabo los cálculos y las observaciones.
Cuando Millikan regresó se mostró muy entusiasmado y comenzó a trabajar
activamente junto con Fletcher sirviéndose del nuevo aparato. Así fue cómo
luego de seis semanas Millikan pudo publicar, en 1910, su primer artículo
importante y significativo acerca de la carga del electrón. Sin embargo este
artículo estaba firmado sólo por él, aunque en el texto reconoce que había
realizado los experimentos junto con Fletcher. El motivo oficial por el cual
Millikan publicó este artículo solo era que las normas vigentes en la
Universidad de Chicago exigían que los estudiantes que estaban preparando la
tesis debían trabajar de forma autónoma: por lo tanto, si Fletcher hubiera
firmado el artículo junto con Millikan y hubiera presentado luego esos mismos
datos en su tesis, habría podido tener problemas académicos. Si se tiene en
cuenta que, como ha subrayado Holton, Millikan inició sus experimentos acerca
de la carga del electrón de una forma puramente casual y que la innovación que
introdujo Fletcher fue decisiva para elevar el grado de exactitud de las
mediciones, puede parecer bastante injusto que el premio Nobel haya sido
otorgado solamente a Millikan.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 31
Perplejidades similares provoca el caso del premio Nobel
atribuido en el año 1952 a Selmann Waksman por el descubrimiento de la
estreptomicina. En aquella época el único antibiótico conocido y usado era la
penicilina, que se había descubierto quince años antes y que se producía a
partir de un moho. Waksman, un microbiólogo ruso naturalizado norteamericano
que dirigía entonces la sección experimental de agricultura de la Universidad
Routhgers en Nueva Jersey, decidió verificar si otros mohos u hongos podían
producir sustancias antibióticas. Fijó su atención particularmente en los
actinomicetos, hongos que se encuentran en todas partes, e hizo que sus
estudiantes los analizaran con atención buscando sustancias antibióticas que
tuvieran algún efecto contra las bacterias patógenas.
Uno de sus estudiantes, Albert Schatz, descubrió que un
hongo llamado Streptomyces producía en efecto un antibiótico que mataba las
bacterias que causaban la tuberculosis. Éste se mostró eficaz también contra
otras enfermedades tanto en el hombre como en animales. El artículo en el que
se anunció el descubrimiento llevaba la firma de Waksman y de Schatz, pero fue
sólo Waksman quien obtuvo el premio Nobel. Además, Waksman patentó la
estreptomicina, lo que le permitió obtener grandes ingresos de los laboratorios
farmacéuticos.
Schatz presentó una demanda contra Waksman y exigió una
participación en los beneficios de la venta de la estreptomicina. La
controversia se resolvió luego sin procedimiento legal pero la comunidad
científica se conmocionó debido a la osadía del alumno al demandar a su
«maestro», más aún teniendo en cuenta que Waksman había utilizado los
beneficios de las ventas de la estreptomicina para financiar el Instituto
Waksman de microbiología. Schatz sufrió el ostracismo al que lo empujó la
comunidad científica que le impidió obtener empleo alguno en investigación o en
la enseñanza universitaria. Se vio obligado a emigrar a América del Sur donde
trabajó como profesor de instituto.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 32
Oreste Piccioni es de origen toscano. Nació en Siena el 24
de octubre de 1915. Antes de viajar a los Estados Unidos para incorporarse al
MIT, en 1946, había trabajado con Fermi en Roma donde obtuvo su diploma como
físico en 1938. Después trabajó como ayudante al principio y luego como
profesor de electromagnetismo en la misma universidad, donde llevó a cabo junto
con Marcello Conversi y Ettore Pancini un famoso experimento acerca de la
naturaleza de los rayos cósmicos. Precisamente por su competencia en el campo
de los rayos cósmicos Bruno Rossi le invitó a participar en el MIT en 1946. Dos
años después se incorporó como investigador al Brookhaven National Laboratory
donde permaneció hasta el año 1960.
En 1954 se había concluido en Berkeley, California, lugar de
trabajo de Segrè, el Bevatron, que en aquella época era el acelerador de
partículas más potente. Piccioni deseaba intensamente ver este gigantesco
juguete en funcionamiento. Su deseo no tardó en realizarse. En diciembre de
1954 recibió la admisión en el Bevatron durante los trabajos de un congreso de
la American Physical Society. En esa ocasión le propuso a Segrè un experimento
en colaboración que consistía en utilizar el Bevatron a fin de encontrar el
antiprotón, uno de los elementos esenciales de la antimateria. No se trataba de
observar el proceso de aniquilación del antiprotón, procedimiento que se había
adoptado hasta entonces, sino de intentar medir la masa a partir del momento y
del período de vuelo. El mayor problema de este método, originado por el hecho
de que se podían observar pocos antiprotones los que además se hallaban
escondidos entre una gran cantidad, de mesones, podía superarse, según
Piccioni, mediante el uso de un espectrómetro de doble lente magnética y de un
contador Cerenkov.
Después del congreso Piccioni regresó a Brookhaven. Cuando
pasados algunos meses volvió a visitar a sus «colegas» de Berkeley supo que
Segrè y Chamberlain junto con C. E. Wiegand y T. J. Ypsilantis habían realizado
el experimento, exactamente como él mismo lo había ideado. Estos científicos
lograron en efecto demostrar por primera vez la existencia del antiprotón, y es
gracias a esto que en 1959 Segrè y Chamberlain obtuvieron el premio Nobel por
su «ingenioso método para encontrar y analizar el antiprotón», como decía la
declaración oficial que E. Hulthén leyó en Estocolmo.
Piccioni naturalmente protestó porque, cuando había
presentado su proyecto, le habían prometido la participación en el experimento.
Segrè logró convencerle de que desistiera de iniciar un proceso oficial y le
prometió, a cambio de su silencio, ciertos «favores» por parte de la poderosa
comunidad de físicos de Berkeley. Piccioni necesitaba realmente ese apoyo
porque su carácter caprichoso y sus simpatías por las ideas de izquierda
estaban retrasando la obtención de la ciudadanía estadounidense. Había además
quienes lo trataban más duramente que Segrè. Cuando se animó a escribirle una
carta a Ernest Orlando Lawrence, premio Nobel en 1939, y director en ese
momento del Radiation Laboratory donde se encontraba el Bevatron, obtuvo como
única respuesta una convocatoria ante otros dos premios Nobel y una advertencia
de no crear más problemas. Uno de los dos Nobel presentes en aquella discusión
era Edwin McMillan, que asumió el cargo de director a la muerte de Lawrence en
1958. Apenas se enteró del premio Nobel a Segrè y Chamberlain, Piccioni volvió
a la carga y se presentó en el despacho de McMillan. En presencia de Segrè,
McMillan le prometió a cambio de su silencio mover sus influencias para obtener
una recomendación a fin de que le otorgasen un premio Nobel.
Estas promesas hicieron que Piccioni decidiera guardar
silencio y esperar. Pero esperó demasiado y cuando se dio cuenta de que todos
se habían olvidado ya del Nobel prometido decidió iniciar los trámites legales.
Demasiado tarde. El tribunal reconoció que el comportamiento de Segrè había
provocado muchos daños a su carrera, pero no podía otorgarle ese Nobel que tan
ingenuamente había dejado escapar. Además, cuando en 1972 decidió dirigirse a
la justicia toda la comunidad científica se volvió en su contra porque había osado
llevar a los tribunales, por primera vez en dos mil años de historia de la
ciencia, una polémica que todos consideraban exclusivamente científica. Un
científico que prefirió permanecer en el anonimato le declaró a Deborah Shapley
que fue quien escribió la historia para Science. «Éstas son acusaciones que
pueden hacerse ante un vaso de cerveza y tal vez en ese caso logras obtener
comprensión y simpatía, pero expresarlas oficialmente y en público es
condenable desde todo punto de vista».
La conclusión de Heilbron es que «sin duda Piccioni había
discutido convenciones tribales que normalmente se consideran tabú: la
intervención y la influencia de la política en los temas científicos, la duda
de la ética profesional, la dificultad de otorgarle con justicia los méritos a
investigadores que colaboran en grandes proyectos, y el prestigio del premio
Nobel; pero también el criterio de antigüedad que se hace valer ante las
posibilidades de progresos y éxitos en la carrera, y los peligros de la “Big
Physics” en la que son pocas las personas que controlan en forma directa la
distribución y los gastos de grandes sumas de dinero».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 34
Si un día, por ejemplo, se encontraran los taquiones y se
construyera un sistema de comunicación (como la radio o la televisión) que se
apoyara en ellos, podríamos enviar mensajes tanto a nuestros descendientes como
a nuestros predecesores. Esto, que a simple vista puede parecer interesante y
hasta deseable, crearía en realidad grandes problemas. Supongamos, por ejemplo,
que alguien en 1992 conociendo la historia hubiera avisado a Hider del
desembarco de los aliados en Normandía. Los alemanes habrían neutralizado el
ataque e incluso ganado la segunda guerra mundial. ¡Pero cuidado!: si las cosas
hubieran sido de ese modo, la historia de estos últimos cincuenta años habría
sido completamente diferente, y el orden actual del mundo no sería el que
conocemos; todo sería distinto y en particular no tendría sentido alguno que
alguien, en 1992, sintiera la obligación de comunicarle a Hitler esa
preciosa información. Intervenir en el pasado, aunque sea mediante una simple
información equivale a modificar ese pasado y también su futuro que incluye
nuestro presente, de tal forma que estaría de más esa modificación o enviar esa
información. Por lo tanto, aún en caso de que los taquiones existan serían
incompatibles con nuestro universo, al menos de la forma en que lo describe la
física contemporánea.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 38
Los norteamericanos fueron quienes anunciaron, dos años
después del comienzo de sus investigaciones, el descubrimiento de la causa del
SIDA: se trataba, como ya se sospechaba, de un virus, y en particular de un
retrovirus, es decir, uno de esos agentes infecciosos en los que Gallo era
considerado un especialista. El investigador norteamericano consideraba que se
trataba precisamente del tercer retrovirus humano, y por eso lo llamó HTLV-3.
El anuncio del descubrimiento se dio a conocer el 24 de abril de 1984
durante una conferencia de prensa convocada en Washington por Margareth
Heckler, secretaria de Estado responsable de la sanidad y de educación del
gobierno de los Estados Unidos. La señora Heckler declaró que Gallo y sus
colaboradores Mikulas Popovic, Zaki Salahuddin y Elizabeth Read entre otros
habían aislado un virus hasta ahora desconocido, y habían demostrado que era el
causante del SIDA. Al mismo tiempo, agregó Heckler, Gallo y su grupo habían
elaborado una prueba de diagnóstico que estaría disponible a partir del mes de
noviembre. Algunos días antes el NIH, ente del que depende el laboratorio de
Gallo, había presentado una solicitud de patente para una prueba de diagnóstico
serológico del SIDA. Era sin duda un éxito notable y sin precedentes por la rapidez
con la que se había logrado. Es una lástima que se tratase de un descubrimiento
erróneo. Hoy sabemos que el virus que causa el SIDA no es un retrovirus de la
familia HTLV, sino un virus lento de otra clase que se comporta de forma muy
distinta a como lo hacen los dos retrovirus de la leucemia que Gallo había
descubierto y que, además, el verdadero responsable ya había sido hallado por
los franceses el año anterior. Fue Montagnier y no Gallo quien descubrió la
causa del SIDA. Pero hay más. Cuando se completó el análisis del presunto virus
descubierto por Gallo, el HTLV-3, se vio que no se parecía en nada a los dos
retrovirus de la leucemia descubiertos anteriormente por el mismo Gallo, sino
que era del mismo tipo del que descubrieron los franceses, era tan parecido a
éste que se los podía considerar idénticos. Gallo no había descubierto un nuevo
virus, sino que simplemente le había cambiado el nombre al de los franceses y
había intentado hacerlo pasar por un retrovirus como los que él ya había
descubierto. Todo hacía suponer que no se estaba frente a un caso de plagio,
sino frente a un verdadero robo o apropiación indebida de virus.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 67
Robert Gallo no descubrió el virus del SIDA simplemente
porque no supo buscar. Partía de la convicción de que, si la causa del SIDA era
un retrovirus, tenía que ser precisamente aquel que él había descubierto, el
HTLV. Estaba tan seguro de ello que le dio órdenes a su colaborador, Prem Sarin,
de medir la transcriptasa inversa en los cultivos de glóbulos blancos
infectados con el virus, de la misma forma en que normalmente lo hacía con el
HTLV. Debía esperar unos treinta días antes de controlar si en las probetas
aparecía la transcriptasa inversa. Sabían que el HTLV aumenta en forma
indefinida la producción de esa enzima que no puede observarse en detalle en
pocas horas o días, sino mucho tiempo después de la contaminación viral. Ése
fue un error fatal. Hoy sabemos que el SIDA se produce a partir de un
retrovirus que no es el HTLV. Pertenece a una familia por completo diferente y
su comportamiento es distinto: en lugar de inducir a los linfocitos que ataca a
producir indefinidamente una transcriptasa inversa, los mata luego de algún
tiempo y muere con ellos. Es un retrovirus kamikaze, y para identificarlo la
transcriptasa debía medirse de inmediato y no después de un mes, cuando no
existía nada para medir, ya que tanto los virus como los linfocitos estaban
muertos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 68
Montagnier informó a Gallo del descubrimiento llevado a cabo
en París en una carta fechada el 2 de febrero de 1983. A partir de
ese momento Gallo comenzó a temer que los franceses hubieran encontrado algo
diferente y quizá más importante, y adoptó una actitud defensiva. Insistía en que
el virus de los franceses debía ser necesariamente un retrovirus, una variante
del HTLV. Por eso hizo lo imposible para evitar que el descubrimiento francés
no se publicara solo, sino acompañado por una serie de artículos suyos y de sus
colaboradores. Los artículos aparecieron todos en la revista Science el 20
de mayo de 1983. El artículo francés estaba precedido por un resumen que
no formaba parte del manuscrito original y que el mismo Gallo había escrito,
respondiendo aparentemente a una petición de la redacción de la revista. Decía:
«Un retrovirus que pertenece a la familia de los virus humanos de la leucemia
recientemente descubierto [vale decir los HTLV], ha sido aislado en un enfermo
blanco que presentaba una deficiencia adquirida». Los otros artículos que
formaban parte de ese número de la revista, casi todos dedicados a los
retrovirus, estaban escritos con el objeto de minimizar la importancia del
descubrimiento francés y de reafirmar la idea de que la causa del SIDA era un
virus del tipo HTLV. Sin embargo, ni siquiera los franceses tenían en ese
momento una idea clara y precisa de las diferencias entre su virus y el
norteamericano. Pero ya en el verano de 1983 el virólogo norteamericano
Matthew Gonda demostró claramente que el virus de los franceses no se asemejaba
en nada al de Gallo y que parecía más bien estar emparentado con retrovirus
animales no oncógenos. En los primeros meses de 1984 los franceses se
dieron cuenta también de que definitivamente su virus era muy diferente del
norteamericano y que era la única causa del SIDA. Sin embargo, antes de que la
noticia apareciera en una revista científica y fuera de dominio público,
atribuyendo a los franceses el honor del descubrimiento del virus más temible
de estos últimos decenios, Gallo organizó la famosa conferencia de prensa en
Washington durante la cual el mundo supo que había sido él, Gallo, y no
Montagnier el descubridor del virus del SIDA y que éste no era el LAV de los
franceses sino, como Gallo siempre había sostenido, un virus del grupo HTLV que
obtuvo el nombre de HTLV-3. ¿Quién tenía razón y cuál era el verdadero virus
asesino? Hoy sabemos, y lo reconoce el mismo Gallo, que la verdadera causa del
SIDA es el virus descubierto por Montagnier, y sabemos también que el HTLV-3 no
era otra cosa que el mismo virus de los franceses, exactamente el mismo, al que
se le había cambiado el nombre.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 69
Quien falsifica documentos, o cualquier otra cosa, lo hace
porque tiene algo que esconder. La mayor parte de las veces se trata de una
verdad que resulta incómoda.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 86
Simplemente porque esta vez el responsable no era un famoso
investigador financiado por organismos federales como Gallo, Baltimore o
Breuning, sino que era Claudio Milanese, un joven estudioso italiano de
27 años que poco tiempo antes había obtenido su diploma y después de haber
ganado una beca de estudios para su doctorado en investigación, había sido
enviado a Estados Unidos para perfeccionarse. Los experimentos cruciales eran
obra suya y por ese motivo su nombre era el primero en la lista de autores de
ambos artículos. Cabe señalar, sin embargo, que mientras el primero tenía sólo
tres autores, Milanese, Neil E. Richardson y Ellis E. Reinherz, el segundo
llevaba seis firmas, señal de que se habían dedicado al tema con diligencia.
Todos querían estar en el tema de la interleucina 4-A y otros dos artículos
estaban listos para ser enviados a Science y a los Proceedings of the National
Academy of Sciences. En el grupo de coautores el verdadero protagonista,
Milanese, pasaba a ocupar un segundo lugar. El mayor mérito se le otorgaba
obviamente al jefe, Ellis Reinherz, que se había apresurado a convocar una
conferencia de prensa (a la que Milanese no fue invitado a participar) y en
patentar la nueva sustancia. Se habían puesto en marcha ya las conversaciones con
una empresa farmacéutica para la producción. Milanese no participó en todo
esto, tampoco se le informó si recibiría alguna compensación por su
descubrimiento y a cuánto ascendería; sus colegas parecían considerar el
descubrimiento de Milanese como propio. Cuando, terminado el plazo de su beca
de estudio, se preparó para regresar a Turin, nadie se preocupó por encontrar
un medio para que se quedara. ¿Quién podía imaginarse que los investigadores
del Dana-Farber iban a fallar donde había tenido éxito un doctorando italiano?
Sin embargo, apenas se dieron cuenta de que en sus manos los
experimentos seguían otro curso, se apresuraron a llamarlo. Milanese regresó a
Boston y le recordó a Reinherz que ya antes de la publicación del artículo de
Science le había explicado claramente que en los últimos experimentos no había
obtenido éxito alguno. La interleucina parecía haberse volatilizado: sus
efectos ya no eran visibles en los cultivos celulares. Reinherz estaba
enfurecido y el tímido y delgado Milanese temió por un momento lo peor. Luego
su jefe, conteniendo la furia, le invitó con gran decisión a que hiciera una
vez más aquellos malditos experimentos. Pero no hubo nada que hacer: la
interleucina no existía. Después de un mes Milanese regresó a casa y Reinherz
debió afrontar el problema de cómo dar marcha atrás y poder salvar su imagen.
Afortunadamente la solución era fácil y se encontraba a
mano: ¿el descubrimiento no lo había hecho Milanese? Por lo tanto, era él mismo
quien debía asumir toda la responsabilidad de lo que había ocurrido, declararlo
públicamente y aceptar el castigo correspondiente. Para comenzar envió a
Science la famssa carta en la que se retractaba, luego llamó por teléfono al
investigador italiano y le solicitó una carta-confesión a través de la cual
quedara claro que sólo él era el verdadero responsable de aquel engaño «que en
realidad», explica Milanese, «se había originado no sé bien si por un error mío
o por alguna infección del cultivo con el que trabajaba». Hasta marzo
de 1986 todos estaban preparados para llevarse parte de los méritos de
aquel error, que era en aquel momento el gran descubrimiento, pero unos meses
después Milanese fue el único acusado de fraude.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 90
En 1968, año memorable en muchos aspectos, la editorial
norteamericana Athenaeum publicó La doble hélice, un libro en el que James
Watson contaba la historia y el trasfondo del descubrimiento de la estructura
del ADN por la que había obtenido el premio Nobel en 1962. Dos años antes el
mismo Watson había hecho circular entre sus amigos el primer borrador del libro
entonces titulado Honest Jim (Jim el honrado). Este título recuerda, por un
lado, una novela de Kingsley Amis (Lucky Jim —Jim el afortunado—), y por otro
había sido elegido para definir, a través de una expresión irónica, el modelo
de científico competitivo y carente de escrúpulos, que es precisamente la
imagen que Watson ofrece de sí mismo y de sus colegas en el libro. «Honrado» es
de hecho un adjetivo que en inglés se usa a menudo en sentido irónico para
describir a una persona que en realidad no lo es. Shakespeare, por ejemplo, en
Julio César pone repetidamente en boca de Antonio: «Pero Bruto es hombre
honrado», precisamente para insinuar lo contrario. En aquel libro Watson
confesaba que para alcanzar su objetivo y llegar antes que sus competidores al
descubrimiento de la estructura del ADN se había comportado como un hombre
dispuesto a todo. Había esperado, por ejemplo, que su simpática hermana pudiese
servir de señuelo romántico a fin de poder ser admitido en el laboratorio de
Maurice Wilkins. Había aprovechado luego la amistad de Peter Pauling para
espiar al padre de éste, Linus, ya premio Nobel y peligroso adversario; había
logrado también obtener información acerca de lo que estaban haciendo otros
competidores a través de uno de los miembros de la comisión que había
examinado, en lo referente a la financiación, su programa de investigación. Con
características similares Watson representa a sus colegas sacando a la luz las
mezquindades, los defectos personales e incluso, en muchos casos, la estupidez.
Precisamente por este motivo la Harvard University Press, que había firmado ya
desde hacía tiempo un contrato con el autor, rehusó publicar el libro puesto
que también en el ínterin Francis Crick y Maurice Wilkins, los dos científicos
que habían compartido el Nobel con Watson, habían elevado algunas quejas y
presionado para que se detuviera la publicación. Cuando finalmente otro editor
publicó el libro se suscitó una avalancha de polémicas que rápidamente hicieron
de él un bestseller.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 93
En los ambientes científicos internacionales se interpretó
el libro de Watson como una especie de traición porque destruía ante la opinión
pública la imagen clásica y mítica según la cual la ciencia está constituida
sólo por intelectos incorpóreos que avanzan hacia los descubrimientos a través
de pasos lógicos inexorables que se realizan lentamente con el único fin de
lograr el progreso del conocimiento. Jim el honrado, alias James Watson, era el
típico representante de una nueva generación de jóvenes científicos insensibles,
cínicos, amorales, y el ambiente en el que trabajaba esta nueva generación
había hecho suyas de forma evidente la inexorabilidad y las refinadas técnicas
de los negocios y de la industria.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 94
Sin embargo, nadie se dio cuenta en ese momento de la
verdadera importancia y magnitud de la revolución en la estructura social de la
ciencia de la que había nacido este nuevo tipo de científico. Todos parecían
estar convencidos de que la transformación de la ciencia, de una actividad de
aficionados a una profesión masiva, había aumentado simplemente la
competitividad y ampliado los paradigmas de los criterios morales vigentes en
la comunidad científica abriendo paso en este campo a defectos humanos que,
hasta entonces, se habían mantenido al margen de las academias y laboratorios.
Esta interpretación era en esencia correcta, pero olvidaba un hecho importante:
la pérdida del desinterés, esa característica por la que el científico del
pasado tenía como objetivo la búsqueda de la verdad sin tener en cuenta las
ventajas que esa búsqueda, y sus eventuales descubrimientos, habrían podido
acarrearle. Seguía considerándose que sólo una gran ambición de honores y
prestigio motivaba la competitividad carente de escrúpulos de Jim el honrado y
no se comprendía que esto era cierto sólo en parte, ya que la gran estructura
económica sobre la que la ciencia ahora se erigía era la responsable de forzar
y acelerar la carrera frenética hacia el descubrimiento y la publicación. Muy
pocos advirtieron, por ejemplo, aquellos pasajes de La doble hélice en los que
Watson relataba las polémicas y dificultades que se le presentaron al comité de
la National Foundation que le había otorgado una beca de estudio para llevar a
cabo investigaciones que debían desarrollarse en el laboratorio de Herman Kalckar
en Copenhague. El joven investigador encontró que los estudios de bioquímica de
Kalckar eran poco interesantes y después de haberlo seguido hasta Nápoles a la
famosa Estación Zoológica, decidió cambiar de rumbo y comenzar a ocuparse de la
estructura del ADN. La conversión se desencadenó a partir de una fotografía que
Maurice Wilkins presentó en Nápoles en la que se observaba una imagen de la
molécula del ADN obtenida mediante la difracción de rayos X.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 95
El gran mérito del libro de Watson era que presentaba con
claridad ante los ojos de todos el final de un mito, el del científico puro, y
anunciaba el nacimiento de otro tipo de científico, una especie de «mercenario
de la ciencia» como decía Diderot, fruto del largo proceso que había
transformado en una profesión como cualquier otra a una actividad que siempre
se consideró libre de condicionamientos sociales y políticos y nunca perturbada
por intereses materiales.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 97
La parábola que llevó al científico diletante a convertirse
en un profesional comienza simbólicamente en el año 212 a. C. cuando un soldado
desconocido de Claudio Marcelo mató a Arquímedes, el matemático más grande de
la Antigüedad, y termina el 2 de agosto de 1939 cuando Einstein le informa a
Roosevelt que los científicos norteamericanos están preparados para construir
la bomba más potente que el hombre haya imaginado jamás. Arquímedes era, al
igual que Einstein, un personaje singular, excéntrico y poco interesado en los
aspectos prácticos de la vida. Parece que estaba emparentado con la familia de Hierón
que entonces reinaba en Siracusa y que era originalmente muy rico, aunque luego
despilfarró toda su fortuna en divertirse. Estaba siempre tan absorto en sus
ideas que a menudo se olvidaba de comer o de bañarse. Pero una vez —cuenta la
leyenda— precisamente cuando estaba tomando un baño, se le ocurrió el principio
conocido como «principio de Arquímedes» (según el cual un cuerpo inmerso en un
fluido está sujeto a dos fuerzas verticales opuestas). Entusiasmado por su
descubrimiento salió del agua y se puso a correr completamente desnudo por las
calles de Siracusa gritando «¡Eureka!, ¡Eureka!», es decir «¡Lo he encontrado!»
Durante el asedio de la ciudad que duró casi dos años, del
214 al 212, se dice que Arquímedes inventó ingeniosas máquinas de guerra para
mantener alejado al enemigo: catapultas para lanzar piedras, poleas y ganchos
para alzar y destruir las naves romanas, dispositivos ópticos para
incendiarlas. Pero ni siquiera sus inventos lograron detener a las legiones
romanas que finalmente conquistaron y saquearon la ciudad. Sin embargo,
Arquímedes no se vio turbado por el alboroto y, mientras los legionarios
incendiaban Siracusa, estaba tranquilo en el jardín de su casa intentando
resolver un problema dibujando figuras geométricas en la arena. Cuando entró un
soldado que tenía la orden de llevarle en presencia del cónsul Marcelo,
Arquímedes ni siquiera escuchó sus palabras y le pidió que se apartara para no
borrar sus dibujos. El legionario irritado le mató con su espada, aunque tenía
órdenes expresas de Marcelo de no ejecutarlo. Arquímedes murió porque no quiso
escuchar la llamada y las órdenes del poder. Este gesto que le costó la vida
puede considerarse como el símbolo del completo desinterés con el que los
científicos trabajaron durante muchos siglos.
Las cosas ya no eran así cuando, con un gesto igualmente
cargado de significación, Einstein invitó al presidente Roosevelt, mucho más
poderoso que el cónsul Marcelo, a instaurar «una relación permanente entre la
administración y el grupo de físicos que se ocupan de reacciones en cadena en
Estados Unidos», para construir «un nuevo tipo de bombas extremadamente
poderosas». Cuando, en aquel fatídico 1939, la ciencia golpeó a la puerta del
poder, ya hacía tiempo que los científicos no se comportaban como individuos
excéntricos y sin interés alguno en los aspectos prácticos y económicos de su
existencia. Vivían ya de su actividad, por la que recibían una paga regular,
algo de lo que Einstein fue el último en lamentarse. A menudo expresó la
opinión de que un científico debería ganarse la vida como zapatero ya que,
según él, no se puede recibir un sueldo por descubrir teorías nuevas «porque
los descubrimientos no pueden hacerse a partir de órdenes» y, agregaba, «si no
descubro nada desilusiono a aquel que me paga y recibo dinero por nada».
Uno de sus primeros biógrafos, Philipp Frank, insistió con
especial interés en este aspecto y escribió que Einstein demostró siempre una
particular aversión por las investigaciones que se emprendían como una
profesión. Pero era una opinión que ya no estaba de moda: la ciencia se había
convertido desde hacía tiempo en una profesión, muy unida a la sociedad, a la
política y a la industria por fuertes lazos económicos. Junto con el sueldo, el
científico había creado obligaciones respecto de sus empleadores que, como
acertadamente sospechaba Einstein, no tenían interés en pagarle por
descubrimientos que no habían sido ordenados. Los descubrimientos debían
hacerse de acuerdo con lo programado. El empleador establecía qué y con qué
medios debía estudiarse.
Habían transcurrido veintiún siglos desde que Arquímedes
había muerto y muchas cosas habían cambiado. En la Antigüedad quien se ocupaba
de la investigación debía disponer de medios económicos personales porque nadie
estaba dispuesto a financiarle un trabajo al que no se le reconocía importancia
social alguna. Los científicos (que todavía no se llamaban así) provenían en su
mayor parte de clases acomodadas, pero aquellos que no disponían de medios
económicos suficientes se dedicaban, al menos temporalmente, a otra profesión.
Se respetaba como norma que esta profesión no fuera la ciencia: no podían hacer
ciencia con fines de lucro. Parece que, por ejemplo, Hipócrates de Quíos, un
matemático (no confundirlo con su homónimo Hipócrates de Cos), sufrió la
expulsión de una escuela pitagórica porque había enseñado geometría a cambio de
dinero. El científico, para ser considerado como tal en el mundo antiguo, debía
ser, al igual que Arquímedes, completamente independiente desde el punto de vista
económico, de forma que pudiera ocuparse del estudio de aquello que lo atraía o
le generaba curiosidad con total libertad y sin condicionamientos.
El investigador era en aquella época un diletante puro en el
sentido etimológico de la palabra, es decir, que ocupaba todo su tiempo en
cosas que no tenían nada que ver con la política, con el estado, con los
negocios o con la agricultura, y mucho menos, o en todo caso en forma
ocasional, como le ocurrió a Arquímedes, con la guerra. Se ha señalado que,
aunque Arquímedes haya construido diferentes máquinas de guerra no se le puede
considerar un verdadero ingeniero militar ya que todo aquello que dejó escrito
tiene exclusiva relación con los resultados de sus investigaciones puras. Los
antiguos romanos llamaban otium, ocio, al tiempo que quedaba libre después de
las ocupaciones de la vida política y de los negocios, que se denominaban
negotia. El ocio podía dedicarse a los cuidados de la casa, de las tierras o a
los estudios, por eso la palabra pasó a indicar luego estos mismos estudios y
las investigaciones científicas. Desde este punto de vista el científico
antiguo puede considerarse un «ocioso a tiempo completo», un hombre tan absorto
en sus estudios que no tiene tiempo para los negocios.
En la época de Galileo las cosas ya eran diferentes. Los
ricos y los nobles no tenían interés alguno en la investigación y los
científicos eran generalmente hombres necesitados que descendían de familias
burguesas, hijos de artesanos o comerciantes. Todos se veían en la necesidad de
procurarse medios de subsistencia para poder garantizar la independencia
necesaria para las investigaciones. Esto podía obtenerse de distintas formas:
se podía «ganar el victo», como solía decir Leonardo, poniéndose al servicio de
un rico mecenas que podía ser un noble, un príncipe, o mejor aún un rey
generoso como Luis XII de Francia, que en 1507 le otorgó un sueldo fijo como
«pintor e ingeniero ordinario». Se podía intentar obtener también una cátedra
universitaria o emprender la carrera eclesiástica. Esta última fue durante
mucho tiempo la más apreciada y, sobre todo en la Edad Media, la mayor parte de
los científicos eran hombres de la Iglesia como Alberto Magno, Copérnico, Ramón
Llull, Roger Bacon, Nicolás Cusano y Lucas Pacioli.
Es curioso que la forma menos interesante de ganarse el
sustento sea la carrera universitaria. Tradicionalmente las universidades
tenían la tarea de preparar a sus estudiantes para las profesiones
eclesiásticas, jurídicas, médicas, mientras que las ciencias gozaban de un
espacio marginal y reducido porque no preparaban para una profesión en
particular, y el Estado estaba dispuesto a pagar por la formación y la
instrucción de los súbditos, pero no para la investigación pura. En aquella
época no se podía pensar en establecer una coincidencia entre la ciencia y la
enseñanza como se hace hoy en día. Los científicos consideraban que la
profesión del profesor era poco interesante, aburrida y que quitaba tiempo a la
investigación. Además, se pagaba poco, mal y con criterios poco rigurosos, dado
que el concepto de «sueldo» no se había consolidado aún. Por ejemplo, cuando
Galileo comenzó su carrera como profesor de matemáticas en la Universidad de
Pisa recibía un sueldo de sesenta escudos al año, mientras que Mercurialis, un
profesor famoso en aquel momento que sin embargo no dejó huella en la historia
de la ciencia, ganaba dos mil.
En definitiva, eran pocos los científicos que podían vivir
sólo con el sueldo de profesor, la mayor parte se veía obligada a aumentar las
entradas con diferentes trabajos. El más difundido era dar clases privadas en
casa y tener tal vez algún estudiante como pensionista a cambio de dinero. El
rédito de un científico medio no era muy elevado y muchos vivían de forma
miserable. El mismo Galileo tuvo una vida continuamente agobiada por los
problemas económicos. En el período más significativo de su carrera, el de los
dieciocho años de enseñanza en Padua, percibía al principio de la República de
Venecia un sueldo de ciento ochenta florines al año, paga que era muy inferior
a sus necesidades y que luego, a pesar de haber aumentado a mil florines en
1609, era aún inadecuado para él y se vio obligado a recurrir a la enseñanza
privada transformando su casa en una pensión en la que alojaba a casi veinte
estudiantes. Además, había habilitado un pequeño taller en el que construía
instrumentos matemáticos que luego vendía. Era una vida dura que no se modificó
hasta 1610 cuando tenía cuarenta y seis años: fue entonces cuando un antiguo
alumno suyo, el archiduque Cosme II de Medici, le llamó a Florencia como
«Primer matemático del estudio de Pisa y primer matemático y filósofo del
archiduque de Toscana».
En una carta de 1609 Galileo explicaba por qué sólo la
relación con un príncipe mecenas podía permitirle trabajar con tranquilidad:
«No se acostumbra obtener sueldos de una República, aunque espléndida y
generosa, sin servir al público, porque para ser útil al público hay que
satisfacerle, y no sólo a un particular; y mientras yo soy capaz de leer y
servir, uno de la República no puede eximir-, me de esta tarea, dejándome las
ganancias; semejante comodidad no puedo esperarla de otra persona que no sea un
príncipe absoluto. Pero dado que las lecciones privadas y los alumnos en casa
serían un impedimento y retraso para mis estudios, deseo vivir libre de éstos;
pero cuando deba volver a mi patria desearía gozar de ocio y comodidad para
poder poner fin a mis obras sin ocuparme de leer».
La palabra «leer» significa en este pasaje enseñar, y queda
claro que Galileo aspiraba a librarse casi por completo de las tareas de la
enseñanza universitaria a fin de poder dedicarse al ocio que no había tenido un
precio tan alto para los científicos de la época de Arquímedes. Galileo y los
científicos de su generación eran «ociosos part-time», que se veían obligados a
afanarse para asegurarse la independencia económica necesaria que les
permitiera llevar a cabo las investigaciones que más les interesaban y que
nadie estaba dispuesto a financiar.
Pero con el correr del tiempo se comprendió que a la
sociedad le convendría hacerse cargo de las condiciones materiales de los
científicos y encontró una solución adecuada: el Estado pagaría a los
científicos no sólo por la enseñanza universitaria (que mientras tanto se había
ampliado y modificado de manera que a los profesores no les resultaba ya tan
aburrido), sino también por sus investigaciones libres y autónomas, a las que
la carga didáctica reducida debía dejar espacio suficiente.
Mientras que el modelo del científico «ocioso part-time» era
una creación italiana, el nuevo esquema se ideó y puso en práctica en Francia a
finales del siglo XVII y más tarde se perfeccionó en Alemania. El primer
artífice del nuevo modelo fue Jean-Baptiste Colbert, el poderoso secretario de
Estado de Luis XIV, el Rey Sol, que en 1666 decidió que el Estado debía
financiar las actividades de la Académie des Sciences al igual que ya hacía con
academias análogas generadas a fin de promover el desarrollo de la pintura,
escultura, arquitectura y teatro.
Con la creación de la Academia de las ciencias como ente de
investigación financiado por el Estado, al que siguieron otras instituciones
como el Observatorio de París nacido en 1667, y otras más antiguas aunque
revitalizadas, como el prestigioso y antiguo College de France que databa de
1530, o el Jardín des Plantes (1635), Colbert y los ministros que le sucedieron
otorgaron dignidad y confirieron honores, además de posibilidad de trabajo y
sueldo, a una nueva clase de estudiosos que recuperaban el espíritu de Galileo
y que era por completo diferente a la de los profesores universitarios. El
objetivo, sin embargo, no era intentar relacionar ambas clases, sino
fusionarlas hasta hacer desaparecer la figura del profesor erudito que sólo
sabía «leer», es decir explicar y comentar los textos de los antiguos.
El largo proceso de fusión finalizará en 1794 con la
fundación, bajo el dictado de Napoleón, de la École Polytechnique de París:
esta escuela y el Muséum National d’Histoire Naturelle (el nuevo nombre que los
revolucionarios le dieron al Jardín des Plantes) fueron los primeros institutos
científicos modernos. En ellos ya no se enseñaba un saber pasado de moda y
apegado al libro, sino los resultados y las perspectivas de la investigación
experimental que podían verificarse y profundizarse en laboratorios unidos
institucionalmente a las estructuras de enseñanza donde trabajaban, junto con
los profesores, asistentes, técnicos y un número reducido de alumnos bien
preparados. La función de la enseñanza estaba ya unida a la investigación. El
científico y el profesor se habían fusionado en una sola persona. El Estado
había decidido reconocer finalmente la importancia de las investigaciones
autónomas y «ociosas» de los científicos y había establecido que éstas debían ser
el objeto de estudio de la enseñanza universitaria y que había que pagarlas
bien.
Un aspecto importante del modelo propuesto por Colbert y
perfeccionado por Napoleón era que los científicos no tenían otra obligación
respecto del Estado que no fuera la de llevar adelante sus investigaciones en
total autonomía. Al científico no se le pagaba para que descubriera para su
empleador cosas que tuvieran una finalidad para el bienestar social, aunque
todos sabían que la investigación se traduce en todo caso en progreso
tecnológico, y que a los científicos se les puede llamar, en calidad de
consultores y expertos, con el fin de resolver problemas vitales para el
Estado, como por ejemplo el armamento. El Estado había decidido pagar la
actividad de la investigación del científico sin pedirle nada a cambio.
Esta misma actitud se adoptó en Alemania cuando en 1806 se
volvió a organizar la Universidad de Berlín, y se extendió luego a todas las
universidades alemanas en las que se crearon, a principios del siglo XIX, los primeros
laboratorios modernos. A partir de ese momento la vocación por la
investigación, que le había traído tantos problemas a Galileo, se transformó en
el punto de apoyo de una profesión prestigiosa y bien remunerada que
garantizaba sueldos elevados, honores y una completa autonomía. La nueva
categoría, como signo de su reconocimiento definitivo, tenía un nombre
finalmente. Hasta entonces se denominaba «filósofo natural» o simplemente
«filósofo» a quien se ocupaba de investigaciones científicas puesto que a
finales del siglo XVIII el cuerpo de la ciencia aún no se había fragmentado en
las diferentes disciplinas, como zoología, botánica, geología, física, química.
En 1834 la revista inglesa Quarterly Review dio cuenta de las dificultades que
impedían que la British Association for the Advancement of Science encontrara
un término que pudiera aplicarse en forma indiferente a todos los estudiosos de
las diferentes disciplinas científicas: «Filósofos» podía leerse en el
artículo, «les parece a todos un término demasiado amplio, por lo que algunos
ingeniosos caballeros propusieron que por analogía con el término “artist” se
acuñase “scientist”». La propuesta la acogió y difundió el naturalista y
filósofo de la ciencia William Whewell, quien en 1840 en el prefacio a su The
philosophy of the inductive sciences escribió: «Necesitamos precisamente un
término que sea apropiado para describir a quien cultiva la ciencia en general.
Yo me inclinaría por llamarle científico».
Mucha gente está convencida, o simplemente desea creer, que
este científico ideal que se formó en Francia y en Alemania a comienzos del
siglo XIX es el mismo de hoy en día. En realidad, esto es cierto (aunque sólo
en parte) para Europa, pero no lo es para los Estados Unidos donde vive y actúa
el tipo de científico encamado por «Jim el honrado», que constituye un modelo
en el que ya comienza a inspirarse y formarse también el científico europeo y,
en general, toda persona que, en cualquier parte del mundo, se ocupe de la
investigación científica.
En Estados Unidos la profesión de científico ha sufrido su
última transformación perdiendo definitivamente el derecho al ocio, es decir,
el derecho de elegir los temas y de llevar a cabo las investigaciones con total
libertad y autonomía sin la obligación de perseguir objetivos determinados.
Políticos y militares asumieron con el proyecto Manhattan, que condujo a la
construcción de la bomba atómica, el control total del trabajo de los
científicos cuyos movimientos y actividades comenzaron a verse programados, planificados
y dirigidos en forma rigurosa. Pero los científicos norteamericanos no
perdieron su autonomía solamente por culpa de los militares, como se cree a
menudo. Lo que más peso tuvo en la nueva transformación fue el sometimiento del
aparato mismo de la investigación a la lógica pragmática, eficiente y
directiva, típica de la sociedad norteamericana. Esta lógica era incompatible
con la idea misma de autonomía científica. En Estados Unidos el científico no
podía ser un «ocioso». Lo expresó claramente Thomas Alva Edison en una
entrevista publicada en 1893 en Scientific American. «No estudio la ciencia
como han hecho Newton, Kepler, Faraday y Henry con el único fin de conocer la
verdad. Yo soy un inventor de profesión. Mis estudios y mis experimentos los he
llevado a cabo con el único objeto de inventar algo que tuviera una utilidad
comercial».
En 1876 Edison creó en Menlo Park, en las afueras de Nueva
York, el primer modelo del laboratorio norteamericano donde nacieron, entre
otras cosas, la bombilla y el fonógrafo. Las características fundamentales que
diferenciaban a este laboratorio de los alemanes eran, por un lado, el interés
casi exclusivo en los aspectos prácticos de la investigación y, por otro, la
programación estricta del trabajo de equipo que permitía desmontar un problema
en sus diferentes aspectos y resolverlo de la manera más eficaz y en el menor
tiempo posible. Todo esto teniendo siempre presente los costes y la
competitividad. Este mismo estilo de trabajo se aplicó a un aspecto de la
investigación pura, el de la física atómica, cuando por boca de Einstein los
científicos le propusieron al gobierno estadounidense la construcción del
primer mecanismo nuclear. El hombre que más que ningún otro se preocupó por
trasladar al campo de la investigación pura los criterios directivos expresados
por Edison fue Vannevar Bush, el consejero científico del presidente Roosevelt.
Bush poseía una mentalidad muy diferente de la de un Corbino
o un Lord Cherwell, que fueron consejeros científicos de Mussolini y Churchill,
respectivamente. Ante todo, no era un físico como ellos, sino un ingeniero.
Había nacido en Everett, Massachusetts, en 1890, hijo de un pastor
universalista y había terminado su carrera de ingeniería en 1916, en el
Massachusetts Institute o£ Technology, donde se respiraba un aire muy diferente
del que podía encontrarse en cualquier instituto de física del viejo
continente. Aquí, el pragmatismo norteamericano prevalecía sobre los ideales
«anticuados» que animaban la investigación europea y se tendía, más que a
comprender, a inventar y crear. Bush se formó en esta cultura a la cual
contribuyó a desarrollar más que cualquier otro. Patentó alrededor de cincuenta
inventos y construyó con H. Caldwell el prototipo de las calculadoras
analógicas modernas. Era justo, entonces, que Roosevelt le confiara la
dirección de la Office for Scientific Research and Development de la que
dependían alrededor de treinta mil científicos, incluidos aquellos que
trabajaban en la primera bomba atómica. Fue Bush quien sentó las bases del
sistema científico norteamericano.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 97
El fenómeno del fraude científico en su aspecto actual y
contemporáneo no es un hecho exclusivamente norteamericano. Es un producto
colateral de la Ciencia con mayúsculas, que no fue un gran engaño que los políticos
y científicos norteamericanos llevaron a cabo en perjuicio de la humanidad,
sino una enfermedad de la ciencia occidental en desarrollo. Todo parece
demostrar que el verdadero problema no se halla en el sistema, sino en las
enormes dimensiones que éste ha asumido en los últimos decenios.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 123
El informe Lederman constituyó una primera, aunque oscura,
toma de conciencia del fin del sueño científico norteamericano: el del
crecimiento indefinido de la ciencia. Pero la simple idea de que el crecimiento
de la ciencia pudiera continuar en forma indefinida ya había sido criticada
desde el comienzo de la Ciencia con mayúsculas por John Derek De Solla Price,
uno de los protagonistas de la cientometría, disciplina que se sitúa entre la
sociología, la estadística y la historia de la ciencia, y que se ocupa del
análisis de todos los fenómenos relacionados con el desarrollo científico.
Price demostró, ante todo, que casi todos los parámetros que miden el
desarrollo científico crecen de forma exponencial mientras que algunos, los más
significativos, como por ejemplo el valor de las financiaciones y el número de
científicos realmente geniales que surgen, no pueden seguir este ritmo. La
conclusión más importante que alcanza Price es que, ya sea por esta diferencia
en la velocidad de crecimiento de los parámetros de la ciencia o por el simple
hecho de que en la naturaleza nada puede crecer en forma indefinida, la ciencia
deberá (es difícil determinar el momento preciso, pero Price lo sitúa alrededor
del año 2061) alcanzar un nivel de saturación y disminuirá su propio ritmo
de crecimiento estabilizándose.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 125
Resulta que mientras el número de científicos se duplica
cada doce años y medio, el de científicos verdaderamente capaces y geniales se
duplica tan sólo cada veinte años. En otras palabras, el número total de
científicos asciende en proporción al cuadrado del número de los buenos
científicos. Por eso, si deseamos multiplicar por cinco a los buenos
científicos debemos multiplicar por veinticinco a toda la población científica.
Para tener un total de ochenta mil científicos altamente creativos habría que
tener una población total de ocho millones de científicos. La conclusión es
que, a medida que la ciencia crece, aumenta el número de científicos poco
creativos y mediocres respecto del de los genios. En otros términos, a medida
que la población científica crece, disminuye su potencial creativo. Cuanto más
crece el número de científicos, más cuesta llevar a cabo los descubrimientos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 127
… lo que vuelve imposible el mantenimiento del crecimiento
de la ciencia a un ritmo exponencial es el coste. Se ha evaluado que el coste
de la ciencia crece al cuadrado respecto del crecimiento de los científicos. En
otras palabras, el crecimiento exponencial de la ciencia requeriría un
crecimiento exponencial de las financiaciones.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 127
El predominio científico y tecnológico de Occidente parece
tan arraigado que es difícil imaginar un futuro en el que las investigaciones
de vanguardia se lleven a cabo en países de Africa central, América del Sur o
Afganistán. Pero se trata tan sólo de un prejuicio que un mínimo conocimiento
de la historia de la ciencia puede desbaratar con facilidad. «La primera cosa
que se debe comprender acerca de la distancia entre la ciencia y tecnología del
norte y la del sur», sostiene Salam, «es que tiene un origen relativamente
reciente». Aún sin tener en cuenta las relaciones de derivación que se
establecen entre la ciencia griega y la oriental, sostiene Salam, cu la época
de Platón, el período inicial de mayor desarrollo, los científicos pertenecían
a una especie de Commonwealth griega que recogía a griegos, egipcios, italianos
del sur, y a los antepasados de los actuales sirios y turcos. Desde el año 600
al 650 d. C. existió un claro predominio de la ciencia china, mientras que
desde el 650 al 700 d. C. además de los chinos contribuyeron en forma
reconocida al progreso científico los habitantes de India, los árabes, los persas,
los turcos y los afganos «en una sucesión ininterrumpida de exponentes del
tercer mundo durante cincuenta años», subraya Salam. Sólo después del año 1100
comienzan a aparecer los primeros nombres occidentales, Gerardo de Cremona,
Roger Bacon, y otros. Pero los honores se dividen durante los siguientes
doscientos años con hombres de ciencia del tercer mundo como Ibn-Rushd,
Naseer-ud-din Tusi, Musa bin Maimun y el sultán Ulug Beg. Occidente no comenzó
a ganar terreno hasta 1450 y se puso en cabeza alrededor del
año 1660. En aquella época, sostiene Salam, se levantaron dos de los más
grandes monumentos de la historia moderna, uno en Occidente y otro en Oriente:
la catedral de San Pablo en Londres y el Taj Mahal, verdadera joya del arte
islámico, erigido en Agrá por el Shah Giahn para su esposa. Estos monumentos,
según Salam, simbolizan más que cualquier otra cosa los niveles comparativos de
tecnología arquitectónica, de habilidad artesanal y de sofisticación que las
dos culturas habían alcanzado en aquel momento de la historia. «Pero en ese
mismo período», agrega Salam, «se erigió, esta vez sólo en el norte, un tercer
monumento aún más grande debido a su importancia para la humanidad. Se trata de
los Principia de Newton, publicados en 1687, y este trabajo no tuvo su
contrapartida en la India». Fue entonces, hace tan sólo trescientos años, que
Occidente adquirió esa neta superioridad científica y tecnológica que hoy
aparece estrechamente unida a nuestra civilización, pero es evidente que se
trata sólo de un prejuicio y que Salam tiene razón: «La ciencia y la tecnología
son cíclicas y constituyen una herencia compartida por toda la humanidad. Este
y oeste, sur y norte han participado en igual medida en su creación en el
pasado, al igual que esperamos que suceda en el futuro cuando el esfuerzo común
en el campo científico se convierta en una de las fuerzas unificadoras de los
diferentes pueblos del globo». Estas transferencias de cultura de una
civilización a otra y de una zona geográfica a otra fueron determinadas, en el
pasado, por condiciones históricas, económicas y políticas complejas de las que
sus protagonistas no eran conscientes. Hoy en día, como suponía Price, el alto
nivel de conciencia que hemos alcanzado, gracias al desarrollo de los análisis
históricos y sociológicos relativos a la ciencia y al contexto social en el que
está inmersa, permiten pensar que la transferencia podrían llevarla a cabo, por
primera vez, los científicos y las sociedades en las que trabajan. Es probable
también que, en ese caso, la transferencia no esté acompañada necesariamente
por un retroceso o una involución científica de aquellos países que hasta ahora
han estado a la vanguardia de la investigación.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 133
Widikund Lenz, entonces director de la clínica pediátrica de
la Universidad de Hamburgo, fue quien demostró científicamente la peligrosidad
de la talidomida, provocando la suspensión de su comercialización. Lenz se dio
cuenta del extraño aumento de los nacimientos de niños focomélicos en su país
en agosto de 1961, y comenzó a sospechar que la causa fuera la talidomida
el 11 de noviembre del mismo año, después de haber estudiado con atención
catorce casos de nacimientos anormales. Ese mismo día, Lenz llamó por teléfono
al laboratorio alemán productor del fármaco. El 18 de noviembre participó
en una convención de pediatras en Düsseldorf y presentó un informe en el que
daba cuenta en forma detallada de aquello que había descubierto. Este informe
fue considerado luego por el ministerio de Sanidad inglés (que fue el primero
en promover una amplia investigación) «la primera indicación de los posibles
efectos perjudiciales de la talidomida en el desarrollo embrional». Pero Lenz,
a diferencia de McBride, no pensaba en reivindicar su prioridad, se preocupaba
sobre todo por evitar daños a los pacientes. El 20 de noviembre logró que
el ministerio de Sanidad alemán dispusiera la suspensión de la comercialización
de la talidomida. El 26 de noviembre el periódico alemán Welt am Sonntag
publicó un amplio artículo que transcribía lo que Lenz había afirmado en la
convención de Düsseldorf y se declaraba abiertamente a favor de la solicitud
que éste había presentado a fin de que el fármaco se retirara del mercado. Esto
ocurrió al día siguiente cuando la filial alemana informó a los laboratorios
extranjeros.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 167
Serge Voronoff rejuvenecía a sus pacientes trasplantándoles
pequeñas porciones de testículo de mono. En aquella época la cosa no parecía
tan absurda desde el punto de vista científico como podría parecerlo hoy en día
a la luz de los conocimientos desarrollados desde entonces, que ilustran acerca
de la dificultad de realizar trasplantes exitosos a causa del rechazo.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 179
Ch. E. Brown-Séquard, que tenía entonces setenta y dos
años, afirmó ante la Sociedad biológica de París haber podido neutralizar los
inconvenientes de la vejez injertándose una extracto acuoso de testículo de
perro. Este segundo experimento era sin duda falso dado que la testosterona es
poco soluble en agua. Es muy probable que Brown-Séquard haya querido darle más
fuerza a su correcta intuición acerca de la función de la glándula endocrina.
Si realmente intentó realizar aquellos experimentos sus efectos, si los hubo,
pueden atribuirse seguramente a la sugestión o a lo que hoy en día se denomina
«efecto placebo».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 179
Sin embargo, el brillante cirujano tuvo luego la suerte de
tener en su mesa de operaciones a un paciente no demasiado anciano y muy
famoso: Anatole France, que él mismo describe con discreción como «un escritor,
célebre autor dramático, que tenía sesenta y un años». «Él», continuaba Voronoff,
«presentaba la senilidad precoz más característica. Tenía la apariencia de un
hombre bastante viejo; mejillas flojas, cara arrugada, ojos apagados, círculo
senil alrededor de la córnea. Todo esfuerzo físico le resultaba doloroso,
parecía arrastrarse al andar, sus movimientos eran lentos. A excepción de algún
acceso de malaria, no se lamentaba de ningún tipo de problema característico,
aunque no tenía apetito, sentía un gran cansancio y siempre solía padecer
frío». Es decir que, si no era precisamente un enfermo imaginario, los síntomas
que sufría Anatole France se debían sólo a un agotamiento, malestar no poco
frecuente en los hombres de letras. Voronoff, consciente de la gran publicidad
que podía comportarle un paciente que era al mismo tiempo tan fácil de curar y
tan famoso, se sumergió por completo en su trabajo: «Le he injertado, bajo el
efecto de la anestesia local, los testículos de un gran mono cinocéfalo,
divididos en ocho fragmentos cuidadosamente distanciados alrededor de sus
testículos». Aliviado de su malestar, más espiritual que físico, gracias a la
intervención quirúrgica, el gran novelista recobró fuerzas: «Veintitrés días
después del injerto, me ha comentado una primera erección, cosa que le
sorprendió ya que, considerando que era impotente desde hacía diez años, no lo
esperaba y creía que la intervención haría efecto principalmente en su estado
general. Luego las erecciones se manifestaron con bastante frecuencia. Recuperó
la virilidad que presentaba diez años antes y aún hoy, dos años después del
trasplante, conserva la manifestación viril. Al mismo tiempo que recuperó su
fuerza genital, se produjo un cambio completo y sorprendente en todo su aspecto
exterior. Su cuerpo se enderezó, los músculos del rostro se fortalecieron, el
ojo se volvió vivaz y, a pesar de sus canas, presenta una imagen de juventud,
de vigor y de energía que sorprenden». Fue este experimento el que le dio fama
a Voronoff, además de numerosos clientes, sobre todo norteamericanos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 180
De todas las estafas científicas y médicas las más
reprobables son sin duda las cometidas por los investigadores que trabajan a
fin de comprender y, posiblemente, curar las enfermedades graves. El primer
puesto entre las enfermedades que aún esperan el descubrimiento de una terapia
eficaz, está ocupado con seguridad por el tumor. Las investigaciones acerca de
esta terrible enfermedad pueden ser consideradas uno de los fracasos más
grandes en la ciencia moderna, sobre todo después de la derrota de la «guerra
contra el cáncer» declarada por Nixon a comienzos de los años setenta. Es una
verdad incómoda y hubo quien, como el neurofisiólogo inglés Harold Hillman, vio
arruinada su carrera por haber intentado afirmar que estos fracasos dependen en
forma directa de los métodos de investigación adoptados (y en particular del
uso del microscopio electrónico) que modifican la realidad biológica de las
células falseando todos los resultados de las indagaciones. La investigación
acerca del tumor se encontraría en una especie de callejón sin salida y estaría
indagando estructuras biológicas ilusorias en lugar de hacerlo en células
cancerígenas. No hay dudas de que en la denuncia de Hillman hay algo de verdad:
ya cuando se inventó el microscopio óptico los científicos observaron y
estudiaron durante muchos años cosas que resultaron ser luego simples ilusiones
causadas por la imperfección de los instrumentos. Si bien Hillman tiene algo de
razón, no se puede ciertamente considerar que toda la investigación acerca del
cáncer es una gran estafa. Se trataría, más que nada, de error o ilusión. Pero
es cierto que existen en este campo verdaderos estafadores, así como también es
cierto que éstos deben ser considerados los peores de toda la gama de
estafadores y especuladores de la ciencia. Sobre todo, cuando no se presentan como
personas al margen de la ciencia oficial, como el creador del suero Bonifacio
en Italia o Antonio Priore en Francia, sino como estudiosos acreditados a nivel
internacional.
En la primavera de 1981, en cambio, el mundo se vio
conmocionado por un anuncio sorprendente: el profesor Efraim Racker y su joven
ayudante, Mark Spector, habían descubierto la causa del cáncer. Los científicos
más importantes de esa área, incluidos el premio Nobel David Baltimore y Robert
Gallo, manifestaron de inmediato todo su aprecio e interés por la nueva teoría,
mientras que los protagonistas del descubrimiento ya eran señalados como los
próximos ganadores del Nobel. Como si se tratara de un concierto de rock, tres
mil personas se hallaban presentes para escucharle cuando en la primavera
de 1981 Racker ilustró la nueva teoría durante una conferencia de los
National Institutes of Health. Los detalles de la teoría se explicaban en un
artículo aparecido luego en la revista Science en julio de 1981. Pero el
entusiasmo del mundo científico duró poco. En septiembre de ese mismo año
apareció en la misma revista una desmentida y una retracción del descubrimiento
que ya estaba revolucionando al mundo. Los datos en los que se apoyaba, se
decía en este segundo artículo, no eran correctos. Lo que el artículo no
explicaba era que tales datos eran fruto de una hábil falsificación de Spector,
el ayudante de Racker.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 189-191
En 1979 Paul Todd y Paul S. Furcinitti de la
Universidad del Estado de Pennsylvania publicaron en la revista Science un
artículo en el que afirmaban que las células renales humanas expuestas durante
un breve período de tiempo a los rayos gamma desarrollaban tumor. El resultado
concordaba con una serie de investigaciones que varios laboratorios habían
llevado a cabo. Estos laboratorios sospechaban ya desde hacía tiempo que una
pequeña dosis de radiación podía causar cáncer, daños genéticos y la muerte de
la célula. Sin embargo, en 1980 Walter Nelson-Rees, director del banco
celular de la Universidad de California, demostró que la línea celular
denominada T-l, que muchos laboratorios y en especial el de Todd y Furcinitti
habían utilizado como si fuera una cepa normal de células renales, descendía de
las células HeLa. Esta línea estaba compuesta por las células de Henrietta
Lack, una mujer de color de treinta y un años fallecida a causa de un tumor, y
que en 1951 habían sido aisladas por investigadores de la Universidad
Johns Hopkins. La investigación se apoyaba, entonces, en células que eran
tumorales ya desde el comienzo. En los experimentos de Todd y Furcinitti se
había omitido toda información relativa a la naturaleza de las células
utilizadas. Es cierto, sin embargo, que desde 1977 ellos sabían que la
línea T-l sobre la que estaban trabajando se había contaminado con células
HeLa. Esto les había sido notificado por Robert E. Stevenson, director de
la ATCC (American Type Culture Collection), después de que ellos hubieran
procurado depositar como original la línea celular T-l. Todd y Furcinitti no
fueron ni los primeros ni los únicos científicos engañados por las células de
Henrietta Lack y presentamos su caso sólo porque, al menos en parte, parecen
haber tenido mala fe. Quien desee un panorama completo del escándalo generado
por Nelson-Rees puede leer el texto de Michael Gold, A conspiracy of cells.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 195
En el campo médico el fraude científico se manifiesta ante
todo en los casos clínicos inflados. Todos saben que los médicos declaran,
tanto en los congresos como en sus artículos, haber operado o curado muchas más
personas de las que han tratado en realidad. Es una práctica muy difundida de
la que los mismos médicos son muy conscientes y que, sin embargo, en muy pocas
ocasiones se discute o critica en público. No se trata de algo tan
insignificante o inofensivo como puede parecer en un primer momento, ya que a
menudo los propios médicos o los laboratorios farmacéuticos utilizan estos
casos clínicos para convalidar, por ejemplo, la conveniencia de determinados
tipos de intervenciones quirúrgicas o el uso de determinados fármacos. Si un
cirujano sostiene que ha operado a ochocientas personas con una nueva clase de
intervención con un índice de mortalidad muy bajo, los otros médicos se verán
obligados a creerle y a utilizar la misma intervención cuya seguridad se apoya
en una lista de casos inventados. Sería mucho más oportuno que, como sostienen
desde hace años los médicos anglosajones, tanto en congresos como en artículos
se hablara más de los fracasos y de las complicaciones que de los éxitos. Sobre
todo si son inventados.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 196
Se pueden considerar verdaderos fraudes científicos los que
cometen los médicos de hospital y los docentes universitarios en las pruebas
clínicas de los fármacos realizadas después de haber sido aprobados por los
órganos de gobierno. Los fármacos, luego de superar en laboratorios farmacéuticos
o privados los exámenes que aseguran la calidad, reciben la aprobación de los
órganos de gobierno, la FDA (Food and Drug Administration) en Estados Unidos,
el Consejo Superior de la Sanidad en Italia, aunque antes de introducirlos en
el mercado tanto los médicos como los docentes universitarios realizan pruebas
con pacientes. Se sabe que también durante esta etapa se producen, en perjuicio
de los pacientes, datos falsos o fraudulentos, aunque en pocas ocasiones se
informa al público.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 197
Un caso emblemático es el del cardiólogo Wilbert S. Aronow
quien, además de ser director del departamento de enfermedades cardiovasculares
de un hospital de Long Beach en California, era también miembro del comité de
asesoramiento de la FDA. Sus problemas comenzaron en el verano de 1979
cuando investigadores de la FDA, durante una visita de rutina, fueron a
controlar sus datos relativos a un fármaco a base de prazosin, que el
laboratorio farmacéutico Pfizer pensaba comercializar con el fin de prevenir
ataques cardíacos. En realidad, el fármaco se vendía ya como antidepresivo pero
los resultados de las pruebas de Aronow demostraban de forma inequívoca que
tenía también un efecto preventivo y curativo del ataque cardíaco. Los datos
eran tan seguros e inequívocos que el día anterior a la visita de los dos
funcionarios de la FDA al hospital, Aronow llamó a Marion Finkel, vicedirector
de la oficina encargado de aprobar los nuevos fármacos, y confesó
espontáneamente que eran falsos y que además había presentado datos trucados en
el caso de otro fármaco. Esta jugada tenía por objeto evitar un escándalo y, de
hecho, el responsable se alegró de tener que firmar una declaración en la que
admitía todas sus -culpas para detener cualquier publicidad. Pero los sabuesos
de la FDA ya comenzaban a sospechar, y continuaron analizando en detalle su
documentación hasta descubrir incluso que un estudio acerca del timol el cual,
según afirmaciones de Aronow, podía ser un sanalotodo para la angina, era fruto
de una falsificación evidente. Aronow había probado ese fármaco en pacientes
que no sufrían de angina y era obvio que, en aquellas condiciones, la eficacia
del fármaco resultaría sorprendente. En total se descubrió que Aronow había
falsificado entre 1974 y 1978 los datos de las pruebas de cuatro fármacos. Este
caso es ejemplar también debido a la mala fe demostrada por el protagonista que
procuró de todas las formas posibles minimizar el incidente y salvar su
reputación. Además de firmar el reconocimiento de culpabilidad, en el cual
prometía entre otras cosas que en el futuro no volvería a realizar pruebas
clínicas para comprobar la seguridad de los fármacos, renunció al hospital en
el que trabajaba y se trasladó a Omaha, en Nebraska, a la Escuela de Medicina
de la Universidad de Creighton. Luego de algún tiempo, en 1980, durante
una convención dedicada precisamente al problema de la seguridad de los
fármacos, se retractó de su anterior admisión de culpabilidad, afirmando que en
aquel momento se encontraba en un estado de confusión emotiva, y que además
estaba en tratamiento desde hacía varios años con un psicoanalista. De esta
forma, procuraba evitar ser desprestigiado pública y oficialmente ante el mundo
científico. En parte logró su objetivo. En octubre de 1982 firmó un nuevo
acuerdo con los órganos de la FDA en el que lograba que los laboratorios para
los que había trabajado en el pasado fueran informados de su autodenuncia e
imposibilidad de conducir solo ulteriores investigaciones. Su nombre, por lo
tanto, no figuró en la lista pública divulgada por el gobierno estadounidense
en la que aparecen los estudiosos que no pueden llevar a cabo investigaciones
de nuevos fármacos. Los laboratorios pueden servirse todavía de su «valiosa»
ayuda.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 197
Un fraude que involucra a los laboratorios que realizan las
pruebas a las que se deben someter los fármacos antes de obtener la aprobación
oficial y ser comercializados. En muchos casos estos laboratorios no efectúan
las pruebas, o bien lo hacen sólo en parte, y declaran a las empresas
farmacéuticas lo que éstas quieren escuchar, es decir, que los fármacos que
producen no sólo son seguros porque carecen de contraindicaciones sino también
eficaces. Es un problema muy serio y muy sonado que se discute en numerosos
congresos y acerca del cual ya existe una literatura especializada, pero que
llega a la conciencia del gran público sólo cuando se trata de un gran
escándalo. El mayor de todos es seguramente el que, a mediados de los años
setenta, involucró a uno de los más prestigiosos laboratorios privados
norteamericanos encargado de controlar la calidad de los fármacos, la
Industrial Bio-Test Inc. (IBT) de Northbrook, Illinois.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 199
(Franz) Moewus recurría a trucos de prestidigitador y todas
sus teorías e hipótesis acerca de la vida sexual y la genética de las algas
demostraron ser finalmente un colosal castillo de naipes. La historia de
Moewus, reconstruida sólo recientemente en un bello libro escrito por el
historiador de la ciencia australiano Jan Sapp, es digna de aparecer junto con
la de Kammerer en el capítulo dedicado a los falsificadores desafortunados. A
diferencia de muchos falsificadores de los que hablaremos seguidamente, como
por ejemplo el estafador de Piltdown que nunca fue descubierto, o Burt, cuyos
engaños se descubrieron sólo después de su muerte, Moewus fue desmentido en
vida y debió sufrir las amargas consecuencias de sus falsificaciones: perdió el
trabajo, perdió el honor como científico y, después de un ataque cardíaco
probablemente provocado por el gran disgusto, perdió también la vida.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 201
Todos los protagonistas de la biología molecular moderna se
encontraban sorprendidos y entre ellos también el muy joven James Watson,
futuro premio Nobel por el descubrimiento de la estructura del ADN. A fines
de 1948 Watson escribió para su profesor T. M. Sonneborn un artículo que
nunca se publicó titulado La genética de Chlamydomonas con especial referencia
a su sexualidad, en el que analizaba en profundidad los resultados que Moewus
afirmaba haber obtenido. Watson se mostraba sorprendentemente atraído y
fascinado por los resultados de Moewus y consideraba su trabajo de un valor
incalculable. Pero agregaba: «Sin embargo, respecto del análisis genético, se
tiene la impresión de que algunas afirmaciones referidas como hechos no son más
que simples deseos. Y resulta difícil de imaginar cómo pudo haberse realizado
todo el trabajo del cual se presentaban los resultados. Es posible que algunos
experimentos jamás se hubiesen realizado o bien que se hayan falsificado sus
descripciones». La fundamentación de esas dudas, que no constituían aún
acusaciones, resultó clara sólo diez años después.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 207
La hipótesis de la culpabilidad de Kammerer, que el mundo
científico admitió tácitamente, parece confirmarse también mediante la simple
reflexión de que, en realidad, la forma más sencilla y directa de quitarse la
culpa habría sido que Kammerer repitiera sus experimentos. Además, desde 1926,
tenía a su disposición un instituto creado específicamente para ese tipo de
estudios. ¿Por qué no lo hizo? Este interrogante se vuelve aún más inquietante
si es cierto, como supuso Stephen Gould, que Kammerer había logrado obtener
realmente sapos parteros que desarrollaran los guantes nupciales. Según Gould,
aquello que estaba equivocado era sólo la interpretación que tanto Kammerer
como sus opositores habían hecho de aquellos experimentos. Éstos no demostraban
en absoluto el predominio del lamarckismo sobre el mendelismo y el darvinismo
dominantes en aquel momento, sino que podían expliqarse fácilmente dentro de la
óptica darwinista, integrada y complementada con la genética mendeliana. Gould
sostiene que Kammerer no había logrado que algunos de sus sapos parteros
desarrollaran los guantes nupciales por el uso (es decir, como consecuencia de
los esfuerzos realizados por varias generaciones de sapos, que carecían de
ellos, a fin de procurar enganchar a sus compañeras) sino más bien porque había
realizado condiciones de presión selectiva que habían hecho aparecer caracteres
«atávicos», caracteres no manifestados por los sapos parteros sino controlados
por genes que estaban aún presentes, aunque silenciosos, en su patrimonio
genético. El sapo terrestre, señaló Gould, desciende de antepasados acuáticos
que habían desarrollado cojinetes callosos en las patas anteriores; el sapo
partero que se aparea en tierra firme perdió estos cojinetes, aunque algunos
individuos continúan desarrollándolos de forma rudimentaria, demostrando que la
capacidad genética de producirlos no se ha perdido aún. Kammerer con sus
experimentos había hecho regresar al sapo partero a su ambiente primitivo y
éste había vuelto a adquirir la adaptación originaria a este ambiente
desarrollando los guantes que le permitían el apareamiento en el agua. Pero
este desarrollo no había venido de la nada, sólo por el uso y el esfuerzo
realizado por los sapos para retener a su compañera. La presión selectiva del
ambiente acuático había favorecido la supervivencia de aquellos pocos sapos en
los que el gen de los guantes nupciales se había manifestado, de tanto en
tanto, por motivos totalmente casuales. Lo que Gould quiere decir es que en el
agua continuaban produciéndose principalmente, aunque con gran dificultad, sapos
que carecían de guantes nupciales, y sólo de tanto en tanto aparecía alguno
dotado de guantes rudimentarios que, como es obvio, estaba favorecido ya que
podía reproducirse con más facilidad y, por lo tanto, tenía más posibilidades
de trasmitir (aunque siempre según las leyes de la genética mendeliana) su
carácter a sus descendientes. Las dificilísimas condiciones del experimento que
volvían improbable la reproducción de los huevos (que debido al agua se
despegaban de las patas del sapo partero), además de lo extraño de la aparición
aleatoria de un sapo dotado de guantes nupciales, dan cuenta de las
dificultades con las que debieron enfrentarse al reproducir los experimentos
todos aquellos que intentaron verificar las afirmaciones de Kammerer. Sólo la habilidad
del investigador austríaco habría logrado superar aquellas insuperables
dificultades. Si esto es cierto puede formularse una última hipótesis: una
especie de trágica comedia de enredos fue la que condujo al suicidio de
Kammerer. Puede pensarse que Kammerer produjo realmente sapos parteros dotados
de guantes nupciales, que luego desaparecieron debido a las condiciones
precarias en que fue conservado el único ejemplar que quedaba. Alguien que
deseaba ayudar al estudioso acusado de estafa falsificó con tinta el ejemplar,
pero Kammerer, recordando el caso de las salamandras, atribuyó la
responsabilidad de las falsificaciones al famoso enemigo del que ni él ni
Prizbram quisieron jamás revelar el nombre. Sin embargo, la razón de esta negativa,
así como también la ausencia de un intento, ni siquiera señalado, de repetir
los experimentos para confirmar los resultados originales quedan sin
explicación plausible y sólo pueden atribuirse a las condiciones de depresión
psicológica de Kammerer, agravadas tanto por las acusaciones que el mundo
científico y la prensa elevaron en su contra como también por las desventuras
sentimentales. Fue un suicidio inútil e injustificado.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 224
Ser acusado injustamente de estafa es por cierto el peor
destino que pueda tener un científico. El caso más ilustre de estos «errores
judiciales» es sin lugar a dudas el del abad Gregor Mendel, quien además ha
tenido también la desgracia más común (pero no por eso menos trágica) de haber
representado un clásico ejemplo de genio incomprendido. En 1866 descubrió sus
tres famosas leyes, pero nadie las entendió y todos le invitaron a abandonar
los estudios que, evidentemente, no estaban hechos para él. Mendel abandonó la
genética y durante el resto de su vida odió los guisantes con los que había
experimentado sus leyes. En 1900, sin embargo, cuando ya habían transcurrido
varios años desde su muerte, tres estudiosos repitieron los experimentos y se
dieron cuenta de que aquellas tres leyes eran verdaderas. El mundo científico
entonó un mea culpa y el abad Mendel, que ningún papa convertirá jamás en santo
porque era socialista y además tenía una amante, fue consagrado padre fundador
de la genética. Pero luego de 36 años, otro estudioso, Ronald Fisher, volvió a
examinar sus experimentos acerca de los guisantes, hizo una vez más los
cálculos, y concluyó que en efecto resultaban exactos. Demasiado exactos. El
abad había hecho trampa: había intuido de forma genial sus tres leyes y luego
había obligado a los guisantes a que le dieran la razón.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 229
Acabé por apasionarme tanto con la desafortunada historia
del abad Mendel que decidí dedicarle una detallada investigación. Nació así un
libro en el que he demostrado que la novela policial era aún más compleja de
cuanto se creía y que el pobre abad, más que hacer trampa en el conteo de los
guisantes, había cometido una falta mucho más leve y común entre los
científicos: había dicho simplemente una gran mentira, relatando sus
experimentos de forma por completo diferente de como los había llevado a cabo.
Esto fue así porque sabía que si hubiera dicho la verdad nadie le habría
creído.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 230
Pero hoy —podemos preguntarnos— ¿es o no posible, a la luz
de los conocimientos actuales, que Mendel haya tenido en sus manos caracteres
independientes entre sí? La respuesta es: en principio sí, pero no en la
práctica. Dado que Mendel trabajó sobre siete caracteres de las plantas de
guisante y más tarde se descubrió que éstas poseen exactamente siete
cromosomas, es en teoría posible que Mendel haya «pescado» precisamente siete genes
que se encontraban en siete cromosomas diferentes y que se comportaban
independientemente. Es como si hubiese elegido separar una perla de cada uno de
los siete hilos de perlas diferentes. Esto es posible, pero si nos preguntamos
qué probabilidad tenía Mendel de realizar esta afortunada elección, ciegamente
y sin saber nada acerca de los cromosomas (que aún no habían sido
descubiertos), todo se vuelve mucho menos verosímil. La probabilidad de elegir
un gen de cada uno de los siete cromosomas de las plantas de guisante es sobre
163 intentos. Es decir que Mendel tenía 99,4 probabilidades sobre cien de
elegir dos o más genes asociados, y tan sólo 0,6 probabilidades de elegir genes
independientes entre sí. Por eso algunas personas, como el Nobel George Beadle,
han sostenido que Mendel no sólo ha sido genial sino también excepcionalmente
afortunado. Hoy en día sabemos que en realidad las cosas no sucedieron así.
Cuando se trazaron los mapas cromosómicos de las plantas de guisante, se
descubrió que sólo dos de los genes que aparecían en los experimentos de Mendel
eran realmente independientes, y que estaban colocados uno (el relativo al
color de la semilla) en el quinto cromosoma, y el otro (el relativo a la forma
de la semilla) en el séptimo. De los otros genes, tres estaban colocados en el
cromosoma número cuatro y dos en el cromosoma número uno. A pesar de que en
teoría era posible, no es cierto que Mendel eligió siete genes situados cada
uno en un cromosoma diferente y por tanto independientes entre sí. Pero si
aquellos genes no eran independientes, ¿cómo hizo Mendel para verificar
experimentalmente su tercera ley? La respuesta es simple: porque Mendel no
llevó a cabo aquellos experimentos en el jardín del convento sino en su celda
con papel y pluma. No quiero decir que nunca bajó al jardín, sino que lo que
realizó en el campo era muy distinto de lo que luego relató. Mendel, según mi
opinión, simplemente cruzó de todas las formas posibles veintidós variedades
diferentes de guisantes y luego dejó que se reprodujera el fruto de estos
cruces durante varios años anotando en detalle en un cuaderno el número de
plantas que presentaban determinados caracteres. No es en absoluto cierto que
al principio cruzó plantas que eran prácticamente gemelas y que diferían entre
sí solo en un carácter, sino que más bien cruzó, como hacían cu aquella época
muchos botánicos, plantas de guisante que no diferían entre sí en uno, sino en
varios caracteres. Y tampoco es cierto que eligió desde el principio siete
caracteres para mantener en observación. Como hemos visto, la probabilidad de
elegir los correctos era muy baja. Trabajó como lo hacían muchos de sus
contemporáneos y, al igual que ellos, se encontró frente a la gran confusión
provocada por la asociación o linkage, es decir, por el enlace y la
interdependencia de los caracteres debido a que los genes que los controlan se
encuentran en el mismo cromosoma. Pero Mendel fue mucho más meticuloso y
perseverante que sus contemporáneos, y su investigación estaba planificada de
manera inteligente y se apoyaba en el cálculo de probabilidades. Gracias a esta
planificación y al cuidado con que analizó sucesivamente los datos numéricos
obtenidos descubrió, en la gran confusión de caracteres, la aparición extraña
pero significativa de aquella relación de 3:1 entre las dos formas alternativas
que podía asumir un mismo carácter. Ésa fue la punta del ovillo a la que se
aferró para poner en orden los incomprensibles y caóticos fenómenos de la
herencia biológica. Habiendo abandonado el jardín, trabajó en forma exclusiva
sobre sus apuntes. Dado que deseaba saber cómo se comportaban cada uno de los
caracteres y debido a que la relación que creía haber aislado se refería
precisamente a caracteres individuales, es probable que haya separado los datos
relativos a los grupos de caracteres con el objeto de deducir las cifras
parciales, las cuales se referían a 3, a 2 y finalmente a un carácter
individual. En otros términos, Mendel utilizó el método conocido como
«segregación de caracteres», a partir del cual, por ejemplo, un cruce entre
individuos que difieren entre sí en tres caracteres puede ser tratado como si
estuviera compuesto por tres cruces entre individuos que difieren entre sí en
sólo un carácter. Posteriormente habrá resumido en una serie de cuadros los
valores numéricos de cada carácter individual, como lo demuestra un gráfico
incluido en su artículo. Estos cuadros contenían en la primera columna un
número progresivo que identificaba la planta a la que correspondían los
resultados y en las otras el número de semillas que ésta producía de acuerdo
con el carácter que las propias semillas presentaban. En la segunda columna
aparecía una lista de números relativos a las semillas lisas, en la tercera los
números relativos a las semillas rugosas, en la cuarta los relativos a las
semillas amarillas, y en la quinta los relativos a las semillas verdes.
Observando estas columnas Mendel tuvo finalmente la certeza de que en, efecto,
algunos caracteres alternativos se presentaban con una frecuencia que siempre
oscilaba entre dominantes y recesivos alrededor de la relación 3:1. Del único
cuadro publicado resulta que, por ejemplo, la planta número cinco le había dado
32 semillas lisas y 11 semillas rugosas con una relación de 2,909:1,
mientras que la primera le había dado 45 semillas lisas y 12 semillas
rugosas con una relación de 3,75:1. Los otros caracteres, como por ejemplo el
de la presencia o ausencia de zarcillos, habrán dado relaciones muy alejadas de
la canónica. Mendel decidió no tener en cuenta los caracteres «indisciplinados»
y se concentró en aquellos que respetaban su relación. Así fue que,
probablemente, luego de dos o tres años de experimentación (y no desde el
principio como él declaró) eligió los siete caracteres alternativos. Descubrió que,
si sumaba los datos de uno de los siete caracteres obtenidos de una determinada
planta a aquellos que para el mismo carácter se habían obtenido de otra planta,
la aproximación a la relación 3:1 aumentaba. Por eso eligió las mejores
columnas y las sumó a otras análogas obteniendo de esta forma aquellos
resultados estrepitosamente aproximados que hicieron sospechar un engaño. Más
tarde relato que aquellos resultados habían sido obtenidos a partir de
experimentos reales llevados a cabo en el jardín del convento. No era así. Pero
no se puede afirmar que hizo trampa. Los números eran fruto de los conteos
reales de las plantas de guisantes cultivadas en el jardín, pero los
experimentos descritos en el artículo los había hecho sobre el papel jugando
con esos números. Pero entonces, ¿por qué no contó la verdad? ¿Por qué, en
lugar de decir simplemente cómo había hecho para llegar a su descubrimiento,
prefirió hacer creer que había trabajado de un forma completamente diferente?
La respuesta es mucho más simple y obvia de lo que se pueda suponer. Si Mendel
trabajó exactamente como yo pienso, sabía muy bien que su tercera ley valía
sólo para siete del centenar de caracteres que tienen las plantas de guisantes.
¿Cómo habría podido entonces, en plena época positivista, anunciar al mundo el
descubrimiento de lo que parecía ser más una excepción que una ley? Por eso
prefirió fingir que sus experimentos habían tenido por objeto precisamente
aquellos siete, y sólo los siete caracteres que obedecían a todas sus leyes. De
esta forma hizo creer que, si se hubiera probado con un octavo, un noveno, un
décimo carácter, tal vez la validez de la ley se habría confirmado. Pero sabía
bien que no era así puesto que él mismo había tenido ante sus ojos los
resultados numéricos relativos a la mayor parte de los caracteres de los
guisantes, y sólo para aquellos siete había podido demostrar en forma
matemática que se distribuían de acuerdo con la relación de 3:1 entre
dominantes y recesivos. Por eso cuando el mundo científico rechazó su
descubrimiento no lo tomó tan mal. En el fondo —habrá pensado— no están tan
equivocados. Luego de algunos años abandonó por completo la botánica y, durante
el resto de su vida, se ocupó sólo de meteorología. Muy probablemente murió
convencido de haber hecho un agujero en el agua. Pero no era así, en realidad
había realizado un trabajo admirable. Por desgracia, en aquella época la
importancia y el significado de los cromosomas no habían sido aún descubiertos
y por lo tanto no resultaba posible explicar por qué su teoría tenía una aplicación
tan limitada que la hacía aparecer como una ingenua simplificación de fenómenos
en realidad mucho más complicados. Desde este punto de vista Mendel puede ser
considerado un genio desafortunado, y pensar que por lo tanto era sospechoso de
estafa sería en verdad un acto poco generoso.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 235
A comienzos del siglo XIX en Londres los teatros y otros
edificios públicos se iluminaban con un gas extraído de las ballenas. Cuando
este gas se comprimía a fin de transportarlo en barcas, formaba un líquido.
Este líquido fue analizado por primera vez en 1825 por el famoso científico
Michael Faraday, quien verificó que contenía carbono e hidrógeno en iguales
proporciones. Posteriormente se lo denominó benceno. Durante muchos años nadie
pudo aislar la fórmula de la estructura de esta sustancia, hasta que en 1865
Friedrich August Kekulé demostró que su molécula está constituida por un anillo
de seis átomos de carbono dispuestos en forma de hexágono ideal, cada uno de
los cuales está unido a un átomo de hidrógeno. ¿Cómo había hecho Kekulé para
encontrar esta singular y hasta entonces desconocida estructura? El autor no
quiso revelarlo jamás, hasta que en 1890, en el transcurso de una
celebración-convención con motivo del vigésimo quinto aniversario del
descubrimiento, que pasó a la historia como la «fiesta del benzol», reveló que
había realizado el descubrimiento en sueños.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 239
Descubrir que un químico, un físico o incluso un biólogo
(sobre todo si se trata de científicos famosos) dice mentiras sin duda
sorprende, aunque no tanto. Sin embargo, nadie esperaría mentiras de una
persona que, como Freud, había comenzado ya desde el comienzo de su carrera a
reflexionar acerca del significado de la mentira (en especial acerca de las
singulares relaciones que existen cutre las mentiras de los adultos y las de
los niños), en un ensayo de 1913 titulado Dos mentiras infantiles. No
obstante, en un reciente artículo, Frank J. Sulloway demostró que la totalidad
de los casos clínicos más famosos estudiados por Freud, esenciales para la
constitución misma de la teoría psicoanalítica, fueron relatados de forma
distorsionada y desviada, insertándoles incluso aquí y allá verdaderas
mentiras. Una de las más grandes sería la que Freud habría dicho a propósito de
la manera en que llegó a descubrir el complejo de Edipo. Al menos esto es lo
que sostuvo F. Cioffi en un artículo de 1976 titulado «¿Era Freud un
mentiroso?». El complejo de Edipo designa el deseo incestuoso, más o menos
consciente, del hijo respecto de la madre y, en general, es el conjunto organizado
de deseos amorosos y hostiles que el niño siente respecto de sus padres. En su
forma clásica se presenta como el deseo de la muerte del rival, representado
por el personaje del mismo sexo, es decir por el padre, y deseo sexual por el
personaje del sexo opuesto (la madre), exactamente como en el viejo mito de
Edipo. Freud afirmó haber llegado al descubrimiento de este complejo a través
de su autoanálisis. Es decir, estudiando con atención, a partir del método
típico del psicoanálisis, su propia psique y sus relaciones afectivas y
familiares. Así fue como se dio cuenta de que sentía amor por su madre mientras
que, respecto del padre, por quien estaba convencido de tener mucho afecto,
sentía en realidad fuertes celos. Pero Cioffi ha descubierto que las cosas no
son así en absoluto. Los documentos demuestran que Freud no tuvo ninguna
inclinación edípica, y es probable que para elaborar su teoría se haya
inspirado simplemente en el mito griego. La forma en que Freud hacía uso del
complejo de Edipo en la terapia analítica resulta clara en el caso del pequeño
Hans. El protagonista de esta historia era un niño de cinco años que sufría un
miedo patológico por los caballos, miedo que le aterrorizaba a tal punto que no
deseaba salir de casa. Freud afirma haberle curado revelándole que todos sus
miedos nacían del complejo de castración, asociado al edípico. Sabemos, porque
lo ha relatado el mismo Freud, que el pequeño Hans, ya mayor, con diecinueve
años, fue a visitar inesperadamente al padre del psicoanálisis. Freud se puso
muy contento al verlo, pero se sorprendió mucho al saber que el joven no se
reconocía en absoluto en aquello que él, el gran Freud, había escrito acerca de
Hans. Todo hace suponer que en este caso Freud, que ni siquiera habría
observado en forma directa al joven paciente, sino que se habría atenido a lo
que le decían sus padres, cometió un gran error, y los miedos del pequeño Hans
fueron explicados luego de forma mucho más simple por John Bowlby, que los
atribuyó al comportamiento distante y poco afectuoso de los padres. La madre
del niño era de hecho histérica y Freud la había curado precisamente antes del
matrimonio, mientras que el padre era uno de los alumnos de Freud que compartía
plenamente, casi hasta la veneración, las ideas del maestro. Ambos habían
comenzado a observar al niño con ojo psicoanalítico mucho antes de que
surgieran sus miedos, y solían trasmitirle a Freud sus observaciones. Es por
eso muy verosímil que el niño se sintiera más un objeto de observación que un
objeto de amor y que sus miedos no fueran sino una forma inconsciente de
solicitar afecto a sus padres. En otros casos, en cambio, Freud recurrió a
verdaderas manipulaciones y falsificaciones de los resultados clínicos. En el
caso del presidente Schreber, por ejemplo, suprimió toda referencia al carácter
despótico del padre del paciente con el objeto de atribuir la paranoia que este
último sufría a sus supuestas tendencias homosexuales. En el caso de «El hombre
de las ratas», cuyo verdadero nombre era Ernst Lanzer, Patrick Mahony ha
verificado que Freud no sólo procuró hacer creer que la terapia analítica se
había prolongado por «más de once meses», cuando había durado tan sólo tres,
sino que además Freud había afirmado haber descubierto al comienzo del
tratamiento, y considerado fundamental para la comprensión de todo el caso, uno
de los más curiosos comportamientos del paciente (un comportamiento compulsivo
que le obligaba a mantener abierta la puerta de casa entre medianoche y la una
de la madrugada y luego contemplar sus genitales). En realidad, Lanzer, el
paciente, no le había contado a Freud el hecho sino hasta el final de la
terapia, el 27 de diciembre de 1907. Pero las revelaciones más interesantes se
refieren al caso de «El hombre de los lobos», que Freud había tratado en análisis
entre 1910 y 1914. El paciente, que Freud indica con las iniciales S. P, era
«un joven cuya salud sufrió un grave daño a la edad de dieciocho años después
de una infección blenorrágica, y que cuando comenzó el tratamiento
psicoanalítico, muchos años más tarde, era completamente incapaz de cuidar de
sí mismo por lo que se veía obligado a depender en todo y para todo de los
demás». Freud se ocupó sólo de lo que, según su opinión, era el origen de los
problemas del paciente, «una grave afección neurótica que se había instaurado
bajo la forma de una histeria de angustia poco tiempo antes de que cumpliera
los cuatro años, transformándose luego en una neurosis obsesiva de contenido
religioso cuyas consecuencias perduraron hasta los ocho años». Sin embargo, da
a entender con claridad que el análisis atacó también los problemas manifiestos
en el paciente ya adulto, y que pudo curarlos. Escribe: «Aunque el paciente me
lo haya solicitado en forma directa, me abstuve de escribir una historia
completa de la enfermedad, de la terapia y de la curación». Fue, por cierto,
una buena idea ya que el paciente no se curó. A principios de los años setenta
la periodista austríaca Karin Obholzer pudo rastrear en Viena al hombre de los
lobos, cuyo verdadero nombre es Sergej Pankejeff, e hizo que contara su
historia que luego relató en el libro El hombre lobo sesenta años después. Lo
primero que surgió fue que en realidad Pankejeff nunca se había curado. Luego
de haber estado bajo el tratamiento de Freud fue analizado dos veces por Ruth
Mack Brunswick y, después de la segunda guerra mundial, por otros muchos
psicoanalistas hasta su muerte en 1978. Sus problemas psicológicos siguieron
siendo los mismos que sufría cuando se presentó por primera vez ante Freud y
para curarle no sólo fueron insuficientes los cuatro años de análisis con él,
sino también los otros que había estado en análisis con sus discípulos y
seguidores. «Mi análisis», le explicó Pankejeff a Obholzer, «ha sido una
catástrofe. Estoy ahora exactamente igual que cuando comencé». «Pero, en sus
memorias», objetó Obholzer, «usted ha escrito exactamente lo contrario». En
1971, a cargo de Muriel Gardiner, se había publicado en Estados Unidos El
hombre lobo, por el hombre lobo, un libro en el que se acreditaba de manera
definitiva la idea, expresada ya por el mismo Freud, de que Pankejeff se había
curado por completo. «Es todo falso», replicó el paciente que contaba ya con
ochenta y seis años, «Garner insistió para que yo escribiera aquellas memorias
a fin de demostrarle al mundo que Freud había logrado curar una persona
gravemente enferma».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 241
Pero lo peor no había llegado aún. La hermana de Burt, para
acallar las acusaciones y habladurías, decidió hacerle escribir una biografía
de su hermano a una persona de confianza y objetiva. Recordó que Leslie
Hearnshaw, un psicólogo que ocupaba en Liverpool la cátedra que había sido de
su hermano, había presentado un conmovedor discurso en los funerales de éste.
Consideró que era la persona adecuada para aquella tarea. Le confió todos los papeles
y los diarios de Burt a fin de que pudiera rebatir todas las acusaciones con
los documentos en la mano. Pero cuando finalmente en 1979 se publicó el libro,
el frente de defensores de Burt se desbarató por completo: Hearnshaw había
encontrado en los papeles que le habían sido confiados la prueba documentada de
que Burt había realizado investigaciones de psicología acerca de los gemelos
separados sólo antes de la segunda guerra mundial, obteniendo datos relativos a
quince pares de gemelos. Los datos de los otros treinta y ocho pares eran
totalmente inventados, tanto es así que cuando a finales de los años sesenta
Christopher Jencks, psicólogo de Harvard, le solicitó los originales Burt
apuntó en su diario que se había visto obligado a pasar una semana calculándolos.
Esto significa que no los tenía y que debía volver a hacerlos, es decir,
inventarlos en el momento. Hearnshaw descubrió que otras investigaciones hasta
entonces no cuestionadas, relativas a problemas de psicopedagogía, también eran
inventadas. Finalmente, Hearnshaw quiso llegar al fondo de la historia de los
seudónimos y verificó que Burt había escrito con nombres falsos un total de más
de veinte cartas, reseñas y notas críticas, en algunas de las cuales había
llegado incluso a responder a una nota que había escrito y publicado con otro
nombre a fin de poder citar una y otra vez sus trabajos y exponer sus puntos de
vista fingiéndose totalmente fuera del caso. El juego de los seudónimos se
había intensificado en los años en que se jubiló, con el objeto de crear la
impresión de que continuaba investigando. De la biografía escrita por Hearnshaw
surge el retrato de un hombre inteligente y dotado, pero con graves problemas
de carácter. Burt era introvertido, celoso, ambicioso y, como demuestra la invención
de los diferentes personajes y su identificación con ellos, levemente
paranoico. No tenía, según Hearnshaw, ni el temperamento ni la educación del
estudioso, era demasiado seguro de sus ideas, demasiado precipitado y ansioso
por obtener resultados definitivos, a la vez que demasiado hábil y ágil para
arreglar los datos estadísticos, con la finalidad de ser considerado un
verdadero científico. Pero ha sido con seguridad el más afortunado de los
estudiosos acusados y encontrados culpables de fraude científico.
Recientemente, el psicólogo Robert B. Joynson y el sociólogo Ronald
Fletcher han publicado dos libros en los que procuran rehabilitar a Burt. El
más importante es The Burt affair, publicado por Joynson en 1989. El objetivo
manifiesto es refutar las acusaciones de Hearnshaw y demostrar que las teorías
de Burt se apoyaban en investigaciones efectivamente realizadas, no en datos
falsificados. Las argumentaciones de Joynson convencieron a Jensen,
admirador de Burt y defensor del carácter hereditario de la inteligencia, pero
dejaron perplejos a otros estudiosos. Joynson, profesor de psicología en la
Universidad de Nottingham, no responde directamente a las acusaciones de
Hearnshaw sino que se limita a intentar negar su validez desacreditando las
fuentes de información que éste utiliza, y cuando la acusación está bien
documentada se desespera ofreciendo explicaciones aparentemente válidas.
Sostiene, por ejemplo, que la mayor parte de las informaciones utilizadas por
Hearnshaw son de segunda mano y que los diarios a los cuales se le había
atribuido tanta importancia son en realidad de poca utilidad, a tal punto que
no merece la pena tenerlos en cuenta al intentar reconstruir la verdad. En lo
que respecta a la ausencia de documentos que comprueben que los datos de Burt
habían sido obtenidos mediante experimentos reales, Joynson sostiene que éstos,
muy probablemente, se perdieron durante la guerra. En lo concerniente a los
colaboradores ficticios y el uso desprejuiciado de seudónimos se afirmó que
Burt fue inducido no por una forma de paranoia sino por la necesidad de
afrontar él solo la dirección de la revista, dada la escasez de fondos y la
falta de colaboradores. Todas estas argumentaciones, ha sostenido Leon Kamin,
el primer acusador de Burt, permiten suponer que la credulidad de los
estudiosos, así como también la del público interesado, se pueda llevar más
allá del límite aceptado por las personas sensatas. En todo caso, después de
dos libros escritos a su favor, el tribunal de la ciencia no puede seguir considerando
culpable a Burt: debemos concederle al menos el beneficio de la duda. Esto
constituye ya un óptimo resultado dado que en ciencia quien hace trampa queda
tarde o temprano descubierto. El de Burt es el único caso conocido de delito
casi perfecto después del de Piltdown y cabe subrayar que se trata de dos
estafas inglesas.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 253
En 1923 Pavlov anunció, durante el Congreso
internacional de fisiología celebrado en Edimburgo, que había podido demostrar
el carácter hereditario de los reflejos condicionados. Es decir que los perros
acostumbrados a salivar cuando sonaba una campana o se encendía una luz,
transmitían a sus descendientes esta capacidad por vía hereditaria: una enésima
prueba del carácter hereditario de las aptitudes adquiridas. Pero el
descubrimiento era en realidad falso, como explicó B. G. Gruemberg en un libro
del año 1929, y Pavlov había sido engañado por uno de sus ayudantes que muy
probablemente, más que desacreditar a su director, se proponía enaltecer y
ampliar el valor de sus descubrimientos, demostrando su convergencia con las
ideas que entonces dominaban la genética soviética.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 270
William Crookes había demostrado la existencia de los rayos
catódicos provocando una descarga eléctrica dentro de un tubo en el que se
había creado el vacío. «Las paredes del tubo se volvían fosforescentes a
causa», esto era al menos lo que Crookes sostenía, «de un rayo de moléculas
voladoras».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 273
En 1895 Roentgen, un hombre de cincuenta años, profesor de
la Universidad de Würzburg, que hasta entonces no había realizado descubrimiento
importante alguno, procuró verificar si era posible evidenciar la salida de los
rayos catódicos en tubos que carecieran de «ventanas» de aluminio. Le había
surgido la duda de que la fosforescencia que se observaba en estos casos en las
paredes del tubo impedía la observación de la débil fluorescencia qué se podía
producir en la pantalla externa por la eventual salida de los rayos catódicos.
Para verificar esta hipótesis, cubrió un tubo catódico (que carecía de ventanas
de aluminio) con papel negro. Apagó las luces y dio corriente al tubo. Pudo
constatar así que la fosforescencia de las paredes del tubo no se observaba, es
decir, quedaba completamente cubierta por el papel negro. A este punto iba a
encender las luces para colocar la pantalla fosforescente que había preparado.
Quería observar si, colocándola a pocos centímetros del tubo, los rayos podían
atravesar las paredes de vidrio y el papel. En ese preciso momento notó, a gran
distancia de la mesa sobre la que estaba trabajando, un punto luminoso. En un
primer momento pensó que el papel con la que había envuelto el tubo presentaba
una rendija que se reflejaba por un espejo. Pero luego recordó que en el
laboratorio no había espejos. Entonces volvió a enviar corriente al tubo y vio
reaparecer la luz en el mismo punto. Sintiéndose cada vez más curioso encendió
las luces y fue a ver qué era el objeto que se iluminaba. De esta manera,
descubrió que lo que causaba la emisión de esa luz débil era precisamente la
pantalla fluorescente que había preparado para evidenciar la eventual salida de
los rayos catódicos del tubo oscurecido. Pero la reacción en la pantalla no
podía estar provocada por los rayos catódicos ya fuera porque la pantalla se
encontraba a una gran distancia del tubo, ya porque la radiación que la
generaba podía verse interceptada por una delgada hoja de metal, como pudo
verificar de inmediato. Debía tratarse de un nuevo tipo de radiación. Roentgen
trabajó intensamente durante más de un mes para comprender de qué se trataba, y
el 28 de diciembre de 1895 publicó un artículo titulado Un nuevo tipo
de rayos en el que explicaba que los que había descubierto, a los que
denominó X (precisamente porque aún no podía determinar su naturaleza), no
sólo tenían un radio de acción más amplio que los catódicos, sino que además
todos los cuerpos resultaban «transparentes a este agente en grados
diferentes», propiedad ésta que podía utilizarse para obtener imágenes
fotográficas (radiografías) de cuerpos u objetos colocados en el interior de
otros cuerpos de diferente densidad. La primera fotografía que tomó Roentgen a
través de esa radiación fue la de la mano de su esposa: en ella aparecían con
claridad la estructura ósea y el anillo de matrimonio. La cosa suscitó una gran
conmoción sobre todo por las posibles aplicaciones médicas, que luego fueron
ampliamente explotadas. Así fue que el descubrimiento de los rayos X fue
el primer evento científico en la historia de la ciencia que obtuvo grandes
titulares en los periódicos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 274
… entre tantos descubrimientos genuinos se insinuó una
falsificación: la de los rayos N, llevada a cabo por Rene Blondlot, sólo
cuatro años más joven que Roentgen y que, al igual que éste, había realizado
hasta el momento una carrera honesta pero oscura. El objetivo original de los
experimentos de Blondlot era verificar si realmente, como se había sostenido
hasta entonces, los rayos X no podían ser polarizados, es decir que no se podía
hacer que sus oscilaciones tuvieran lugar en un único plano. Era un experimento
importante puesto que, si hubiera resultado positivo, habría demostrado que los
rayos X son ondas. En cambio, si no hubiera sido posible polarizarlos,
habría debido considerarse que se trataba de partículas. Hoy en día sabemos que
toda forma de materia o energía puede presentar tanto características de
partícula como de onda, pero en aquella época existía una clara distinción
entre ambas.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 276
Para demostrar que el embrión de hombre, de mono y de perro
son iguales Haeckel había publicado tres figuras que los representaban y que
eran tan similares que parecían idénticas. De hecho eran idénticas: era la
figura del embrión de perro repetida tres veces. Había repetido el mismo juego
a fin de demostrar la semejanza entre el embrión de perro, el de pollo y el de
tortuga. Pero en 1908 las acusaciones de falsificación no provenían de un gran
científico y Haeckel, en lugar de guardar silencio, reaccionó con firmeza
convencido de poder superar al débil adversario y silenciar la discusión. Ya
después de la conferencia de Brass había escrito cartas a amigos influyentes y
artículos en los periódicos alemanes sosteniendo que las acusaciones dirigidas
en su contra eran fruto de una «insolente invención» y amenazando con acciones
legales por difamación que en realidad nunca prosperaron. Inmediatamente
después de la edición del libro, publicó en el Berliner Volkszeitung, un
periódico socialdemócrata, un amplio artículo titulado «Las falsificaciones de
la ciencia», que luego se reprodujo el 9 de enero de 1909 en el Münchener
Allgemeinen Zeitung. Allí Haeckel admitía algo, pero rechazaba la acusación de
falsificación y procuraba hábilmente obtener la solidaridad del mundo
científico. Como respuesta, Brass y sus defensores enviaron a todos los
naturalistas alemanes una carta abierta en la que les invitaban a tomar posición
y expresar una opinión. Fue un fracaso. Respondieron tan sólo quince y a pesar
de que ninguno defendía a Haeckel, todos decían no tener intención de expresar
su opinión públicamente y se reservaban el derecho de responder individualmente
en las revistas científicas. Algunos, entre los que se encontraba el gran
embriólogo W. Roux, lo hicieron y expresaron el juicio severo que
otorgaban a los métodos de gran naturalista. Sin embargo, Haeckel no se rindió.
Logró convencer a la mayor parte de sus colegas de que la que podría haber sido
denominada «la guerra de los monos» no era un simple ataque personal, sino que
tendía a desacreditar ante los ojos del mundo la teoría darwiniana de la
evolución, y obtuvo una declaración pública firmada por cuarenta y seis científicos
que decía: «Los profesores de anatomía y zoología, directores de institutos de
anatomía y zoología y de museos de historia natural abajo firmantes, declaran
no aprobar los procedimientos de esquematización usados por Haeckel, aunque al
mismo tiempo, deploran en interés de la ciencia y de la libertad intelectual,
los ataques que el doctor Brass y Keplerbund han dirigido contra Haeckel;
declaran además que la teoría de la evolución no queda invalidada en absoluto
por las inexactitudes de algunas reproducciones de embriones». A ésta seguía
luego otra carta, firmada por treinta y seis profesores, en la que la cuestión
de la evolución se diferenciaba claramente de los problemas causados por las
acusaciones personales contra Haeckel. Esta historia ya casi olvidada y que hoy
en día puede parecer un poco patética por el arrebato completamente
decimonónico con el que se enfrentaron los dos adversarios resulta en extremo
significativa por diferentes motivos. Demuestra, ante todo, que en la época en
que investigadores y científicos no competían a fin de obtener financiaciones y
ascensos en su carrera cometían engaños, cuando lo hacían, sólo en nombre y en
función de una idea en la que creían firmemente. Sus engaños parecen «fraudes
nobles», aunque sean siempre fraudes. Esto permite evaluar la distancia que
separa a los científicos del siglo XIX de los de nuestros días y comprender la
diferencia que existe entre un científico de vocación y otro de profesión. El
primero está dispuesto a arriesgar su propia carrera y su honor por una idea,
el segundo está dispuesto a sacrificar las propias ideas por la carrera.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 285
La idea que llevó a Haeckel a cometer una estafa era la que
proponía que la teoría de la evolución era cierta, por lo que debía existir una
cadena de «eslabones perdidos» que une al hombre con el mono. Esta cadena, que
todos consideraban en aquella época (y aún hoy en día) difícil o casi imposible
de reconstruir, Haeckel comenzó a delinearla en 1866 a partir del hombre y
recorriendo hacia atrás su evolución. Era, sin duda, una empresa mucho más
ardua que la de intentar ascender a través de los propios antepasados hasta
Adán y Eva. Pero Haeckel logró resolverla en pocos años: en 1874 una de sus más
grandes obra, Antropogenia o historia de la evolución humana, localizó y
elaboró con precisión una lista con los veintidós eslabones que conducían desde
la «monera» (nombre que él mismo adjudicó a supuestos seres vivientes
primitivos, que en realidad no han existido jamás) hasta el hombre, que surgía
en el vigésimo estadio primero de la evolución como Pithecanthropus alalus u
«hombre alalo», es decir privado de palabra, progenitor del hombre dotado de
lenguaje. La cadena se amplió con otros eslabones, casi todos usados para
llenar el espacio entre el mono y el hombre, que recibieron nombres extraños
como Archiprimas o Archipithecus, y que inmediatamente después del
Pithecanthropus alalus hicieron aparecer, entre otros, un Homo stupidus que
nadie, según creo, tuvo el honor de acoger entre sus antepasados. Pero esta
brillante teoría necesitaba un apoyo experimental para que el mundo científico
la tomara seriamente en consideración. A pesar de que el evolucionismo estaba
afirmándose con rapidez, la idea de que el hombre proviniera del mono les
resultaba a todos una extrapolación azarosa.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 287
Darwin procuró sugerir a Haeckel la misma cautela. En una
carta que le envió en los primeros meses de 1867, después de haber
recibido la Generelle Morphologie, su primera gran obra, Darwin decía: «Temo
que suscitaréis irritación y, como sabéis, la ira enceguece a la gente, por lo
que vuestros argumentos corren el riesgo de no tener influencia alguna en
quienes piensan diferente. Y, lo que más importa, no quisiera que vos, hacia
quien siento tanta amistad, os creéis enemigos sin necesidad: el mundo está ya
bastante lleno de cosas tristes y de problemas como para desear que otros
agreguen más».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 287
Haeckel era en aquella época, como ha escrito Arthur Keith,
«un joven y valiente bucanero que recorría los mares de la biología, con la
bandera de la evolución izada en el palo mayor, preparado para atacar toda nave
que izara la bandera del creacionismo». Y, efectivamente, con el objeto de
ahogar las ideas de sus adversarios, el «joven bucanero» estaba dispuesto a
todo. Su abordaje más poderoso se encontraba precisamente en la obra que le
había enviado a Darwin. Se trataba de la teoría de la recapitulación, según la
cual la ontogénesis (el desarrollo del individuo) recapitula la filogénesis (el
desarrollo de la especie). En otros términos, Haeckel opinaba que el embrión de
los animales, en su desarrollo, recorría todas las etapas más importantes a
través de las cuales ha pasado toda la raza a la que pertenece. En un
determinado estadio del embrión humano, por ejemplo, pueden reconocerse las
fisuras branquiales y el esbozo de una cola, reminiscencias del estadio del pez
y, más adelante, las características de un mono. La teoría tenía cierto
fundamento de verdad, como se reconoce aún hoy en día, pero Haeckel estiró las
pocas evidencias experimentales disponibles a fin de demostrar que, en
particular, las últimas etapas del desarrollo del embrión humano correspondían
exactamente a los eslabones de ese trozo de la cadena que une al hombre con el
mono y que él quería por todos los medios definir con exactitud. Dado que esta
correspondencia no era en absoluto evidente, puesto que ni siquiera existía,
Haeckel la construyó a partir de una serie de trucos y retoques. Así fue que
cuando diseñó en una serie de mesas, que pronto se hicieron famosas, los
embriones de varios animales para cotejarlos con las diferentes etapas de
desarrollo del embrión humano, llevó a cabo verdaderas falsificaciones. En
aquellos embriones Haeckel había hecho de todo. De acuerdo con los casos, había
alargado o acortado las colas, quitado o agregado vértebras, ensamblado la
cabeza de un embrión humano en el cuerpo de un embrión de mono, aumentado o
disminuido las dimensiones de la cabeza, eliminado por completo partes del
cuerpo y esbozos de miembros. Para ilustrar, por ejemplo, el estadio en el que el
embrión del hombre se asemeja al del pez, extrajo de un libro de His el diseño
de un embrión humano en las primeras etapas de desarrollo, borró por completo
los arcos branquiales, el corazón, el esbozo de fosa nasal y de las
protovértebras, además de los esbozos de la pierna y el intestino, luego
extendió el esbozo de columna vertebral por lo que al final el embrión
presentaba el aspecto de un renacuajo.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 288
La unión monista,tenía por objeto «la promoción y difusión
de una concepción simple del mundo, la cual debía tener como fundamento más
seguro sólo los resultados de las investigaciones modernas de la naturaleza
apoyadas en la observación y la experiencia. Rechazaba por completo toda
revelación, toda fe en el milagro y en los fantasmas sobrenaturales. Su
conquista moderna más importante es la victoria del concepto de evolución y más
especialmente de la doctrina transformista o teoría de la descendencia ideada
por Darwin, cuya conclusión más importante es que el hombre, al igual que todos
los demás mamíferos, se ha desarrollado gradualmente a partir de los
vertebrados inferiores a través de una larga serie de antepasados. Con esto no
sólo se resolvía la cuestión más importante, sino que además se refutaban al
mismo tiempo el viejo dogma de la inmortalidad del alma personal y la creencia
ampliamente difundida de que un dios personal (imaginado a semejanza del
hombre) había fabricado, en tanto creador, todas las cosas y las conducía de
manera providencial». «Como era natural», continuaba Haeckel, «nuestra
filosofía monista debió luchar desde el comienzo contra la más violenta
oposición de la teología cristiana dominante y de la filosofía escolástica que
la acompañaba. Por eso, el año pasado ha sido fundada en Francfort, la
Keplerbund, que tiene por objeto el reconocimiento incondicional de la
revelación sobrenatural, del milagro, del dios personal y de su imagen en el
alma inmortal. Todos los ámbitos conservadores y ortodoxos le otorgaron su
incondicional apoyo, particularmente los ministros reaccionarios de Prusia y de
Alemania, estados completamente dominados por el espíritu clerical».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 290
Haeckel habría hecho muy bien si hubiera acogido la
invitación con la que Brass ponía fin a su librito: «Señor profesor, durante
cuarenta años ha injuriado usted a varios científicos honorables, ahora es
necesario que retroceda si no desea oscurecer los últimos años de su vida».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 292
Sin embargo, no se puede negar que la investigación acerca
de los eslabones perdidos, iniciada y llevada adelante precisamente por
Haeckel, ha renovado la antropología y la paleontología, como ha reconocido
ampliamente John Reader en uno de los más bellos libros de paleontología,
Missing links: the hunt for earliest man («Eslabones perdidos: en busca del
primer hombre»),
Pero esta búsqueda de los orígenes es considerada hoy en día
como la aventura más difícil, dudosa e incierta en la que la ciencia moderna se
ha embarcado. Uno de los motivos (el que más interesa a los objetivos de este
libro) es que, precisamente, estas disciplinas registraron las falsificaciones
y engaños más clamorosos de la historia de la ciencia. Pero existen otros
motivos mucho más serios.
Toda la búsqueda de nuestras «raíces» presupone la validez
de la teoría de la evolución la cual sostiene, de acuerdo con la formulación
original de Darwin, que los organismos cambian lentamente con el tiempo ya que
en ellos se manifiestan pequeñas mutaciones que el ambiente selecciona (porque
pueden adaptarse mejor) y se transmiten a los hijos. Si esto es cierto, es
necesario suponer que: a) entre las formas actuales y aquellas que las
precedieron existe una serie de pasos intermedios, denominados «eslabones
perdidos», que se caracterizan por ser la solución intermedia entre un animal y
otro, por ejemplo, entre un reptil y un pájaro; b) estos eslabones perdidos
pueden estar dispuestos a formar árboles genealógicos e incluso un único árbol
enorme en el que se observarían los grados de parentesco existente entre todos
los seres vivientes; c) los restos fósiles deben darnos la documentación
relativa a los eslabones perdidos necesarios para construir los árboles
genealógicos.
Las consecuencias a) y c) fueron deducidas por el mismo
Darwin, la b) fue en cambio deducida principalmente por Haeckel. Fue él quien
llenó sus libros de árboles genealógicos. Darwin, que era más cauto y sabio, se
dio cuenta de inmediato de que en la historia de los árboles genealógicos había
algo que no funcionaba: faltaban los fósiles relativos a las formas
intermedias. Los árboles genealógicos no podían diseñarse porque faltaban los
únicos documentos que podían permitir localizar a los antecesores. Esto no se
debía a que los eslabones perdidos no existían, sostenía Darwin, sino
simplemente a que la documentación geológica y fósil era fragmentaria.
«Nuestros documentos geológicos», escribía, «son en extremo imperfectos, y ello
explica por qué no encontramos variedades intermedias que unan todas las formas
extinguidas y existentes mediante sutiles pasos graduales».
Establecer la historia evolutiva, incluso de una sola
especie en un árbol filogenético es como reconstruir el árbol genealógico de
una familia apoyándose en registros parroquiales, diarios, fotografías y
documentos quemados en gran parte, de los que sólo quedan líneas, palabras o
fragmentos de imágenes. No es entonces sorprendente que aún hoy en día no
exista un acuerdo completo acerca de quiénes han sido nuestros antepasados y
sus eventuales relaciones con los monos. En todo caso, ya nadie busca los
eslabones perdidos o Pithecanthropi, es decir los hombre-mono, como los
denominaba Haeckel.
Todos los candidatos a ocupar el sitio vacío entre el mono y
el hombre han sido descartados de manera inexorable. Al Neanderthal,
descubierto demasiado «prematuramente» en 1856, rápidamente le fue mal. Darwin
dio a conocer sus ideas acerca de la evolución sólo tres años después, en 1859,
y nadie pensó que se trataba del eslabón perdido, simplemente porque nadie en
aquella época se había propuesto buscar tales eslabones. El mismo descubridor,
el ilustre profesor de anatomía Hermann Schaaffhausen, consideró que aquellos
huesos pertenecían a una antigua raza de hombres que habría habitado en Europa
noroccidental. Lo cierto era que, no obstante, los arcos supraciliares de mono,
aquel cráneo hacía recordar demasiado al del hombre actual. El gran patólogo
Rudolf Virchow sostuvo que había pertenecido a un hombre muy parecido a
nosotros pero que sufría de una grave forma de artritis. Cuando en 1861 el
anatomista inglés George Busk intentó decir que aquel cráneo, después de todo,
se parecía bastante al del gorila y al del chimpancé, y que por lo tanto
aquéllos podían ser los restos fósiles del eslabón perdido entre el mono y el
hombre, fue silenciado de inmediato. El anatomista alemán F. Mayer, que había
vuelto a examinar los huesos con atención, afirmó que pertenecían a un hombre
«que sufría de idiotez y raquitismo», probablemente un cosaco que había
combatido con Napoleón en enero de 1814. En 1863 también Thomas Huxley, uno de
los más tenaces defensores de la teoría de la evolución, se ocupó del tema y
concluyó que, a pesar de que el cráneo presentaba muchas características de los
simios, no podía tratarse de la cabeza de un organismo intermedio entre el mono
y el hombre. Como de costumbre Darwin fue cauto y sabio. Sólo cuando escribió
El origen del hombre, en 1871, hizo una breve referencia al cráneo de
Neanderthal, sin expresar juicio alguno. E hizo bien. Aún hoy los antropólogos
y paleontólogos discuten acerca del grado de parentesco entre nosotros y el
hombre de Neanderthal: la mayor parte de los estudiosos consideran que la rama
a la que éste pertenecía era una «familia» (que se extinguió hace
aproximadamente más de treinta y seis mil años) de primos de nuestros progenitores
africanos. Todos están de acuerdo, sin embargo, en considerar que no se trataba
de un mono, o de un hombre-mono, sino de un verdadero hombre como su nombre
científico lo demuestra: Homo sapiens Neanderthalensis.
Pero más tarde, en 1898, el paleontólogo y ferviente
evolucionista holandés Eugene Dubois descubrió en el pueblo de Trinil, en la
costa meridional de la isla de Java, una calota craneal de aspecto claramente
simiesco junto con un fémur izquierdo tan parecido al de un hombre actual que
podía ser considerado como perteneciente a uno de nuestros abuelos. Dubois
gritó el milagro: había descubierto finalmente el pitecántropo que Haeckel
había preconizado. Sin embargo, no lo llamó Pithecanthropus alalus, es decir
hombre mono privado de palabra, sino Pithecanthropus erectus, simio que camina
de pie, puesto que el fémur demostraba que aquel ser poseía una estructura ósea
que le permitía caminar como nosotros. Haeckel se sintió muy halagado y
confirmó que, según su opinión, ése era precisamente el eslabón perdido, aunque
«desafortunadamente los restos fósiles son muy pocos e imperfectos como para
poder reconstruir completamente el aspecto de la criatura a la que habían
pertenecido», agregó. Muchos estudiosos, sin embargo, permanecieron escépticos:
para ellos Dubois había descubierto simplemente un fémur humano junto con una
calota de simio, es decir que se trataba sólo de una nueva especie de simio
fósil. Hoy en día sabemos que ni unos ni otros tenían razón. Dubois había
descubierto el primer ejemplar fósil de Homo erectus, el primer homínido
aparecido aproximadamente hace un millón y medio de años. De él se han
encontrado otros ejemplares fósiles en Kenia, en diferentes zonas de Argelia y
Marruecos, en Sudáfrica, en Zambia, en China, donde en 1903 fue encontrado el
denominado hombre de Pekín, pero luego también aparecieron restos en casi todas
las naciones europeas, incluida Italia, donde en 1968, en una de las grutas de
Grimaldi, en Ventimiglia, fue descubierto un hueso ilíaco derecho incompleto
atribuido a un Homo erectus dotado de una posición recta bípeda perfecta.
También Dubois había descubierto algo que se acercaba demasiado al hombre como
para ser considerado verdaderamente el eslabón de unión entre el mono y el
hombre. Las perplejidades habían surgido también entre los evolucionistas
convencidos de que tomando al pie de la letra el identikit del eslabón que el
mismo Darwin había delineado encontrarían un animal que caminara aún un poco
curvado, como los orangutanes, pero que presentaría un cerebro más desarrollado
que el de los monos y por lo tanto una calota craneal más amplia, asociada a
las artes anteriores más refinadas y dúctiles, muy parecidas a los brazos y las
manos del hombre.
Por eso, cuando en 1912 se descubrieron una calota craneal
parecida a la humana y una mandíbula de mono en una cantera de grava en
Piltdown, Inglaterra, los paleontólogos más grandes de la época se convencieron
(aunque algunos lo hicieron lentamente y reservándose algunas dudas) de que
aquél podía ser el tan deseado eslabón perdido, dado que parecía corresponder
en todo con lo esperado. No existió nunca declaración o toma de posición
científica tan imprudente. La más grande que haya perturbado jamás el Olimpo de
la ciencia. Los huesos habían sido tratados con colorantes químicos y algunos
toques de lima para hacer caer a los paleontólogos en el engaño. Pero para
descubrirlo se necesitaron más de cuarenta años, durante los cuales, en la base
de nuestro árbol genealógico se situaba el falso hombre de Piltdown que se
creía que había vivido hacía ciento cincuenta mil años cuando, en Europa y
precisamente en Inglaterra, patria del evolucionismo, habría tenido lugar la
transformación del mono en hombre.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 292
Las primeras dudas habían surgido en 1935 cuando Kenneth
Oakley, geólogo del Museo Británico, comenzó a darse cuenta de que los restos
de Piltdown no podían tener, como se había supuesto hasta entonces, la misma
edad que el estrato geológico en el que habían sido encontrados. Una evaluación
cuidadosa de la edad exacta de los fósiles no pudo realizarse sino hasta
después de que el mismo Oakley perfeccionó el método elaborado por el minerólogo
francés Adolf Carnot para determinar la edad de los huesos fósiles a partir de
su contenido de fluorina. Oakley solicitó y obtuvo del Museo Británico la
autorización para analizar mediante el nuevo método los restos del hombre de
Piltdown. De esta forma descubrió que los huesos fósiles del mastodonte y del
elefante contenían aproximadamente un 2 por ciento de fluorina, mientras que
los fragmentos del hombre de Piltdown contenían entre un 0,1 y un 0,4 por
ciento. Esto significaba que el hombre de Piltdown no tenía quinientos mil
años, como se había creído, sino que no superaba los cincuenta mil. Oakley dio
a conocer los resultados de sus análisis en marzo de 1950 y atrajo tímidamente
la atención acerca de los problemas que surgían a partir de ellos. ¿Cómo
explicar, por ejemplo, el descubrimiento en el mismo estrato de restos fósiles
de animales que se remontaban en realidad al pleistoceno y de restos humanos o
humanoides mucho más recientes? Y particularmente, ¿cómo era posible que un
hombre que había vivido hacía tan sólo cincuenta mil años tuviera una mandíbula
de tipo simiesco cuando el hombre de Neanderthal poseía unas mandíbulas iguales
a las nuestras? Precisamente para resolver estos problemas Oakley solicitó,
junto con Joseph Weiner y el gran antropólogo Wilfred le Gros Clark, volver a
examinar todos los hallazgos desde el punto de vista anatómico, radiológico y
sirviéndose de nuevos métodos químicos. Los resultados de estos análisis fueron
publicados en 1953 en un artículo titulado «La solución del problema de
Piltdown». Y la solución era simple: el hombre de Piltdown no había existido
jamás, se había tratado simplemente de una estafa. El examen del contenido de
fluorina y el del material orgánico demostró que la mandíbula era mucho más
reciente de lo que se suponía y no podía remontarse más allá de la Edad Media,
evidentemente había pertenecido a una hembra de orangután y nada tenía que ver
con el cráneo. Además, el análisis de rayos X reveló la presencia de
sulfato en el cráneo mientras que esta sustancia no aparecía en la mandíbula.
Los dientes, como se sospechaba, presentaban características poco convincentes:
sus superficies superiores estaban limpias y no desafiladas como suelen
encontrarse a causa del uso. Resultó, además, que no eran humanas, sino que
habían sido limadas con el fin de hacerlas parecer como pertenecientes a una
especie con características humanoides. Finalmente, el cóndilo había sido
partido evidentemente a fin de impedir que se descubriera que no se adaptaba al
cráneo en forma correcta. La mandíbula, por lo tanto, nada tenía que ver con la
especie humana, y había sido trabajada de tal modo que se asemejara a una
mandíbula humana. Muchos de los restos fósiles de mamíferos diseminados en la
cantera de grava de Piltdown fueron luego identificados como provenientes del
Mediterráneo. Los posibles sitios de origen comprenden Malta y un depósito
fósil de la zona de Ichkeul, en Túnez, que los paleontólogos desconocieron
hasta 1946. Los fragmentos de sílex del terreno de Piltdown descubiertos en
1912 eran bastante parecidos, aunque ligeramente diferentes de los que suelen
encontrarse en Inglaterra. Algunos presentaban una pátina blanca bastante
extraña y se creía que los más grandes pertenecían en gran medida a restos de
algún desconocido taller paleontológico de utensilios de sílex. Muchos estaban
trabajados de un sólo lado y algunos parecían muy antiguos dado que presentaban
bordes redondeados por la intemperie mientras que otros los tenían mucho más
afilados. Un detalle permitió afirmar que aquellos utensilios no eran en
absoluto originarios de Inglaterra. El sílex con que uno de ellos se había
elaborado encerraba en su interior una concha fósil, Inoceramus. Estas conchas
características son típicas de manufacturas que pueden encontrarse en
abundancia en Gafsa, una ciudad del centro de Túnez. El limes difundió la
noticia de que el hombre de Piltdown era sólo el fruto de un hábil engaño el 21
de noviembre de 1953, provocando una especie de luto nacional. La indignación
fue tan grande que en la Cámara de los Comunes se planteó la propuesta de
reducir los fondos otorgados normalmente al Museo Británico, culpable de haber
tardado tanto tiempo en descubrir el fraude y de haber engañado de esa forma al
pueblo inglés. Sin embargo, la propuesta no fue tomada en serio y el Lord del
sello privado declaró que «el gobierno desde su entrada en ejercicio debió
ocuparse de tantos esqueletos que se encontraban en los armarios, que no ha
tenido aún el tiempo de pasar a examinar las calaveras». Los ingleses procuraron
esconder, precisamente a través del humour, la vergüenza causada por el
sorprendente descubrimiento, y en gran parte lo lograron: un lector escribió al
Times. «Sir, ¿debemos pensar ahora que tal vez el hombre de Piltdown fue el
primero en tener dientes postizos?». Cuando el sentido del humor se desvaneció
se dieron cuenta, sin embargo, de que habían sido víctimas de la estafa
científica más colosal jamás perpetrada. Pero, ¿quién era el autor? Aún hoy en
día resulta imposible dar una respuesta definitiva y satisfactoria a esta
pregunta.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 301
Matthews, que tuvo la oportunidad de conocer a casi todas
las personas involucradas en el caso, ha planteado la hipótesis de que sólo
Dawson desencadenó el fraude. Teilhard se habría dado cuenta y con la intención
de empujarle a desistir habría preparado el canino, cuya falsificación era
mucho más rudimentaria que la de las otras piezas ya que evidentemente había
sido limado y además su pátina de antigüedad no se había obtenido mediante
procedimientos químicos, como en el caso de las otras piezas, sino a través de
una simple mano de pintura. Teilhard mismo lo tira en el campo y luego finge
encontrarlo. La esperanza era que una pieza tan evidentemente falsa hiciera
comprender a las luminarias inglesas de la paleontología y de la anatomía que
habían sido presas de un gran engaño. En cambio, lo consideraron un importante
elemento de confirmación. Mientras tanto, se desata la guerra, Dawson muere y
Teilhard se encuentra con la imposibilidad de poner fin mediante una confesión
abierta a una broma que duró demasiado tiempo. El descubrimiento del fraude
debe haberse visto obstaculizado también por las diferencias existentes entre
ambos cómplices. Matthews subraya que los documentos a nuestra disposición
permiten afirmar que las Federico di Trocchio piezas del segundo hombre de
Piltdown aparecieron en 1913, y que Teilhard estaba al corriente de todo desde
el comienzo, como resulta evidente en la carta que él mismo escribió a Kenneth
Oakley cuarenta años después. Sin embargo, Dawson no informó a Woodward sino
hasta 1915, es decir después de que Teilhard regresara a Francia. Puede
pensarse, entonces, que Teilhard amenazó a Dawson con desenmascarar el engaño
si también intentaba hacer pasar por verdaderas esas piezas. La reconstrucción
de Matthews no es tan inverosímil como parece creer Gould, y tiene sobre todo
la indudable ventaja de considerar la participación de Teilhard de una forma
mucho más plausible. Sin embargo, esta reconstrucción también tiene su punto
débil: Matthews sostiene oportunamente que el diente de hipopótamo, así como
también las otras piezas provenientes con seguridad de Africa o Malta, debían
haber sido un regalo que Teilhard le hiciera a Dawson en 1909 como muestra de
la amistad nacida recientemente. Dawson las habría utilizado luego con el
objeto de otorgar a su hallazgo una mayor credibilidad. En ese caso sería
lógico suponer que Dawson habría hecho lo imposible para mantener a Teilhard
alejado del sitio del hallazgo y de las piezas, puesto que habría podido reconocer
con facilidad los restos. Pero no fue así. Esta consideración empuja a excluir
la hipótesis de que Teilhard al principio ignoraba completamente el fraude y
que por lo tanto era inocente. Es más razonable suponer, como hace Gould, que,
en realidad, al menos inicialmente, ambos trabajaron de común acuerdo. En este
punto vuelve a presentarse el problema del móvil: ¿qué puede haber empujado a
un hombre tan sinceramente interesado en la búsqueda de la verdad, tanto en el
ámbito religioso como en el científico, a participar, aunque sólo fuera hasta
cierto nivel, en una estafa como aquélla? Creo que la respuesta correcta es la
que ofrece Gould: en aquella época Teilhard era joven y Piltdown debe haber
sido al principio para él sólo una bonita broma. Pero tal vez debemos aclarar
mejor la naturaleza de esta broma. Según mi opinión, Teilhard debía estar
convencido de que la estafa-broma lo era sólo a medias. Para él el cráneo era
auténtico y poseía un gran significado en la reconstrucción de la historia
evolutiva de la humanidad, mientras que la mandíbula y las otras piezas eran
falsos indicios diseminados a propósito a fin de ridiculizar la teoría del
eslabón perdido. En 1920 Teilhard escribió un artículo titulado «El caso del
hombre de Piltdown» en el que concluía: «Debemos suponer que el cráneo y la
mandíbula de Piltdown pertenecen a dos sujetos diferentes». Teilhard se situó
por lo tanto del lado correcto y negó (disponiendo probablemente de
informaciones «privilegiadas») que la mandíbula pertenecía al cráneo de Piltdown.
Sin embargo, consideró a este último una pieza tan auténtica e importante que,
cuando en 1948 presentó la solicitud para obtener la cátedra de paleontología
en el College de France, escribió entre otras cosas: «Mi primer golpe de suerte
en el campo de la paleontología del hombre antiguo fue ser admitido para
participar, cuando todavía era joven, en las excavaciones del Eoanthropus
dawsoni en Inglaterra». Debemos suponer, entonces, que tanto en caso de que el
cráneo haya sido encontrado efectivamente en Piltdown, como en caso de que haya
sido importado, Teilhard creía en su autenticidad. Llegados a este punto,
existen dos hipótesis posibles. Dawson y Teilhard podían estar convencidos de
que el cráneo era auténtico y haber decidido construir a su alrededor una
broma, que finalmente hiciera suponer que se había encontrado el eslabón
perdido. O que Dawson, y sólo él, sabía que el cráneo también era falso y
Teilhard participó inconscientemente en una broma-estafa que era más amplia de
lo que él mismo suponía. Ambas hipótesis explicarían la incomodidad con la que
Teilhard visitó la exposición acerca del hombre de Piltdown, realizada después
del descubrimiento del engaño. Su incomodidad puede ser atribuida a que por
primera vez él se daba cuenta de que el cráneo no era tan antiguo como había
creído, y en consecuencia que su importancia en la historia de la evolución
humana disminuía. Pero su incomodidad podía estar determinada también porque se
daba cuenta de que Dawson le había incluso engañado y le había empujado a
participar en una broma dentro de la broma con lo cual él mismo había sido
víctima del diabólico abogado.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 314
En 1915 el pintor John Cooke realizó para la Sociedad
Geológica de Londres un gran cuadro titulado «Una discusión acerca del cráneo
de Piltdown» en el que aparecen representados los protagonistas principales del
descubrimiento discutiendo las características y medidas de los fósiles
encontrados en Piltdown. En el centro, sentado y vistiendo una bata blanca, se
encuentra Sir Arthur Keith dedicado a medir el cráneo, hacia el cual apunta un
dedo G. Elliot Smith que se encuentra de pie, a espaldas de Keith.
Sentados a la izquierda de Keith se encuentran William Payne Pycraft y Edwin
Ray Lankester, dos zoólogos del Museo Británico que habían sido los más
fervientes y entusiastas defensores de la reconstrucción propuesta por
Woodward. Inmediatamente detrás de ellos, de pie, están representados Dawson y
Woodward. El hombrecillo bajo en primer plano a la derecha de Keith es Arthur
Swayne Underwood, profesor de cirugía dental en el King’s College de Londres,
que fue asesor de Woodward durante la reconstrucción de la dentadura del hombre
de Piltdown. Detrás de él, siempre de pie, se encuentra Frank Orwell Barlow,
técnico de laboratorio en el departamento de geología del Museo Británico, el
hombre que realizó el modelo plástico del cráneo siguiendo las indicaciones de
Woodward. Asiste a la escena un ceñudo Darwin cuyo retrato pende a espaldas de
los presentes sobre la chimenea. A menudo se ha sostenido que entre los ocho
personajes representados en este cuadro debe encontrarse el culpable de la
estafa de Piltdown, y en efecto se acumularon sospechas muy serias acerca de
por lo menos cuatro de ellos. Además de Dawson han sido «acusados» Elliot Smith
y Barlow, pero la acusación más clamorosa es sin duda aquella que Frank
Spencer, basándose en el examen más detallado que jamás se haya realizado de
todos los documentos disponibles, dirigió recientemente contra quien fuera
considerado siempre el menos sospechoso: Sir Arthur Keith, el hombre de bata
blanca que se encuentra en el centro del cuadro. De acuerdo con la hipótesis
formulada por el estudioso australiano Ian Langham y retomada por Spencer,
entre julio de 1911 y comienzos de 1912, Dawson y Arthur Keith concibieron el
plan de la estafa de Piltdown. Entre enero y mayo de 1912 se prepararon los
detalles de la operación, y en particular se resolvió el problema más espinoso:
el hallazgo y preparación de la mandíbula. De acuerdo con esta hipótesis el
cráneo ya había sido descubierto entre 1907 y el otoño de 1911. Muy
probablemente se trataba del cráneo de un aborigen australiano; el origen
exacto de la mandíbula es, en cambio, desconocido. En ese momento, la tarea más
importante era encontrar dos testigos, lo más autorizados posible. Se eligió a
Teilhard de Chardin y a Woodward. El proyecto original preveía que, dirigidos
de manera oportuna por Dawson, ambos descubrieran los restos del famoso eslabón
perdido. Los cómplices de la estafa suponían, no sin fundamento, que Woodward
se ocuparía de la reconstrucción del aspecto original del hombre de Piltdown
cometiendo errores. En ese momento intervendría Keith que, dada su mayor
competencia en anatomía, pondría de manifiesto los errores de Woodward
estableciendo en forma definitiva el aspecto del hombre de Piltdown y ganando
fama eterna. El móvil de Dawson y Keith habría sido, de acuerdo con esta
hipótesis, el deseo de honores y prestigio. Dawson quería convertirse a
cualquier precio en miembro de la Royal Society y, en 1914, presentó varias
veces la solicitud de admisión renovándola hasta 1916, año de su muerte, y todo
hace suponer que habría sido aceptada precisamente en virtud de los méritos
obtenidos en el hallazgo de los fósiles de Piltdown. Keith, en cambio, era ya
una autoridad en el campo de la anatomía, pero deseaba ver realizado su sueño
de juventud: afirmarse como antropólogo y evolucionista. La prueba principal en
contra de Keith es, según Spencer, un artículo anónimo publicado el 21 de
diciembre de 1912 en el British Medical Journal. Este artículo parecía un
simple relato de la reunión durante la cual se había presentado al hombre de
Piltdown por primera vez ante el mundo científico: contenía sin embargo toda
una serie de detalles que en aquella época no se habían dado aún a conocer y
que sólo podía saber alguien que hubiera participado directamente en las
excavaciones. Quien había escrito aquel artículo debía haber tenido noticias
relativas a detalles que sólo los interesados directos podían conocer.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 317
Zuckerman sostiene que Hinton es el verdadero autor del
fraude y que incluso ha procurado darlo a entender.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 330
En 1972 Guy van Esbroek ha apuntado el dedo acusador contra
otro supuesto imputado: William Ruskin Butterfield (1872-1935), amigo de Dawson
y conservador del museo de Hastings, y en 1978 James Archibald Douglas
(1884-1978), que había sido profesor de geología en Oxford desde 1937 hasta
1950, afirmó que el verdadero autor del engaño era William J. Sollas, un
autorizado paleontólogo y anatomista. Se trata en ambos casos de acusaciones
tan inconsistentes que no merece la pena profundizarlas aquí.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 330
Pero la hipótesis más sorprendente y, en algunos aspectos,
también la más fascinante que se ha planteado es la que atribuye la estafa de
Piltdown a uno de los padres de la literatura detectivesca Sir Arthur Conan
Doyle, el creador de Sherlock Holmes. El arqueólogo norteamericano John
Hathaway Winslow fue quien formuló esta hipótesis y recibió la ayuda del
periodista científico Alfred Meyer para recoger y organizar los indicios.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 330
El creador de Sherlock Holmes había tenido, al igual que
Teilhard de Chardin, la oportunidad de recoger o apropiarse de las piezas
fósiles de origen africano descubiertas en Piltdown. Pero, ¿tenía un móvil que
justificara su participación en una estafa tan compleja? De acuerdo con Winslow
y Meyer tenía un móvil más que plausible: vengarse de un científico que había
pretendido demostrar la inconsistencia científica y la naturaleza fraudulenta
del espiritismo del cual, como ya se ha dicho, Doyle se había convertido en un
defensor fanático. Entre los estudiosos que contribuyeron a avalar la
importancia del descubrimiento de Piltdown estaba Edwin Ray Lankester, el señor
gordo que en el cuadro de Cooke está sentado a la izquierda de Keith. Lankester
era un evolucionista darwiniano convencido, de inspiración materialista, que
dirigía una batalla personal y feroz contra los espiritistas, la cual le había
llevado a desenmascarar las mistificaciones de Henry Slade, uno de los
espiritistas más populares de la época. En el relato El capitán de la Estrella
Polar, publicado en 1883, Doyle procuró demostrar que a pesar de que un
médium como Slade había sido reconocido culpable de fraude, esto no significaba
necesariamente que todos los espiritistas fueran estafadores, como tampoco que
el espiritismo en general fuera un gran engaño. Lankester había hecho, en
cambio, el razonamiento contrario y a partir de ese único caso de estafa había
pretendido demostrar la falsedad de todo el espiritismo. Con el fraude de
Piltdown, Doyle habría tenido la oportunidad de dar vuelta a la situación
aplicando el mismo procedimiento lógico: si la ciencia aceptaba como válido un
fraude científico como ése, razonando como Lankester, toda la ciencia, y en
particular el evolucionismo, habrían podido ser condenados. La confirmación de
que Lankester era el objetivo de Doyle se demostraría en el hecho de que todos
los hallazgos de Piltdown parecían una maravillosa verificación de algunas
predicciones que Lankester había enunciado en la sección científica que tenía
en el Daily Telegraph. Allí había sostenido, entre otras cosas, que el hombre
se había separado demasiado rápido de los monos, probablemente durante el
mioceno inferior. Además, consideraba, contrariamente a la opinión más
difundida, que la capacidad del cráneo del hombre primitivo era notablemente
amplia. Sostuvo también que muchos sílex toscamente partidos, encontrados en
diferentes sitios, no sólo eran muy antiguos, sino que además habían sido
modelados por la mano del hombre. Había ido aún más lejos cuando había
profetizado que otros utensilios menos ordinarios serían hallados en breve en
depósitos de la época prepleistocénica. En otros términos, Lankester se había
entusiasmado mucho y había presentado una lista de objetos a descubrir. Conan
Doyle facilitó su hallazgo. El cráneo del hombre de Piltdown parecía poseer
ciertamente una notable capacidad cerebral, y algunos fósiles fueron
identificados por Lankester como pertenecientes al plioceno e incluso al
mioceno. El hombre de Piltdown, según él, representaba un gran paso hacia el
hipotético hombre-mono del mioceno inferior. Si las cosas son realmente así, el
proyecto de Doyle debía prever, con el objeto de poner fin a la venganza, que
en un determinado momento se descubriera la estafa y quedaran en ridículo los
científicos, en particular Lankester, que de manera tan ingenua habían tragado
el anzuelo. Winslow y Meyer sostienen que Doyle procuró dar a entender de
alguna forma que se trataba de una estafa, pero que los científicos no fueron
lo suficientemente inteligentes como para comprender el significado de los
indicios que él mismo dejó. El indicio más curioso era un fémur de elefante
fósil hallado en Piltdown en 1914, «trabajado» mal y de manera evidente. Cuando
la pieza fue descrita oficialmente durante una convención de la Sociedad
Geológica, un científico se puso de pie para afirmar que no lograba imaginar
uso alguno para un utensilio que parecía ser la extremidad de un palo de
criquet. El mismo científico sostuvo además que el hueso debía haber sido
encontrado y oportunamente alterado en una época reciente. Pero la mayor parte
de sus colegas no tuvieron en cuenta sus observaciones y prefirieron considerar
que el objeto era un utensilio paleolítico auténtico, a pesar de que nadie pudo
atribuirle una función plausible. Ahora bien, Doyle era un experto jugador de
criquet, y puede por lo tanto suponerse que no supo resistir la tentación de
hacer que se encontrara el instrumento típico de su deporte preferido en manos
del hombre de Piltdown, pensando que de esa forma ponía fin a una burla
demasiado duradera. Pero los científicos no lo comprendieron.
Viendo que se proponían no rendirse ante la evidencia, es
muy probable que Doyle decidiera ofrecerles la que podía parecer una prueba
definitiva. En 1915 Dawson descubrió el sitio de Piltdown 2, donde se
encontraron, entre otras cosas, un fragmento de cráneo y un diente molar que se
adaptaba perfectamente a la mandíbula hallada en Piltdown 1. ¿Cómo era posible
que aquel diente se encontrara a varios kilómetros de distancia de la mandíbula
a la que había pertenecido? La explicación más plausible era que aquellos
fósiles no se encontraban allí por causas naturales, sino porque alguien los
había enterrado deliberadamente a fin de engañar a otro. Pero los científicos,
en lugar de considerarlo una prueba que permitía desmentir lo que hasta
entonces se había supuesto, lo interpretaron una vez más como una sorprendente
confirmación. Un antropólogo norteamericano sostuvo que probablemente los
investigadores habían confundido un sitio con otro y que, en realidad, el
diente provenía de Piltdown 1, mientras que los restos de Piltdown 2
demostraban que el hombre de Piltdown no era una extravagancia desconcertante,
sino un fósil auténtico y antiquísimo, y que evidentemente no era el único
ejemplar. Estando, así las cosas, los científicos demostraron una presunción y
una obstinación increíble, insistiendo en interpretar como confirmaciones de su
errónea interpretación una serie de indicios que en realidad la contradecían de
manera muy evidente. Seguramente tal credulidad debió exasperar a Doyle que en
ese momento dejó de intentar que el mundo científico diera crédito al presunto
hallazgo el cual, sin embargo, siguió siendo considerado válido durante otros
cuarenta años. Esta reconstrucción resulta particularmente atractiva porque es
la única que involucra a una persona cuya cultura y psicología se adaptan
perfectamente a la compleja maquinación que la estafa de Piltdown parece
presentar. ¿Quién sino un escritor de novelas policiacas podría planear los
detalles mínimos y con la distancia suficiente un «crimen», sobre todo
tratándose de un crimen científico? Sin embargo, la hipótesis de Winslow
presenta también algunos puntos débiles. En primer lugar, parece que Doyle
encontró a Dawson por primera vez en el verano de 1909, es decir, después
del hallazgo del cráneo, y que no llegaron a tener confianza suficiente como
para irse a cenar juntos hasta en el otoño de 1911. Es por lo tanto difícil
suponer que Doyle haya podido pensar en utilizar a Dawson para vengarse de
Lankester. Además, ¿cómo podía estar seguro de que este último habría
participado en el «descubrimiento»? Lankester había sido director del Museo
Británico desde 1898, pero en 1907, es decir un año antes del descubrimiento
del cráneo, se había jubilado por lo que era difícil esperar que se viera
oficial y directamente involucrado en el caso. En efecto, el más involucrado
fue Woodward mientras que Lankester actuó más bien como su defensor externo. El
hecho de que el proyecto de la estafa dejara sin solución el problema de la
participación de la víctima designada, y que al mismo tiempo los indicios que
debían desvelar en un segundo momento la verdadera naturaleza del
«descubrimiento» fueran tan contradictorios que nadie pudiera comprenderlos,
harían suponer que el cerebro de la maquinación no era en realidad tan hábil.
Sería por lo tanto injustificado involucrar incluso al padre de Sherlock
Holmes.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 332-334
Después del descubrimiento del fraude de Piltdown,
evolucionistas y antropólogos fueron mucho más cautos y sus afirmaciones acerca
de la existencia de eslabones perdidos fueron menos categóricas. La mayor parte
adoptó el punto de vista de Darwin, según el cual los eslabones perdidos son
difíciles de encontrar simplemente porque los fósiles de que disponemos son muy
escasos e imperfectos. Esta escasez de piezas no debía hacer suponer, sin
embargo, que los eslabones no habían existido jamás. Evolucionistas y
antropólogos estaban convencidos de poder señalar al menos uno famosísimo, el
Archeopteryx, un animal con cuerpo y cola de reptil, y alas y plumas parecidas
a las de un pájaro. De este animal prehistórico, que tenía las dimensiones de
un palomo, fueron hallados seis esqueletos fósiles. El más importante es el que
se conserva actualmente en el Museo Británico de Londres, descubierto en 1861
por el médico Carl Haberlain de Pappenheim en una cantera de piedra calcárea
litográfica en Solnhofen, Baviera. Fue un descubrimiento bastante oportuno dado
que tuvo lugar sólo dos años después de que Darwin publicara El origen de las
especies.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 336
Si el pobre Archeopteryx existió realmente no debe haber
tenido una vida fácil. Más que las ventajas de ser al mismo tiempo dinosaurio y
pájaro, debe haber sufrido las desventajas. De acuerdo con las reconstrucciones
debía poder realizar sólo vuelos de planeo, es decir, a pesar de poseer plumas
no podía alzar vuelo desde la tierra. Debía por lo tanto subir a los árboles y
desde allí lanzarse a planear. Por si esto fuera poco, cuando estaba en tierra
las alas le hacían más lenta y trabajosa su carrera tras la presa. Correr
batiendo las alas al mismo tiempo acarrea un notable desgaste de energía y las
alas, aunque aligeran el peso del cuerpo alzándolo de la tierra, disminuyen
también su adhesión al terreno mientras que, al mismo tiempo, a causa de una
especie de efecto vela, disminuyen la velocidad de la carrera. Si realmente
existió, habrá maldecido cada día la ceguera de la evolución que lo condenaba a
ser pájaro y reptil al mismo tiempo.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 338
Leyendo estas páginas puede obtenerse la impresión no del
todo fundada de que las estafas paleoantropológicas caracterizaron la primera
etapa del desarrollo de estas disciplinas y que, por lo tanto, se limitan a
finales del siglo XIX y principios del XX. En realidad, no sólo la antropología
ha contribuido a la inspiración de varios falsificadores, sino que la moda se
extendió también a disciplinas limítrofes como, por ejemplo, la geología. El
más grande de los escándalos de este tipo que han tenido lugar recientemente es
el que se desarrolló alrededor de los descubrimientos de un paleontólogo indio,
el profesor Vishwa Jit Gupta de la Universidad de Panjab en Chandigarh, India.
Este estudioso ha construido su carrera a partir de una serie de
descubrimientos paleontológicos importantes que se prolongaron durante
aproximadamente veinticinco años, y que le condujeron a ocupar el cargo de
director de la facultad de ciencias. La característica de los descubrimientos
de Gupta era encontrar fósiles de un lugar determinado en sitios donde, a partir
de los conocimientos actuales, no podían encontrarse en absoluto. Había
descubierto en particular algunas variedades de amonites y de conodontos en las
montañas del Himalaya donde nunca antes habían sido encontradas, y donde nunca
deberían haberse encontrado ya que son característicos de zonas geológicas
específicas, en especial Marruecos y los alrededores de Nueva York. El hecho de
que en India no puedan encontrarse los mismos fósiles que en América del norte
o África noroccidental constituye una de las pocas certezas de la geología, una
ciencia que está buscando aún sólidas bases teóricas. De acuerdo con la teoría
de las placas tectónicas, la corteza continental formada de sial y de sima y la
corteza oceánica flotan sobre el sima vidrioso de la capa, desplazándose como
consecuencia de movimientos convectivos que tienen lugar en el centro de la
capa misma. Es decir que la Tierra estaría compuesta por un número de placas,
no se sabe exactamente cuántas, que se desplazan lentamente a la deriva sobre
un magma fluido y de fuego que constituye la capa.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 339
Aroma de falsificación tienen también las setenta y cinco
pinturas de la edad de piedra descubiertas en Zubialde, a unos veinte
kilómetros de la ciudad vasca de Vitoria en la provincia de Alava, en junio de
1990 por Serafín Ruiz, un estudiante de historia antigua de veintinueve años.
La cueva en la que se encuentran las pinturas rupestres ha permanecido cerrada
durante muchos siglos, y sólo por casualidad Serafín Ruiz logró encontrar la
entrada. Está constituida por una galería que culmina en una pequeña habitación
y luego en un gran ambiente circular. En las paredes se encuentra una colección
de pinturas que parecen remontarse a quince mil años atrás, y que incluyen
veinte animales y cuarenta y nueve símbolos misteriosos, además de algunas
huellas de manos que pertenecen probablemente al artista. Esta colección hace
de la gruta de Zubialde algo análogo o superior a la de Lascaux en el sudoeste
de Francia, o Altamira, cerca de Santillana. La existencia de esta cueva ha
sido mantenida oculta durante varios meses mientras los arqueólogos españoles
Jesús Altuna, Ignacio Barandiarán y Juan María Apellaniz la examinaban con
atención. A partir de su investigación los estudiosos españoles concluyeron que
las pinturas eran auténticas. Barandiarán, de la Universidad de Vitoria, ha
declarado: «Todas las pruebas realizadas con el objeto de descubrir eventuales
signos de falsificación han resultado negativas». Además, ha afirmado que las
pinturas son muchas y las técnicas usadas muy complejas como para pensar en una
estafa. La pátina parece, además, realmente antigua y sería algo difícil de
falsificar. Pero otros estudiosos tienen una opinión totalmente diferente. El
profesor Peter Ucko, arqueólogo de la Universidad de Southampton en Inglaterra,
subraya por ejemplo que existen algunos elementos de las pinturas que no se han
visto jamás en otras grutas de éste o cualquier otro período. Del mismo modo,
Jill Cook del Museo Británico sostiene: «Este descubrimiento es sorprendente sobre
todo por sus anomalías. Sería como encontrar pinturas análogas a las de la
Capilla Sixtina en una pequeña iglesia de campo, y que estas pinturas se
distinguieran de las de Miguel Angel sólo por algunas características
peculiares». Además, subraya Cook, hoy en día no es muy difícil pintar
representaciones análogas a aquellas que se realizaban hace quince mil años,
basta con mezclar un poco de ocre con agua para obtener el color rojizo típico
de esas pinturas y disponer de hematita para dibujar los perfiles negros. Los
manuales de arqueología y de paleontología están llenos de representaciones
rupestres, por lo que no es difícil encontrar fuentes de inspiración. Otra de
las cosas que vuelve sospechosas las pinturas de Zubíalde es, en primer lugar,
el hecho de que algunos de los animales estén pintados en perspectiva, y esto
constituiría el único ejemplo de pintura en perspectiva de la edad de piedra.
El estado de conservación es además sorprendentemente bueno para
representaciones atribuidas a la cultura magdaleniense, es decir, a un período
que se remonta a diez o trece mil años atrás. Existe, sin embargo, otro aspecto
sorprendente. Entre los animales representados se encuentran mamuts, bisontes,
renos, ciervos, uros (antiguos bueyes dotados de enormes cuernos), rinocerontes
e incluso un pez. El lado sospechoso de esa representación está constituido por
el hecho de que muchos de los animales habían desaparecido de esa región
millones de años antes de que el pintor prehistórico se dispusiera a realizar
la obra. Es decir que aquellos animales están fuera de lugar.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 346
Explicar cuáles son los motivos es la tarea más difícil pero
también la más interesante que plantea el problema del fraude científico. De
hecho, nos encontramos observando la ciencia desde un ángulo bastante
particular y se descubre que incluso aquí, al igual que en el arte, la
actividad del falsificador permite comprender mejor lo que en apariencia está
traicionando: en un caso al arte, en el otro a la ciencia. Explicar por qué
engañan los científicos equivale a encontrar un criterio que permita distinguir
al verdadero científico del estafador, lo que a su vez equivale a poseer un
criterio que permita distinguir una teoría o un descubrimiento verdadero de una
teoría o un descubrimiento falso, criterio que científicos y filósofos buscan
desde hace más de dos mil años y que ya casi nadie aspira a encontrar. El
análisis de los motivos que empujan o pueden empujar a un científico a cometer
un engaño no ofrece en realidad tal criterio, aunque contribuye a esclarecer el
sentido de la empresa científica dado que permite discutirla desde un punto de
vista interesante e inusitado.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 3512
Las estafas científicas de hoy en día tienen más que ver con
la estructura socioeconómica de la ciencia que con su lógica interna. Los
científicos que engañan hoy en día son aquellos que hemos denominado los
«mercenarios de la ciencia», cuyos móviles no son ni nobles ni interesantes.
Aun en caso de que sus estafas se parezcan, hasta resultar idénticas en
apariencia a las del pasado, se diferencian en un aspecto esencial: hoy en día
el científico se ve empujado a engañar principalmente por su propio interés,
mientras que en el pasado el interés y el prestigio personal ocupaban un
segundo lugar, detrás del interés por la ciencia.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 352
No merece la pena ocuparse del tipo de engaño científico que
se difundió después de la segunda guerra mundial, a partir de finales de los
años cincuenta, y que tuvo como protagonista al tipo de científico representado
por el «Jim el honrado». Esto quiere decir hacer a un lado la mayor parte de
las estafas científicas (y sobre todo las más recientes). El motivo que lleva a
esta exclusión en apariencia injustificada es que, como hemos señalado, las
estafas científicas de hoy en día tienen más que ver con la estructura
socioeconómica de la ciencia que con su lógica interna. Los científicos que
engañan hoy en día son aquellos que hemos denominado los «mercenarios de la
ciencia», cuyos móviles no son ni nobles ni interesantes. Aun en caso de que
sus estafas se parezcan, hasta resultar idénticas en apariencia a las del
pasado, se diferencian en un aspecto esencial: hoy en día el científico se ve
empujado a engañar principalmente por su propio interés, mientras que en el
pasado el interés y el prestigio personal ocupaban un segundo lugar, detrás del
interés por la ciencia. Breuning e Imanishi-Kari, por ejemplo, han cometido el
mismo tipo de estafa que cometió Galileo: han afirmado haber realizado
experimentos que en realidad no habían hecho, y las teorías que querían apoyar
con sus experimentos falsos podrían ser también tan verdaderas como las que
Galileo tomaba como punto de apoyo para sus experimentos no realizados. Pero
mientras Galileo engañó con el objeto de afirmar y difundir una teoría que
consideraba válida e importante para el progreso de la ciencia, Breuning e
Imanishi-Kari engañaron para justificar ante las entidades gubernamentales la
atribución de las financiaciones solicitadas. La estafa de Galileo se había
hecho por el interés de la ciencia, la de Breuning por el interés de Breuning y
de su universidad, y es por eso que fue posible perseguirla como cualquier otra
estafa económica, concluyendo con la condena a la restitución del dinero que
habían recibido inmerecidamente y malgastado.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 352
Las estafas de hoy en día por lo tanto presentan interés
sólo en referencia al sistema económico que se ha construido alrededor de la
ciencia y que hemos descrito en el tercer capítulo, pero no pueden decimos nada
interesante acerca de qué es lo que lleva a un verdadero científico a engañar,
independientemente de los vulgares factores económicos, ni tampoco cómo
funciona la ciencia en tanto empresa intelectual.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 353
Las estafas de hoy en día por lo tanto presentan interés
sólo en referencia al sistema económico que se ha construido alrededor de la
ciencia y que hemos descrito en el tercer capítulo, pero no pueden decimos nada
interesante acerca de qué es lo que lleva a un verdadero científico a engañar,
independientemente de los vulgares factores económicos, ni tampoco cómo
funciona la ciencia en tanto empresa intelectual. Para responder a estas
preguntas es mejor tomar en consideración las estafas cometidas antes de 1950,
cuando el mecanismo de financiación que está en auge actualmente no había
comenzado aún a exhibir signos de deterioro. Pero sería también erróneo colocar
sobre un mismo plano todas las falsificaciones y considerarlas igualmente
importantes. Existen, de hecho, otros dos tipos de engaño de motivaciones
bastante evidentes: las bromas y los engaños denigrantes. Resulta claro, por
ejemplo, que quien haya sido el autor del fraude de Piltdown, procuró hacerle
una mala jugada a la teoría de la evolución o a alguno de sus defensores. En
ambos casos el autor de la estafa no deseaba realmente el progreso científico
puesto que, si no creía en la teoría darwiniana pero era un verdadero
científico, su deber era procurar refutar la teoría en el plano puramente
científico y no mediante una estafa. Si, por otra parte, su objetivo era desacreditar
a un adversario en particular, sus móviles resultan aún menos nobles y en
consecuencia menos interesantes. No tiene sentido, entonces, preguntarse por
qué se engaña con la intención de desacreditar a un científico, como ocurrió en
el caso de Carrel y Jungenblut, o con la intención de ayudarle, como parece
haber sucedido en el caso de Blondlot. Hechas estas reservas, el campo de las
estafas científicas interesantes, aquellas de cuyo examen esperamos obtener una
respuesta importante y significativa a la pregunta: «¿Por qué engañan los
científicos?» parece restringirse notablemente y dejar en escena sólo a los
personajes importantes e insospechados: Tolomeo, Galileo, Newton, Einstein,
Freud. ¿Es posible que sean ellos, los genios y los premios Nobel, los únicos
verdaderos estafadores de la ciencia? Aunque resulte paradójico, mi respuesta
es sí. Y, según mi opinión, sólo en su caso merece la pena preguntarse: «¿Por
qué han engañado?». En este punto la respuesta comienza a intuirse: si los
verdaderos estafadores son los científicos más grandes que tuvo la humanidad,
quiere decir que ellos engañan porque no pueden evitarlo. Es decir, porque no
tienen otra forma de convencer al mundo acerca de la verdad de sus teorías y
descubrimientos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 353
El científico sabe, al menos desde 1934, que jamás le será
posible demostrar en forma concluyente, tal vez a través de los experimentos,
la verdad de cualquiera de sus teorías acerca de la realidad profunda del
mundo. Esta vez no fue el papa quien introdujo este principio, sino el filósofo
de la ciencia Karl Popper, que demostró la falsedad de la convicción,
probablemente tan antigua como el mundo, de acuerdo con la cual siempre es
posible demostrar si algo es verdadero o falso. Popper esclareció de forma
definitiva que lo que realmente se puede demostrar es sólo si algo es falso,
mientras que resulta imposible demostrar de manera concluyente si algo es
verdadero. Esto quiere decir que todas las teorías científicas que consideramos
verdaderas no se consideran verdaderas porque se haya demostrado realmente la
verdad, sino sólo porque los científicos que las enunciaron pudieron convencer
a sus colegas y a nosotros mismos. Normalmente esto implica el uso de trucos y
de falsificaciones más o menos graves que, sin embargo, no se reconocen y
denuncian como tal hasta después de mucho tiempo. En definitiva, los
científicos engañan en nombre de la verdad porque no pueden demostrarla. Esto
parece querer decir, sin embargo, que no existe verdad alguna, lo que a su vez
llevaría a concluir que nunca es posible distinguir una teoría o un
descubrimiento verdadero de teorías y descubrimientos falsos, o decidir si un
científico es un genio o un vulgar estafador. Afortunadamente no es así. Aunque
haya resultado y sea considerado imposible encontrar un criterio claro que
permita discriminar una teoría verdadera de una falsa, es posible utilizar
criterios empíricos pero eficaces que pueden deducirse de uno de los elementos
fundamentales (aunque hoy en día es algo muy discutido) de la actividad
científica: el método. Podríamos caer en la tentación de considerar al método
como el criterio ideal para distinguir teorías y científicos verdaderos de
teorías y científicos falsos. De hecho, siempre se ha pensado que los grandes
éxitos de la ciencia moderna, nacida con Galileo, están estrechamente unidos y,
por así decirlo, producidos por el método hipotético-deductivo elaborado y
utilizado por el mismo Galileo y más tarde por todos los científicos que le
siguieron, aunque con varias modificaciones. Este método consistía en el uso
combinado y cuidadoso de observación, lógica, matemáticas y experimento. De
acuerdo con Galileo, la primera cosa que debe hacer un científico es observar
con atención el fenómeno que se propone explicar. Dado que resulta imposible
tratar al mismo tiempo todas las propiedades observadas, debe, en primer lugar,
reducirlo intuitivamente a los elementos esenciales, medidos de la manera más
cuidadosa posible. Después de este análisis de las relaciones matemáticas
esenciales se elabora una hipótesis de la que pueden deducirse algunas
consecuencias. Éstas pueden someterse a la prueba del experimento para
verificar si se confirman o no en la realidad. Finalmente, la hipótesis resulta
verdadera o falsa. Este método difiere bastante del que elaboró Descartes casi
contemporáneamente y también, aunque en menor medida, del usado por Newton. Sin
embargo, su núcleo esencial se encuentra también en el método newtoniano y fue
adoptado por la ciencia que le siguió como la estrategia más apta para la
investigación. Se nos ha enseñado que los grandes resultados obtenidos por la
ciencia en los últimos siglos se deben al uso de este método, pero esto es
verdad sólo en parte. En primer lugar, muchos de los descubrimientos más
importantes, como por ejemplo el del fuego y la rueda, se llevaron a cabo
cuando la idea misma de un método aún no existía. En segundo lugar, el método
nunca ha sido explicitado en una formulación unívoca y aceptada por todos que
permitiera cubrir, a través de una serie de preceptos y reglas metodológicas,
todas las ocasiones posibles que pueden presentarse ante el científico durante
una investigación. Lo que se ha afirmado en la práctica científica ha sido el
espíritu y la actitud general que el científico debe asumir, no obstante sin
establecer reglas precisas. Es por eso difícil, si no imposible, determinar si
un científico respetó todo lo que establece el método experimental o no. Pero
además se ha comprobado que en la mayor parte de los casos, y sobre todo en
relación con las teorías y descubrimientos más importantes, los científicos han
violado y contradicho el espíritu mismo del método que, sin embargo, decían
seguir. «Si Galileo», señala Marcello Pera, «hubiera usado las reglas
metodológicas que se recomendaban en su época, no habríamos tenido ciencia
moderna. Si Darwin hubiera seguido realmente las prescripciones de Bacon,
consideradas tan eficientes en su época, creeríamos aún en la Biblia. Si
Einstein no hubiera sido un oportunista y no hubiera traicionado los cánones de
la metodología empírica no tendríamos la relatividad, y la física cuántica
nunca habría nacido si una generación de físicos no hubiera cometido un
parricidio con los cánones newtonianos».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 355
Es necesario que la teoría del método esté acompañada por
una teoría del error que enseñe a transgredir los preceptos metodológicos.
«Incluirá reglas empíricas aproximadas, indicaciones útiles, sugerencias
heurísticas, y no leyes generales; unirá además estas indicaciones y estas
sugerencias con los eventos históricos a fin de enseñar en detalle cómo
pudieron llevar a buenos resultados en determinadas situaciones. Tal teoría
permitirá desarrollar la imaginación del estudioso sin otorgarle jamás
prescripciones y procedimientos rígidos y precisos. Será más una historia que
una teoría en el sentido estricto de la palabra, y contará con un gran
porcentaje de charlas, de las que cada uno podrá extraer aquello que considere
más importante».
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 357
Esta posición, que a muchos pareció excesiva y paradójica,
es en realidad tan razonable que resulta casi obvia. El sentido de esta postura
es que, dado que la realidad es siempre más compleja y «fantasiosa» de lo que
nosotros o los científicos podemos imaginar, en ciencia no es tan importante el
método riguroso sino más bien la fantasía y la creatividad. Esto equivale a
decir que seguir atenta y escrupulosamente todas las reglas del método
experimental no garantiza en absoluto el descubrimiento de cosas interesantes o
de teorías verdaderas. Para esto se requiere inteligencia y creatividad, es
decir la capacidad de restar importancia o de no tener en cuenta los preceptos
del método. Los verdaderos científicos por lo tanto no son esclavos del método,
sino que se sirven de él a su manera y lo usan como uno de los muchos
instrumentos y argumentos con el objeto de convencer a sus colegas de la
fundamentación de sus teorías. Si se desea, estas transgresiones a las reglas
del método pueden considerarse recursos retóricos que recogen la propuesta, de
moda hoy en día y defendida por Pera en Italia, según la cual lo que hacen
realmente los científicos no es seguir reglas lógicas y un método rigurosamente
experimental, sino servirse de una familia de estratagemas retóricas a fin de
imponerle al mundo sus propias ideas. Personalmente, prefiero considerar las
transgresiones al método que los científicos se ven obligados continuamente a
llevar a cabo a fin de hacer progresar a la ciencia como verdaderas
falsificaciones. Más aún, como el tipo de falsificaciones más interesantes.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 358
Es curioso señalar en este sentido que la palabra «método»,
impuesta por Platón y luego por Aristóteles en el sentido de «investigación» y
de estrategia de la investigación, fue usada también por Plutarco en el sentido
de «artificio», «estratagema», o «fraude». La palabra misma contenía, al menos
originariamente, una clara alusión al destino del científico, condenado a
proceder hacia la verdad a través de una serie continua e infinita de
transgresiones al rigor racional del método.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 358
La posibilidad de repetir los experimentos puede ser
considerada con razón como un buen criterio para discriminar teorías
científicas verdaderas de teorías científicas falsas, ya sean estas últimas
fruto de simples errores o de estafas.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 364
Todos los engaños perpetrados en el ámbito científico se
descubren antes o después porque otra persona no logra obtener los mismos
resultados que presenta el falsificador. Hoy en día sabemos que tarde o
temprano se demuestra que todas las teorías resultan falsas, pero la diferencia
entre las teorías científicamente falsas (aquellas que consideramos normalmente
teorías verdaderas) y las teorías vulgarmente falsas (que por lo común
denominamos estafas) radica en la diferencia de su duración: las teorías
«verdaderas» duran a menudo mucho más que las estafas, y esto es así
precisamente porque los experimentos que apoyan los engaños científicos no son
repetibles.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 366
Lo que distingue una teoría científica «verdadera» de una
«falsa» es la duración y la amplitud de consenso que le otorga el mundo
científico, es decir, la comunidad de científicos. En la práctica, las estafas
vulgares se diferencian de las falsificaciones justificables de los grandes
científicos sólo porque su falsedad se descubre antes y más fácilmente. El
mundo científico no jura jamás sobre los resultados obtenidos por un sólo
científico o un sólo grupo de científicos; un descubrimiento se considera
realmente como tal cuando varios laboratorios de todo el mundo pueden
confirmarlo. Se puede estar seguro, por lo tanto, de que, si un científico
anuncia haber obtenido un resultado determinado, otro procurará repetir los
experimentos y obtener el mismo resultado. Si esto no ocurre, se rechaza el
descubrimiento. De esta manera se desenmascaran la mayor parte de las estafas.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 366
Los estafadores, que son científicos de profesión,
naturalmente lo saben y se sirven de sus conocimientos y su competencia para
preparar las cosas a fin de que su engaño se descubra lo más tarde posible. Una
de las técnicas más difundidas es la que Moewus utilizó por primera vez de
forma hábil y consciente: consiste en trucar los experimentos a fin de obtener
resultados que el nivel de conocimientos considera altamente probables y que
otros científicos también están buscando. En lugar de inventar un
descubrimiento ficticio, se sugiere un atajo engañoso en la convicción bastante
fundada de que resulta poco probable que algún colega sospeche su naturaleza
fraudulenta. Otra técnica consiste en obtener a través del engaño resultados
bastante significativos, pero no lo suficiente como para hacer que otros
investigadores procuren reproducirlos. El estafador procura en estos casos
enaltecer su respetabilidad científica y la del grupo al que pertenece y la
confianza de sus colegas. Es probable que muchas de las publicaciones que se
encuentran en las revistas y bibliotecas científicas contengan resultados de
este tipo, que nadie se haya molestado jamás en refutar y que pasen
inadvertidos sin que se haya podido demostrar su naturaleza. Pero en general,
si un científico anuncia un descubrimiento de cierto peso se puede estar seguro
de que antes o después otro buscará repetir sus experimentos y, eventualmente,
sin duda se descubrirá la estafa.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 366
La vida promedio de una estafa científica moderna gira
alrededor de los ocho meses.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 367
El récord de duración puede ser otorgado con casi total
seguridad al fraude de Piltdown que sobrevió casi 41 años.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 367
Las teorías «verdaderas» que también podemos considerar
«falsificaciones geniales» son mucho más longevas. El récord en este caso se
atribuye a Claudio Tolomeo, cuya teoría según la cual la Tierra se encuentra en
el centro del sistema planetario resistió casi 1.397 años. La física
newtoniana, que aún hoy en día conserva gran parte de su validez, fue corregida
en algunos puntos fundamentales después de casi doscientos años, y la teoría de
la relatividad de Einstein, enunciada en 1905, resiste aún hoy a pesar de los
numerosos ataques a los que se ha visto sometida. Sin embargo, todo hace
suponer que resistirá menos que la física newtoniana, al igual que ésta ha
resistido menos que la teoría tolomeica. Parece que el progreso científico
tiende a reducir la duración de aquellas teorías científicamente válidas. Esto
quiere decir que en algunos decenios podría descartarse incluso el criterio de
repetibilidad como método que permite distinguir un descubrimiento bueno de uno
falso.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 367
El aspecto más importante del descubrimiento de Lorenz era
que en los sistemas no lineales una pequeñísima perturbación, en apariencia
imperceptible, puede desencadenar el fin del mundo. Había descubierto que, en
meteorología, y probablemente en toda la física, los detalles y las pequeñas
perturbaciones no son en absoluto irrelevantes como hasta entonces se creía. Al
fenómeno se le dio el nombre de «efecto mariposa» a partir del título de una
conferencia que dio Lorenz en diciembre de 1979: «Carácter predecible: ¿puede
el batir de las alas de una mariposa de Brasil desencadenar un tornado en
Texas?».
Parecería a simple vista que esto en realidad no cambia
nada, y más aún, que nos proporciona la explicación de por qué los meteorólogos
no aciertan nunca las previsiones: el sistema que estudiamos es tan complejo, y
los parámetros que están en juego se encuentran tan interrelacionados entre sí
de forma no lineal, que la única cosa que podría sorprendernos es que alguien
haya podido pensar jamás en lograr previsiones exactas. La meteorología podría
ser considerada una de las excepciones a las linealidades que los físicos jamás
quisieron considerar. Por eso, la opinión más difundida entre los científicos
es que la parte más importante de la ciencia continúa siendo aquella que
describe el mundo como un billar y que los juegos más complicados, como el
hockey sobre hielo o la meteorología son aberraciones poco interesantes. Pero
no es así. Hoy sabemos, en efecto, que la idea de que el mundo, o al menos sus
aspectos más importantes, pueden ser descritos como una especie de billar
enorme es fruto de una simplificación ingenua y, en todo caso, una
falsificación inocente pero enorme perpetrada principalmente por Galileo y
Newton, que ignorando de forma sistemática los detalles y las pequeñas
perturbaciones han «linealizado» el mundo haciendo que fenómenos
sustancialmente caóticos parecieran regulares, ordenados y precisos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 371
Quien realmente realiza experimentos se da cuenta de
inmediato de que vive en un mundo imperfecto e inexacto. Poner orden en este
reino del «casi» es posible sólo si no se tienen debidamente en cuenta, tal vez
ocultándolas, las pequeñas no linealidades y los detalles perturbadores.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 373
La exactitud es sólo un telón con el que los científicos han
procurado cubrir los fenómenos del mundo real. Bajo ese telón está el caos.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 373
Es cierto que dentro de millones de años no sólo la
regularidad de nuestro universo se transformará en una danza caótica y confusa
de planetas, sino que en algún punto del universo el caos ya ha comenzado. Tal
vez sea mejor decir que lo que desde hace milenios describimos como orden, y
que desde hace trescientos años podemos, gracias a Newton, expresar mediante
ecuaciones, no es en realidad sino una visión o representación simplificada de
un momento de la historia del caos. La simplificación se apoya en el supuesto,
sólo en apariencia y temporalmente justificable, que los pequeños efectos, las
hojas que caen en los planetas de otra galaxia, son insignificantes y pueden
ignorarse.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 374
En la época de Galileo la ciencia ha pasado del mundo del
«casi» al universo de la exactitud. Este pasaje fue posible no sólo gracias a
la genialidad de los Galileo y los Newton, sino también gracias a la
inescrupulosidad y a los trucos de que se sirvieron con el objeto de ocultar
los efectos de la complejidad del caos que podían desencadenar una crisis en la
regularidad y exactitud que ellos identificaban con la ciencia. De esta manera,
queda claro finalmente por qué podemos considerarles impostores: han
falsificado porque han simplificado. Hoy en día nos dirigimos nuevamente hacia
el mundo del «casi», aunque no se trata de una regresión. La ciencia ha
comprendido simplemente que no puede sino aceptar el desafío de la complejidad,
y se dispone a delinear el orden escondido y extraño que regula los fenómenos
que ocurren de manera aparentemente accidental e inexacta. La ciencia, por lo
tanto, deberá concentrarse en los próximos años en aquello que hasta ahora nos
ha parecido casual y accidental, y esto tendrá repercusiones notables en el método
y en la manera de trabajar de los científicos. Una de estas consecuencias es
que ya no será posible utilizar el criterio de repetibilidad para establecer si
un descubrimiento es verdadero o falso. Los fenómenos estudiados serán por sí
solos aleatorios y se verán fuertemente influenciados por las condiciones en
las que se realizan. Caerá el presupuesto más importante y antiguo de la
ciencia experimental: la idea o hipótesis de la uniformidad de la naturaleza.
Federico Di Trocchio
Las mentiras de la ciencia, página 374
Las mentiras de la ciencia, página 2
Las mentiras de la ciencia, página 3
Las mentiras de la ciencia, página 3
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Las mentiras de la ciencia, página 6
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Las mentiras de la ciencia, página 7
Las mentiras de la ciencia, página 9
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Las mentiras de la ciencia, página 10
Las mentiras de la ciencia, página 11
Las mentiras de la ciencia, página 15-20
Las mentiras de la ciencia, página 20
Las mentiras de la ciencia, página 22
Las mentiras de la ciencia, página 24
Las mentiras de la ciencia, página 25
Las mentiras de la ciencia, página 27-28
Las mentiras de la ciencia, página 31
Las mentiras de la ciencia, página 32
Las mentiras de la ciencia, página 34
Las mentiras de la ciencia, página 38
Las mentiras de la ciencia, página 67
Las mentiras de la ciencia, página 68
Las mentiras de la ciencia, página 69
Las mentiras de la ciencia, página 86
Las mentiras de la ciencia, página 90
Las mentiras de la ciencia, página 93
Las mentiras de la ciencia, página 94
Las mentiras de la ciencia, página 95
Las mentiras de la ciencia, página 97
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Las mentiras de la ciencia, página 123
Las mentiras de la ciencia, página 125
Las mentiras de la ciencia, página 127
Las mentiras de la ciencia, página 127
Las mentiras de la ciencia, página 133
Las mentiras de la ciencia, página 167
Las mentiras de la ciencia, página 179
Las mentiras de la ciencia, página 179
Las mentiras de la ciencia, página 180
Las mentiras de la ciencia, página 189-191
Las mentiras de la ciencia, página 195
Las mentiras de la ciencia, página 196
Las mentiras de la ciencia, página 197
Las mentiras de la ciencia, página 197
Las mentiras de la ciencia, página 199
Las mentiras de la ciencia, página 201
Las mentiras de la ciencia, página 207
Las mentiras de la ciencia, página 224
Las mentiras de la ciencia, página 229
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Las mentiras de la ciencia, página 235
Las mentiras de la ciencia, página 239
Las mentiras de la ciencia, página 241
Las mentiras de la ciencia, página 253
Las mentiras de la ciencia, página 270
Las mentiras de la ciencia, página 273
Las mentiras de la ciencia, página 274
Las mentiras de la ciencia, página 276
Las mentiras de la ciencia, página 285
Las mentiras de la ciencia, página 287
Las mentiras de la ciencia, página 287
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Las mentiras de la ciencia, página 292
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Las mentiras de la ciencia, página 314
Las mentiras de la ciencia, página 317
Las mentiras de la ciencia, página 330
Las mentiras de la ciencia, página 330
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Las mentiras de la ciencia, página 332-334
Las mentiras de la ciencia, página 336
Las mentiras de la ciencia, página 338
Las mentiras de la ciencia, página 339
Las mentiras de la ciencia, página 346
Las mentiras de la ciencia, página 3512
Las mentiras de la ciencia, página 352
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Las mentiras de la ciencia, página 358
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Las mentiras de la ciencia, página 366
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